Mecánicas celestes (2). El peso del silencio
Segundo capítulo de la saga.
La fiesta al otro lado de la puerta no se detuvo, pero por lo que a mí respecta podría haber estado ocurriendo en otro maldito planeta.
Me estorbaba el mundo. Me estorbaba todo ese conglomerado sudoroso de semidesconocidos, ese confuso estofado de rostros, nombres y cuerpos que hasta hace cinco minutos me importaban una higa, y ahora mismo directamente me ofendían hasta lo indecible. Me estorbaba la música estridente, la comida ya fría, el ruido de bailes y risas, la luz invasiva, las palabras inoportunas y los silencios incómodos. Me estorbaba mi hermana, a mí embotado juicio intrusa en su propia casa. Me estorbaba la ropa que me escamoteaba su tacto, y me estorbaba la aurora que amenazaba con presentarse demasiado pronto.
Solo ella no me estorbaba.
Me sentía atrapado en alguna clase de sortilegio arcano, como si no fuese más yo mismo sino un títere, desprovisto de albedrío para resistirme a ese confuso torbellino que me volcaba el estómago, me nublaba el seso y me extraviaba el pensamiento. La necesitaba, la anhelaba, la codiciaba con una imperiosa urgencia, un ansia voraz que se traslucía en la forma de besarnos, sin descansar más que para tomar aliento, enroscando nuestras lenguas y amasando nuestros labios como si pudiéramos tragarnos, fagocitarnos de puro deseo y lujuria. Sus manos recorrían mi espalda, arañándome por encima de la camiseta, agarrando mis culo y pellizcándolo con fuerza, atrayendo mi vientre contra el suyo y provocando que mi erección desbocada casi se carbonizase en el calor de su entrepierna. Yo sujetaba su rostro, su pelo, y sencillamente la besaba con los ojos cerrados, intentando capturar cada sensación y grabarla en mármol en mi memoria.
Dioses, le habría arrancado la ropa allí mismo, en el balcón, y no habría tardado ni cinco segundos en follármela a la vista de media Barcelona.
A mi pesar, separó su rostro y su cuerpo unos centímetros, colorada y sonriente, los labios húmedos y los ojos brillantes, acariciando mi mejilla con un dedo.
-Hmmm… ¿y ahora…? – preguntó, mirándome directamente a los ojos y haciendo que me perdiera en sus pupilas, en sus iris oscuros como una noche sin luna.
-Mi habitación… - aventuré con una brizna desencajada de voz, ronca de excitación.
-¿Con toda la gente por ahí…? – negó con la cabeza, sin dejar de sonreír, cierto deje de reproche en su voz grave – Puedes hacerlo mejor…
Su mano fue bajando por mi pecho, jugueteando con la cintura de mi pantalón, más tarde con la bragueta y un par de segundos después con mi polla, que amenazaba dolorosamente con reventar la cremallera.
-¿Vamos a tu casa? – quise sonar insinuante, aunque seguro que más bien demostré cierta desesperación.
-A mi casa… - se mordió el labio, frunciendo un poco más el ceño. – Claro… y le digo a mi madre que nos prepare unas galletas por si nos entra el hambre…
No se me había ocurrido que viviese con sus padres, así que intenté improvisar algo a toda velocidad.
-¿Un… hotel? – dudaba, mi cerebro colapsado por la falta de sangre, que se había concentrando directamente en un punto muy concreto y oblongo de mi anatomía que latía bajo su mano.
-Un hotel de mala muerte, a estas horas… ¿es todo lo que se te ocurre? -me reconvino una tercera vez, melosa, venenosa, levemente decepcionada.
Me estaba cansando de este juego, sobre todo porque las caricias de su mano acababan de abandonar mi rabo y se habían apoderado de mis pelotas, hinchadas e hipersensibles, y notaba una opresión que resultaba perturbadora. Una chispa de iluminación vino a inflamarse en mi obnubilada consciencia.
-¿Cogemos un taxi…. Y nos vamos a tu estudio? – solté casi bufando, al sentir cómo apretaba mis huevos y aliviado cuando los soltó de repente, premiándome con una mirada complacida y una risita.
-Ese plan me gusta mucho más… - me dio un rápido, fugaz beso en la punta de la nariz, y agarró mi mano mientras abría la puerta del balcón, arrastrándome dentro del fragoroso remolino de la fiesta, remolcándome entre los cuerpos, a través del estruendo, del insoportable calor, del olor a hachís, de la música demasiado alta. Estábamos a punto de alcanzar la puerta, cuando una voz me llamó desde el salón.
-¡C***! – Olga se asomó al recibidor, y su sonrisa pastosa por los psicoactivos se torció en un gesto desaprobatorio cuando vio que Miriam y yo íbamos de la mano. Sus ojos se detuvieron en los míos, y yo me limité a encogerme de hombros mientras la pintora abría la puerta y me iba reclamando a tirones.
Paramos un taxi negro y amarillo, un gigantesco avispón, un par de calles más allá de la casa de mi hermana, besándonos casi a cada paso, mis manos tratando de agarrar sus nalgas, su cintura, y Miriam escabulléndose como una anguila de mis intentos, riendo y palmeando mi trasero cuando me descuidaba. Entramos en el coche con una galerna desordenada oe manos y besos y carcajadas, balbuceando como dos locos, como dos borrachos, como dos participantes en algún rito dionisíaco.
-¿A on? – preguntó el conductor, todo él una mirada lúbrica y una sonrisa maliciosa debajo de un bigote entrecano. Me guiñó un ojo en algo que querría ser cómplice pero que me resultó un tanto rijoso y extemporáneo.
-Al carrer ### quinze, si us plau… – Respondió Miriam en catalán, y el taxista arrancó sin más preámbulos, mientras los dos nos acomodábamos en el asiento trasero, pegados el uno al otro, un solo cuerpo temblando al unísono.
Unimos nuestras bocas a la par que nos entrelazamos por completo con el mismo viscoso contoneo de dos invertebrados, frotándonos como si nos tentáramos piel con piel, en lugar de la molesta tela, y como si en vez de en un indiscreto coche compartido nos halláramos en una habitación íntima y secreta.
No pude evitar mirar al espejo retrovisor, donde mi mirada se encontró con la del conductor, que trataba a un tiempo de no perder ojo de la carretera, los semáforos y el escaso tráfico, y de la jadeante danza que estremecía el asiento trasero del coche. Sentí una punzada de vergüenza, que fue mitigada por la tempestuosa oleada de excitación y provocación, y allí, teniéndola prisionera, decidí atreverme más y tentar la suerte.
Así que mi mano fue avanzando, desde el terreno seguro de su cintura y su cadera hacia el jardín de su entrepierna, caliente y escurridiza hasta entonces, pero que Miriam fue incapaz de mantener a salvo en aquel reducido espacio. Insolente, posé mi palma sobre su monte de Venus, y mis dedos buscaron acariciar, todavía por encima de su pantalón, el ardiente horno de su coño.
-Ufff… - Miriam articuló a duras penas un sonido que no fue gemido, que no fue jadeo, que no fue palabra, sino todo al mismo tiempo, y me besó con más fuerza, invadiendo mi boca con su lengua, separando un poco las piernas, como dando un elocuente nihil obstat a mis maniobras.
Nunca he necesitado mucho más que eso.
Sin recato me lancé a palpar sus labios, que adiviné al tacto gorditos, y tenté con mi dedo corazón separándolos y acariciando toda la longitud de su raja, atrás y adelante, maldiciendo la impostora rugosidad de la tela de algodón que se interponía, y en un arrebato, sin pensarlo dos veces, deslicé mi mano bajo la cintura elástica y me introduje dentro de su pantalón y de su ropa interior.
-Oyeeee… - me susurró Miriam, interrumpiendo nuestro beso, pero sin hacer el más mínimo cambio de postura que obstaculizase el atrevido movimiento, así que sonreí y sin detenerme a pensar deslicé mi mano bien dentro, bien profundo, buscando precisamente su coño sin dudar un ápice.
Justo como esperaba.
Suave, caliente, mojado, sensible al más ligero roce, y mi tacto no era precisamente ligero, debido a mí excitación creciente y la opresión de su ropas, que me impedía desenvolverme con soltura. Aún así, enredé mis dedos en su vello púbico, que me pareció recio pero adecuadamente escaso, y froté la piel, más sedosa y muy cálida, dejando que mis dedos surcasen los ralos mechoncitos de pelo para abalanzarse más abajo cual aves de presa. No tardaron en llegar a su objetivo y bañarse en la humedad densa y caliente que rezumaba de su sexo, puro terciopelo empapado que respondió a mis caricias glotón y complaciente, separando sus labios carnosos, lampiños, dejándome disfrutar de la fruta jugosa de su interior, de la acogedora temperatura de su vulva, que devoró la primera falange del más largo de mis dedos como si la hubiese sorbido una boca ávida.
-Jo.. derrr… - Miriam posó su frente contra la mía, los ojos entrecerrados, la boca abierta, sus labios rojos relucientes de humedad, jadeando con un gemido ronco casi inaudible. Se me abrazó, y giró su cintura para permitirme un acceso más cómodo y profundo.
Saqué mi dedo de su coño, y busqué la comisura de sus labios menores, blando y sedoso lazo de carne, para rozar su clítoris, sonriendo satisfecho al hallarlo hinchado, sobresaliendo de su capuchón como un garbanzo hipersensible que provocó pequeños escalofríos de placer a su dueña al sentir mi manipulación, mi jugueteo, mi caricia intrusiva pero cuidadosa, apasionada pero delicada, pequeños y cortos paseos circulares sobre su botoncito.
-¡Ahmm…!- escondió la cabeza sobre mi hombro, y mordió mi cuello para sofocar un indiscreto gritito de gozo, si es que algo de discreción cabía en ese momento en el que yo sabía, en el que ambos sabíamos, que el taxista no nos quitaba ojo ni oído, sin que a ninguno de los tres nos importase, a la par que el coche entero empezaba a oler a sudor, a saliva, a sexo.
Dejé resbalar mi dedo de nuevo haciael hoyito de su coño, y sin la más mínima dificultad lo introduje todo lo que me permitió el forzado escorzo de mi brazo, que fue más de la mitad, explorando su interior gomoso y babeante con movimientos lentos, follándomela un poquito con el dedo, rascando su coño, buscando puntos sensibles, sobreexcitándola, cocinándola en sus propios jugos.
-Mmmmmm... - Me mordió la oreja, apretando su abrazo y retorciéndose cada vez que mi dedo hallaba algún resquicio especialmente placentero, empujando hacia su pelvis, masajeando esa cavidad estrecha, su vientre acompañando mis jugueteos, sus caderas alzándose y girando lentamente. Comenzamos un intercambio de caricias, yo en su entrepierna y ella por todo mi cuerpo, a la vez que mi penetración profundizaba en espirales lentas e íbamos acompasando nuestras respiraciones cada vez más agitadas. Miriam comenzaba a apretarme del dedo con su coño como si quisiese apoderarse de él, arrancármelo, tragárselo con su coño famélico, tensando sus muslos y conteniendo ya a duras penas los gemidos, que escapaban de su boca entre jadeos. Sentí su pulso acelerarse, su mirada extraviarse a medida que se aproximaba su orgasmo, que crecía inevitable mientras yo seguía follándome su coño con mi dedo mas largo, alternando sutiles pero enérgicos frotamientos en su clítoris, inflamado, erecto y bien receptivo, masturbándola cada vez con más vigor, con más ritmo.
-Ay… ay… ayyyy… - profería sin querer quejidos quedos, entrecortados, clavando su mirada febril y brillante en la mía, a medida que los dos notábamos que su clímax se aproximaba y su coño desbordaba de una humedad cremosa, se derretía, se licuaba, y Miriam se contorsionó intentando retrasar lo inevitable…
-Carrer ###, quinze … - jamás he odiado tanto a nadie como a ese condenado taxista, cuando detuvo el coche y habló con su voz seca, destemplada, sin alterar por un momento su mueca de viejo verde.
Miriam se envaró y culebreó para sacar mi dedo de su interior, y no tuve más remedio que retirar mi mano, colorada, caliente, manchada de flujo, carraspeando ambos tratando de recobrar la compostura, recolocando la ropa, los apéndices, las extremidades, fingiendo normalidad. Me limpié los dedos con disimulo en el pantalón y tras rebuscar en la cartera le alargué un billete al taxista.
-Quédese el cambio… - mascullé, y aparté la vista del rostro pícaro del conductor, que se pasó la lengua por los labios, desnudando a Miriam con la mirada. Su expresión era francamente detestable, así que nos despedimos con un “bona nit” bajando apresuradamente.
El aire de la calle resultaba gélido comparado con la sofocante atmósfera del coche que acabábamos de abandonar, y Miriam se abrazó a mí reprimiendo un estremecimiento, y mirándome con una sonrisa de circunstancias.
-Vaya corte… - dijo, todavía algo alterada, y yo asentí, contrito, abrigándola con mi abrazo.
-Ya te digo… - admití, a media voz.
Nos miramos un instante, y tras unos segundos los dos al mismo tiempo estallamos en carcajadas, como dos bribonzuelos cogidos en plena trastada.
-¿Has visto que cara tenía…? – me preguntó Miriam, cuando pudo alcanzar el aire entre las risas, y yo afirmé con la cabeza, sin poder hablar, casi atragantado, relajando el apuro y los nervios que me habían atenazado – Ese va a hacerse una paja en cuanto llegue a casa …
Seguimos riendo mientras cubríamos la docena de pasos que nos separaba de la entrada de su estudio. Allí nos demoramos el pequeño rato que Miriam tuvo que forcejear con las elusivas llaves y la testaruda puerta, mientras yo me deleitaba en recorrerla con mi mirada, su cuerpo delgado, alto y sinuoso de caderas generosas, su pelo ensortijado y rebelde, sus largas piernas embutidas en el pantalón negro, ese cuerpo que esperaba follarme sin descanso esta misma noche. Finalmente abrió y se giró para invitarme a entrar, sorprendiendo quizá algún relámpago sicalíptico en mi mirada.
-¿Qué…? – preguntó con una sonrisa incitadora, provocativa, irresistible.
-Nada … - mentí, antes de pegarme a ella, rodeando su cintura con mi brazo, atrayéndola hacia mí, buscando sus labios, que se abrieron para recibir mi lengua.
Beso a beso, dando pasos sin sentido, casi tropezando y cayendo media docena de veces entre risas, entramos en el estudio, mis manos ahora sin pudor agarrando su culo amplio, carnoso, algo más blando de lo que me esperaba pero igualmente delicioso, culo que azoté un par de veces. Miriam encendió una luz a tientas en la pared, y el local se iluminó apenas con el resplandor de una lejana, solitaria bombilla. Abrazados en medio de la penumbra, me volvió a sorprender la prisa, la ferocidad desatada con la que me comió la boca, besándome como si me fuera a escapar, su lengua con vida propia dentro de mi boca, peleándose con mi propia lengua, respirando ambos con fuerza, sus manos recorriendo mi espalda, mi cintura, mi culo, con caricias rápidas, enérgicas, casi violentas, abrazándome fuerte. En apenas un suspiro mi camisa desapareció de mi torso, desabotonada a medias entre ambos, y el frío del local erizó mis pezones, haciéndome temblar. Miriam soltó una risilla traviesa, mordiéndome y estirándome entre sus dientes el labio inferior, emprendiendo batalla con el botón y la cremallera de mi pantalón, tensos como cuerdas de guitarra por la erección que forzaba la parca elasticidad de mis vaqueros.
-¿Cuánto llevas así…?– preguntó, sonriendo con cierta sorna, el rostro ruborizado, la mirada algo vidriosa de excitación, los dedos agitándose como en un vendaval en mi entrepierna, estirando y desabrochando finalmente el botón y bajando la cremallera hasta lograr desembarazarme de los pantalones. Le ayudé a bajarlos, sacando mis zapatos sin desanudarlos, levantando las piernas y arrojándolo todo al suelo en un revoltijo desordenado. No pude reprimir un gemido de protesta cuando me agarró la polla por encima de mis boxers, acariciándola arriba y abajo con menos delicadeza de la que me habría gustado, provocando una fricción áspera, un poco placentera y un bastante molesta.
-Hmmm… no está mal… - dijo, como evaluando mi dotación, calibrándome, humedeciendo sus labios y mirándome a los ojos con una expresión casi depredadora, antes de besarme de nuevo rabiosamente, su mano izquierda en mi nuca aprisionando mi cabeza y su otra mano en mi polla, apretando, masturbando, midiendo y sopesando dimensiones y dureza y dando con un apretón en los huevos su aparente aprobación. Gruñí, y ella retrocedió un par de pasos, sacándose la camiseta por la cabeza en un ademán desenvuelto y fluido, lanzándola también al suelo y dejándome ver un sujetador color azul eléctrico, que contenía dos pechos medianos, y una piel blanca con varios lunares y pecas salpicando su anatomía como marcas de agua. Se agarró ambas teras con las manos y las juntó, levantándolas, casi ofrendándomelas, provocándome con ellas, sonriendo de medio lado y guiñándome un ojo.
-¿Te gustan? – ronroneó, sugerente, contoneándose, masajeándoselas por encima de las copas del sostén. Asentí, jadeando, recuperando el aliento, sintiendo mi polla escapándose de la cintura elástica de mi ropa interior. Miriam me miró de arriba abajo sin variar su expresión felina – Molón labé, espartano… - me dijo, soltándose por fin el sujetador y liberándolas, sacándome la lengua.
Eran preciosas. Tenían el tamaño justo, ni excesivas ni pequeñas, dos hermosas esferas casi perfectas de carne pálida y firme coronadas por dos grandes areolas color rosado y dos botones erectos señalando al frente, desafiantes, apetitosas, suculentas. Obedeciendo a mi calentura, me lancé sobre ellas primero con las manos, comprobando su dúctil turgencia, disfrutando de su elástica consistencia, amasándolas y sopesándolas, y después con la boca, chupando y lamiendo sus pezones, degustando su sabor apenas salado, y su calor que casi me abrasó como si fuesen dos gotas de caramelo líquido. Los aprisioné en mis labios, entre mis dientes, y jugué con la punta de mi lengua hasta endurecerlos del todo.
-Hmmm síííí… - Miriam suspiró mientras le comía los pechos, acariciando mi pelo, frotando la parte alta de mi espalda desnuda, y llevado por la fiebre me aferré con ambas manos a la cintura de su pantalón tirando hacia abajo, intentando descubrir sus secretos. Ella se sacudió, riendo estentóreamente, y se alejó retrocediendo a saltitos, negando con la cabeza. – No no no… - murmuró, risueña, y me dejó allí plantado, huérfano y dolorido, desolado como un cachorrito sin dueño. Miriam siguió retrocediendo hasta sentarse en el sofá, diván o lo que fuera aquel mueble, que crujió ante su intempestiva acometida. Una vez allí levantó las piernas y fue ella la que se despojó primero del pantalón y después de las bragas, dejándome entrever al fin un coño bien arreglado, con el vello oscuro y ensortijado en forma de uve culminando una raja que ya sabía abultada y ahora descubrí rosada, un coñito sabroso que ya había acariciado pero que ahora quería saborear y penetrar y poseer con algo que no fueran mis dedos. Se me quedó mirando, y con esa perenne media sonrisa me hizo señas con el dedo, invitándome a ir hacia ella. Yo di dos pasos, y entonces me negó con la cabeza, otra vez.
-No, así no. – La miré sin comprender, intrigado.
-¿Entonces…? – respondí, ronco y casi afónico de excitación, sediento de ella.
-De rodillas… - me dijo, entrecerrando los ojos, abriendo los labios en una expresión lasciva y separando las piernas para mostrarme su coño, para ofrecérmelo, para estimular aún más mi diabólico apetito.
Era una sonrisa vertical, una hendidura perfecta, arrebolada. Sus labios mayores, grandes, regordetes, sin asomo de vello, más rosados que la piel blanquísima de sus muslos, enmarcaban un pequeño frunce, un nudo de carne más oscura y rugosa, que parecía resplandecer, húmeda, expectante. No dudé mucho, y me arrodillé sintiendo el frío del terrazo del local en mi piel, y la dureza del suelo, mientras caminaba hacia ella a gatas, en lo que me pareció una grotesca parodia de sumisión, a lo que no di importancia cegado por el deseo.
Al aproximarme percibí que olía fuerte a sudor, a flujo, a hembra, algo que no me resultaba en absoluto desagradable y que no me importó lo más mínimo, porque pegué mi boca en ese coño jugoso, encharcado, caliente como una hoguera, en un beso obsceno, uniendo mis labios a los suyos y dejando que mi lengua recorriese esa senda suave, desde abajo, donde su vagina exudaba ese jugo de sabor algo acre, hacia arriba, paseando mi boca por esos labios retorcidos y lamiendo despaciosamente cada rincón como si fuese una piedra de sal, hasta alcanzar su clítoris inflamadísimo, erecto, protuberante. El contacto de mi lengua con esa pepita de carne provocó que Miriam se sacudiese como si le hubiese aplicado una súbita descarga eléctrica.
-¡Hmmm…! – gimió en una exclamación, moviendo las caderas, dudando si escabullirse o por el contrario empujar más contra mi boca, prolongando el contacto. Para ayudar en su decisión, agarré sus piernas y las coloqué sobre mis hombros, mientras me sumergía un poco más en su carne trémula y sofocante, lamiendo cada pulgada de ese coño cada vez más babeante, entregado y deseoso. Mi boca lo recorrió en trayectorias caprichosas, trazando estelas de saliva por doquier, demorándose lo justo en su abertura que casi palpitaba, separando esos prietos labios al buscar justo el botón de placer, esa pliegue que mi lengua encendió en llamas a base de hurgar y lamer y chupar.
-¡Sííí… así…! – las manos de Miriam se unieron en mi nuca, y supe que estaba aplicando el tratamiento correcto al sentir su cuerpo tiritar y sus jadeos y gemidos llenando el local, derramándose por las paredes, retumbando por los rincones. Descendí con mi lengua hasta la entrada de su coño, trazando círculos, tratando de penetrarla con ella, introduciéndola todo lo que podía, y enseguida torné a centrar mis atenciones enteramente en su clítoris, chupándolo con fruición, lamiendo con ansia y endureciendo la punta de mi lengua para vibrar sobre él, de lado a lado y de arriba abajo, cada vez más rápido.
-¡Ayy… me gusta… sigue… sigueee…!!!! – gritaba, arañando mi cuero cabelludo, y no dudé en obedecer sus instrucciones, perseverando en comerme ese coño suculento a toda máquina, alternando lengüetazos largos, interminables, desgastando sus labios, con incursiones a su vulva, sin olvidarme de su clítoris, saboreando su carne, su interior, su flujo, su sexo abierto para mí.
No sé cuánto tiempo besé hasta entumecer mis labios, lamí hasta extenuar mi lengua, chupé hasta saturar mi paladar, bebí hasta embriagarme de su coño como de una fuente, como de un néctar, hasta que sin previo aviso introduje mi dedo índice, centímetro a centímetro, en ese agujero encharcado que lo tragó sin la más mínima protesta, con naturalidad, como si le perteneciese, apoderándose de él, succionándolo con avidez.
-¡Oh Diosssss…! – fue como hubiese accionado un resorte, como si hubiese activado un mecanismo. En cuanto comencé a meter y sacar mi dedo, con un sonido muy leve de chapoteo, sin dejar de operar con mi lengua en su clítoris, Miriam empezó a sacudirse, a estremecerse con espasmos irregulares, y sus gemidos se hicieron largos y agudos – ¡¡¡Ayyyyyy… me corroooooo….!!! – golpeó el sofá con fuerza, sacudió la cabeza, sus piernas apretaron mis sienes, sus manos se agarraron a mi pelo, y tuvo un prolongado, húmedo y ruidoso orgasmo, que yo intenté alargar todo lo posible estimulando sin parar su ya pétreo botoncito, provocando respingos violentos y entrecortadas exclamaciones. – Ufff… hmmmm…. Ay C***…. – Miriam se retorcía, intentando protegerse de mi boca insaciable – Que me vas a mataaaar…
Me puse en pie, respirando bien profundo, la boca agotada, la cara empapada de sus jugos, el pelo enmarañado y la polla dura como un menhir. Miriam trataba de recuperar el aliento, con los ojos cerrados, la expresión desencajada y el cuerpo desmadejado sobre el diván. Me quité los calzoncillos, y me froté el rabo enhiesto anticipando el placer.
En cuanto le abrí las piernas, Miriam se incorporó sobre los codos, mirando mi verga primero y mi rostro después.
-¿Tienes condones? – me preguntó, frunciendo el ceño, y estuve a punto de proferir una blasfemia, al darme cuenta de que no, que no tenía. ¿Cómo iba a imaginar que terminaríamos de esta manera?
-No… creo que no… - respondí con un hilo de voz. Dioses, necesitaba follármela. Necesitaba meterle mi polla hasta la raíz. Ella chasqueó la lengua, y se fue sentando en el sofá, con gesto de desaprobación.
-¿En serio? No me lo puedo creer… - me dio una palmada en la cadera, y di un par de pasos hacia atrás para que pudiera levantarse. Fue a enredar en una especie de armario al fondo del local, y yo la vi caminar hacia allí, con un sensual vaivén de sus caderas, de sus nalgas redondas, abundantes, un poquito caídas pero terriblemente sexys, que se contraían y estiraban como brindándome gestos de invitación a cada paso suyo. No pude separar la mirada de su raja, de esa manzana carnosa, y sentí un incontenible empuje en mi polla al ver cómo se tensaba y se ofrecía ese culo mientras ella se agachaba y rebuscaba en los cajones.
Dios, no pensaba irme de allí sin encularla, sin romperle ese culo insolente y respingón. Verlo así, ofrecido, blanco, sugerente, me acababa de convencer de someterlo.
Ajena a mí solemne resolución de sodomizarla y borrarle la sonrisa de prepotencia a base de pollazos en su retaguardia, Miriam se volvió con un par de preservativos en la mano, caminando hacia mí.
-Menos mal que una es precavida… - sin demasiados miramientos me agarró el rabo, mordiéndome a la vez la barbilla. Con un par de movimientos rápidos, abrió el envoltorio y colocó el condón, enrollándolo y plastificando mi polla en unos pocos segundos. Sin decir palabra me fue empujando hasta que me tumbó boca arriba en el sofá, y se fue colocando a horcajadas sobre mí. Con mano experta dirigió mi verga hasta la entrada de su coño, empapado, abierto, y torciendo el gesto al encontrar un poquito de resistencia, fue encajándose ella solita, resbalando hasta encajarse entera y sentarse sobre mi pelvis.
-Hmmm… - se mordió los labios, cerrando los ojos, y sentí la exquisita angostura flexible de su coño apretando cada porción de mi verga. Latía alrededor de mi polla, rítmicamente, enviándome hormigueos de placer hasta la base de mi espalda. No me esperaba que fuera tan estrecho, tan ajustado. Mi polla parecía rebosar, llenarlo por completo, y por unos momentos nos quedamos así, detenidos en un fotograma, ella acomodando su interior al invitado, y yo examinando y exprimiendo cada sensación, mis manos recorriendo sus muslos, sus caderas, su costado, hasta ascender a sus tetas, pellizcando y retorciendo sus pezones, obteniendo unos gruñidos de aprobación de Miriam, que empezó a subir despacio, desenvainando mi polla muy lentamente.
-Ay… - dijo, apenas alzándose unos centímetros antes de dejarse caer con cuidado, volviendo a meterse mi polla hasta el fondo - ¡Uff!
Masajeé sus tetas, que parecían hechas a medida de mis manos, y paladeé el sabor del triunfo al sentir su coño goteante, ardiente, forzarse a engullir mi polla de forma voluntaria pero reticente, temerosa. Era un coño perfecto, hospitalario y la vez renuente, ceñido, angosto pero dócil, delicioso y terso. Miriam reemprendió el camino de salida, adoptando un ritmo parsimonioso, sacándosela hasta la mitad y volviendo a encajársela, a su propio y caprichoso compás, gimiendo y con las manos en mi pecho y en mi vientre, sirviéndole de punto de apoyo. Con sus rodillas y sus manos alzaba sus caderas y se iba follando ella misma, casi masturbando con mi polla, arrugando con gracia la nariz cuando notaba la tirantez de su coño resistirse al grosor de mi verga.
-Uff… es gorda… - susurró, resoplando, subiendo y bajando con alguna dificultad, prensando mi rabo con una sensación maravillosa pero que para ella parecía entremezclar placer e incomodidad.
-Me encanta tu coño… - le respondí, y Miriam me miró, complacida.
-¿Cómo…? – parecía abstraída en su propio placer, arrebatada en un trance privado, y sonrió como para sí, mordiéndose el labio inferior.
-Que me encanta tu coño…. – repetí, apretando sus tetas para llamar, en cierto modo, su atención.
-¿Sí…? ¿Te gusta…? – como si le hubiese espoleado, como si la hubiese retado, empezó a aumentar de forma gradual el ritmo y a hacer intensos círculos con su cintura, mirándome, ofreciéndome una sonrisa entregada, la boca apenas abierta. Su vaivén comenzaba a ser frenético, y yo mismo empecé a alzar mis caderas, impulsándome hacia arriba, sincronizando su viaje hacia abajo con mi embestida. - ¡Hmmmm…. ¡ - Miriam recibió mis empellones abriendo mucho los ojos y conteniendo la voz, por primera vez mi polla llegando hasta bien adentro, casi hasta el fondo mismo de su coño, escapando a su control y alcanzando recovecos insospechados, a juzgar por su expresión.
-Ay qué ricooo... – gimoteó. El diván crujía por el peso y la energía cada vez más desatada, a medida que yo empujaba hacia el techo, contrayendo mis glúteos, tensando mi espalda, y ella se dejaba caer más fuerte, aumentando la cadencia, provocando que su coño se dilatara y mi verga fuese enseñoreándose por completo de su interior, distendiendo sus paredes y provocándole casi aullidos de placer.
-Au… qué rico… siiii… - las uñas de Miriam recorrieron el perfil de mis costillas, rasguñándolas, y se fue inclinando sobre mí, empujando simplemente con las caderas, como si fuese ella la que me estuviese follando, y no mi polla la que estuviese percutiendo cada vez más hondo. Yo busqué sus nalgas con mis manos, apresando esos dos globos de carne entre los dedos, tirando de ellas, azotándolas, recorriendo su geografía erótica y buscando el orificio que protegían, ese santuario que quería hacer mío a toda costa.
-Hmmmm...- lanzó un gemido ronco mientras la yema de mi dedo índice se paseó por el desfiladero entre sus nalgas, en ese valle bien cobijado, hasta detenerse en su centro arrugadito y diminuto, tenso como un remache, apenas abultado, estriado, y yo esperaba que en breve abierto para mí.
Era un asterisco, una estrellita de mar, que no cedió un milímetro cuando tras girar a su alrededor una docena de veces aventuré un intento, un amago, un sí es no es de profanar su entrada, seca y testaruda. Miriam no decía nada, limitándose a jadear y a mirarme con el pelo cayéndole sobre la cara, inclinada sobre mi cara, sus pechos como dos ubres redondas, dos orbes rendidos a la gravedad, sus pezones tentadoramente erectos. Noté tres, cinco, siete veces la tensión de su esfínter de clausura, su hermética oclusión a mis caricias perversas, y ante mi mal disimulada insistencia en querer meter mi dedo, Miriam terminó por coger mi muñeca con su mano y apartarla, sin decir una palabra, follándome y follándose cada vez con más y más vehemencia.
-¡Sí! ¡Sí! ¡Sí…! – de repente envaró la espalda, irguiéndose, y llevó las manos a sus tetas, aplastándolas, tirando y retorciendo sus pezones mientras casi brincaba sobre mí, embutiendo mi polla en su coño con inusitada violencia, y yo le correspondí haciendo esfuerzos por metérsela aún más hondo, complacido al notar el fondo mismo de su coño, casi áspero, hacer tope con mi capullo provocando quejidos y lamentos ahogados, que enseguida se transformaron en exclamaciones espasmódicas.
-Ay… ay… sí… ¡¡me corro… me corroooo…!! - Miriam arqueó la espalda hacia atrás, virando el rostro al techo, y fue como si le recorriese un poderoso pero privado seísmo. Tembló, vibró, agitó las caderas, y sus carnes se contrajeron estrujándome la polla con su coñito abrasador, estremeciéndose y gruñendo, zarandeando su melena rizada.
-¡¡Sííííí….!! - Con un último grito apenas contenido, finalmente se desplomósobre mí, como una marioneta a la que hubiesen cortado los hilos, gimiendo y jadeando y suspirando. – Ufffff… hmmm…. - Sentí su peso sobre mi pecho, sus tetas aplastadas contra mi piel, su vientre contra el mío, nuestras entrepiernas unidas y mi verga aún bien ensartada en su interior, sus paredes vaginales dándome ricos apretones a medida que iba recuperando aliento y su pulso se ralentizaba.
-Hmmm joder C***… - susurró, antes de besarme, su rizos cubiertos de sudor tapándole casi los ojos, una sonrisa satisfecha en la cara enrojecida y perlada de gotitas de sudor. Me besó dos, cuatro, diez veces, y entonces con cierta torpeza cansada gateó para sacarse mi polla, reluciente, empapada, dura como un fierro, y sin mirarme se sentó en el diván, respirando pesadamente.
-Bufff… - suspiró, despatarrada a mis pies, y yo me fui moviendo para caer sobre ella, borboteando de excitación, el rabo palpitándome, deseoso de vaciarme dentro de ese coño estrecho, pero al instante que puse mis manos sobre ella me miró, con expresión hosca. - ¿Qué haces?
-¿A ti qué te parece …? – la cogí por la cintura, y mi intención era colocarla a cuatro patas para volver a catar ese coñito goloso mientras me deleitaba con la visión de ese culazo, esas nalgas bien rellenas rebotando ante mis embestidas, y quién sabe si granjeándome el acceso a su puerta trasera. Pero Miriam me contuvo, retorciéndose, escapando entre mis dedos y poniendo una mano en mi pecho para detener mi avance.
-Para .. estoy cansada C***… - su frase sonó brusca, borde, desabrida. Me quedé boquiabierto.
-Pero… - titubeé, atónito, y señalé sin pudor a mi polla, que seguía apuntando hacia delante y hacia arriba y hacia ella.
-¿Qué …? – su rostro no mostraba emoción más allá del cansancio y cierto hastío.
-¿Me vas a dejar así? ¿De verdad? – la miré con rencor, sin dar crédito. ¿Era algún tipo de jueguecito de los suyos? Porque si era así no le veía el sentido.
-Estoy cansada y algo mareada .… - se excusó, volviendo la cara. Yo me quedé de rodillas el diván, las manos caídas en los costados, impotente, cabreado, insatisfecho, incapaz de asumir lo que estaba escuchando.
-Joder… - con un bufido de fastidio me senté en el otro extremo del sofá, desnudo y ridículo, sin mirarla, frustrado hasta lo indescriptible, pero no pasó un minuto que Miriam se me acercó, en son de paz.
-¿Qué te pasa…? – volvió a preguntar, y cuando giré mi cara para mirarla vi esa sonrisa maliciosa, de duende, esa mirada brillante y una expresión que entonces no supe interpretar pero que ahora me inclino a pensar que era triunfal, ufana.
-Joder .. podrías… no sé, chupármela o algo… - lo dije casi sin pensar, picado, presa del enfado, y todavía me enervó más la carcajada despectiva de Miriam.
-¡Ja! ¿Que te la chupe? – se acercó más, e iba a responderle con inquina cuando las palabras se me atropellaron en la laringe, al sentir sus manos agarrar mi polla sin el menor miramiento. – El señorito quiere que se la chupe…
Me quitó el condón, tirándolo a suelo con descuido, y allí quedó, como la vieja piel de un reptil después de la muda. Me miró a los ojos y con su mano izquierda procedió a masturbarme despacio al principio, pero al poco aceleró el manoseo hasta alcanzar un notable y placentero ritmo.
-Lo quieres todo, y lo quieres ya… - murmuró, moviendo su mano arriba y abajo a lo largo de mi polla con precisión, dejando caer un hilito de saliva de su boca sobre mi capullo para humedecer la caricia y volverla aún más enloquecedora. Noté un familiar cosquilleo en el vientre, mientras ella me miraba a los ojos, muy seria, y su mano seguía su vaivén - … y seguro que quieres correrte en mi boca… - sacudida, arriba, abajo, arriba, abajo…- y que me trague tu lefa… - más rápido, más fuerte, más y más – … ¿Y qué más quieres?
Me la estaba meneando tan rico, tan apasionada y efusivamente, que sentí mi orgasmo crecer en mi interior de forma imparable, contemplando sus ojos, su boca, sus pechos, su cuerpo desnudo. Era casi como follársela. Casi.
-Miriaaaam… - le miré a la cara, tensando mis músculos, agarrando la tela del sofá en mis puños, elevando mi pelvis para que me pajeara con más comodidad.
-¿Qué más quieres, C***…? Seguro que también querrías que fuese tu sumisa complaciente… – su voz era insinuante, grave, algo ronca, como el ronroneo de una gata salvaje, y su mano subía y bajaba con furia y maestría.
No aguanté mucho más.
Noté un vértigo, una descarga de frío y calor en los huevos y en el perineo, y con un gruñido me corrí como un aspersor, lanzando espesos goterones de lefa hacia mi pecho, y después escupiendo chorros que escurrieron por la cabeza de mi polla hacia su mano, mientras el placer se esparcía por mi cuerpo como una medicina, y Miriam no dejaba de pajearme, de ordeñarme, de exprimirme, sacando de mí cada gota, cada resto blanquecino y viscoso. Noté la pegajosa textura de mi leche templada resbalando trabajosamente por mi estómago hacia mi ombligo, embarrándose en mi escaso vello, y mi polla palpitar en la mano de la pintora, encogiéndose, batiéndose en retirada.
Miriam la soltó y se levantó, encontrando un trapo en una caja para limpiarse la mano, dándome la espalda, mostrándome de nuevo su trasero redondo y opulento, mullido, blanquísimo, con una raja curva y oscura, retadora.
Miré mi polla, si un tiempo fuerte ya desmoronada, reducida a un pingajo de carne arrugada y pringosa, caída sobre mi pubis, y lancé un hondo suspiro. Miriam se volvió, mirándome con la cabeza ladeada, y me lanzó el trapo.
-Anda, límpiate un poco… - me dijo, y rebuscó entre el montón de prendas que salpicaban el suelo sus bragas y su sostén. En menos que canta un gallo estaba vestida con su ropa interior, y se sentó sobre sus piernas cruzadas en el sofá, sonriendo, mirando cómo me adecentaba mínimamente con manoteos desganados.
-Una ducha no hay, ¿verdad? – pregunté, sin demasiada esperanza. Miriam señaló con la barbilla una puerta al fondo del local.
-Sí, allí, en la piscina climatizada, junto a la sauna… - esbozó una mueca burlona, y yo le saqué la lengua, arrugando la nariz.
Me sequé lo mejor que pude, quitándome los restos de mi corrida con el trapo, refrotándome la piel del estómago, el vellón de mi pelvis, el rabo, los huevos, y oteando en pos de mis calzoncillos, que hallé hechos una bola y me estiré para recuperar, colocándomelos bajo la atenta mirada de Miriam, que no perdía ripio, sin decir nada.
-Ha estado bien… - dijo, finalmente, con voz casi jovial, y yo me encogí de hombros en un gesto ambiguo, que podía significar muchas cosas. Me puse en pie, ya con los boxers en su sitio, y caminé para recuperar mis vaqueros y mi camiseta, vistiéndome en silencio.
Un silencio que no sabría bien cómo calificar.
Estaba desconcertado. Podría mentirles y decir que en ese momento saltaron todas mis alarmas, que fui clarividente y estaba sobre aviso sobre lo que ocurriría más adelante. Pero no me serviría de mucho darme pisto, porque lo que ocurrió, ocurrió, y no se puede cambiar.
Si fuese la mitad de listo de lo que yo mismo me creo, realmente lo habría visto venir.
Pero no quiero adelantarme. Lo único cierto que es que me vestí presa de la confusión y de la decepción, pero me bastó mirarla ahí, sentada, con esa sonrisa casi impertinente, en ropa interior, el pelo alborotado, la mirada resplandeciente, para desarmarme sin remedio y claudicar ante la evidencia de que besaba el suelo que ella pisaba, que veneraba su piel nívea, sus lunares, que la deseaba otra vez con todas mis fuerzas y que quería, contra viento y marea, perderme en su cuerpo como en un nuevo mundo.
Si alguien comprende los desvaríos del corazón y sus misterios, que me escriba y me los cuente. Estoy encantando de aprender.
Ella se vistió a su vez, con ademanes desenvueltos, ajena a mis tribulaciones, y cuando terminó se me acercó, provocando de nuevo un picor de excitación en mi espina dorsal, y un desasosiego en mi estómago. Me dio un largo, húmedo, apasionado beso, y agarró los costados de mi camiseta, juguetona, cariñosa, divertida y otra vez, una vez más, cautivadora.
-Mañana voy al Mercat de Sant Antoni… y no me gusta ir sola. Puede que me pierda… - dijo, y yo no tenía ni idea de qué era eso, pero sí sabía que quería estar allí, al precio que fuese. – A las once.
Sin pretenderlo, se parecía mucho a una orden. Pero volvieron los besos, sus labios de fresa, su lengua de caramelo, y quién en su sano juicio sería capaz de negarse, de resistirse, de albergar siquiera un atisbo de duda. Salimos del local, y mientras ella cerraba la abracé desde atrás, pegando mi cuerpo contra su espalda, su calor y su olor contra mi frío y mi ausencia.
-Hmmm … - fue un murmullo de aprobación, y durante unos segundos nos quedamos así, abrazados, mis brazos en torno a su cuello y su torso, mi pecho en su espalda, su trasero acariciando mi entrepierna, y el mundo me pareció un lugar mejor.
Nos despedimos con otro buen montón de besos, como dos adolescentes, y ni ella ni yo dudamos siquiera por un segundo que al día siguiente, unas horas después, le acompañaría a su excursión dominical.
*
-Lo siguen llamando Mercat de Sant Antoni pero no se hace exactamente allí, el edificio del mercado está en obras… - Caminábamos por las largas calles del Eixample bajo un sol impropio de la época del año, ella hablando y hablando y yo tratando a duras penas de mantenerme despierto.
Cuando regresé la noche anterior a casa de mi hermana, la fiesta se había reducido a media docena de íntimos en un corro cenagoso y pasado de rosca, sentados cada cual a su manera en el salón, con mi hermana ejerciendo de lisérgica maestra de ceremonias. Entré, saludé sin detenerme, y antes de meterme en mi habitación Olga llamó mi atención y me obligó a hablar, actividad que ocupaba un puesto bajísimo en mi lista de prioridades, en aquel momento concreto.
-Oye… - Olga se dirigió a mí arrastrando algo las sílabas y la mirada extraviada, pero con genuina preocupación - ¿Todo bien…?
-Claro… - repuse, cansado, y forcé una sonrisa – ¿Alguna novedad por aquí?
-Nooo… - pugnó por mantener los ojos abiertos y conservar la compostura, pero acabó apoyada contra la pared. – Cualquier cosa me dices… de verdad…
-Cuenta con ello. – aseguré, y tras despedirme con un gesto, me fui a dormir las muy, muy escasas horas que me había dado de margen para mí segunda cita.
No escuché demasiado de su conversación después de saludarnos con un tímido beso en los labios al encontrarnos a la mañana siguiente, cerca de su estudio. Me habló de varias cosas, ejerciendo de guía del barrio, pero aunque no dije nada, tenía un principio de jaqueca debido a la falta de sueño, así que volví a enfundarme el traje de hombre silencioso lleno de misterio, caminando a su lado como un autómata mal engrasado. No tardamos, gracias al cielo, en llegar al Mercat propiamente dicho, aunque llamarlo mercado me pareció algo pretencioso.
En realidad no se trataba más que de una gran carpa metálica que cubría la calzada, a dos aguas, bajo la cual y en mitad de la carretera se agrupaban en un abigarrado manojo no menos de un centenar de puestos de libros antiguos, revistas, cromos, juguetes coleccionables, tebeos, videojuegos, pósters y quién sabe qué cantidad de cosas más, un auténtico y abarrotado paraíso para los coleccionistas. Y para los afectados por el síndrome de Diógenes.
-No sé por qué lo llaman “síndrome de Diógenes”, cuando Diógenes precisamente vivía con nada más que un manto y un cuenco, dentro de un barril… - me dijo Miriam, y yo la miré, asintiendo, antes de fruncir el ceño, al darme cuenta de que yo no había dicho nada.
-¿Cómo demonios…? – su risa me dejó confuso.
-Lo estabas mirando todo con una cara que lo llevabas escrito en la frente, C***… - me pellizcó la mejilla como a un niño pillado en un renuncio, y me dio un rápido beso en la punta de la nariz. - ¿No te apetece curiosear?
Me agarró del brazo y juntos nos internamos en el mareante océano de curiosos, buscadores, paseantes y domingueros, abriéndonos camino como un rompehielos, deteniéndonos de cuando en cuando para indagar entre los expositores saturados de olor a polvo, a humedad, a papel reseco, a cajas de madera vetusta, a pisos de viejo, a cerrado y a tinta en offset. Ojeé viejos álbumes de Mortadelo, Forum, Zinco y el Capitán Trueno, paseé la vista por cajas de cartón repletas de vinilos que iban de lo colectible a lo kitsch, escogí párrafos al azar de colecciones pretéritas de libros que no leyó nadie, curioseé las historietas de revistas llamadas Tótem, Zona 84 o Cimoc, pregunté el precio del Mundo del Río de Phillip José Farmer, y en esencia pasé la mañana de aquel domingo perdiendo solemnemente el tiempo.
Aunque perder el tiempo en buena compañía es la mejor manera de terminar encontrándolo.
-¿Cuándo vuelves a Zaragoza? – posó la jarra de cerveza en la mesa de mármol de estilo modernista, y antes de responder yo también di un trago largo. El bar estaba lleno, pero habíamos sido afortunados al conseguir una mesa que justo se levantó al entrar nosotros, y allí nos sentamos a descansar y contemplar los tesoros que había rescatado Miriam de un destino funesto en un vertedero o una planta de reciclaje, casi todo libros y discos antiguos.
-No lo sé… llevo casi un mes aquí… - veinticuatro días, para ser exactos, huyendo de los dioses sabrían qué. ¿De la soledad? ¿De mis fantasmas? ¿De mis miedos? ¿De los recuerdos? Bebí un sorbo de la cerveza, que me supo un tanto más amarga.
-¿Y la tienda? ¿Va todo bien? – la mirada de Miriam era demasiado elocuente, y demasiado inquisitiva. Y maldita sea, demasiado atractiva.
-Va todo bien. Hablo a diario con el encargado, y al parecer allí tampoco soy imprescindible… - no pude evitar sonar un poco patético, y traté de enjuagar el poso autocompasivo con una mueca guasona, como si todo fuese un chiste.
-¿De veras? ¿No te espera nadie allí? – parecía una pregunta inocente, aunque no había que ser un genio para leer entre líneas.
El camarero dejó sobre la mesa un platito con patatas fritas, del que ambos picamos unas doradas, crujientes y saladas chips, acompañando la bebida. Miré a través del gran ventanal, sopesando la respuesta, valorando si era mejor una oportuna mentira, una media verdad, o una cortés evasiva.
-En realidad sí… - dije finalmente, y ante su interrogativa expresión, me acerqué a ella como si formásemos parte de una conspiración, y fuese a revelar un importante secreto – No se lo digas a nadie, pero lo cierto es que estoy huyendo de mis acreedores…
-Ya lo sabía… - me respondió, muy seria, lanzando un bufido – Te tengo que confesar que uno de ellos me ha contratado para encontrarte.
-¿Ah sí? – me hice el sorprendido - ¿Cuál de todos?
-Ah, no, lo siento... – Miriam cogió una patata, y la masticó distraídamente - Secreto profesional…
-Ajá… - me mesé la barbilla, pensativo, y finalmente golpeé la mesa suavemente, con gesto de súbita comprensión- Ha tenido que ser mi corredor de apuestas.
-¿Sí? – Miriam sonrió, girando el vaso ya vacío, jugando con él - ¿Te gusta apostar?
-No – negué, y la miré directamente a los ojos - Me gusta ganar.
-Vaya… - Miriam se recostó en la silla, y en sus ojos castaños centelleó un lejano fulgor de estrella - ¿Y a qué apostarías, aquí y ahora, para ganar?
Nos miramos, costa a costa, desde lados opuestos de la mesa. Estaba jodidamente guapa, con un vestido negro que ceñía su silueta de forma desacostumbrada, y una gabardina de color malva. Quería creer que se había arreglado especialmente para mí, que quería seducirme, impresionarme, subyugarme, hacerme perder en cierto modo la cabeza. Sonreí de medio lado, y me aparté el pelo que me había caído sobre la frente.
-Pues… - saqué un billete de color verde de mi cartera, posándolo sobre la mesa - Apostaría cien euros, aquí y ahora, a que esta interesante mañana de domingo acaba tú y yo, desnudos, haciendo el amor.
Miriam guardó silencio, sonriendo divertida. Cogió el billete, nuevecito, casi tan crujiente como las patatas fritas, y lo agitó un poco, antes de posarlo de nuevo en la mesa y adelantarse para hablarme de más cerca, apoyando los codos y bajando el tono de voz.
-Hmmm… - susurró, clavando en mi pupila su pupila oscura - ¿Y cómo vas a encontrar, aquí y ahora, de entre todos estos insensatos, a quien apueste en contra?
*
Hacerse adicto a su coño era tan sencillo como resolver un rompecabezas de dos piezas.
Escueto, jugoso, suculento, angosto y glotón, mi polla se perdía en sus profundidades con una facilidad engañosa, ajustada, ceñida, su interior masajeando mi tronco como si quisiera exprimirlo, y el resto de su cuerpo se pegaba al mío cómo una enredadera, brazos, piernas, boca.
Yo empujaba de forma rítmica, pugnando contra sus piernas enroscadas alrededor de mis caderas, y contra sus manos incapaces de estarse quietas tirándome del pelo, arañando mi espalda, apretando mi culo no sé si para acelerar o ralentizar el compás de mis penetraciones. Mi polla entraba y salía de esa hendidura babosa y tórrida, y a la vez buscaba su boca con la mía, tratando de embridar el placer para no correrme en tiempo récord, así de estrechito, ardiente y sedoso era el tacto de su interior, el abrazo constrictor de esa vagina hambrienta.
Me estaba costando lo mío.
-Sí… si… si… - Miriam acompañaba cada un de mis acometidas con una exclamación ahogada y una opresión exquisita en su vientre. Con cada una de mis embestidas ella seguía empapándose, gimiendo, trazando surcos en la piel de mi espalda con sus dedos y sus uñas. No dejé ni por un momento de follármela con creciente empeño, alzándome todo lo que podía sobre mis brazos, contemplando su cuerpo entregado, sus tetas temblando al compás de mi follada, su carita roja de excitación, sus ojos centelleantes buscando los míos.
Sin previo aviso me detuve, recobrando el resuello y descansando la espalda, mi rabo a buen recaudo en lo más hondo de su coño.
- Hmmmm... ¿qué pasa? ¿Por qué paraaas…? – preguntó Miriam, protestando, escrutándome con la mirada vidriosa, la boca abierta en una herida roja y brillante, el pelo un revoltijo de rizos oscuros, y moviendo tímidamente su coño en círculos, frotando mi verga como para invitarme a seguir follándomela.
No contesté, porque al final a veces es mejor pasar de las palabras a los hechos sin demorarse en retóricas, y simplemente me puse de rodillas, saliendo de su interior a pesar de su gemido de protesta, y cogiendo sus caderas le di unos golpecitos, unas palmaditas perfectamente elocuentes, que ella acogió con una risilla, antes de girarse despacio y obsequiarme con la gloriosa visión de su culazo.
Si mi intención era retrasar mi eyaculación, me estaba equivocando de estrategia, porque en cuanto Miriam se colocó de rodillas, con el pecho sobre el colchón, y me ofreció en pompa sus dos nalgas blanquísimas, mi polla adquirió vida propia y latió con un ansia indescriptible. Eran dos medias lunas perfectas, encerrando entre las dos un coño abultado, rosado, inundado, bien abierto para mí, y más arriba un agujero secreto que me moría de ganas por desvelar.
Me aferré a su culo como un náufrago, frotando y apretando y pellizcando y atreviendo dos, tres palmadas que resonaron en mi cuarto, complacido a ver cómo se enrojecían esas preciosas nalgas blanditas y temblonas.
-Hmmm suavee… - ronroneó Miriam, protestando por los azotes y meneando sus caderas haciendo vibrar sus cachas, provocándome un poco más, enloqueciéndome un poco más. Agarré mi polla, enclaustrada en su funda de látex, y paseé su cabeza por la raja del culo de la pintora, separando sus rotundos cachetes, buscando la acogedora gruta de su coño, que se abrió de par en par para recibirme en cuanto mi glande tanteó entre los dos gordezuelos labios.
¡Qué estrechito era!
Me sorprendió que a pesar de que estaba encharcado, a pesar de habérmelo estado follando por un rato, todavía ejerció un conato de resistencia, un intento de cerrarse ante mi entrada, e incluso cuando vencí esa tensión, las paredes de su vagina se apretaron en torno a mí polla de forma tenaz, oprimiéndome sin descanso a medida que la iba penetrando desde atrás, que la iba empalando y ensartando en mi polla, dura y gruesa como pocas veces, hasta posar mi pubis contra su culo.
-Hmmm siiiii… - Miriam extendió los brazos sobre el colchón, arañando las sábanas, y empujó un poco el trasero hacia mí, profundizando la penetración, mientras yo cerraba los ojos y colocaba mis manos en su cintura, tratando por todos los medios de contener las mareas de placer que amenazaban con estallar dentro de mis huevos, maldiciendo para mis adentros el frustrante tacto gomoso del condenado preservativo.
Todo mi cuerpo se rebeló, trémulo de deseo, y no puede evitar emprender un lento oscilar de mis caderas, iniciar un gradual vaivén de mi polla entrando y saliendo de sus labios golosos, llegando cada vez más hondo a medida que yo presionaba con mi pelvis y provocando los gemidos de Miriam, por momentos casi lamentos apenas contenidos.
-¡Ah… si… si… así… así… dame… más … más ..! – Miriam alzó la voz, y yo a mi vez aumenté el ritmo, acrecenté en la medida de mis posibilidades la profundidad de mi prospección, y para mí desgracia sentí cómo se aproximaba el tan placentero y a la vez indeseable momento de vaciarme, de disolverme en orgasmo tan explosivo como efímero, tan fugaz como agotador.
Algo debió de notar Miriam. Puede que fuese cómo se engarfiaron mis dedos en su costado, clavándose en su carne como garras. Puede que se tratase del sonido cada vez más gutural de mis gruñidos y bufidos, o la fuerza creciente con que embestía contra su culo, haciendo temblar en oleadas esa carne turgente y pálida, resonando como palmadas, como salvas de aplausos. Abrí sus nalgas, viéndola indefensa, rendida, su espalda tan blanca, su culo tan mullido y excitante, su ano fruncido y oscuro y diminuto, y más abajo mi polla entrando y saliendo de su coño como un pistón.
-¡No… no te corras todavía … no se te ocurra … correrte …! – aulló, mientras todo su cuerpo temblaba ante la potencia de mis empujones, mientras los muelles de la cama protestaban, mientras mi verga se hinchaba un poco más, lista para escupir mi corrida con furia. Les prometo que hice un titánico y conmovedor esfuerzo por obedecer, por sofocar mi inminente clímax, pero ya se sabe, no enviamos nuestras naves a luchar contra los elementos, y sin poder aguantar ni un instante más, mi polla derramó cremosos chorros de lefa dentro del condón, yo intentando seguir follándomela, tratando de prolongar su placer, desviviéndome por ignorar el inefable hormigueo de placer de mi capullo vaciándome los huevos, arrebatándome la energía, dejándome sin impulsos, sin voluntad.
Me corrí como una bestia, salivando, y una vez que mi polla dejó de pulsar y latir y perdió su dureza adamantina, me derrumbé hacia atrás, cayendo sentado, extenuado, acabado.
-¡Joder! – Miriam permaneció arrodillada, jadeando entrecortadamente, pero encontró aliento bastante como para proferir un protesta, y muy despacio se giró y tumbó hasta quedar de costado, incorporada apenas sobre un codo, mirándome con una expresión casi hostil.
-Lo siento… - sonreí un poco, avergonzado, y acaricié sus piernas cariñosamente, calmando la respiración. Miriam suavizó un poco su ademán.
-No importa… ha estado bien… - se pasó la mano por el pelo, como si pudiese domeñar así aquellas guedejas rebeldes – Pero que sepas que te has quedado sin mamada …
-¿Qué…? – no pude evitar reírme, quitándome el condón a rebosar, anudando el extremo, dejándolo sobre la mesilla.
-Pues eso, caballerete… - se rio también, estirándose para quedar tendida boca arriba, cruzando las manos tras la nuca. – Que los premios hay que ganárselos…
Me tumbé a su lado, intrigado.
-No sabía que había un sistema de recompensas… ¿Lo podemos negociar?- posé la mano en su vientre, y comencé a hacerle cosquillas alrededor del ombligo. La risa de Miriam era contagiosa.
-No hay nada que negociar… - se giró, pegándose a mi costado, y con sus dedos jugueteó con el vello castaño oscuro que me cubría el pecho, acariciándome los pezones. – C***…. – dijo, con voz casi suplicante.
-Dime… - giré la cabeza y la miré a los ojos, la viva imagen del desamparo.
-Cómeme… - susurró, mordiéndose el labio y sonriendo con picardía.
¿Qué otra cosa podía haber hecho yo?
Le comí el coño como un loco, disfrutando de su sabor y de su olor y de su calor asfixiante hasta que se corrió en mi boca, en mi lengua, apretándome la cabeza entre sus piernas y conteniendo los chillidos del placer tapándose la cabeza con la almohada.
*
-¿Cómo va todo con Miriam? ¿Estáis… juntos?
Olga se hizo oír por encima del zumbón traqueteo del exprimidor eléctrico, y yo la miré mordisqueando la tostada con mermelada que acababa de mojar en el café con leche.
-Ehm… - titubeé, tras tragar el bocado – Supongo que sí. Aunque es pronto… creo.
¿Estábamos juntos? No sabía muy bien en qué punto estábamos, en aquel preciso momento, porque no habíamos tenido ese tipo de conversación, no todavía. Mi estancia en Barcelona se alargaba, más que nunca, y todo me parecía pasar muy rápido. Las últimas dos semanas habían transcurrido entre un par de salidas al cine, varias comidas y cenas, algún recital de poesía infumable, conciertos, y un puñado de tórridos escarceos, pero desde el primer momento habíamos rehuido, de manera deliberada, las etiquetas. No quería entrar en ese tema ni con ella ni mucho menos con mi hermana.
-¿”Crees”? Yo pensaba que era cosa de dos… - Olga insistió, con esa media sonrisa marca de la casa que nos hace inconfundibles. Nos parecemos muchísimo, Olga y yo, los dos delgados, no muy altos, con nuestro cabello castaño y ojos oscuros, cara inocente de buenos chicos que se transforma en un ademán pícaro y cínico cuando sonreímos.
-¿Qué quieres que te diga? – respondí sin responder, bajando la vista hacia la mesa, escudriñando las migas de pan tostado como si pudiese leer el futuro en ellas. Mi hermana terminó de exprimir las naranjas, y se senté frente a mí con su vaso de zumo, arrellanándose en la silla, bebiendo un trago antes de replicarme.
-¿Pero ella te gusta? Quiero decir… gustar en plan gustar. Ya me entiendes… - me guiñó un ojo, pero con una expresión rara en la cara, a medio camino entre la burla y lo que me pareció honesta preocupación.
Dudé si contestar. Interiormente yo sabía de sobra lo que sentía, pero admitirlo habría sido como desnudarme, como revelar una debilidad, un secreto inconfesable. Finalmente opté por una frase de compromiso, ni frío ni calor, alzando la vista y ensayando una mueca desapasionada, casual.
-Me gusta, pero no sé si en el sentido que dices… - mordí otro trozo de tostada, aparentando despreocupación.
-Ajá… - Olga asintió, y durante unos segundos dio la sensación de que cambiaba de tema, mirándome directamente a los ojos, sin alterar su media sonrisa, antes de su siguiente frase. – Hay que reconocer que no tienes término medio.
-¿Cómo? – repuse, desprevenido.
-Pues eso … - bebió del zumo en una adecuada pausa dramática - … que a veces mientes muy bien, y otras veces mientes de puta pena.
Mastiqué, sosteniendo su mirada, removiendo la taza con movimientos lentos, casi mecánicos. No dije nada, y dejé que Olga formulase a un tiempo la pregunta y la respuesta.
-Reconoce que estás colado por ella, hermanito. Tienes esa mirada… - Me fastidiaba su sonrisa ladeada de suficiencia, y supe por qué a veces me han considerado pedante e insoportable, porque era como mirarme en un espejo.
-Qué mirada ni que … - contuve una palabrota, porque perder la compostura era darle argumentos, pero comprendí que Olga tenía todas las cartas, y jugábamos a su juego.
-C***… que no tenemos quince años… - su risita de triunfo me irritó de manera particular, pero después de todo, tampoco tenía mucho sentido seguir con la tontería de tirar balones fuera y contemporizar, así que terminé por admitirlo de forma tácita.
Era mi hermana, después de todo.
-¿Se nota mucho? – sonreí, como restándole importancia.
-Hombre… - mi hermana posó el vaso vacío en la mesa. – Te pasas el día mirando el móvil, llevas como dos semanas quedando con ella cada dos o tres días, y sobre todo, cuando vuelves sueles tener carita de bobalicón y mirada soñadora… - su tono se fue haciendo progresivamente más guasón.
-Estoy a gusto con ella… ¿Tanto te molesta? – intenté un contraataque, sin demasiado éxito.
-¿Molestarme? ¡Qué va! Es solo que… hacía tiempo que no te veía así. No sé… ¿Por qué ella? – su gesto se volvió pensativo, al hacerme la pregunta.
¿Por qué ella? De entre todas, ¿por qué precisamente Miriam y por qué precisamente entonces? Me gustaría haber sabido contestar, aún hoy me gustaría comprenderlo. Puede que fuera el momento adecuado, la intersección correcta entre mi soledad, mi amargura, mi frustración, y su carisma, su pasión, su personalidad burbujeante y espumosa, hipnótica.
-¿Aparte de por lo obvio, quieres decir? – solo fui capaz de argumentar una réplica sin demasiada chispa. Olga se encogió de hombros.
-A ver… Miriam es atractiva, sí, pero … has estado con chicas más guapas que ella. Joder, C***, ¡has salido con amigas mías más guapas que ella! – se rio un poco, antes de volver a ponerse seria.
Podría haber dicho que eso es relativo, subjetivo, y otros adjetivos que también rimaban. Después de todo, uno no elige de quién termina enamorándose, a pesar de que yo no sabía entonces a ciencia cierta qué era lo que sentía por Miriam, ni mucho menos qué sentía ella por mí. ¿A qué obedecía mi malsana fascinación, mi obsesiva fijación por ella? ¿Cómo podría responderles, cómo podría capturar una personalidad como la de Miriam entre los torcidos renglones de un relato? No habría sabido entonces, ni tampoco ahora, mostrarles sino un borroso reflejo de ella. Porque soy incapaz de contarles las conversaciones interminables, toda la complicidad y la ternura que tantas veces nos transmitíamos, ni la forma de mirarnos y tratarnos, las caricias, los besos, los gestos y palabras más triviales y que, después de todo, son la parte del león de aquello que vivimos.
A veces, lo más significativo de un relato es justamente aquello que no se cuenta. A veces lo que más pesa es el silencio, el espacio vacío, el hueco vacío entre las palabras.
-No es eso Olga… - me atreví a responder, enarcando la ceja – Supongo que me atraen cosas diferentes de ella… ¿qué quieres que te diga? – utilicé esa salida por segunda vez.
-Ya imagino… no es que quiera meterme donde no me llaman, de verdad, es que no entiendo qué tiene Miriam de especial… - se puso sería, cosa extraña en Olga. Posiblemente de haber sabido lo que ahora sé, no me habría puesto tan a la defensiva, pero entonces sus insinuaciones me resultaron fastidiosas.
-Para no querer meterte, hermanita, lo estás haciendo hasta las trancas … - estaba un pelín ofuscado, lo reconozco, y es posible que mi tono se pasara de impertinente – Miriam y yo estamos bien, nos estamos conociendo, me siento genial con ella, y parece que te ofende… - y entonces se hizo la luz. Había tardado un poco, pero finalmente até cabos, y creí entender de una vez lo que ocurría. - Joder, ahora me doy cuenta…
-¿Cuenta…? – Olga me miró, con el ceño fruncido, con expresión inquisitiva.
-No me vengas con esas… - añadí, una rabia soterrada emponzoñando mis palabras - ¿Tienes miedo de que la líe, con Miriam? ¿Estás protegiéndola, o algo? Vaya confianza que tienes en mí…
-¿De qué hablas? – Olga me miraba con los ojos muy abiertos, incrédula, sin sospechar que la había cogido en falta.
-Deja de disimular… sé lo que estás insinuando. Miriam me dijo bien claro la advertencia que le hiciste sobre mí. – hablé quizá a un volumen demasiado alto.
-¿Yo le hice a Miriam una advertencia sobre ti? – mi hermana parecía desconcertada.
-¡No me mientas! ¿No es verdad que le dijiste bien claro que tuviera cuidado conmigo? ¡No tengas miedo, hermanita, no soy tan cabronazo como parece que piensas…! - golpeé la mesa con las palmas de mis manos, intentando soltar toda la tensión que amenazaba con hacerme saltar por los aires.
Olga se sobresaltó ante mi reacción, y me miró de hito en hito, sin decir una palabra durante unos segundos interminables, entrecerrando los ojos.
-C***… hay veces que eres un idiota de padre y muy señor mío. – se levantó, dándome la espalda, y pude ver cómo se debatía, sacudiendo la cabeza, como si no supiera si decirme algo o marcharse sin más. Finalmente se volvió, y pude ver el reproche y el despecho en su expresión dolida. – Claro que le dije a Miriam que tuviera cuidado contigo, imbécil. ¿No te das cuenta de que la conozco bien? - Mi hermana esbozó sonrisa amarga, irónica - No quería protegerla a ella, hermanito. Quería protegerte a ti.
(Continuará)
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