Meadita

Las fiestas de prao, y orquesta dan para mucho en esto de imaginar. Viva el verano.

Meadita

La luna estaba casi muerta de tan pequeñita, apenas una sonrisa entre los miles de ojos que parpadeaban en el cielo.

Noche de fiesta, de romería de prado, la virgen de agosto, o alguna de su camada, tampoco importa demasiado la fecha exacta. Un escenario grande, empapado de luz de focos, moviéndose, dando saltos al ritmo de la música. Y arriba unos cinco músicos, cada uno dedicado a su instrumento como si fuera una prolongación de si mismo, el obsceno espectáculo de la música en su sentido más peyorativo, mas sudado y más común. Y moviendo el culo como abejas zumbonas, tres muchachas disfrazadas de mulatas, y dos efebos teñidos de rubio alemán. El quinteto castrado de instrumento y rociados de feromonas de sudor de camello, hacía también las veces de cantantes, coros, palmeros y algo así como bailarines de las canciones del verano.

De un trago apuró la copa que le molestaba en la mano mientras bailaba, y tiró el vaso de plástico a lo lejos, intentando (sin conseguirlo) esquivar al resto de los bailantes. Los ojos profundos de una niña de treinta y tantos no le perdían un segundo, mientras él se pavoneaba al ritmo de una música que le habría ofendido en cualquier otro momento.

La orquesta calló un momento, y la voz aflautada de uno de los cantantes anunció el descanso de media hora para la orquesta, y ordenó a los festeros que no cambiaran de canal, o que no se fueran, o algo así. En pocos minutos empezaría el fabuloso bingo. Un premio de mil euros, mil euros, ahí es nada, para el primero, y tres copas gratis en el bar para todos los segundos.

Dejaron todos de bailar y el frío de la noche se fue haciendo un hueco entre la ropa mojada de los romeros. Todos, sin que nadie lo dijera, se dirigieron despacito hacia la barra, a buscar combustible para calentar las tripas. Él se acercó a la treintañera, para susurrarle un grito al oído, preguntándole cualquier tontería, su nombre, su edad, su estado civil, su número de hijos.

Entre risas y miradas ofendidas de machos cabríos frustrados, se fueron hacia la barra, como todos, que nada pintaban en medio del prado pista de baile, vacío, que no quedaban ya ni los niños que todo el rato se habían empeñado en separar los roces de los cuerpos jugando a la conga fuera de ritmo y de sonido.

Ella le gritó que quería una coca cola, él le contó que la música estaba ya bajita, que con taladrarle el alma con aquella mirada era suficiente, que no necesitaba también taladrarle los tímpanos.

Después de diez minutos de espera hasta que los seudocamareros tuvieron a bien atenderlos, él encargó el refresco, protestando por su falta de alcohol, y pidió para él un ron oscuro, como los ojos de ella, como los dientes que se escondían tras la sonrisa de la luna.

Jugaron un rato más a quinceañeros enamorados, rozando al descuido botón con-tra botón de los vaqueros, con la disculpa de la mucha gente, y de sus continuos empujones.

Y al rato él rogó a su dama la venia de ir a mear a los bardiales, que ella concedió gozosa. Y con sonrisa picarona, se disculpó por no acompañarlo, más que nada por no dar más que hablar en aquel pueblo tan pequeño.

Así que se fue solo para lo oscuro, riéndose por dentro de los labios, soñando poder volver a hacer aquel camino en compañía de la dueña de sus pensamientos. Burlándose de la furia que se le agolpaba bajo el ombligo, consciente de que Maripuri, que tal era su nombre, probablemente solo estuviera pasando el rato, riéndose en las barbas de su novio de siempre, Dios sabía cual (o cuales) de aquellos animales que la rondaban como moscas al culo de una vaca.

El camino estaba arrugado de rodadas de tractor, de barro seco de las lluvias del principio del mes. Costaba caminarlo sin luces (ni reales, ni mentales, que el ron garrafoso mata demasiadas neuronas de cada trago), tropezando, pero manteniéndose todavía, por milagro, erguido, llegó por fin a una seve lo bastante oscura. Se abrió el pantalón por la bragueta, como es costumbre en estos casos, y sacó a la oscuridad de la luna el miembro para, por fin, mingitar, ¡Dios que ganas!

  • Para, para, para.

La orden, en voz femenina, le llegó así como una décima de segundo antes de empezar realmente a mear, pero su cerebro no fue capaz de procesarla hasta haber soltado un breve e intensa meadita.

  • Joder, pedazo cabrón, me has meado.

Y esas palabras lastimeras, que nacían del corazón mismo de la oscuridad que se le plantaba justo delante, se vieron acompañadas del sonido de un cuerpo cayendo contra las zarzas y de un grito furioso de sorpresa y dolor.

  • Mierda, mierda, mierda, ayúdame.

Necesitaba desvelar el misterio de la zarza quejosa y con capacidad de caída. Pero no llevaba, cosa bastante normal, una linterna. Rebuscó en sus bolsillos más rápido de lo que podía pensar, a la caza y captura de un mechero. Lo sacó y encendiéndolo iluminó la seve, dispuesto a ver la maravilla de las maravillas, un trasgo o un diaño riéndose de su borrachera.

Pero solo era una hembra, humana, con los pantalones bajados y sentada inmóvil y llorosa sobre los pinchos de la zarza.

Un manotazo de ella le tiró el mechero.

  • No me mires, cabrón, ayúdame. Que no puedo moverme.

Él insistió en buscar luz, y esta vez sacó el móvil, con su luz mortecina.

  • Si no te veo no puedo ayudarte, joder, como sé que te cojo a ti y no a una zarza.

Bajo la luz deficiente y verdosa del móvil inventó un cuerpo de piel blanca como la leche, manchada en las ingles por una mata de pelo oscura, recortada como el seto de un jardín.

  • Por lo menos, guárdate eso que se te sale del pantalón.

Sintió que se ponía colorado entre las sombras.

  • Perdóname, es que estaba meando cuando...

  • Ya lo sé que estabas meando joder, pero ayúdame a salir de aquí de una maldita vez.

Obedeció, se guardó el pito, y le cogió las manos para tirar de ella, izándola.

Ella salió hacia delante como una rana, con su culo blanco, desnudo y redondito, cayendo de pechos contra su pecho. Obligándolo a él a dar un paso atrás para mantener el equilibrio, y sobre todo, para que ella no rebotara contra sus costillas y volviera a caer otra vez sobre las zarzas espinosas.

  • ¿Estás bien?

  • Supongo que si, el culo un poco ortigado y arañado, pero...

  • Mientras solo sea el culo...

Se subió su tanguita verde azulado, y casi en un reflejo el vaquero, pero antes de abrocharse empezó a gemir, dolorida.

  • Mierda, mierda, mierda.

  • ¿Qué te pasa?

  • Que tengo pinchos en el..., joder ayúdame.

  • Pero yo... ¿qué quieres que haga?

La muchacha del culo de luna volvió a bajarse los pantalones.

  • Yo no puedo verme, ayúdame, mira a ver si ves algún pincho y quítamelo.

  • Ejem, bueno, pero...

  • Déjate de pijadas, que esto es serio. Además ya me has visto todo lo que me podías ver.

Y con los pantalones bajados hasta los tobillos ella se dio la vuelta.

Empezó a investigarla como si fuera un Sherloc, en vez de lupa, el móvil mal iluminándola.

  • Sí, tienes por aquí varios pinchos. Perdona el toqueteo.

Y suavemente, con las uñas fue quitándole poco a poco todos los trocitos duros de planta que se le habían quedado pegados a aquel culo prieto y redondo como un sueño de una noche de verano.

  • Ay, ten cuidado.

  • No te muevas, que es peor.

  • Duele.

  • Luego te vienes conmigo hasta el coche que allí tengo un botiquín de viaje.

  • Ya, seguro que llevas condones.

Le arrancó un poco más brusco un pincho de la zona baja de las nalgas, ya a borde de lo poco que tapaba el tanga.

  • Ay.

  • Agua oxigenada, joder. Si tan poco te fías de mí, no sé que haces dejándote que te limpie el culo.

  • Que me quites los pinchos, que yo el culo lo llevo muy limpio.

Él se rió.

  • Perdona, no quería decir eso, seguro que eres una chica muy limpita.

Le dio un cachete en una nalga a modo de colofón.

  • Venga, ya estás, sin un solo pinchito, mañana casi podrás empezar a reírte de todo esto.

Los dientes apretados, la mirada de odio profundo, ella se giró a mirarlo, mientras se subía otra vez los pantalones.

  • Como me vuelvas a tocar...

Él se rió.

  • Pero bueno mujer, más de lo que te he tocado ya, no puedo tocarte.

  • Payaso. Ay. Mierda, sigo teniendo pinchos.

  • Bueno, la verdad es que tengo poca luz, pero yo no te vi ninguno más en ese hermoso culo.

Tragó saliva.

  • Es que no es en el culo...

Y otra vez a bajarse los pantalones. Se agachó un poco para delante, abombándose, separando la entrepierna.

  • Ejem, pues tu me dirás.

  • Debe estar bajo el tanga.

  • Bueno, yo..., ¿mejor te lo bajas tu, no?

  • Sí, supongo, mejor.

Y se bajó su mínimo tanguita verde azul hasta los tobillos, inclinándose hacia delante para que él pudiera contemplarla a gusto, para que pudiera ayudarla.

  • Sí, mira, aquí tenias otro.

  • Mira a ver si hay más, por favor, entre el... el... pelo.

Fue tocarla y la piel empezó a encogerse, a sonreírle con los labios enseñando los labios más tiernos.

Se sentía a punto de reventar, loco de deseo, queriendo levantarse, también él sin pantalones, para tomarla allí en la oscuridad, olvidado de problemas de paternidades, de sidas y enfermedades. Tuvo que morderse con fuerza sus propios labios para contenerse, seguir agachado frente a la fuente de la eterna juventud, aunque aquella eternidad no pudiera durar más de unos minutos.

Ella gimió un gracias entre los dientes.

  • Bueno, creo, que ya no tienes más pinchos.

  • ¿Estás seguro...? Mira bien.

La besó en una nalga.

  • Mejor vamos al coche, tendremos más luz, y podré mirarte a placer, digo, con cuidado, para que no quede nada.

  • Sí, como quieras. Pero espera, mejor mírame bien por debajo, que no quede nada, no puedo vestirme con pinchos.

Se quitó el pantalón y las bragas de uno de los tobillos, para poder separar las piernas del todo.

Se giró, le acarició la cara y le fue acercando poco a poco el coño a la boca.

  • Mírame bien, por favor, muy bien.

Él tenía ya la cabeza bajo su entrepierna cuando ella soltó su meadita, lo dejó empapado.

Saltó hacia atrás, intentando escapar. Mientras ella, erguida, casi desnuda, como una Demeter divina y loca, se reía contra las estrellas del cielo.

  • Ahora ya estamos empatados. Miraste tanto tanto, que casi parece que te suden los ojos.

  • Serás hija de puta...

  • Ja, ja, pues igual sí. Pero no de nacimiento, sino de vocación.

Se levantó rápido, para agarrarse a su cintura y no dejarla escapar, aunque probablemente no fuera a escapar muy lejos con el culo al aire. Sintiendo la furia quemarle las entrañas le estiró la camiseta y restregó contra ella su cara, secándose, para acabar, sin poder remediarlo, mordisqueándole los pezones cuando los sintió crecidos, hambrientos a través de la ropa.

Ella se rió, arqueando el cuerpo hacia atrás, retorciéndose como si él le estuviera haciendo cosquillas.

  • Para, jaja, para animal, jaja, que me haces daño.

Y cuanto más intentaba apartar sus hombros, su pecho, su cabeza, del cuerpo de él, más juntaba las caderas de los dos, las de ella desnudas como de una náyade, las de él enfundadas en vaqueros a punto de reventar.

Le rasgó la camiseta, dejándola solo con el sujetador, descolocado, los senos desparramados, fuera de control, orgullosos bajo las estrellas.

Tirando de ella con brutalidad, le mordió la boca con la locura incontenible del que solo tiene sangre suficiente para una de las cabezas, la levantó del suelo, agarrándola por las nalgas que antes había estado despinchando casi con dulzura, pellizcándola triturándole los músculos con el placer perverso de hacerle daño, de oirla gritar pidiendo clemencia. Pero ella solo sabía gemir, las palabras perdidas en el fondo del cerebro.

Acarreándola quiso ir llevándola hacia el coche. Condones. Todas las campañas de la televisión corrieron ante sus ojos pensando en todas las enfermedades que le podía dejar en el cuerpo aquella hembra de demonio, aquel súcubo divino nacido de la más profunda e imposible de sus borracheras.

Pero las ideas pasaban por su cabeza como ráfagas de aire caliente, listas para evaporarse en la oscuridad, para escaparse escalando hacia las estrellas que los miraban. Eran los dos un solo gemido, el culo, blanca luna, de la muchacha apretado contra el cristal (¿luna oscura?) de un coche. Él por fin con los pantalones caídos en los tobillos, ella desnuda completamente como una venus nacida de la yerba.

Sudor, saliva, turgencias, gemidos y gritos, besos, arañazos, pellizcos, mordiscos, y al final, cuando las estrellas volvieron a ponerse en lo alto y el suelo volvió a ser de yerba y tierra seca, aplausos. Cientos de aplausos y silbidos y voces, y risas.

Miraron en torno suyo, y se descubrieron en el borde de la luz de la fiesta, rodeados de hombres y mujeres expectantes, de muchachos jadeantes y de una morena pequeñita de ojos oscuros que miraba su culo (el de él, que el de ella seguía apretado contra el cristal de un coche) con envidia, asco, y una especie de furor cornudo que le partía el alma, “si es que son todos iguales”.

Antes de que hubieran recuperado el resuello, una manta de la guardia civil los tapó, sobre todo la piel de ella, y unas manos callosas, ofendidas, los obligaron a entrar en el coche sobre el que se apoyaban. Cosas del destino, resultó ser el coche patrulla. Con sus coloritos verde oscuro y blanco, y sus cuernos azul sirena apagados, esperando el encendido del motor para desvelarse en todo su poder. “Cago en mimanto, va uno a mear un momento y mira lo que le pasa, a ver como explico yo esto en la comandancia.”

Al muchacho le apeteció contestar un “dígamelo a mí”, o un “no me hables de ir a mear, amigo”. Pero tenía la lengua y los labios demasiado hinchados, y prefirió guardar silencio, por aquello de que en las pelis americanas dicen que todo lo que digas puede utilizarse en tu contra.

Ella, a su lado, envuelta en la manta áspera temblaba como un pajarito, a la vez que se reía por lo bajo, como si acabara de entender un chiste que le hubieran contado ya hacía años.

El público seguía aplaudiendo, jaleando, silbando, con aire de no tener pensado dejar salir de allí al coche con sus prisioneros.

El guardia encendió todas las luces del vehículo, conectó la sirena sonora, y poco a poco fue avanzando hacia la salida, seguido de cerca por una multitud murmurosa y enfadada.

Al llegar a la carretera el murmullo se hizo clamor y los romeros protestaban ya a viva voz, “libertad sexual, libertad sexual”, pero la mayoría se lo tomaba como un chiste, y nadie se opuso realmente a que por fin, con muchísimo cuidado de no atropellar a nadie, partieran por fin hacia el puesto de la comandancia.

El hombre le ofreció la mano a la mujer:

  • Me llamo Antonio, ¿y tú?

Ella lo miró con los ojos como platos, sin poder parar de reírse y temblar, los ojos inundados de lágrimas.