Mecánicas celestes (1). El destino del alfil

Capítulo introductorio, de presentación del los personajes.

Siempre me ha parecido que el destino más ingrato, entre todas las piezas del ajedrez, le ha tocado al desdichado alfil.

El alfil, el obispo, es la única pieza condenada a no pisar jamás la mitad de su mundo de sesenta y cuatro escaques. El caballo, con sus saltos tortuosos, la torre y sus vertiginosas evoluciones, la versátil y ubicua reina, el despacioso pero escurridizo rey… todos ellos capaces de conocer las cuatro esquinas del tablero. Todos, salvo el pobre alfil, tan capaz de atravesar de lado su universo, veloz y oblicuo, y sin embargo prisionero en un cosmos de un solo color, vedado el paso a treinta y dos, ¡treinta y dos!, de las casillas.

¿Se imaginan eso para alguno de nosotros? ¿Vernos privados de la mitad del mundo? Condenados a vivir solo de noche, por ejemplo. O un día sí y un día no. O tener prohibido pisar siquiera la parte alícuota de nuestro planeta. Poder emplear solo la mitad de los escalones. Usar solo una de cada dos puertas. Dormir tan solo en la parte izquierda de la cama. Conocer sencillamente el lado diestro de cada calle. Ver simplemente la primera hora de una película de dos.

De acuerdo, se puede argumentar que es amo y señor de su camino de baldosas blancas o de baldosas negras, sus enteras diagonales. Amo y señor, sí, pero blanco o negro. Es el detalle de esa adversativa la que lo cambia todo. Sus sendas son abundantes, sus caminos recorren cada extremo del tablero, y sin embargo... Ese pequeño, insignificante, diminuto cuadrado de color opuesto, cercano, fronterizo, es para el alfil el terreno más misterioso, secreto y prohibido del cosmos, tan lejano como si fuera otra galaxia, otro tablero, otro juego. Y por ello allá corre, apresurado, el alfil de negras, atrapado en su laberinto insondable de tinieblas. Y allá se desliza, silencioso, mortal, prisionero, el desdichado alfil de blancas, en su cárcel de nieve alba, inmaculada, purísima.

Destinados ambos a conocer apenas la mitad del mundo.

“¿Y el peón?”, dirán ustedes.

No me he olvidado, no, del humilde pero valiente peón de pasos cortos, siempre hacia delante. Es cierto que su hado parece también desafortunado, pero no conviene perder de vista el hecho de que todo peón, hasta el último de ellos, guarda en su interior una promesa casi aristotélica: la de convertirse, algún día, en reina. A diferencia del alfil, a los peones se les reserva un pequeño pedazo de algo hermoso, de algo trascendente, de algo esencial. La esperanza.

¿No parece, visto así, el destino del alfil el más funesto?

*

Todos coincidían en afirmar que mi vida fue infinitamente mejor mientras Miriam estuvo en ella. Más equilibrada, madura, y a la vez feliz y despreocupada. Ella me había hecho ser mejor persona. Así que supongo que le debo a su recuerdo empezar desde el principio, para que sean ustedes quienes juzguen, con todos los elementos a la vista, y si tienen a bien aconsejen a este pobre escribidor, que todavía tiene tanto que aprender y comprender.

Sea pues el principio de todo. Miriam y yo nos conocimos de forma casual, mientras yo rendía una de mis largas visitas a mi hermana en Barcelona. La empresa funcionaba bastante bien, y junto con David había contratado a Marcos, un chico muy competente, y mi labor allí ya era más comercial y de supervisión que otra cosa, así que podía tomarme largas temporadas de teletrabajo y móvil, en ocasiones en Zaragoza pero las más de las veces huyendo a Barcelona para refugiarme en casa de mi hermana Olga, que me ayudaba y soportaba con cariñoso estoicismo cuando me asolaba uno de mis cada vez más frecuentes episodios de disforia, provocados a partes iguales por la soledad, la inseguridad y el relativo fracaso de mi cotidiana existencia. No quisiera que este primer capítulo fuese un plañido lamentable que inspirase lástima, pero creo que en aras de la honestidad y poner todo en su justo contexto, es de recibo señalar que atravesaba una mala época por entonces. Y quienes lo hayan sentido me comprenderán, si uno llega a entrar de lleno en el lóbrego túnel de la depresión, la salida se antoja cada vez más cenagosa, más imposible y más despreciable.

Mi hermana Olga intentaba, por activa y por pasiva, contagiarme un poco de su personalidad vivaracha, su alegría despreocupada y su infecciosa forma de reír, pero mi humor se había vuelto más ácido, más cínico, más insoportable a medida que los años se iban tornando en desengaños, y “el canallita de C” iba pudriéndose, de una forma que entonces me resultaba incomprensible pero que ahora entiendo a la perfección, y me iba convirtiendo en “el inaguantable de C”.

Como digo, mi hermana era una mujer vital, festiva, hospitalaria y muy sociable, y organizaba, con una encomiable periodicidad, cenas informales en su casa, uno de esos pisos de techos altísimos, suelos de madera centenaria, largos pasillos llenos de recovecos y esa decoración que hablaba de modernismo, principios de siglo y gente con sombreros de copa. En esas cenas se reunía gente de lo más variopinto, desde buenos amigos íntimos de mi hermana a simplemente conocidos interesantes, pasando por amigos de amigos, y en general toda una panoplia de personas que apenas tenían en común una etérea y a veces solo teórica relación con mi hermana, pero que siempre aportaban diversidad y variedad. Eran una especie de soirées entre lo bohemio, lo decadente y lo directamente lisérgico, porque una noche que comenzaba en una cena sencilla de picoteo entre una docena de personas podía, de manera impredecible pero encantadora, terminar en una jam session despendolada de guitarras, bongos y flautas. Y en la siguiente podía uno ser arrastrado a una maratón de cine de fantasía, o a una agotadora tertulia acerca de lo divino y lo humano, o a una clase improvisada de bailes étnicos, o a circulares sesiones de charla, marihuana y galletas de chocolate.

Como es natural, yo estaba invitado a todas y cada de esas veladas, claro, pero mi presencia allí rivalizaba en interés con la de los muebles del recibidor o las persianas. No conocía bien a nadie más que a mí hermana, y aunque sí que contaban con invitados recurrentes, en realidad teníamos vidas, intereses y características tan dispares que mis conversaciones eran más o menos monosilábicas, por lo que debo admitir que no compartía el entusiasmo de Olga por sus “noches especiales”. Por norma general me limitaba a cenar, y tras asistir con cortesía a lo que fuera que tenían en mente los amigos de mi hermana, me iba a mi habitación con una educada despedida poco menos que a la francesa.

Sin embargo, aquella noche…

Sería a principios del otoño, los primeros días de octubre. Recuerdo que aquella noche, en especial, hice un esfuerzo por quedarme, por integrarme, sentado en el suelo sobre unos cojines norteafricanos, escuchando música a la guitarra, comiendo hummus casero con pan de pita, pollo tandoori y aprendiendo sobre folklore y arte. Nada podía importarme menos, en aquellos momentos, que la conversación diletante de media docena de presuntos artistas amenizada con los rasgueos inanes de un músico aficionado, pero aquella noche … aquella noche era especial.

Aquella noche estaba ella.

Miriam no era una mujer que deslumbrase, a primera vista, salvo quizá por su aspecto un tanto salvaje, tan falsamente descuidado como atractivo. Escondía sus curvas, que por lo demás tampoco parecían nada llamativas, bajo una ropa se diría que asexuada, andrógina. Una larga camisa de hombre color berenjena, un pantalón amplio casi bombacho, y unas alpargatas de tela y esparto, sin más adornos ni afeites ni complementos. Su pelo asemejaba el nido abultado y desastrado de un pájaro no demasiado hábil, un montón de rizos y bucles castaños peinados casi a lo afro que enmarcaban su rostro y caían desmadrados poco más abajo de sus orejas, tapando a medias sus grandes ojos marrones. Su nariz era pequeña, respingona, y su boca de labios finos un poco demasiado grande, y su mandíbula un poco demasiado prominente. Un conjunto que así descrito se antojaría poco armonioso, pero que sumado y visto en conjunto le otorgaba una apariencia diferente, carismática, de sonrisa fácil y modales desenvueltos que era imposible no resultase cautivadora y fascinante, a poco que uno se sintiese atraído por lo poco convencional.

Como es el caso.

Miriam era pintora, y no era la primera vez que venía a casa. Había llamado mi atención desde el primer día, con esa voz grave y algo ronca impropia de su cuerpo alto y delgado, matizando su acento palatal barcelonés, en otras bocas quizá pedante, y volviéndolo atrayente y sofisticado. Pero no fue hasta esa noche en la que me atreví a mirarla más detenidamente, a estudiarla. Debo confesar que aunque la conversación sobre arte que copó la tertulia de sobremesa me sobrepasaba por varios cuerpos, traicioné mi habitual hermetismo huraño y me quedé escuchando, sin participar por pura certeza de que era mejor permanecer en silencio y parecer tonto que abrir la boca y confirmarlo, pero sin decidirme a abandonar el salón y perderme algo de ella.

La cuestión es que el objeto de mis atenciones y mis miradas subrepticias acababa de regresar de Florencia y la Toscana, así que nos fue desgranando las virtudes de la ciudad cumbre del Renacimiento, con una pasión y una viveza absorbentes. Tan embebido estaba de sus frases, tan absorto, que ni cuenta me di de que me había interpelado directamente.

-¿Cómo? – respondí, repentinamente arrancado de mis ensoñaciones.

-Digo… - repitió con una sonrisa Miriam – Que qué opinas tú sobre Boticelli. En los Ufizzi tienen expuesto el Nacimiento de Venus y la Primavera y son… ¿Tú qué opinas, C***?

Carraspeé, y para ganar tiempo bebí un trago de vino, demasiado tibio ya al llevar tiempo en la copa, antes de responder.

-¿Boticelli, eh? – No tenía ni la más remota idea de qué decir a continuación, así que desesperado rebusqué en busca de toda la caradura y el escaso ingenio que confiaba en tener guardado en la recámara, para improvisar una respuesta, algo reflexivo y que revelase que mi mirada estólida y mi hosco silencio ocultaban un Rico Mundo Interior.

Me parto de risa al recordarlo, porque a veces mi imbecilidad sobrepasa todas las expectativas.

-Sí, Boticelli… - Miriam me miraba con ojos lánguidos, como si esperara algo realmente poderoso, una reflexión o un aporte sobre si prefería la luz de Tintoretto o el tenebrismo de Cavaggio. Pienso que había confundido mi laconismo con misterio, cuando mi parquedad en palabras era sinónima de mi parquedad en conocimientos. De todos modos, era mi momento. Inhalé profundamente, y proferí mi respuesta.

-Yo pienso que si fuese tan bueno, le habrían puesto su nombre a una Tortuga Ninja.

*

Cuando yo tenía dieciocho años, y tampoco hace tanto, la gente salía a hacer deporte con una camiseta de Ron Negrita o Talleres Hernández, unos pantaloncillos de algodón de color indefinido y unas bambas cutres. Total, era ropa para sudar y hacer deporte, no para alambicados y atléticos rituales de apareamiento.

O tempora, o mores...! Ahora hemos sucumbido a la dictadura de la imagen y el amateurismo de diseño, al postureo, y tuve que horrorizarme cuando fui a una gran superficie de deportes para comprar prendas con la que mover un poco mis articulaciones. Me sorprendió por un lado la variedad y detalle y especialización de cada pieza, aunque no tanto como me sorprendieron los precios. Pagué una cantidad exorbitante por un par de camisetas que expulsaban el sudor hacia el exterior, en lugar de esas cutres prendas de algodón que por lo que se ve no ventilaban ni respiraban ni permitían libertad de movimientos. Empeñé uno de mis riñones para adquirir unos ajustados pantalones que evitaban rozaduras y favorecían el calentamiento de los músculos, y me comprometí a entregar a mí primogénito para poner mis manos sobre unas zapatillas de colores estridentes pero que se ajustaban a mi pisada de forma sibilina y precisa y reducían la fatiga, preservaban las articulaciones y mejoraban la zancada.

¿Me aceptarían un consejo? Hagan el favor de rodearse de cosas viejas.

Viejos amigos con los que conversar hasta el amanecer. Viejos vinos que sepan a tierra, a tiempo, a sol y a verano. Viejas canciones que nos traigan recuerdos. Viejos libros que nos lleven muy lejos por distintos senderos. Vieja leña que arda sin humo. Y sobre todo, ¡ay!, viejo calzado que no nos cause ampollas y nos haga agonizar a cada paso.

Voy al grano.

Cada paso que daba aquel día en mis malditas zapatillas de ciento veinte euros recién estrenadas era una maldita sinfonía de sufrimiento, debido a las rozaduras y las ampollas que tenían mis pies supurando en carne viva. Y estaba dando unos cuantos pasos, habida cuenta de que llevaba un par de vueltas al circuito de aquel maldito parque, corriendo con un garbo menguante y doliente, buscando la forma de pisar sin que mis extremidades inferiores me enviasen escalofriantes mensajes de dolor cada vez más atroz.

¿Y qué hacía yo corriendo por el parque, un domingo por la mañana, y continuar corriendo a pesar de las llagas y las ampollas? Pues verán… Me había costado un paciente interrogatorio a mi hermana, pero finalmente había logrado información relevante de primera mano, sobre el lugar y la hora en que poner en marcha mis astutos planes. Y allí me presenté, flamante en mi recién estrenado atuendo deportivo, trotando por los senderos de gravilla de uno de los parques de las afueras de Barcelona, donde al parecer Miriam solía pintar los domingos por la mañana. Ni corto ni perezoso, me dispuse a recorrer cada rincón del parque, para como por casual ensalmo encontrarme con ella, de una forma concedo que algo triste pero que justificaba, en mi interior, con la necesidad de hacer deporte y quitar la herrumbre de mis articulaciones.

Más difícil de justificar era la media hora de autobús para llegar a ese parque en concreto, pero la mente humana es insondable y encuentra pretextos para cualquier cosa.

Aunque en mi mente era un plan sin fisuras, no fue tan fácil como esperaba encontrarme con ella, pues lo cierto es que no estaba, para mí frustración, en un lugar demasiado visible o accesible. Cuando tras media hora, o puede que más, de desmayado zancadeo por todo el dédalo de caminos de tierra conteniendo los rictus de dolor y las palabrotas, pude al fin reconocer su silueta, lancé un más que audible suspiro de alivio, porque amén del cansancio notaba ya los pies como si los estuviera sumergiendo en aceite hirviendo para después sazonarlos con sal y zumo de limón. Y refrescarlos con Tabasco.

Me aproximé, corriendo a trompicones, esforzándome por no cojear de manera ostensible, entre la hierba, hasta el claro arbolado que había elegido Miriam para pintar, justo al lado de una especie de pequeña laguna artificial. De pie frente al enorme caballete, vestida con un blusón que en algún tiempo fue azul, y ahora mostraba los estragos de innumerables sesiones de pintura, sujetaba su ensortijado peinado casi afro con una bandana también en tono añil, y completaban su atuendo unas mallas negras y unas sandalias de cuero.

-¿Miriam? - dije, tratando de encontrar un tono de sorpresa contenida.

La interrumpí en mitad de una pincelada, y ella giró la cabeza, con el ceño fruncido y la mirada perdida, como si acabase de despertarla de un trance.

-Ey… hola… ¿C***? – respondió tras un segundo, y curvó ligeramente los labios en una expresión amistosa.

Me acerqué con una sonrisa, disimulando el tormento de mis pies, y nos dimos dos besos en las mejillas. Aspiré su aroma a pintura, a trementina y a algo más sutil pero difícil de explicar, y crucé los dedos, metafóricamente, por no apestar demasiado a sudor. Ni a miedo.

-¿Qué tal? – dije, mirando el lienzo donde el paisaje se desplegaba aún incipiente, con trazos gruesos y casi erráticos, pero que un escrutinio más atento revelaba como básicos, perfiladores, imprecisos solo porque todavía estaban por pulir, como un bloque de mármol apenas desbastado.

-Pues ya ves… dándole a la faena … - estaba sin arreglar prácticamente, pero eso le dotaba de un atractivo especial, descuidado, natural, tan casual como si la hubiese sorprendido durmiendo. Debajo de la enorme blusa llevaba una especie de camiseta o top color mostaza, que se ajustaba a su talle y mostraba unos pechos más generosos de lo que me esperaba y una cintura angosta y marcada sobre unas caderas amplias- ¿Cómo tú por aquí?

-Haciendo un poco de deporte… - me sentí como un estúpido, al verme reducido a tal estado de lugares comunes y frases hechas. Pero hacía tiempo que no me sentía como lo hacía cuando pensaba en Miriam, y supongo, o espero, que todo sea disculpable. Me podían los nervios.

-Vienes lejos a hacer deporte, ¿no? – dijo, con una mirada divertida en sus ojos color de la miel oscura. Se volvió hacia el lienzo, y mordisqueó la punta de madera del pincel, haciendo un gracioso ruidito, chasqueando la lengua, antes de mojar las cerdas en el óleo y dar un par de largos trazos aparentemente sin sentido.

-Los parques de al lado de casa de Olga los tengo ya muy recorridos… - argumenté, sin que ella volviese la cabeza. Aquello no estaba yendo según lo planeado. Admito que no tenía una estrategia desopilante que desplegar, pero había ensayado este diálogo en mi mente dos docenas de veces y solía acabar bien, a base de desarmarla con mi ingenio y mis dotes de persuasión. O algo así.

Wishful thinking, ¿eh?

-Oye Miriam… - la interpelé, casi a la desesperada. Ella dio otro par de pinceladas, largas como dos lametazos de óleo sobre una piel blanquísima, y me miró prácticamente de soslayo, un inequívoco síntoma de que estaba a milímetros de pasar de mí a estilo olímpico.

-Dime… - noté la impaciencia contenida en su voz, su resignado fastidio.

-¿Te apetece comer algo? – no eran más que la una del mediodía, pero esperaba al menos ganar algo de cancha para cambiar de táctica. Miriam me miró, se lo pensó durante unos momentos en los que el corazón estuvo a punto de salirse por mi garganta, y al final se encogió de hombros, señalando el lienzo y los trastos de pintura.

-No quiero dejar todo esto aquí…

-No importa. Yo te traigo algo. – ofrecí, solícito, invocando mi mejor sonrisa. Se lo pensó, y al final se echó a reír mientras asentía, y sus carcajadas quedas y amistosas sonaron genuinas, transparentes, prístinas como el cristal. Me alejé pensando por un lado en mis alternativas, y por otro ensayando conversaciones, intercambios verbales, sopesando en un delirio diferentes frases y réplicas.

Volví al de quince, quizá veinte minutos con sendos kebabs envueltos en papel de aluminio, un par de latas de refresco y una expresión cándida en el rostro, la pura imagen de la inofensiva amistad. Al acercarme, Miriam me recibió con una sonrisa distraída. Nos sentamos a la sombra un árbol cercano, y al abrir el paquete no pudo evitar volver a reírse, de manera más abierta.

-¿En serio? ¿Kebab? – observó, desenvolviendo cuidadosamente el bocadillo turco.

Sabía que no era vegetariana, porque habíamos cenamos carne en casa de mi hermana, así que no entendí la reacción, y maldije para mis adentros al malinterpretarla.

-¿No te gusta? – hice ademán de levantarme - ¿Quieres … quieres que te traiga otra cosa?

-No, no es eso, es que… - me miró, hizo una breve pausa, y me tranquilizó con su sonrisa, invitándome a sentarme de nuevo. – ¿Sales a correr y luego te comes un kebab?

-A mí me gustan … - repliqué, con un gesto indiferente - ¿Esperabas que trajese algo distinto?

-Jajajaja… - se rio de nuevo, guiñando el ojo con ademán socarrón – Yo qué sé… ensalada o algo así, en plan dietético… barritas de cereales…

-¿Ensalada? ¿Cereales? – puse cara de exagerada sorpresa, y sonreí a mi vez – ¿Tengo cara de roedor o algo?

Se me quedó mirando, como si no supiera o no quisiera contestar, antes de darle un pequeño bocado a la carne envuelta en el pan de pita, masticar y tragar en silencio.

-La verdad es que a veces me miras y pones cara de conejito… - dijo, a modo de broma. Yo la miré, muy serio, y bebí un buche de refresco de cola, antes de replicar.

-Los conejos no son roedores. Son lagomorfos.

El silencio entre los dos se hizo más definido, más sólido, pero no más incómodo o tenso. Parecía más bien como ese sorda quietud que precede al restallar de un trueno.

-Dios mío… te juro que esa es la peor frase para ligar que me han dicho en la vida… - lo dijo en voz algo más baja, con cierto tono perplejo y una sonrisa a medio camino entre la hilaridad y la sorpresa. No respondí al momento, sino que nos quedamos callados de nuevo un instante, conscientes de que nuestra conversación fluía a trompicones, y durante esos segundos colisionaron nuestras miradas tímidas, inquisitivas, tentativas.

-¿Estábamos ligando? – dije, finalmente, y comí de mi bocadillo, sin dejar de mirarla, entrecerrando los ojos.

-Ah, ¿es que me vas a decir que no lo estabas haciendo? ¿Que todo esto es por puro azar? – su sonrisa, su mueca de suficiencia me resultó a un tiempo perturbadora e irritante, así que mi réplica fue un poco más cortante de lo que me habría gustado.

-No. Si estuviera ligando contigo, lo notarías. – sostuve su mirada con un puntito de insolencia.

-¿Ah sí? ¿Y en qué, si puede saberse? – no apartó la vista, desafiante.

-En las ganas que tendrías de quitarte la ropa.

Se quedó con la boca abierta, antes de torcer el gesto y resoplar, poniendo los ojos en blanco.

-Joder… ¿Te funciona mucho eso de tratar de impresionar a la chicas con tu pose de chulito? – sus ojos escrudiñaban el kebab con repentino interés.

-Solo con las que son fácilmente impresionables… - repliqué, mirándola de nuevo hasta que ella alzó la vista y nuestros ojos se encontraron de nuevo. Yo sonreía de medio lado.

-A mí no me has impresionado, si te tengo que ser sincera… - desvió la mirada para beber de la lata de refresco antes de continuar – Hazme caso, te va más la pose de callado misterioso que de sobradete gilipollas.

Comimos el kebab en un silencio ahora sí algo incómodo, mientras yo contemplaba el cuadro que estaba pintando. Como ya dije, los trazos eran todavía falsamente borrosos, apenas manchas y líneas irregulares de color que permitían adivinar, a duras penas, el bosquejo general del claro arbolado y la fuente ornamental que servían de modelo.

-¿Está terminado? – pregunté, cambiando de tema, señalando el lienzo, a sabiendas de que no lo estaba.

-Claro que no… - contestó casi con desgana – Estoy bocetando las primeras manchas… - Diría que habló para ocupar el silencio, pero empleando ese tono que he aprendido a reconocer en la gente creativa. Hablan con displicencia, con aparente descuido, pero para la inmensa mayoría de quien es, o se cree, artista, hay pocos temas más interesantes en la vida que ellos mismos y su obra– Lo primero es captar la luz, el color, la forma general, y después ir definiendo los detalles, paso a paso.

Mastiqué con expresión rumiante, observando la tela con la cabeza ladeada, y finalmente lancé un suspiro.

-No me parece muy bueno… - repuse.

-¿Que no te parece muy…? – se volvió hacia mí al instante, con expresión crispada, pero al constatar mi aire humorístico y mi media sonrisa abrió mucho los ojos, para terminar poniéndolos casi en blanco de nuevo y componer, seguro que a su pesar, un visaje jovial. – Serás imbécil…

-¿Vendes muchos cuadros? – Más serio, apreté una bola compacta con el papel de aluminio que envolvía el ya difunto bocadillo, y apuré el refresco.

-No me quejo… quizá tres, cuatro al mes, los meses buenos….

-Oh. ¿Y quiénes los compran?

-Pues no sé… gente que visita las galerías donde expongo, personas que te conocen de concursos, a veces algún contacto o amigo te recomienda… Aparte hay clientes que ya tienen algo mío y me encargan algo en concreto…

-Vaya… ¿Y cuánto valen tus cuadros?

-Ufff… - me miró con el rabillo de ojo, arrugando la nariz – Depende del tamaño… este de aquí puede que mil doscientos o mil quinientos, pero suelo vender mejor los que son algo más pequeños, de trescientos, cuatrocientos euros en adelante… ¿Por qué? ¿Vas a comprarme alguno?

-¿Por ese precio? No lo sé… ¿Pintas algo aparte de paisajes de parques? – Creo que mi mirada, guasona, me traicionó.

-Oye, C***… ¿Te han dicho alguna vez que eres un poco impertinente y un mucho gilipollas? – Se levantó, sacudiéndose la ropa, el ceño fruncido y un rictus desdeñoso. Yo me levanté también, y me encogí de hombros.

-Lo decía en serio…

-Ya, sí, claro … - Miriam dio unos pasos hacia donde tenía posados los útiles de pintura, y me dio la espalda, centrada en estudiar su obra como si de repente estuvieran escritas en las hebras de la tela las Sagradas Escrituras. Me acerqué a ella, y cuando hablé lo hice con un tono que era la viva imagen, o más bien el vivo sonido, de la humildad y la contrición.

-De verdad que lo preguntaba en serio… Quizá si viera alguno terminado, no sé… así me hago una idea…

Se giró, y me miró de arriba abajo, sin alterar el gesto sombrío y enojado de su expresivo rostro.

-Ya. Si te digo la verdad, tienes pinta de que en tu casa lo único que hay en las paredes son bufandas de equipos de fútbol. – se cruzó de brazos.

-Acabas de ofender a mi colección de pósters de las Spice Girls. – repliqué, sin atreverme a sonreír del todo.

Soltó el aire en una curiosa de mezcla de carcajada y bufido.

-Qué graciosillo… ya me lo dijo tu hermana.

-Tengo mis momentos… ¿Me enseñarás tus cuadros, entonces? - ¿Han visto algún cachorrillo mendigar una chuchería con carita de pena? Ese era yo.

-Me lo pensaré. – me miró a los ojos, y durante unos segundos estuve tentado de dejarme atrapar por el embrujo de su mirada oscura.

-No te lo pienses mucho. Estoy deseando invertir y Barcelona está llena de artistas… - ahora sí sonreí, y pude captar un destello risueño en su mirada. - ¿Nos vemos, entonces?

Mordió el extremo del pincel, y finalmente entornó los ojos, desfrunciendo el ceño, y prendió un atisbo de sonrisa.

-Quedamos mañana en el ###, está al lado de mi estudio, a eso de las seis.

-Dicho queda. Hasta mañana entonces…– hice ademán de irme, pero me terminé volviendo tras media docena de pasos. – Miriam… - ella desvió la vista del cuadro y la paleta, centrando su atención de nuevo en mí. - ¿Qué es lo que te dijo mi hermana sobre mí?

Su risa fue sincera esta vez, y sacudió la cabeza, provocando un seísmo en sus cortos rizos.

-¿De verdad quieres saberlo?

-Tengo curiosidad… - enarqué las cejas.

-Me dijo… - hizo una pausa, muy seria, muy solemne, aunque me traicionaba el centelleo travieso, de duendecillo pícaro, de sus ojos oscuros – Me dijo que tuviera cuidado contigo.

*

El ### era una tetería, un local que intentaba capturar el lujo, el enigma y la magia de Oriente medio de la misma forma y el mismo acierto con el que lo hacen los restaurantes chinos con la cultura de aquel país. A pesar de todo, era un lugar cómodo, de mesas bajas, sillones y cojines, música adecuadamente evocadora de darbukas, laúdes y dulzainas, con un ambiente relajado e íntimo iluminado por una cálida luz ambarina que reflejaba las tracerías y mosaicos de cerámica multicolor de las paredes.

Miriam fue puntual, lo cual me dejó sorprendido, y se sentó a mi lado tras saludarme con dos besos que me envolvieron en el aroma a sándalo y frutos rojos de su perfume. Compartimos una tetera de infusión aromática y dulce junto con una charla insustancial, en la que nos contamos detalles inofensivos sobre nuestros trabajos, nuestras familias, nuestras aficiones… realmente parecía una cita, aunque desde luego ambos dejáramos muy claro que no lo era. Le divertí con alguna anécdota, le escandalicé con otras, ella me fascinó con historias de viajes, yo la aburrí con mi vida anodina, ella me encandiló con su carisma de cíngara errante.

Estaba realmente guapa.

No sabría definir exactamente por qué, si era el amplio chaleco de cuero, la blusa blanca que permitía lucir un poco sus curvas femeninas, si era el leve toque de maquillaje apenas insinuado, el sombrero que domaba sensualmente su rebelde peinado crespo, o esa arcana sonrisa con la que me premiaba cuando hacía algún comentario gracioso, pero me sentí irremediablemente atraído, como un insecto ante la llama de una vela, como el infeliz marinero a los cantos promisorios de las sirenas.

-¿Me enseñarás tus cuadros, entonces? – terminé por decirle, cuando ya habíamos compartido alguna confidencia y algún que otro chascarrillo cómplice. Miriam asintió.

-Vamos a ver si me compras alguno… - lo dijo tan sería, tan formal, que por un momento me sentí un millonario a punto de invertir una fortuna en arte, en lugar de un pobre diablo deseando trazar corazones de saliva en la tela en blanco de su piel desnuda.

El estudio de Miriam era un antiguo local comercial, reconvertido sin demasiadas ínfulas en un taller de pintura. En las paredes se acumulaban lienzos de diversos tamaños apilados sin un criterio claro, o al menos siguiendo un orden que se escapaba a simple vista. Estaba lleno de mesas, cajas y trastos donde se arracimaban botes y tarros y pintura por doquier, dejando apenas espacio para una neverita pequeña y un sofá que parecía rescatado de un infausto destino en el vertedero, del local en un ángulo oscuro. En la pared más alejada de la puerta había dos o tres caballetes, ocupados por sendos proyectos de cuadro, entre los cuales se veía el del parque de la víspera.

-¿Qué tipo de cuadros te gustan? – preguntó Miriam mientras encendía los interruptores, y por entre el caos las bombillas polvorientas derramaban chorretones de luz, buscando huecos por los que filtrarse entre semejante desorden.

-No sé… ¿Cosas del mar? – inquirí, como buen provinciano de interior.

-Veamos … - la pintora se movió con felina desenvoltura por entre el montón de lienzos, y fue entresacando varios, de diversos tamaños, en los que se veían paisajes marinos, barcas, playas, acantilados, en similar estilo colorido, luminoso, puntillista. Eran bonitos, aunque mis conocimientos pictóricos eran, y son, bastante rústicos. - ¿Qué te parecen estos?

-No están mal… me gusta el de las barcas… - era de tamaño mediano, y Miriam lo miró, entrecerrando los ojos, y me sonrió.

-Este te lo podría dejar en cuatrocientos cincuenta.

Silbé, y negué con la cabeza.

-Madre mía…

-¿Te parece caro?

-No sé si es caro porque no tengo con qué comparar … lo definiría más bien como fuera de mi alcance. – mostré las palmas de las manos en ademán de impotente ignorancia, y Miriam suspiró.

-¿Y cuál es tu alcance?

-Hmmm… ¿doscientos?

Miriam dejó los cuadros con cuidado, y se mesó el mentón mientras miraba hacia otro de los montones de lienzos.

-A ese precio podría dejarte alguna acuarela, mejor que óleos… - saltó hacia el otro extremo del local, y tras hurgar en un montón más pequeño, sacó un par de marinas con tonos desvaídos, difusos. – Mira estas… - me las enseñó – Las vendía tal cual por doscientos cincuenta, pero estás te las dejaría enmarcadas y todo por doscientos…

-Me gustan… - dije, con mediado entusiasmo, porque aunque me embelesaba su aura, mi capacidad para discernir y apreciar el arte pictórico es bastante relativa. Miriam me sonrió, iluminando todo el local con sus dientes blanquísimos y su mirada castaña, mientras me las acercaba.

-¿De verdad? – ella siguió con una perorata, entre técnica y autocomplaciente, que se me escapó por completo al inundarme su olor, tenue pero persistente, que saturó mis cosas nasales e hizo que mi pulso se acelerara. Se colocó a mi lado, trazando en el aire pinceladas que contaban con mímica la historia de cada uno de los lienzos, y percibí cada vez más nítidos su aroma, el calor que desprendía su piel, la música melodiosa y grave de su voz cercana.

Tuve que morderme los labios y apretar los puños para contenerme y evitar besarla.

Asentí como un bobo, mirando con ojos vacuos las pinturas, haciendo un par de preguntas para evidenciar un cierto interés, y finalmente, no me pregunten por qué porque lo saben a la perfección, finamente salimos de su taller yo dos cuadros más culto y ella cuatrocientos euros más rica.

-Muchas gracias C*… - me dijo, sonriendo complacida, ilusionada. Yo llevaba los dos lienzos envueltos en papel de estraza bajo el brazo, y mascullé a trompicones fórmulas de cortesía.

-Gracias a ti, mujer… y quién sabe, quizá dentro de unos años estos cuadros valgan millones y haya pegado el pelotazo de mi vida… - Le ahorro al lector leerse hasta el final los relatos y le digo que esto no, no ocurrió. Sigo pobre como las ratas y las acuarelas en mi trastero.

Su risa me resultó a la vez insolente y cantarina.

-Como no sea después de muerta… ¡y espero que para eso falten muchos años! – repuso. Yo me encogí de hombros.

-No seas drástica… quizá baste solo con cortarte una oreja … - le guiñé el ojo, y ella volvió a reírse, lo que me pareció buena señal.

-Qué tonto eres … - hizo una pausa y miró el reloj, poniendo cara de pena – Me temo que me tengo que ir… ¿Nos vemos por ahí? ¿En casa de Olga?

-¡Claro..! – fue lo que se me ocurrió, atropellado, al despedirnos con dos besos en la mejilla. La vi desaparecer en la calle, ajeno al tráfico, a la gente que pasaba, mi mente farfullando a toda velocidad frases y frases mucho más ingeniosas, descaradas y brillantes que la sarta de memeces que había proferido, en un alarde de ese espíritu de la escalera al que aluden los franceses.

Solo que no estaba en ninguna escalera, sino en la calle vacía, con dos cuadros bajo el brazo y la soledad y deseo prendidos entre los huesos.

*

¿Alguna vez han pretendido a alguna amiga de sus hermanas? ¿Han tenido ocasión de quedar indefensos y en evidencia delante de ellas? Se lo recomiendo, sin duda alguna. Esa cuidadosa mixtura de condescendencia, burla y compasión resulta enternecedora.

Soporté como puede durante varios días las pullas, las bromas, los comentarios ácidos y las observaciones jocosas de Olga acerca de mi repentino interés por la pintura, mis apetencias por Miriam y sus consejos nunca pedidos y mal recibidos, pero ofrecidos con prolija generosidad. Seguramente habría acabado discutiendo con ella si no hubiese sido una valiosa aliada para hacerme de nuevo el encontradizo con Miriam, en una exposición que iba a organizar una conocida galería de la ciudad para mostrar obras de jóvenes talentos.

Olga me lo comentó de pasada, en un desayuno, con ese aire distraído y desprendido que sabía fingir tan bien.

-¿Qué tal se ha levantado el mecenas del arte hoy? ¿Todo bien, señor Médici?

No respondí, removiendo el café sin ni siquiera mirarla, acostumbrado a sus chistecitos de buena mañana. Gruñí ante la perorata de Olga, que comentaba con displicencia asuntos cotidianos, hasta que pronunció las palabras mágicas.

-Por cierto, ayer me comentó Pau para ir todos a la exposición de Miriam…

-¿Cómo? – fijé mis ojos en ella, como si me diera cuenta de su presencia en ese preciso momento.

-Sí, hombre, la exposición en la Sala Parés…

-¿La qué en dónde?

-Miriam va a exponer en una selección de jóvenes pintores… ¿no te lo había dicho? Inaugura el viernes… - me miró con una caída de ojos y un aletear de pestañas que habrían engañado a cualquiera que no hubiese convivido con ella dos décadas.

-No me lo habías dicho, claro que no… - mascullé casi entre dientes, con un ademán de fastidio.

-Pues el caso es que hemos quedado para ir. Se abre a la seis y luego hay un lunch o algo así. ¿Vas a querer venir? – creo que no hace falta reseñar el tono ligeramente bufonesco de la pregunta, ¿no es cierto?

El barrio gótico de Barcelona es un dédalo de calles estrechas de aspecto medieval, llena de edificios antiguos y esos rincones que las guías de viaje describen como “con mucho encanto”. Asoma uno de sus extremos al puerto y al mar, y está repleto de placitas, cantones adoquinados, negocios hipsters barajado con locales señeros repletos de personalidad, desde chocolaterías a boutiques de moda, anticuarios avecindados con restaurantes modernos, relojerías junto a radios urbanas juveniles. Era un placer confesable perderse por aquella telaraña empedrada en claroscuro, dejándose sorprender por palacetes unidos por galerías de arcos ojivales, arrullado por la luz filtrada desde el Mediterráneo deslizándose con dificultad entre las angostas callejuelas llenas de vida.

En una de las calles cerca de la Ciutat Vella se abría la Sala Parés, en un edificio de fachada clara. Yo no la conocía de nada, pero mientras paseábamos hacia ella a media tarde los amigos de mi hermana dejaron caer que era una de esas galerías famosas en el mundillo, veterana y prestigiosa, que apostaba por los artistas noveles que se hubiesen destacado en concursos y exposiciones más modestas.

La entrada estaba bastante animada, con gente en la acera charlando frente a las puertas abiertas. Sin mucha demora entramos, tengo que confesar que por mi parte un poco abrumado por la solemnidad y profesionalidad que destilaba el lugar. Casi me dieron ganas de boquear como un pez sacado de sus confortables aguas, así de fuera de sitio me encontraba. La galería era un enorme espacio cuadrangular diáfano, de suelo de madera color caramelo claro, bañado de una luz preciosa filtrada apenas por el altísimo techo, totalmente acristalado. El espacio contaba con un segundo piso, o más bien con una balconada a doble altura, de elegante forja negra, que recorría el perímetro a cuatro metros del suelo, pegada a las inmaculadas paredes repletas de lienzos. Un gran cartel sobre un caballete en el centro de aquel enorme salón presentaba las obras y a los artistas, cuatro nombres entre los que figuraba el de Miriam. Mis ojos recorrieron el espacio con cierto arrobamiento algo paleto y simplón, porque era la primera vez en mi vida que asistía a una exposición de pintura de tanto ringorrango, menos aún en un espacio de arquitectura tan estudiada y meticulosa.

-Ahí están los cuadros de Miriam… - señaló Pau a una esquina del local, media docena de lienzos bastante grandes, y ahí nos acercamos todos, algo aborregados y, al menos por mi parte, intimidados

No entiendo nada de pintura, no al menos más allá de la docena de cuadros famosos que uno conoce de películas o de haberlos estudiado en el instituto. Pero los cuadros de Miriam me parecieron diferentes de los que me había enseñado en su estudio. No eran paisajes como los que pintó delante de mí, o acuarelas de marinas, sino retratos de trazo atrevido, estampas urbanas nocturnas llenas de simbolismo, y un par de figuras de forma aparentemente simple o incluso descuidada, pero con un trazo agresivo y dinámico, torsos en posturas forzadas, espaldas tensas y brazos retorcidos con colores rojizos y ocres, casi manchas.

-¡Holaaaa! – el saludo de Miriam nos cogió a los siete mirando sus cuadros, cuchicheando algunos, y todos nos apresurarnos a volvernos enseguida. – Qué bien que habéis venido…

Estaba radiante, ligeramente maquillada, pero de una forma tan encantadoramente imperceptible que resultaba casi naif. Un sombrero de fieltro mostaza domaba apenas sus rizos, que se empeñaban en escapar del encorsetado tocado en todas direcciones. Vestía un vestido de inspiración francesa, blanco con detalles en el mismo ocre claro que el sombrero, corto hasta por encima de la rodilla, con bastante vuelo, y una chaquetilla de punto negro a juego con sus bailarinas también negras. Lo primero que me llamó la atención fue su escote, ya que jamás la había visto tan femenina y diría que atrevida, y después la pronunciada curva de sus caderas. Ella nos fue saludando a todos con dos besos entusiastas en las mejillas, y cuando llego a mí la miré a los ojos castaños, chispeantes, a su sonrisa amplia y extática.

-¡C*! ¡Has venido…!

-Un amante del arte como yo no se lo iba a perder… - dije, a falta de nada más ocurrente. Nos dimos dos besos, fugaces, cálidos, y ella me envolvió en una nube de perfume de madera aromática, cítricos y deseo, o al menos eso me gustó imaginar.

Recorrimos la exposición como si fuéramos el séquito de alguna aristócrata, Miriam guiándonos, irradiando una luz y un carisma que me excitaba cien veces más que sus piernas al aire, su silueta de reloj de arena, su cuello blanquísimo o el rosa profundo de sus labios. Nos explicaba, nos señalaba detalles, nos conducía por las diferentes pinturas como si nos contase una historia, como si la secuencia fuese un relato escrito sin palabras acerca de mundos fantásticos tan parecidos al nuestro que no eran sino este, coloreados por el cristal especial de la mirada única y personal de cada artista. Bebíamos de sus palabras, nos complacíamos en ser parte de su corte, y cuando alguien la paraba, hablaba con ella, la felicitaba o la halagaba, todos nos sentíamos igualmente halagados, felicitados, como si parte de la atención que ella suscitaba nos salpicase un poco a todos. “Míranos”, parecíamos decir con nuestro aire ufano, “somos amigos del protagonista”, y un poco del brillo de su talento nos reflejaba y nos hacía brillar también, o eso querríamos creer.

¿Sería demasiado frívolo, demasiado estúpido, si les admito que fue en aquella tarde que caí perdidamente enamorado de Miriam? Yo, un chico mediocre de una ciudad de provincias, siendo de repente cogido del brazo y festejado por una artista triunfadora en la mismísima Barcelona, haciéndome partícipe de sus bromas, dejándome entrar en su círculo secreto, en su camarilla de amigos, lanzándome aquí y allá miradas y sonrisas.

Discursos, parabienes, aplausos, más discursos y presentaciones, y a la vez que la tarde fue dejando entrar a la noche, fueron dispuestas en el gran salón unas mesas llenas de diferentes pinchos y platitos en miniatura, exquisiteces acordes a la categoría del acto, y una buena cantidad de botellas de vino y cava. No cabía duda, tras alimentar el espíritu con la estética, era la hora de alimentar el cuerpo con la dietética. Los corrillos se redujeron, las conversaciones afloraron al calor de las viandas y los caldos blancos y tintos, brotaron las risas estimuladas por los espumosos, y pronto me vi con Olga, Pau y Miriam, charlando tranquilamente, interrumpidos por alguna observación o presentación de alguno de los invitados, que nos robaban esporádicamente la atención de la pintora.

Cogí una copa, llena de un tinto de Priorat que me estaba adormeciendo el paladar y espoleando la lengua, y aproveché una de las interrupciones para alejarme un poco, un tanto aturullado por el jaleo y el vino, y terminé aproximándome al rincón donde de exponían los cuadros de Miriam, agradeciendo infinito la paz, el relativo silencio y la intimidad entre mi copa, mi soledad y mis sensaciones. Ensimismado, no noté que alguien más se había colocado a mi lado hasta que no habló y me rescató de una nebulosa solipsista de pensamientos impuros, terroir y garnacha negra.

-¿Te gusta? – dijo la voz.

-¿Mmmm…? – repuse, sin saber si se refería al vino, a la exposición, o a la vida en general. Miré con los ojos húmedos, y vi a Miriam, que estudiaba su cuadro con el ceño fruncido, tal cual lo viese por primera vez Carraspeé, me pasé la lengua por los labios, y me encogí de hombros. – Está… bien.

-¿No te parece una acerada visión femenina y urbana, desafiante, que rompe con los estereotipos clásicos del paisaje y añade su visión posmoderna, con reminiscencias del pop-art? -dijo ella, sin mirarme, soltando la frase del tirón con timbre mecánico y frío.

-Ehm… - titubeé. Era una calle, nocturna, llena de colorido en los carteles, reflejos en el asfalto húmedo, que por un momento me recordó al cuadro de Van Gogh de la noche estrellada mezclado pero no agotado con el paisaje de Blade Runner. – Es… en realidad … no tengo ni idea de lo que has dicho.

-Es lo que dice el flyer de la exposición… - se giró hacia mí, sonriendo con esa expresión feérica capaz de someterte a un sortilegio. Dioses, les juro que no era guapa en el sentido canónico del término, y la vez era increíblemente atractiva. – Al menos te lo podrías haber ojeado…

-No suelo leer entre horas, lo siento… - repliqué, sonriendo a mi vez, de medio lado, mirándola a los ojos.

-Ah, eres de la que te esperas a la película, ¿no? – bebió también de la copa de cava que llevaba hasta apurarla, jugando con ella, girándola vacía entre sus dedos.

-No. No soy de los que esperan. – muy despacio, despaché otro trago de vino sin separar mis ojos de los suyos.

-Anda… - ladeó la cabeza, y su sonrisa se tornó incluso más burlona. - ¿Se supone que ahora es cuando caigo en tus brazos?

-Qué va… - me acerqué un paso, quedándome apenas a un palmo de ella – Eso es después. Ahora...es cuando quieres que te bese.

Hice ademán de juntar nuestros labios, sin apartar la vista, y me encantaría narrarles que ella correspondió y nos devoramos la boca mutuamente, pero lo cierto es que ella puso su mano en mi pecho y me detuvo, dando un pequeño paso hacia atrás.

-¿Qué haces …? – me dijo con una risita incrédula. Mi interrumpí en mitad de la maniobra, y me recompuse como pude, irguiéndome en toda mi no muy abundante estatura.

-Nada… - creo que sonreí, con una mueca de circunstancias. No hay manera de salir airoso de algo así, pero no pude menos que decir algo – Me pareció que tenías algo en el ojo y…

Miriam se echó a reír, y su mano en mi pecho bajo un poco, como acariciándome, antes de retirarse a su costado y mantener la distancia.

-Eres un bobo… - me soltó, a modo de despedida, antes de volverse y alejarse hacia las mesas, donde la multitud parecía ajena a todo lo que no fuera parlotear, engullir como pavos y beber como si fuera gratis. Y allí me quedé por unos segundos, con un hormigueo molesto en los labios, un nudo de vergüenza atravesado en la tráquea, y un creciente dolor de brasas ardientes en la cara.

Reaccioné posando mi copa en el suelo, y al volver a enderezarme demasiado rápido me asaltó un repentino vahído. Sin echar ni una mirada atrás, busqué la salida y me abalancé a la calle, tratando de aparentar normalidad pero apresurándome a grandes trancos, hasta notar con alivio el aire fresco de la noche suavizando la quemazón de mis mejillas. Cerré los ojos, y aspiré con fuerza, hinchando mis pulmones, mientras la rabia iba burbujeando en mi estómago y se iba disolviendo el bocado clavado en mi garganta. Quería gritar, pero no me atreví a hacerlo ahí, en mitad de la calle, como un loco, así que contuve la respiración sofocando como pude el ácido amargor de la frustración, apretando los puños, y exhalando tras medio minuto el aire como si estuviera vomitando un veneno.

-¿C*, estás bien? – reconocí la voz de Olga. Me giré con una sonrisa de circunstancias.

-Sí, sí… es el vino, joder… me he debido de pimplar media botella y… - la miré, vidrioso y frágil, y ella me sonrió con el aire maternal con el que las hermanas mayores arrullan y protegen a sus hermanos pequeños.

-Que ya no tienes veinte años… - me advirtió con voz lánguida.

-No… ni treinta… - respondí, suspirando.

-¿Entras? – me preguntó, señalando con la cabeza hacia el interior de la galería – Estos andan proponiendo ir a tomar algo…

-Uff… - negué con la cabeza - … mejor no. Voy a casa dando un paseo…

-¿Seguro? – volvió a observarme, preocupada, e hizo el gesto de acercarse, pero la contuve.

-Sí, sí… despídeme del resto. – hice amago de marcharme, pero al final, en algo semejante a un arrebato, me acerqué y le di un beso en la mejilla, que Olga recibió con cara de sorpresa.

-¿Y eso? – profirió una breve carcajada, pero me acarició el rostro con delicado afecto.

-Gracias por tratarme bien, hermanita…

-Mira que eres… - se me quedó mirando mientras yo alzaba la mano derecha en un adiós desenfadado, antes de meter ambas en los bolsillos y alejarme por la calle, a pasos lentos, en una estampa que me gustaría considerar cinematográfica pero que sin duda era más patética que otra cosa.

*

Uno tiende a considerarse extraordinario. Nuestra forma de entender el mundo es como una gigantesca bóveda a nuestro alrededor, orbitando en torno a nosotros, en la cual cada uno somos el protagonista y el resto entra y sale de escena, suelta sus frases, y abandona el proscenio, que nos pertenece. En la monumental obra de nuestras vidas, escrita por nosotros mismos, hay secundarios, hay extras con frase, y hay figurantes que son poco más que parte del decorado. Y es posible que en el teatrillo de mi vida Miriam hubiese sido poco más que un pie de página, otra más de los cientos de personajes que deambularon un instante y desaparecieron, si no hubiese mediado en ello mi hermana Olga.

La fiesta está vez fue poco más que una velada de música, comida, bebida y drogas blandas compartida por tres docenas de personas, entre las que abundaban los desconocidos – para mí, obviamente, no para mi hermana – que vino a perturbar la pequeña pero cómoda burbuja de autocompasión y hosquedad en la que me había refugiado. Sin saber bien ni cómo, me vi arrastrado a unos preparativos y asumiendo unas prerrogativas de organizador para las que no tenía ni espíritu ni ganas, pero que de alguna manera sirvieron para distraerme. Compré todo aquello que mi hermana escribió en su lista, le eché una mano a limpiar y preparar el piso, protegí aquello que Olga consideraba demasiado endeble o valioso o ambas cosas como para dejarlo al azar de una treintena de invitados en diferentes estados de estupefacción.

No quería verla.

Estaba seguro de ello. No quería. Y no obstante, con una inquina malsana, como si me complaciese hurgar en la herida, como si mi lengua buscase insidiosa la muela ausente, no paré hasta que mi hermana me confirmó que Miriam vendría. Lo recibí con una satisfacción extraña, con una alegría ambivalente, y no pude dejar de pensar en ello hasta que llegó la noche, y con la noche el rosario de invitados.

Nos pasamos la fiesta, o eso creía yo, tratando de evitarnos.

Miriam charlaba, aquí y allá, y se movía entre la gente con grácil sutileza, consciente de ese magnetismo cordial que desprendía, y un servidor la iba rehuyendo, tratando en vano en ni mirarla, de no encontrar sus ojos, de no intercambiar más que algún gesto de reconocimiento con la cabeza, alguna velada sonrisa, un arqueo de cejas apenas esbozado. Fingí estar ocupado con la comida, o poniendo orden en los sofás, o compartiendo el insustancial cacareo de algunas amistades de mi hermana de las que apenas sabía el nombre y olvidaría el rostro al minuto de salir despavorido en busca de otro corrillo, de otra habitación, de otro ambiente, al notar la presencia de Miriam en las proximidades.

Necesitaba hablar con ella, y a la vez no quería escuchar lo que tenía que decirme.

Terminé refugiado en la terraza, si así podía llamarse al balconcito de metro y medio cuadrado que sobrevolaba la calle, apenas un mirador en el que atrincherarse del humo de marihuana, el calor de tanta humanidad reunida, el batiburrillo de una docena de conversaciones y música y gritos. Me apoyé contra la barandilla metálica, con ojos cansados, observando la calle que iba gradualmente perdiéndose en la distancia y en la madrugada, cada vez más solitaria, silenciosa, vacía y lejana.

En el fondo, quería que pasara.

-Por fin te encuentro… - su voz era inconfundible.

La acompañó una barahúnda de voces y canciones, una súbita vaharada de calor y humo, que se desvaneció cuando cerró tras de sí la puerta. Se pasó la mano por el indomable matorral rizado de su melena, y respiró bien hondo al apoyarse junto a mí, mirando a la calle.

-Eres un anfitrión horrible, ¿lo sabías? No me has hecho ni caso en toda la noche.

Lo dijo sin mirarme, mientras yo la contemplaba de reojo, fingiendo de manera paupérrima un desinterés que no engañaba a nadie. ¿Qué iba a decir? ¿Qué quedaba por decir, entre nosotros? Nuestra historia, si así podía llamarse, había sido breve como un parpadeo.

-La anfitriona es mi hermana. Yo soy, como mucho, ayudante de anfitrión. – lo dije de forma lenta, desapasionada.

-¿Sabes de dónde viene la palabra “anfitrión”? – Seguía sin mirarme, y en apariencia, sin hacer el más mínimo caso a lo que yo decía. No respondí.

-Anfitrión era un príncipe que se casó con una chica muy hermosa que se llamaba Alcmena. Mira si era hermosa que el mismo Zeus se encaprichó de ella, y aprovechando que el príncipe se fue a la guerra, el muy rijoso tomó la forma de Anfitrión y se acostó con ella… - No sabía muy bien qué decir, así que, con buen criterio, no dije nada. – Cuando Anfitrión regresó, un vidente le dijo lo que había pasado, pero Zeus le convenció de dejarlo todo correr, y el bueno de Anfitrión pensó que tampoco estaba mal tener una mujer capaz de enamorar a un dios, así que… el caso es que se quedó embarazada.

-¿De quién? – inquirí, sin mucho entusiasmo. No entendí muy bien a dónde quería llegar con aquello.

-De los dos. Anfitrión la embarazó y Zeus también. Y de ese embarazo de dos padres, nacieron dos medios hermanos. Ificles y Heracles.

-¿Heracles? ¿Hércules? – Me volví hacia ella, picado por la curiosidad.

-Efectivamente… - me miró, con una sonrisa y un destello embriagado y también embriagador en los ojos.

-¿Y entonces? ¿Anfitrión es “cornudo consentidor” en griego o algo así? ¿”El que comparte”? – lo dije con bastante sorna.

-No exactamente. La historia es mucho más larga, pero el caso es que era una especie de comedia, y esta historia sirvió de base a Molière… ¿sabes quién es Molière, no? – me guiñó un ojo.

-Claro que sí. ¿No es uno de los tres mosqueteros? – repuse, sacándole la lengua.

-Más o menos. Molière cogió esta historia y escribió una obra ligera de enredo que tuvo un éxito tremendo, y la obra termina con un personaje, un criado, que llevaba todo el rato metiéndose en líos y confundiendo continuamente a Anfitrión, sin distinguir cuál era el impostor y cuál el verdadero. Al final, usando esa sabiduría popular, dice “mira, Anfitrión será el que me dé de cenar”… y esa frase fue todo un bombazo. Hasta el punto que la gente empezó a llamar “anfitrión” a quien les invitaba a cenar, y así, poco a poco… pues terminó en francés significando lo que es hoy, igual que en castellano.

-Vaya… - guardé silencio, frunciendo el ceño, intentando desentrañar algún significado oculto en todo eso – Pedazo de historia. Debes de ser temible jugando al Trivial…

Su risa fue contenida, pero aún así sincera.

-¿No te gustan los mitos griegos? – se me acercó, apoyándose de costado sobre la barandilla.

-Bueno… yo soy más de los yogures, si te soy sincero… - la miré, estudiando su ropa cuidadosamente descuidada, sus ojos centelleantes, enrojecidos, su sonrisa húmeda, aspirando su aroma dulzón a maría, incienso y frambuesas.

-¿No te cansas de hacer chistes, C*? No tienes ni la mitad de gracia de lo que te crees… - yo me acerqué también, colocándome de costado, apoyado en mi cadera derecha, mirándola con una media sonrisa.

-Tengo mis momentos… lo que pasa es que me pillas en una mala racha…

-¿Ah, sí? Una pena no poder disfrutar de tu afilado ingenio… - nuestras miradas se encontraron, y no me molestó el tono casi despectivo de las dos últimas palabras.

-¿Y quién eres tú, de esta historia que me has contado? ¿La bella Alcmena? – pregunté, acercándome un poco más, hasta que estábamos casi pegados, respirando el mismo aliento, envueltos en el mismo calor.

-Qué pena que no lo entiendas, C*… - me dijo, y en ese momento nuestras bocas se fundieron en un confuso remolino de labios, lengua, saliva, ardor.

Nos besamos con ansia, como si quisiéramos engullirnos, mordernos, desgastarnos. Sentí su cuerpo apretándose contra el mío, la blandura turgente de sus pechos contra mi pecho, el calor incandescente de su entrepierna, y noté como mi polla respondía al momento, endureciéndose como por arte de magia, apretando contra mi pantalón y su vientre. Miriam separó su lengua, sus labios, su boca, su rostro, y me miró mientras su mano agarraba con firmeza mis huevos con una presión casi dolorosa. – Yo, C*, en todo caso… soy Zeus.

..

Continuará ...