Mecánicas celestes (3). El sendero del sol
Míriam me visita en Zaragoza.
UNA ACLARACIÓN: Lamento de verdad haber dejado esta serie colgada tanto tiempo, y haber decepcionado en cierta medida a los lectores. No quisiera poner ninguna excusa, salvo que otros asuntos y circunstancias me han tenido alejado de estos relatos durante estos meses. Ahora, con su permiso, voy a retomarla. Espero con toda sinceridad que me perdonen, y sigan leyendo los cuentos de este pobre escribidor. Muchas gracias, y como siempre, cualquier comentario, pregunta o sugerencia, aquí o en el correo electrónico. De nuevo, de corazón, gracias.
Qué pequeña e inhóspita me resultó mi casa al encontrarla vacía.
Encontré opresivas las paredes ocres, huraños los suelos de madera flotante, toscos los escasos muebles desperdigados por el espacio frío, casi desnudo, más por desidia y cierta austera tacañería que por moda minimalista. Mi apartamento me pareció gélido, impersonal, como un hotel pasajero en ruta hacia ningún lugar, tan deprimente y descorazonador como un mes y medio antes, cuando huí de allí para no escuchar más el rumor sordo de espectros que llenaban cada cuarto.
Era mi casa, desde luego, y podía ver aquí y allá huellas de mí por todas partes. En una de las paredes colgaba la bufanda del Real Zaragozaque usaba cuando iba al fútbol. En un rincón del salón acumulaban polvo mis libros, discos, películas, apilados y desordenados en una confusa escala de preferencias o caprichos. También estaban llenos de ropa los armarios, y me apelaban en silencio las fotos y recuerdos desde el tablero de corcho de mi cuarto. Supongo que eso es lo que somos en ausencia, retazos, jirones, tan solo un albornoz a rayas en la puerta del baño y un puñado de objetos que caben en una caja mediana, además una sombra en mente ajena y palabras entre dientes.
¿Qué decían de mí aquellas cuatro paredes? Si alguien hubiese entrado, mientras yo estaba en Barcelona, ¿qué habría pensado? Que me gustaba el deporte, que escuchaba The Cure, Nick Cave, White Stripes, que leía a Palanhiuk y Kafka, que me gustaban las películas de ciencia ficción, que detestaba los yogures con sabor a coco y que tenía varios amigos tan poco fotogénicos como yo mismo.
Hay pocas cosas más tristes que llegar a una casa desierta y no tener con qué llenarla.
Dejé las maletas en mi habitación, dos sonoros golpes en el suelo, decidido a no deshacerlas, por el momento. Abrí la nevera, donde se momificaba medio limón y tres desvalidos yogures de coco languidecían impasibles semanas después de su fecha de consumo preferente. Me rasqué la escasa pero rasposa sombra de barba que salpicaba mi mentón, y abrí el congelador con la ingenua esperanza de hallar algo comestible, al menos algo más que media bolsa de judías duras como perdigones de escarcha, y un par de cubiteras de plástico que parecían sarcófagos de agua. Al menos en una segunda inspección del frigorífico, algo más meticulosa, pude rescatar una lata de cerveza que, si bien no era una comida en el sentido estricto del término, en caso de apuro era más o menos pan líquido.
Me senté en el sofá, pensando en cómo nos habíamos despedido ese forma casi funcionarial, antidramática, en la estación de Sants donde cogí el tren que me llevaría a Zaragoza, alejándonos.
-Iré a verte dentro de una semana… - me dijo, arreglándome el cuello de mi abrigo, sacudiendo el paño de lana gris, mirándome a los ojos con una sonrisa. – No te mates a pajas…
-No prometo nada … - repliqué, con mi media sonrisa burlona, apartando de su cara un mechón indomable que se escapaba de su gorro de punto, apenas capaz de contener sus bucles y rizos.
-Tienes que guardar energías… - me advirtió, al oído, antes de morderme el lóbulo de la oreja provocando una protesta por mi parte, y una risa jovial por la suya.
-Tengo energía de sobra… - le dije, ufano, agarrando una de sus nalgas por encima de pantalón y apretando con fuerza, comprobando con gusto la elástica firmeza de su culo.
-Esas manos… - me contestó riendo, retorciéndose para escabullirse de mi presa y jugando con los botones de mi abrigo. – El viernes a las tres llego a Delicias.
Me lo dijo muy seria, y yo le hice callar con un beso, largo, húmedo, que ella me devolvió con pasión, frotando nuestras lenguas y nuestros labios como intentando grabar a saliva y fuego nuestro sabor.
-Allí estaré para recogerte… - añadí, intercalando mis palabras entre beso y beso, acariciando más suavemente sus labios con los míos.
La cerveza sabía amarga, y estaba demasiado fría, pero algo en su picor, en sus burbujas, me provocaba un extraño bienestar, como si esa comezón real y física pudiese adormecer y hacerme olvidar la nostalgia, la añoranza, la sensación de estar fuera de lugar en mi propia casa.
Me habría quedado más tiempo en Barcelona, pero llevaba ya demasiadas semanas lejos del trabajo y aunque el cuerpo me pedía a gritos más Miriam, mi mente me aconsejó de forma sabia regresar a la tienda, a la rutina, por más que esa rutina fuese la que me había causado precisamente la necesidad de escapar, de esconderme de mí mismo, de mis decisiones, de mis errores y del largo, enrevesado sendero a mis fracasos, algunos de los cuales ya conocen, y muchos de los cuales he ocultado, de momento, tras un piadoso sudario de silencio.
*
-Móviles.
Marcos estaba de pie, apoyado en el borde del escritorio, los brazos cruzados, y me miraba por encima de la montura de sus gafas de pasta negra, sonriendo como si aquella palabra fuese una especie de clave.
-¿Qué pasa con los móviles? – repliqué, apenas alzando la mirada de la pantalla.
Mi segundo empleado era bajito, algo regordete, con una incipiente calvicie y un cuestionable gusto en el vestir, pero era también inteligente, perspicaz y vehemente, cuando quería serlo. Y aquel lunes, el primero después de mis largas vacaciones, parecía que se había levantado con energía.
-Pues pasa que son el futuro, C***. No los ordenadores, sino los móviles. Las tablets. Aplicaciones, personalizaciones, complementos… - gesticulaba como distribuyendo diferentes artículos en unas estanterías imaginarias, en la pared de la entrada.
-¿Quieres que vendamos móviles? – Lo cuestioné en el mismo tono que si hubiera preguntado si quería que vendiésemos edredones nórdicos, lencería para señoras o almácigas.
-No solo móviles… - negó con la cabeza, ignorando deliberadamente el trasfondo descreído de mi pregunta – También cargadores, carcasas, auriculares, manos libres…
-Pero yo no tengo ni idea de esas cosas… - negué con la cabeza.
Ahora es fácil dárselas de oráculo. Todo el mundo sabe que a día de hoy no podríamos vivir sin nuestro miniordenador de bolsillo, nuestras aplicaciones de mensajería, nuestros juegos y widgets. Pero sean sinceros, ¿cuántos de entre ustedes podrían haber anticipado hace nueve, diez años, en el amanecer de los teléfonos inteligentes, que esto sería así? Yo desde luego no, y lo digo sin ambages. Si hubiese tenido semejantes dotes de visionario, desde luego no estaría donde estoy.,
-Mi prima trabaja en ello. Podría hablar con ella…
-¿Una chica?
Aquí he de hacer un inciso. No quiero que piensen que soy un machista, o considere que los ordenadores son cosas de hombres. Pero tienen que disculparme. Crecí en los ochenta y noventa, donde sí se creía que la tecnología y la ingeniería eran campos tradicionalmente masculinos, y la medicina, las humanidades o el derecho eran carreras más femeninas. Hoy en día esto nos parece extraño, casi distópico, pero por entonces todavía se asociaba la informática a un chico huraño, desaliñado, socialmente torpe y con estética de empollón granudo. Podría haberlo ocultado, pero cuando uno se abre lo cuenta todo, y así lo estoy haciendo, sin ahorrarles detalles como este y sin pretender escamotearles mis defectos. Porque efectivamente, por aquellas fechas yo era un poco estúpido.
Quiero creer que ya no lo soy tanto.
-Es mi prima… - Marcos asintió, con esperanza, mientras yo miraba el santuario de mi negocio, refugio de esa masculinidad que ahora llaman tóxica y que no era más que una mal disimulada misoginia.
-¿Tu prima? ¿Crees que tengo una agencia de colocación aquí o qué? – Aunque las cosas no me iban mal, mi empresa distaba mucho de poder permitirse contratar gente a discreción o embarcarme en proyectos alocados.
-No es eso, pero seguro que ella nos puede aconsejar… - Marcos sonrió, conciliador, y cuando mire a David éste hizo un gesto de lo más expresivo, un mudo “¿por qué no?”, frunciendo el labio y alzando las cejas.
-Dios mío… - No tenía ganas ni humor para discutir - Mira, haz lo que quieras. Habla con ella si quieres. Pero ya tengo que hacer números para pagar vuestras nóminas, no sé si crees que trabajas en Microsoft …
-Lo sé, lo sé… Pero sería solo por probar, por añadir un enfoque diferente.
-Solo probar. Dile que se pase por aquí – Lo dije tras un suspiro, con cierta despreocupación, seguro de que aquello no era más que una excentricidad y más pronto que tarde quedaría olvidado entre la maraña de trabajo que teníamos encima.
Durante la semana más o menos así fue, enfrascados como estuvimos en nuestro trabajo diario, mientras yo iba instalándome de nuevo en mi vida muelle, confortable como ese viejo jersey lleno de agujeros pero tan amoroso y caliente y cómodo que nunca encontramos la forma de tirarlo. Salí con Marcos y David algunos días tras cerrar la tienda, cené el jueves con Miro y Blanca, y sobre todo hablé con Míriam cada día, largas conversaciones que me permitirán no reproduzca aquí. Ya suelo ser bastante prolijo, no quisiera aburrirles con esas tonterías superficiales que tan importantes nos parecen en su momento pero que, con la vista atrás, no son más que… ustedes ya me entienden. El caso es que el fin de semana iba a recibir, por primera vez, la visita de Miriam a mi casa, y no hacia más que dar vueltas por mi apartamento buscando imperfecciones, suciedad, detalles poco favorecedores. ¿Era el salón muy pequeño? ¿Estaba el baño limpio y ordenado? ¿La cocina bien surtida?
Si llego a fregar una sola vez más el suelo con el mismo entusiasmo, creo que habría atravesado el techo del vecino de abajo.
Así que como bien pueden imaginar, en mi estado de ánimo aquel viernes no estaba realizar una improbable entrevista de trabajo a nadie, sino más bien mirar el reloj cada cuatro minutos y desear que llegara el momento de salir disparado hacia la estación de tren y recoger a Miriam, más que nada porque el tema ni había vuelto a surgir y se me había medio olvidado.
-C***… - Marcos llamó mi atención tras un carraspeo, y yo levanté la vista de la pantalla del portátil con un aire más ceñudo del que pretendía, seguramente.
A Marcos le acompañaba una chica de tez bastante morena, casi tan alta como yo, de figura esbelta, que me miró con una sonrisa nerviosa mientras movía el torso adelante y atrás, como una chiquilla azorada. Los dos se plantaron frente a mi escritorio.
-Esta es mi prima Zaida. Te hablé de ella. ¿Recuerdas?
La estudié de arriba abajo, porque no respondía al estereotipo de chica que yo pensaría aficionada a la informática. Tenía el largo y lacio pelo negro teñido con mechas de color rosa brillante, y vestía no demasiado formal, con unos vaqueros oscuros ceñidos a su silueta delgada, una sudadera de color gris claro bastante holgada y unas deportivas.
-Encantado. Soy C***, el dueño. – Respondí, sin demasiada efusividad. Parecía realmente joven, no más de veintitrés o veinticuatro años, como para tener la carrera universitaria - ¿Dónde has estudiado?
-Encantada… - tenía una voz grave, llamativa en un cuerpo de apariencia tan frágil, acento sudamericano, y una forma pausada de pronunciar cada palabra – Estudié la maestría en Venezuela, en Caracas.
-¿Venezuela? – miré a Marcos enarcando una ceja, sorprendido.
-Es la hija menor de mi tío Eduardo… - se apresuró a aclarar – Volvieron a España el año pasado…
Eso explicaba el matiz acaramelado de su piel, y ese tono dulzón y musical de su voz. La miré de nuevo, deteniéndome en el perfil rosado de sus labios carnosos, que se abrieron en una sonrisa todo dientes blanquísimos y brackets, y en sus grandes ojos color café muy oscuro. Todo me empezó a parecer una pésima idea, una ocurrencia improvisada.
-¿Móviles, entonces? – dije, sin saber muy bien cómo afrontar aquello. Mis dos empleados habían obtenido su trabajo uno simplemete pidiéndolo, y el otro recomendado por el anterior, así que no puedo alardear de ningún conocimiento especial de recursos humanos o de triquiñuelas psicológicas de selección de personal.
-Ajá… - asintió, y me alargó un par de folios que traía en una carpetita azul, con su currículum – Me especialicé en desarrollo web y programación para aplicaciones móviles, pero también tengo cursos de telecomunicaciones, como usted puede ver… En estos momentos trabajo en… - y me dijo el nombre de una conocida franquicia de teléfonos móviles.
Leí el informe en diagonal, sin prestar mucha atención, porque sinceramente, no creía en aquello más allá de la anécdota. No tenía una tienda de telefonía, como las que florecían como setas color verde, rojo o azul por los locales del centro, anunciando ofertas y terminales chipiritifláuticos por muy pocos euros, y tarifas excelentes con toneladas de letra pequeña.
-¿Y qué es lo que propones? – Le pregunté, abarcando la tienda con un movimiento de cabeza y una media sonrisa.
-Hmmm… - Miró en derredor, con la mano en la barbilla – Creo que usted podría vender aquí terminales libres y tablets, así como accesorios del estilo de auriculares, micrófonos manos libres… y también algunas opciones de personalización, como carcasas y fundas. Debería enfocar el negocio hacia un público joven y el sector de gaming, que está al alza.
-¿Ah, sí? – cerré el portátil, prestando un poco más de atención.
-Desde luego. Hay tiendas que incluso ha registrado su propia marca, montando móviles en China a precios muy competitivos. – Nos miró a Marcos y a mí, sonriendo un poco.
Se expresaba con determinación, con seguridad, pero también con cierta cautelosa deferencia, como si estuviese departiendo con un astuto tiburón de la tecnología, y no con un pringadete de barrio que había medio heredado el negocio
-Muy bien. ¿Y la inversión? – Creí que por ese lado podría excusarme del problema, porque Marcos sabía bien los márgenes y conocía de forma aproximada la situación económica de la empresa.
Se lo pensó, haciendo cifras en su cabeza, con los ojos entornados y arrugando el entrecejo de una forma muy graciosa, antes de atreverse a responder.
-Pues… - y entonces me lanzó una cifra en euros, bastante más contenida de lo que yo creía, añadiendo algunas observaciones que ponían en evidencia que se había preparado a conciencia para exponer su idea.
-Como ves, no es su mucho para empezar… - terció Marcos, tal que,un proveedor regateando por precios mayoristas – Creo que merece la pena correr el riesgo, aunque de verdad no creo que estés arriesgando nada.
-Me lo pensaré… - dije, aunque la verdad es que las perspectivas no eran malas. Había venido gente a preguntar por móviles y tablets, y es posible que pudiésemos abrir una buena línea de negocio por ese lado. Los contactos ya los tenía, en todo caso. – Pero ahora mismo tengo algo importante…
Me levanté, le estreché la mano a Zaida, y con bastante premura y un poco a la francesa me despedí. ¿Qué quieren? Míriam esperaba…
*
-Qué tenemos aquí… - no había como quien dice ni cerrado la puerta del apartamento y dejado la mochila en el suelo que su mano se había agarrado a mi paquete, apretando y acariciando con una intensidad casi desagradable.
Casi.
No pude ni responder, de tan concentrado como estaba en comerle la boca a besos, en recorrer su cuello a dentelladas, en mordisquear su oreja, en aspirar su olor a hembra, a frutos rojos, a vainilla. Sujeté su cabeza entre mis manos, y la besé como pocas veces he querido besar a alguien, como si quisiera absorberla dentro de mí y atesorarla, esconderla solo para mi disfrute.
Gemimos, jadeamos, nos miramos a los ojos húmedos, con el rostro caliente y enrojecido de excitación. Míriam me regaló su sonrisa cautivadora, mordiéndose el labio inferior con picardía, y yo dejé que mis manos descendiesen por su cuerpo hasta agarrar bien fuerte su culazo, sus dos nalgas carnosas, firmes, abundantes bajo el pantalón morado bien ceñido. Apreté, deleitándome en su tacto, a la vez que nos erosionábamos a besos y sus bucles castaños nos envolvían como zarcillos de niebla.
Durante un momento solo existimos los dos, nuestros besos, nuestros dedos persiguiendo misterios en nuestros cuerpos, nuestra piel abrasándose bajo la incómoda ropa y nuestros corazones desbocados golpeando al unísono. Se detuvo el tiempo, o así se me antojó, mientras nuestras lenguas se anudaban una en la otra y danzaban como tentáculos de medusa, respirando a trompicones, y yo moría ahogado en ella.
Intenté evitarlo pero se separó un paso de mí, con las manos todavía en la cintura de mi pantalón, y comenzó a desabrochar mi bragueta botón a botón, obstaculizada por mi erección, acariciada entre risas.
-¿Yo te he puesto así? – preguntó con fingida inocencia cuando liberó mi polla, que vibró apuntando hacia ella, con unas gotitas transparentes brillando en la punta, un hilito de líquido viscoso. Bufé, incapaz de articular palabra, y me temblaron las piernas cuando ella se arrodilló despacio, moviendo su mano bien apretada alrededor de mi verga, subiendo y bajando, endureciéndola más si cabe, y sin decir nada abrió la boca y la engulló, voraz.
Me la chupó muy despacio, con una lentitud que contrastaba con nuestra excitación desbocada. Sentí sus labios alrededor de mi glande, su lengua haciéndome unas cosquillas deliciosas, y me sentí volar cuando tragó un buen pedazo de mi polla ensalivándola bien, jugando con la boca en la punta, lamiendo y pajeándome, mirándome a los ojos mientras yo hacía conmovedores esfuerzos por mantener la cabeza fría y no correrme como una fuente.
Se rio, con mi polla en la boca, al percibir cómo me estremecía de placer, y me masturbó un poco más enérgicamente al mismo tiempo que se follaba la boca con mi polla, apretando mucho los labios, y usando su mano izquierda me acarició las nalgas, provocando que yo adelantase las caderas, introduciendo un poco más de verga en su boca, que la acogió con golosa aprobación.
No sé cuánto aguanté, pero minutos a lo sumo, de esa felación que había durado horas en mis sueños húmedos. Vi su montón de rizos adelante y atrás en mi vientre, su cara roja de lujuria, su boca alrededor de mi polla, nos miramos a los ojos resplandecientes de puro vicio, y no pude evitar pensar en cuántos la habrían deseado por la calle, cuántos habrían admirado sus curvas en las exposiciones, y sobre todo cuántos habrían dado un año de su vida por encontrarse así, con los pantalones a medio muslo y su verga siendo chupada, mimada, complacida por mi preciosa pintora.
-Míriam… - me salió un gruñido, más que una voz humana – Me voy a correr…
Al menos recordé ese principio básico de la urbanidad y buenas maneras, por el que un caballero siempre debe avisar con antelación a la dama que le está haciendo una mamada de la proximidad del orgasmo.
-Mmmm… - repuso ella, sin sacarse su golosina de la boca, redoblando por un lado la velocidad con la que me la estaba meneando, y por otro sacando y metiendo la cabeza de mi polla jugueteando con su lengua, buscando las cosquillas en mi frenillo y el agujero de mi glande, provocándome, excitándome hasta el paroxismo.
No fui capaz de resistir mucho más, para mi momentáneo y efímero disfrute y mi larga decepción. Sentí cómo mis huevos se encogían con un ardor repentino, y con un estallido casi eléctrico un torrente de leche espesa y caliente fue surgiendo de mi polla, chorro a chorro, hinchando mi glande y saturando su boca, su paladar que no cesó de chupar hasta que rebosó por las comisuras de sus labios, soltando por mi tronco regueros de viscoso esperma que descendieron hasta los dedos de esa mano que no dejaba de pajearme, de ordeñarme, succionando de mí hasta la última gota de mi lefa, haciéndome retorcerme de gusto mientras gruñía, enredando mis dedos en su melena ensortijada y rebelde y Míriam sin dejar de chupar y chupar y chupar y escupir gotas de grumosa corrida por mi verga, hasta que al final se sacó mi polla de la boca con un sonido gelatinoso, y alzó la vista sonriendo de forma indescriptible, los labios rojos y sucios de mi leche y de su baba, y el rostro arrebolado, sudoroso, satisfecho y travieso.
Joder, estaba preciosa.
*
Tenía un culo increíble.
Me encantaba verla así, arrodillada, con el trasero bien alzado, ofreciéndome sus nalgas blancas y redondas como dos turgentes esferas de nácar. Me encantaba sentir cómo se movía cuando mis manos se posaban sobre ellas, dejando una marca liviana de rubor, su carne cediendo apenas a la presión de mis dedos. Me volvía loco abrir esas dos lunas, esas dos columnas, y ver en todo su esplendor esos dos labios rosados, húmedos y resplandecientes de jugo, calientes y deseosos, unos pelitos oscuros adornando su rajá, y encima un diminuto punto tan apretado y cerrado que se diría casi casi invisible.
Le pasé la lengua por ese coño suculento, rezumante, arrancando un suspiro que devino en gemido cuando repetí la maniobra, forzando sus labios gorditos para que mi lengua accediese a la entrada misma, recorriendo una trayectoria circular alrededor de su vagina empapada.
Sabía fuerte, un poco salado, tal y como olía, pero la verdad es que me supo a gloria ir resbalando labio a labio hacia su clítoris, deslizando mi lengua en una caricia bien intensa, metiendo la cabeza entre sus piernas, mientras ella misma se separaba los cachetes de su culo y abría sus muslos para dejarme avanzar un poco más abajo, un poco más adelante, hasta que llegué a la piedra filosofal de su placer, hinchado y endurecido, y lo atrapé en un beso lascivo, lo lamí como si quisiera disolverlo en saliva, atento a sus gemidos.
-Así… así… cómo me gusta… - murmuró, con la cabeza entre las sabanas, bufando y jadeando.
Seguí con mi exploración, con mi expedición más allá, recorriendo a conciencia cada rinconcito de ese coño delicioso, tanteando sus labios, su vagina que parecía palpitar cuando jugaba a penetrarla con mi lengua, pero volviendo siempre a devorar su clítoris, a chuparlo con cuidado, a estimularlo de mil formas con mi boca, azotando de vez en cuando su culo, pellizcándolo, acariciando sus muslos y sus caderas, sin dejar de sorber, de besar, de rebañar cada milímetro de sus rincones más sensibles.
-Ufff… siiii… cómemeloooo… - se agitaba, se retorcía, arqueando más la espalda, mordiendo la almohada para no gritar, deshaciéndose en gemidos cortos.
Dejé que mi lengua se arrastrara, recogiendo todo ese zumo viscoso, y ascendí muy despacio por su rajita hasta llegar con la punta de mi lengua al abismo estriado de su culo, tenso y arrugado.
-Uy… - dio un pequeño sobresalto, y ronroneó, abriendo un poco más sus nalgas.
Era pequeño y rosado, el brocal de un pozo secreto, una entrada ignota, el infinitesimal punto del símbolo de interrogación de su cuerpo. Y ahora era mío, mi manjar, así que no hice ascos y me lancé a lamer cada arruga, cada estría, cada fibra de ese músculo contraído en un guiño involuntario. Hice círculos a su alrededor, memorizado su alfabeto, leyendo su trazado cuneiforme de estrella oscura.
-Ayyyy… - el gemido fue largo, y recompensó mis esfuerzos en su culito, con mi lengua endurecida tratando de penetrarlo, o más bien jugando, escurridiza, a perderse dentro sin conseguirlo.
Recorrí a lengüetadas largas todo su culo, núcleo de rosa entre sus nalgas níveas, lo besé y le saboreé una y otra vez, obteniendo unos prolongados gemidos, unos cortos suspiros, antes de bajar de nuevo a ese coño que me atraía como la luz a un insecto.
Míriam me sorprendió entonces.
-C***… - susurró, jadeando.
Yo me detuve, con la boca pegada a su coño, expectante, acariciando sus muslos. Ella pareció titubear, pero tras unos segundos habló en voz muy baja, como si le diera vergüenza pedirme lo que me iba a pedir.
-Cómeme… sigue comiéndome… el culo.
Me excitó muchísimo oírle decir algo así, y no hice ni el menor amago de negarme. Como un resorte abandoné su chocho para centrarme en comerme a dos carrillos ese culo perfecto, al que pensaba dar lengua antes de follármelo, antes de petar ese agujerito que parecía no haber sido abierto nunca. Comencé a lamer como si fuera un caramelo ese ano fruncido, ceñido en una mueca de clausura, pero receptivo a mis largas, despaciosas espirales interminables de lengua y de saliva.
-Uuummmm… – Míriam tembló de pies a cabeza, y sus manos buscaron abrir más aún sus nalgas, partir en dos sus cachetes, y empujó su trasero contra mi cara mientras se multiplicaban sus gemidos.
Ella no lo sabía, pero yo había decidido solemnemente que me iba a follar a fondo su culo todo el fin de semana. Se lo había pedido siete veces, y otras tantas me lo había negado con pretextos y pucheros y protestas, entre risas e indignación solo fingida en parte. Era algo que solo hacía cuando tenía plena confianza, me argumentaba. Lo haríamos cuando estaba preparada, me prometía. No le gustaba improvisar o forzarlo, argüía. Era algo que no lo hacía con cualquiera, justificaba, como si yo fuese un ligue de una noche o un simple desahogo temporal, fugaz.
Sus reiteradas negativas no hacían sino que convertirlo en una obsesión.
Ansiaba con todas mis fuerzas que me lo entregara, que se rindiese, que me dejase disfrutar de ella a mi antojo, y este fin de semana donde al fin jugábamos en mi terreno me pareció la ocasión propicia para que al fin permitiese que su último reducto fuese conquistado. Quizá no tanto por el hecho físico en sí, sino porque al fin significaría que yo era algo más, y que me hiciese de esa forma sentir tan especial para ella como lo era ella para mí.
Así que háganse una idea de lo que sentí cuando me pidió que siguiente lubricando y excitando su esfínter. Me esmeré en mis maniobras, y sin dejar de lamer con la punta de mi lengua, empujando un poco justo en el hoyo para ayudar a que se aflojase, llevé uno de mis dedos hasta la entrada, reluciente de baba, ligeramente enrojecida por mis insistentes lamidas, y lo posé justo en el centro, en la confluencia de aquel aro de músculo, bien contraído pero que parecía soltarse apenas como latiendo de anticipación, y cuando noté que se relajaba presioné con cuidado. Con mucho cuidado.
-Hmmm… oyeeee… - protestó Miriam, meneando un poco el culo. No hice caso, centrado en mi objetivo.
Seguí presionando, con la fuerza justa, y a pesar de unas leves trabas iniciales poco después la saliva y el beso negro hicieron su respectivo efecto lubricando y relajando, permitiendo que su ano se distendiera con un minúsculo bostezo y permitiese de una vez entrar a mi dedo, tímidamente al principio, solo la primera falange, pero después su interior húmedo, caliente y suave casi se tragó mi dedo completo con notable facilidad.
-Oooh… - fue todo lo que dijo, suspirando, contrayendo las nalgas, al notar la invasión, pero sin dejar de sujetarlas abiertas de par en par con ambas manos, dándome así su permiso para seguir sodomizándola suavemente con mi dedo índice, encajado hasta el nudillo en su intestino.
Lo saqué, con mucha calma, sabiendo que tenía que dilatar el conducto todo lo posible, engañar a ese tozudo cerrojo para que se acostumbrase a estar distendido, para que poco a poco admitiese visitantes cada vez más grandes y no los considerase intrusos, sino incómodos pero placenteros invitados. Empujé de nuevo, satisfecho al notar que la acometida era recibida con complaciente elasticidad, y palpé el interior de su recto, tan sedoso, mojado, obediente, tibio, y mi polla dio un brinco al imaginarse allí, tan apretada, por fin.
Fuera, dentro, fuera, dentro, fuera, dentro, cada vez un poco más rápido, subiendo y bajando largas escaleras de caracol, como removiendo su interior, forzando con delicadeza ese anillo hacia los lados para hacer sitio.
-Uuuy… - Miriam lanzó un gemido, y sentí cómo su culo se abría, cómo ella lo relajaba todo lo que podía, cómo su esfínter latía contra mi dedo apretando y aflojando de forma casi rítmica, siguiendo la trayectoria y el compás de mi índice separando las paredes de su culo, entrando y saliendo.
Con la mano izquierda busqué su clítoris, pringándome la mano del flujo que goteaba de su coño en viscosos hilillos de jugo, y en cuanto posé mi dedo sobre su inflamada pepita, henchida y dura como un guisante, Míriam se removió, presa de un escalofrío.
-¡¡Aaammmmfgggh…!!- ahogó un grito de placer mordiendo la tela de las sábanas, aunque se escuchó perfectamente incluso a través del colchón.
Si había un momento, era ése.
Saqué el dedo, notando como su culo se apretaba como no queriendo dejarme salir, y con un par de pasos me coloqué de rodillas tras ella, sacudiendo mi polla con movimientos bruscos, aunque he de decir que ya estaba dura como pan de quince días. Dejé caer un poco de saliva sobre su orificio, que me lanzaba besos abriéndose apenas hacia fuera, y la extendí con el dedo, metiéndolo un poco, para prepararme a encularla como Dios manda.
-No… - dijo Míriam, posando la mejilla sobre la cama, resoplando.
Yo ya había colocado la punta de mi verga, lívida, imperial, reventona, justo en la boca de ese agujerito ya no tan cerrado, enrojecido y dúctil, que yo pretendía deseoso de recibirme. Ya estaba tomando aliento para empujar, para tomar posesión de él, cuando ella soltó sus nalgas, que se cerraron en torno a mi polla, y posó una mano sobre mi muslo, girando el cuerpo y volviendo la cabeza hacia mí.
-No… - repitió – Por detrás no.
Estaba colorada, con su pelo alborotado en rizos imposibles, los ojos brillantes y húmedos, y una sonrisa mitad maliciosa y mitad burlona en su boca de labios finos.
-¿Por qué? – Yo moví mi verga arriba y abajo, deslizándola por la raja de su nalgas, ciego y sordo a cualquier razonamiento que no fuese darle bien duro por su al parecer sacrosanto culito.
-Porque lo digo yo… - se incorporó con cierta torpeza, arrodillándose frente a mí, y me abrazó besándome con esa mezcla de lujuria y ternura que me volvía loco. Posó mi frente contra la mía, mirándome a los ojos – No quiero hacerlo ahora. Y es algo que tenemos que hacer cuando nos apetezca a los dos, ¿vale?
¿Qué podía decir? Frustrado una vez más.
-Vale, de acuerdo… - acerté a responder. Algo debió de verme en la cara, en la expresión, porque volvió a besarme con pasión, acariciando mi espalda, frotando sus tetas contra mi pecho, casi arañándome con sus pezones enhiestos.
-Si te portas bien, lo haremos pronto… - atrapó el lóbulo de mi oreja entre sus dientes, y su mano derecha descendió hasta mi polla, dándome un cariñoso apretón – No seas impaciente…
Me empujó con la izquierda en mi pecho, forzándome a quedar tumbado boca arriba, sin soltar mi polla, masturbándola con cuidado.
-Ahora vamos a follar… - dijo, relamiéndose.
*
Su coño estaba hecho a medida de mi polla.
Como siempre me cogió de sorpresa que le costase un poquito entrar, empapado como estaba, y todavía me sorprendió más que Míriam se metiera mi verga así, a pelo, por primera vez desde que empezamos a salir. Quizá fuese el premio de consolación por no dejarme perforar su culo, pero bendito premio, porque sentí como jamás había sentido la estrechez de su coño, la caricia ardiente, aterciopelada y angustiosamente apretada de su interior.
Se había sentado sobre mí, con las rodillas a ambos lados de mi cintura y las manos sobre mi pecho, frotándome, pellizcando mis pezones sonriendo, sus ojos clavados en los míos al mismo tiempo que iba ensartándose ella solita en mi polla, a golpes lentos, mientras su angostura estiraba la piel de mi verga hasta límites dolorosos, que solo remitieron cuando al fin se posó sentada sobre mi vientre y sus carnes se abrieron para alojarme envolviendo mi miembro desde el glande, muy dentro de ella, hasta la base, mordida entre sus labios con un abrazo de oso, un cepo exquisito.
-Buff… - Míriam mordió sus labio inferior, resopló y sacudió la cabeza para apartar los rebeldes tirabuzones de su melena de su cara sudorosa – Me flipa cómo me llenas joder…
Alzó los muslos, y la trampa de su coño se abrió los suficiente como para liberar un buen trozo de mi verga, totalmente empapado, pero apenas la mitad de su longitud, antes de volver a sentarse y encajarse hasta el fondo.
-Hmmmm… - gimió, y noté con la cabeza de polla una protuberancia, un tacto casi áspero en lo más profundo de su coño - ¡Cabrón… ¡
Dio un respingo, bajando sus manos hasta mi vientre, colocándolas una sobre la otra como haciendo tope.
-La tienes grande… - musitó cómo para sí, y qué quieren que les diga, es algo que a uno sienta bien que le digan, aunque sea una verdad a medias.
No pude tener las manos quietas, y como en esa postura me las estaba ofreciendo, pues me aferré a esas tetas blancas, tan redondas, firmes, retadoras a las leyes newtonianas, con esas aureolas rosadas, grandes, coronadas por sendos pezones muy duros y muy sensibles, como pude comprobar por sus gemidos en cuanto empecé a pellizcar, retorcer, agitar y masajear entre mis dedos.
-Si… sí… - Míriam empezó a elevarse y descender sobre mi polla con un vaivén pausado, ascendiendo y descendiendo sin apresurarse, una y otra vez, inclinándose un poco para ofrecerme mejor aún sus pechos, juntando sus brazos para apretar sus tetas y volverlas aún más turgentes, más apetecibles.
No me hice de rogar.
Me incorporé como pude y me metí uno de sus pezones en la boca, salado bocado de cielo, chupando como si quisiese beber de él, lamiéndolo como para desgastarlo, haciéndolo vibrar bajo mi lengua, y cuando me cansé la emprendí con el otro, sometiéndolo al mismo tratamiento entre los suspiros y jadeos de Míriam.
-Siiii… - poco a poco se inclinó sobre mí, haciéndome más fácil el acceso a sus tetas, que apreté entre mis manos, uniéndolas para meterme los dos pezones a la vez en la boca, mientras ella comenzó a mover las caderas un poco más rápido, follándose cada vez con más intensidad.
Sentía cada milímetro de su interior tan ajustado a mi polla como si estuvieran fundiéndose, caliente como un alto horno, blando pero firme, y en esa posición decidí soltar sus tetas y llevar mis manos a sus nalgas, dándoles un par de azotes que resonaron en la habitación.
-Eyyy… - la protesta de Míriam no me pareció del todo sincera, y tras otro par de buenas palmadas en su culo, me agarré a sus cachetes y empecé a empujar fuerte con mis caderas hacia arriba, penetrándola más hondo y más rápido.
Cómo me encantaba su coño.
Ella comenzó a gemir y enterró la cabeza en mi hombro, mordiéndome, mientras yo seguía embistiendo desde abajo cada vez más fuerte, entre las protestas metálicas de mi colchón y los sofocados grititos de Míriam, que intentó acompañar mis embates con el movimiento de sus caderas, su coño convertido en un volcán que parecía querer arrancarme la polla, y su flujo resbalando y encharcándose en mis huevos, en mis muslos, en las sábanas.
No sé cuánto estuvimos así, casi saltando ella sobre mí y yo empujando tan fuerte que parecía querer derribarla de su montura, dos animales que solo mordían, chupaban, besaban, arañaban, dos bestias que solo gemían, jadeaban y proferían sonidos inconexos, desarticulados, casi a voz en grito, sin preocuparse del mundo, solo polla, boca, manos, coño, tetas, culo, piel desnuda, saliva, aire respirado mil veces y carne mórbida, trémula, inflamada, viva.
No sé cuándo estuvimos follándonos, ella gozando de mi verga dura cómo yo no recordaba hasta entonces, gruesa y larga cómo yo no la había visto antes, y yo disfrutando de la tersura de ese coño estrechito que me exprimía con ganas. No sé cuánto, pero si sé que noté su orgasmo cuando ella empezó a temblar.
-Ay ay ay ay C… C… - repetía mi nombre cómo un mantra, cómo un conjuro, y soltando su culo agarré su cabeza, enredando sus mechones rizados entre mis dedos, y la sostuve así, casi en vilo, obligándola a mirarme a los ojos mientras los dos sentimos llegar su clímax.
Abrió mucho la boca y los ojos, respirando a bocanadas, y sus pupilas rodaron extraviadas mientras su cuerpo entero se crispaba en espasmos y un chillido ronco escapaba de su garganta, agitándose cada vez más y golpeando con sus caderas en las mías, haciendo que la penetración fuese más profunda, más violenta, como si quisiese meterse no solo mi polla sino mis huevos, prácticamente brincando a ritmo sobre mi cuerpo.
Yo me corrí casi al mismo tiempo, cuando la presión de su coñito en éxtasis se volvió insoportable, latiendo una y otra vez contra mi verga en fuertes estrujones, provocándome tal placer que me vacié entre estremecimientos, llenando su coño por primera vez de mi leche, bufando cada vez que sentía mi polla hincharse para escupir un poco más, una, tres, seis pulsaciones, muy dentro de ella.
Los dos caímos en la cama, sin resuello, respirando como si acabásemos de salir a la superficie tras varios minutos sumergidos en el mar. Su coño no tardó en expulsar mi polla, ya blanda y rendida, y al notarlo Míriam rodó a un lado para quedar boca arriba, hinchando mucho su pecho al respirar, con su pelo transformado en una madeja de bucles apelmazados de sudor cubriendo su cara.
-La hostia… - fue lo primero que dijo, tras un buen rato de jadeos, suspiros, soplidos. Yo miraba al techo, satisfecho, relajado, y posiblemente feliz.
-¿Qué tal? – dije, ensoberbecido, seguro de mí, un poco fatuo.
-Ufff… - se echó a reír, tras apartarse el pelo de los ojos – Qué falta me hacía un buen polvazo, joder…
-¿Solo uno? – replique con cierta tonta socarronería.
-Uno para empezar… el finde es largo, caballerete… - dijo, mirándome con aire burlón, y luego trató de incorporarse, entre lamentos – Me duele todo… por tu culpa…
La contemplé pelearse con el colchón, con sus abdominales y con la gravedad, divertido, y admiré su cuerpo cuando se puso en pie, los brazos en jarras y una media sonrisa en su boca grande.
-¿La ducha, por favor? – Me dijo, y yo no contesté al momento, sino que me demoré en mirar su vientre plano, sus tetas perfectas, el breve y oscuro sendero rizado en su monte de Venus, sus piernas bien moldeadas, su cara preciosa.
-Según sales del cuarto, la primera puerta a la izquierda… - terminé por responder, y la vi alejarse, moviendo ese culo de melocotón, blanco y carnoso con algunas marcas rojas de mis dedos y mis azotes.
Qué buena estaba, maldita sea.
*
Fue un fin de semana de sexo. De puro sexo. Salvaje, despreocupado, alocado, inconsciente. Lo hicimos en todas partes. La coloqué a cuatro patas en la ducha y me la follé así, a veinte uñas, bajo el agua templada. Lo hicimos de lado en el sofá, acurrucados, ella empujando su culo contra mí y yo con movimientos de anguila entre sus piernas. Me comí su coño sobre la mesa de cocina en el desayuno, y sus tetas untadas en mermelada de fresa. Me chupó la polla en el balcón de madrugada, mientras yo miraba acojonado por si algún vecino curioso y noctámbulo asistía al espectáculo. Barrené ese chochito de adolescente de cara a la pared, mientras ella gritaba de gusto y me pedía más fuerte, más duro, más adentro. Pedimos pizzas, hamburguesas, comida china, todo a domicilio para no dejar de estudiar la geografía íntima de nuestros cuerpos ni un instante, desnudos todo el tiempo, dejándonos llevar por el deseo en mitad de la noche, sin horarios ni plan alguno más allá del siguiente polvo. La agarré boca abajo y me la tiré así, sin preliminares, sin juegos, sencillamente dejando que su coño reticente se enfundara mi verga, mientras ella arañaba el colchón y seguro despertaba a medio vecindario con sus alaridos de placer. Follamos, con todas las letras, en el suelo, en la cama, en la bañera, en la encimera, con la urgencia y la prisa de dos locos que no saben si amanecerá al día siguiente.
Malcomimos, maldormimos, malvivimos, pero bienfollamos.
Le conté el proyecto de los móviles ya el domingo, agotados, abrazados en la cama deshecha apurando las últimas horas del fin de semana, y ni siquiera sé por qué. Tenía su olor prendido en los huesos, el tacto de su piel grabado en mi piel, y seguramente, insensato de mí, quise hacerla partícipe de mis inquietudes cotidianas. Casi fue hablar por hablar, por llenar el silencio, por fingir ser una pareja de verdad.
-Parece algo grande, ¿no? – respondió, adormilada. - ¿De cuánto dinero hablamos?
Le dije la cifra, y ella asintió un poco.
-Tampoco parece tanto. ¿Qué puedes perder?
-Pues… - dije, mientras jugueteaba con uno de sus rizos, enredándolo en mí dedo – Unos cuántos miles de euros. ¿Te parece poca cosa?
-¿Es una oportunidad real, o una apuesta a lo loco? – Me replicó, con una sonrisa que podría significar cualquier cosa.
-No sabría decirte. Es un sector que se mueve, que está creciendo mucho… si funciona, puede ser un buen pelotazo.
-¿Y entonces dudas porque…? – concluyó con un tono guasón, rascándome el pelo del pecho, acariciando mi pezón con la yema de su dedo, haciéndome cosquillas.
-¿Y si no va bien?
-“Y si”, “y si”… ¿qué puedes perder? ¿Dinero?
-Claro. Y tiempo. Y energías. Salud mental… ¡Qué sé yo! Fundamentalmente, la pasta. – repliqué, entre risas, atrapando su mano con la mía.
-Pero el dinero, de perderlo, ¿sería un trastorno? ¿Algo grave?
-No, supongo que no. Un marrón sí, pero nada irreversible.
-¿Entonces? – Se incorporó sobre un costado, repentinamente seria – Arrepiéntete de lo que has hecho, no de lo que no hayas hecho. Si la oportunidad está ahí… La vida es riesgo, C*.
-¿Tú crees?
-Absolutamente. Pide perdón, no permiso. Creo que sería mejor intentarlo y pegarte un batacazo que no haberlo intentado nunca – Me deslumbró con su mirada de avellana.
-Está bien. Tienes razón. – Me estiré para besarla, y unimos nuestros labios para después entrechocar nuestras lenguas.
-Hmmm… ¿sabes qué me apetece? – dijo Míriam, tras separar nuestras bocas, haciendo un mohín.
-¿Qué? – pregunté, sonriendo con cierta sorna.
-En pago a mi asesoramiento… - Míriam apartó la sábana, mostrándome su cuerpo desnudo, y señaló entre sus piernas guiñándome un ojo - … Quiero correrme en tu boca.
*
Me había cogido día libre el lunes, para aprovechar todo lo posible el tiempo juntos, pero cuando abrí los ojos y me di cuenta de que ella no estaba allí sufrí un ataque de pánico, como si todo lo vivido hubiese sido un sueño, maravilloso pero irreal, y de repente hubiese aterrizado de nuevo en una vida anodina, solitaria y lastimosa.
Si tengo en cuenta el global de los amaneceres de mi vida, habría acertado una inmensa mayoría de veces.
Me levanté, con el dolor y las agujetas en cada músculo de mi cuerpo me recordaron que sí, el fin de semana había ocurrido de verdad. Me puse los bóxers, no sé por qué bobo gesto de pudor, y salí de la habitación quitándome las legañas y bostezando, buscándola.
Estaba sentada en el suelo del salón, vestida tan solo con una de mis camisetas negras de los conciertos, con su cuaderno de dibujo abierto mientras esbozaba al carboncillo, rascando el grueso papel trazando rayas y sombras.
Estaba guapísima, el pelo despeinado, abstraída en su mundo interior, iluminada por el sol de otoño. Me sentí de repente como un entrometido, un extraño, un intruso violando un momento íntimo. No sé si hice algún ruido, o ella me presintió, pero giró la cabeza y me vio allí, apoyado en el quicio de la puerta, solo con los calzoncillos, embobado.
-¿Qué haces? – me preguntó, sonriendo.
-Nada. Solo mirarte… - repliqué, con un susurro. Y era verdad. Tenía miedo de hacer un gesto demasiado brusco, de hablar demasiado alto, romper así el hechizo y que ella saliese volando.
La risa callada con la que me respondió me encogió el alma, y me quedé así, contemplando cómo dibujaba, cómo la luz arrancaba destellos cobrizos de sus bucles castaños, cómo brillaba sunpiel muy blanca, cómo su sombra arrojaba un garabato sinuoso en la tarima.
Miré en su lámina, y descubrí que estaba perfilando la cuadrícula de luz que la ventana de salón arrojaba en el suelo.
-¿Qué estás dibujando? –inquirí desde la puerta.
Alzó la cabeza, con expresión risueña, y sus manos se detuvieron.
-Estoy dibujando las mecánicas celestes…
No pude evitar una risa incrédula, y me acerqué para sentarme en el suelo, a su lado, dándole un beso en la mejilla que ella recibió cerrando los ojos sin dejar de sonreír.
-¿Cómo dices? ¿Las mecánicas celestes?
-Exacto. ¿Sabes lo que es un analema? – me preguntó, volviendo a dibujar.
-¿Un qué?
Le acaricié el pelo, la nuca, el hombro, y ella giró la cara hacia mí.
-Imagina que puedes sacar una fotografía del sol en el cielo, desde el mismo sitio, todos los días a la misma hora, durante un año entero.
-Ajá…
-Si superpusieras todas las fotografías, lo que obtendrías es una curva en forma de ocho, una lemniscata, que es la trayectoria anual del sol en el cielo, vista desde la Tierra. – Con el carboncillo realizó en el aire un movimiento imitando la forma que acababa de evocar, dos círculos siameses.
-¿En serio?
-Sí. El camino del sol en el cielo traza en un año el símbolo del infinito, C*… - sentenció, con una sonrisa cada vez más amplia y luminosa.
-Vaya… - estaba tan guapa así, con la cara lavada, sencilla, sus grandes ojos castaños y su nariz respingona…
-Y si pudieses hacer una muesca en el suelo, con la forma de este ventana esculpida por la luz…- señaló a la forma en la madera -… una y otra vez, cada día, a la misma hora, descubrirías que aquí, en tu suelo, el sol escribe cada año el infinito.
Me miró, sonriendo como un hada, y tras unos instante de volvió a centrarse en el dibujo. Nos quedamos en silencio, sólo interrumpido por el rasguño del carboncillo en el papel, y el ocasional ruido del tráfico que se filtraba por la ventana abierta. Yo simplemente me limité a contemplarla, sin decir nada, y cuando ella de repente habló me sobresalté un poco.
-C*…
-Dime… - le aparté con mimo un rizo que había caído sobre su frente.
-¿Puedo pedirte un favor? – cuando alzó los ojos, el resplandor de su mirada me embargó el pecho.
-Claro.
-Es que verás… tengo un concurso de pintura en Málaga dentro de un par de semanas…
-Uff… ¿En Málaga? ¿Quieres que te acompañe? – Eso eran cientos de kilómetros, pero…
-No… - se apresuró a aclarar – No es eso. Me da vergüenza pedirte esto, pero es que no ando muy bien de pasta este mes…
-Entiendo… - asentí, comprensivo.
-Te lo devolveré en cuanto pueda, te lo prometo. Siempre consigo algún premio, alguna mención o un accésit en este concurso…
-No te preocupes, de verdad. ¿Cuánto necesitas?
-Buff… no sé… ¿Trescientos? – aventuró, frunciendo el ceño.
-Cuenta con ello… - le dije, sonriendo.
Ella dejó el cuaderno de dibujo a un lado y se abalanzó sobre mí, abrazándome y cubriéndome de besos por toda la cara.
-¡Graciasgraciasgraciasgraciasgracias…! – era como una chiquilla, todo rizos y mimos y cucamonas, y yo me derretí como un azucarillo, respondiendo a sus besos, a sus caricias.
No creo sorprenderles si les confieso que acabamos haciendo el amor allí mismo, en suelo, entre sus dibujos y nuestra escasa ropa desperdigados, la primera muesca del sendero infinito de su sol en mi vida.
*
El lunes volvimos a despedirnos en Delicias, la enorme e impersonal estación de Zaragoza.
-En quince días vuelvo a verte… - me dijo, compungida, subiendo y bajando la cremallera de mi cazadora, los ojos a punto de arrasarse en lágrimas.
-Claro que sí – le dije, tras un par de cortos besos en su mejilla, envuelto en su abrazo y en su olor y en su recuerdo, echándola de menos incluso antes de que aquel tren me la fuera a arrebatar durante dos semanas. – Y después iré yo a verte a Barcelona.
-Sí… - Nos besamos, saboreando la nostalgia en nuestros labios, y finalmente nos separamos cuando nos dimos cuenta de que la hora de salida estaba muy próxima.
-Suerte en Málaga… - le dije, y ella se palpó el bolsillo en que se habían guardado el sobre con cuatrocientos euros que yo le había dado esa misma tarde.
-Gracias C*, de verdad… - volvió a besarme, antes de continuar – Te prometo que te los devolveré sin falta el mes que viene.
-No te preocupes… - repliqué, riendo, y nos despedimos con un fuerte abrazo antes de ver cómo subía al vagón, y como un par de minutos después el tren partía.
El martes comuniqué a Marcos que hablase con su prima y me trajesen un plan de negocio, bien elaborado, para hablar con la asesoría y planear la inversión. El jueves, tras estudiarlo juntos y darle el visto bueno, prometí hablar con mi asesor para afrontar la inversión y me comprometí a contratar a Zaida por un año, mejorando un poco el sueldo que tenía en la tienda de esa conocida franquicia de telefonía móvil que no mencionaré aquí.
-¡No te vas a arrepentir! – me respondieron ambos, tras darme las gracias, eufóricos.
Eso esperaba entonces, receptivo a esa contagioso entusiasmo. Aunque la verdad es que sí, que tuve ocasión de arrepentirme.
(Continuará)