Me regalaron 10 orgasmos ¿debo repetir? (1)

Una pregunta atormenta ahora a Cristina. ¿Debe volver a traicionar a su novio y tratar de repetir la mejor experiencia sexual de su vida? Escucha su historia y aconséjala, lo necesita. Esta es la parte 1 de 3.

Mi nombre es Cristina, tengo 25 años, mido 1,75, soy rubia, pelo lacio. Yo diría que tengo unos buenos pechos. En general podría considerárseme una mujer atractiva, al menos mi novio dice que lo soy.

Desde hace cuatro años salgo con Pedro, el único novio que he tenido. En un chico estupendo, muy buena persona, y estamos haciendo planes para casarnos. Él tiene 28 años, y desde el año pasado trabaja en un banco con un contrato fijo, es lo que se dice, un buen partido. Yo acabé la carrera este año, y mientras me sale algo mejor, ahora trabajo haciendo encuestas a domicilio.

Pedro y yo hacemos regularmente el amor, a veces en el coche, a veces aprovechando que han salido mis padres, a veces en su casa. No voy a decir que lo pase mal en la cama con él, pero siempre tengo la impresión de que la cosa podría mejorar mucho. Nuestras relaciones sexuales son demasiado convencionales, siguiendo como un orden establecido, Pedro me besa, luego me chupa las tetas, y luego me la mete durante un rato no muy largo, pues enseguida se corre. Su boca nunca a mostrado interés en bajar más abajo de mis tetas, y la mía nunca ha bajado más abajo de su barbilla. Sueño con lanzarme a hacer cosas nuevas con él, pero temo que me considere una degenerada, una puta.

En este estado de las cosas fue cuando sucedió lo que voy a contarles hoy. Supongo que la frustración que supone el sexo con mi novio es lo que me lanzó al sexo desenfrenado que hoy nos ocupa.

Ayer me tocaba hacer encuestas en una zona residencial en la capital, es una zona de chalets adosados de gente de buenos ingresos, médicos, profesores. Iba confiada en que no iba a tener ningún problema, así que me puse una falda algo por encima de la rodilla y una camiseta de asillas, para combatir el calor. Quizá iba demasiado provocativa, pero en vista de lo que pasó, no me arrepiento de haber provocado los acontecimientos.

Cuando entraba a la urbanización vi a un señor mayor, de unos 70 y pico años, entrar en una de las casas, en el número 3. Iba con una bolsa plástica en la mano, y supuse que a esa hora de la mañana vendría de comprar el pan. Imaginé que viviría allí con su mujer, también jubilada, así que hice mis planes para no tocar en el número 3. La encuesta que estaba haciendo era sobre la vida matrimonial, e incluía algunas preguntas sobre la vida sexual que a veces me resultaba violento hacerlas a las personas mayores. Desde lejos pude apreciar una cosa que llamó mi atención, llevaba unos pantalones cortos y una camisa de botones, bajo la cual asomaba un poco de una camisilla blanca (camisilla: nombre que se le da en Canarias a las camisetas interiores de tirantes que usan los hombres maduros).

Sé que no tiene mucho sentido, pero me gusta con locura que los hombres lleven camisilla. Me encanta cuándo se les transparenta bajo la camisa, y cuando les asoma por encima del último botón. Por las noches imagino hombres maduros vestidos solo con camisilla y calzoncillos tradicionales, de esos con agujero para poder sacar el instrumento al orinar, y me voy poniendo húmeda y caliente. Me gustaría que ni novio las usase, pero es demasiado joven para eso.

Toqué en el número 1, no abrió nadie, toqué en el 2, tampoco abrió nadie, dudé en el 3, me lo pensé dos veces, y al final toqué. El barrio parecía desierto, y no acabaría nunca si pasaba por alto las casas en las que sabía que había gente. De dentro oí decir, ya voy, pero Don Antonio, que así era como se llamaba el señor, tardó un poco en abrir. Apareció en la puerta en camisilla y descalzo, daba la impresión de que había tocado cuando se estaba cambiando de ropa, y de que se había tenido que poner los pantalones corriendo. Tan aprisa se los había puesto que se había olvidado de subirse la cremallera.

Al principio pareció sorprendido, pero enseguida cambió su expresión por una sonrisa pícara y relajada. Yo por mi parte sufrí una especie de shock, venía pensando lo mucho que gustan los hombres maduros en calzoncillos y camisilla, pero no soñaba que me iba a abrir la puerta este hombretón con semejante pinta. La cremallera bien abierta dejaba al descubierto unos calzoncillos como los que a mi más me gustan, de color blanco reluciente como la camisilla. Estoy segura que Don Antonio sabía lo que estaba enseñando, y estaría disfrutando de como se ponía nerviosa una jovencita como yo. Traté de explicarle todo acerca de la encuesta, tratando de controlarme para disimular el nerviosismo, y luchando para que mi mirada no bajase hacia su entrepierna, porque deseaba con locura echar otro vistazo a sus calzoncillos.

Tenía la disculpa perfecta para salir huyendo de aquel hombre provocador y autosuficiente, él estaba solo en aquella casa, que además no era la suya, y la encuesta era para parejas, aunque a veces había engañado a la empresa y se la había hecho a alguna mujer sola. Sin embargo, algo contra lo que no podía luchar me mantenía amarrada a aquella puerta. Tenía delante el mejor espectáculo que había visto nunca, y no podía alejarme de él aunque mi cerebro me lo pedía a gritos.

Cuando Don Antonio me invitó a pasar, tuve que decir que sí, aunque juré que sólo entraba a mirar un rato más, que no iba a pasar nada de lo que pudiese arrepentirme. Era un salón grande y luminoso, con una puerta abierta a una terraza. Don Antonio puso la mano en mi hombro al hacerme pasar, y la deslizó suavemente por mi espalda, lo que me hizo estremecerme de deseo. Dios mío, pensé, tengo que salir de aquí cuanto antes. Tengo que acabar rápido la encuesta.

Don Antonio me llevó a unos sillones negros de piel desgastada, y me invitó a sentarme en el más grande. Mientras yo apoyaba los papeles en la mesa de cristal que tenía enfrente, él se sentó a mi lado, demasiado cerca. Joder, pensé, este no se anda con rodeos. Traté de centrarme en la encuesta y de parecer solo profesional, tenía que acabar y marcharme. Sin embargo Don Antonio, no tenía prisa, comentaba las preguntas, bromeaba, se revolvía y gesticulaba en el sillón de manera que se iba acercando aún más. Yo casi temblaba. Me debatía entre la fidelidad que le debía a mi novio, que me empujaba a salir corriendo con cualquier disculpa, y mi deseo de entregarme a aquel hombre, que se iba haciendo más grande a medida que nuestras rodillas desnudas se acercaban. Su bragueta seguía abierta, seguro que exhibiéndose a propósito, y yo podía dirigir miradas furtivas que me iban poniendo cada vez más cachonda.

Puse mi tono más profesional cuando llegamos a las preguntas sobre la vida sexual de la pareja, pero fue en vano. Don Antonio entró a saco.

  • No lo hago con mucha frecuencia con mi mujer -confesó-, pero si tuviese una como tú sería otra cosa.

Yo callaba, colorada, no sabía que decir, mientras él continuaba con sus insinuaciones.

  • Porque tú, perdona, Cristina, pero tu estás para comerte. Quién pudiese echarte mano.

Yo solo decía,

  • Por favor, por favor, Don Antonio, déjelo ya.

Pero no hice lo que tenía que haber echo, que era salir corriendo. Él siguió con su discurso, y finalmente puso el dorso de su mano, con mucha delicadeza sobre mi rodilla y empezó a acariciarla. Yo volví a gemir,

  • Por favor, por favor, Don Antonio, que me voy.

Pero no me iba, no hice ni el más mínimo gesto de levantarme. Por lo que Don Antonio, perro viejo, supo que no me iba a marchar, supo la verdad, que aunque me quejaba, en realidad lo deseaba tanto como él, o más. Supo que estaba loca por entregarme, y que me hiciese suya para todo lo que el quisiese.

Giro su mano y me agarró la rodilla con la palma, acariciándola, yo lo dejaba hacer, muda. Una excitación y un deseo habían crecido en mi interior que hacían imposible que me rebelase. Levantó la vista y me miró a los ojos al tiempo que su mano se desplazaba por el interior de mis muslos.

  • Tranquila, Cristina -me dijo-, lo vamos a pasar bien, ya verás. No te vas a arrepentir.
  • Don Antonio, por favor -repetí sin convicción-, no me obligue.
  • No te voy a obligar a nada -me dijo él-, verás como lo vas a pedir tu misma.

Acercó su cara a la mía, su mano estaba ya a solo centímetros de mis bragas. Me besó con dulzura los labios, con cariño, y se separó un momento.

  • Lo vas a pedir a gritos -me repitió seguro de si mismo-, vas a pedir a gritos que te folle.

Me entregué por completo cuando acercó de nuevo sus labios a los míos y posó su mano en mi conejo. Abrí la boca para recibir su beso, ya extasiada, casi temblando de placer, ni en mis mejores sueños me había visto en una situación tan erótica como me parecía esta. Durante un buen rato me besó con pasión, su lengua áspera de viejo verde daba vueltas y vueltas en mi boca, entrelazada con la mía, y nuestras salivas se fusionaban en una. Mientras tanto su dedo gordo hacía círculos interminables sobre mi clítoris, por encima de la tela del tanga, con su mano oculta bajo mi falda. Y su dedo índice masajeaba mi vagina a través de la tela, allí empapada, de mi escasa prenda íntima.

Yo estaba fuera de mí, gemía como podía así como estaba con la boca ocupada, temblaba, y sentía efluvios de placer de la tremenda manoseada que aquel macho me estaba dando. No tardé en correrme, y tuve que separar mi boca para expresar, casi gritando, el tremendo chorro de gusto que aquel hombre me había dado.

  • ¡Baja la voz! no quiero que te oigan los vecinos -me dijo con seguridad.

Me relajé como pude pero seguí suspirando un rato mientras Don Antonio seguía acariciándome el chocho.

  • Pero que putita que eres, Cristinita, hay que ver como te pones con un buen macho.
  • Sí, Don Antonio -dije yo jadeando-, no lo puedo evitar.
  • ¿Tienes novio? -me preguntó.

Le dije que sí, pero evité darle más detalles. Don Antonio levantó mi blusa y la lanzó al otro sillón, desabrochó mi sostén y lo lanzó lejos también.

  • Que bonitas tetas tienes, Cristina -dijo antes de meterse el primer pezón en la boca.

Empezó a mordisquear mis pezones, al tiempo que con la otra mano apretaba y ordeñaba la otra teta. Me volvía loca, a pesar de que me estaba causando dolor. Que diferencia con mi novio. Este macho con experiencia sabía como contentar a una jovencita. Yo suspiraba y gemía, disfrutando como nunca antes de la tremenda manoseada a mis tetas. La boca de Don Antonio estuvo un buen rato pasando de una teta a la otra, y estuve a punto de correrme de nuevo solo con eso.

Sin soltar las tetas, bajó la cremallera de mi falda y tiró de ella hacia abajo, yo levanté el culo para colaborar, y ayudándome de mis pies, pronto estuve solo en tanga. Don Antonio dejó entonces las tetas y se separó un poco, dejándome aún gimiendo y jadeando.

  • Pero que putita que eres, Cristinita, tremenda tanga roja que te has puesto, apenas cubre nada. Hoy venías con ganas de macho.

Yo sonreía y asentía, con mi mirada clavada en la bragueta, concentrada en el tremendo bulto que encerraban aquellos calzoncillos que tanto me gustaban. Estaba loca por descubrir que había debajo, pero dejé que Don Antonio siguiese con la iniciativa, así me gustaba que fuese, así debía ser.

  • Se te ve loca por polla -dijo él adivinándome las ideas-, pronto la tendrás, te la voy a clavar bien clavadita. Ahora ponte en pie y date unas vueltas, quiero ver bien como luces ese tanga de puta que llevas puesta.

Obediente me levanté y me giré un par de veces, poniendo la mejor cara de puta barata de que era capaz, y moviendo mi culo como si estuviese trabajando la calle. Deseaba satisfacer a Don Antonio, hacerlo feliz. El miraba interesado, mientras se acariciaba su polla por encima del calzoncillo, metiendo su mano en la bragueta.

  • Que bien te mueves, Cristinita, que calentorra que eres, que bien se ven tus nalgas.

Yo casi temblaba de gusto, me ponía a cien que aquel vejete me tratase de aquella manera y me hiciera comportarme como una cualquiera.

  • Ahora ven aquí -me dijo entonces-, vamos a ver que esconde esa tela tan chica.

Se incorporó un poco en el sillón y me colocó delante suyo, en pie con la piernas abiertas. Acercó su cara a mi entrepierna y olfateó mi coño.

  • Que bien hueles, putita, y que mojadita que estás.

Agarró el tanga de golpe con una de sus manazas, tiró del él con fuerza, y lo rompió como si fuese de papel.

  • ¡No!, ¡no! -grité yo-, ¿cómo me voy a ir luego?
  • No te preocupes -me dijo-, este me lo iba a quedar yo de todas formas, en recuerdo. Vas a ir bien fresquita y bien sexy cuando te vayas.

Acercó su boca a mi conejo y me besó en el clítoris.

  • Veo que llevas el pelo corto, te has rasurado porque estabas buscando macho, ¿verdad? pues lo has encontrado.

Yo callaba y jadeaba, pues sentir aquella respiración sobre mi chocho me estaba volviendo loca. Nunca hasta entonces una boca había estado tan cerca. Sacó su lengua y empezó a lamer el clítoris, para luego bajar hacia abajo y lamer mi vagina. Yo jadeaba y gemía.

  • Veo que te gusta, ¿lo hago mejor que tu novio?
  • Mi novio nunca ha bajado hasta ahí con la boca, Don Antonio -contesté.
  • El muy jilipollas, hay que ver lo tontos que son algunos, me da que tu novio es medio maricón, tiene este manjar al alcance de la mano y no lo prueba. Joder, tiene gracia, el maricón y tu puta, chiquita pareja que hacen los dos.

Entonces me hizo sentar en el sillón, bien recostada hacia atrás, con el culo en el borde y las piernas bien abiertas. Él se sentó a mi lado, se agachó hasta hudir su cabeza entre mis piernas, y empezó a chupar, a lamer y a morder, sin dejar rincón de mi conejo por descubrir. No pude evitar poner mi mano derecha en su cabeza, sobre su escaso pelo blanco, y apretar contra mi chocho, estaba como loca de placer. Posé mi mano izquierda en su hombro, sobre su camisilla, y alcancé un placer que nunca había ni siquiera soñado. Ni en mis mejores sueños nocturos de maduros en camisilla me había visto apretando a uno contra mi chocho de esa manera. Me corrí de nuevo enseguida, no había pasado ni un minuto desde que había puesto su cabeza entre mis piernas.

Gemía, jadeaba y temblaba como una perra, pero eso no detuvo a mi macho, sino que le dio fuerzas renovadas y siguió trabajando durante un buen rato con su lengua en mi conejo, ahora ya suyo para siempre, para lo que el quisiese. Me folló con la lengua como nunca imaginé que pusiese hacerse, y me hizo llegar al orgasmo una tercera vez  antes de soltarme.

Me dejó agotada, desbaratada sobre el sillón, feliz y contenta. No me pude contener y me asombraron las palabras que salieron de mi boca.

  • Ay, Don Antonio, que feliz me hace, nunca había sentido nada igual en la vida.
  • Ya veo, putita -me dijo-, el maricón de tu novio no sabe atenderte. Ya te dije que hoy ibas a disfrutar.

No pude evitar seguir hablando, comportándome cómo la puta en la que Don Antonio me había convertido.

  • Ahora necesito polla, Don Antonio, necesito que me la meta.

Esa petición hizo poner una cara tremenda de satisfacción al viejo.

  • ¿Te lo dije o no te lo dije? putita. Nada más abrirte la puerta y ver como me mirabas, me dije, esta viene a por polla. Ya ves que no me equivoque, je je. Pero antes tienes que trabajar para ganártela, Cristinita, ahora levántate y arrodíllate aquí entre mis piernas, quiero que me desnudes muy despacito, dejando la polla para el final. Y quiero que tu boca y tu lengua le den gusto a este cuerpo -dijo bajando la mirada-, desde la calva hasta los pies.

Diciendo esto se recostó en el sillón, las piernas bien abiertas y los abrazos abiertos en cruz y apoyados en el respaldo del sillón. Me levanté y me arrodille entres sus piernas, desnudita como estaba. Era increíble, pensé en ese momento, ya me ha hecho correr tres veces y aún no ha empezado a desnudarse, o al menos está igual de vestido que cuando me abrió la puerta. Arrodillada allí y viendo a aquel macho, con su sonrisa burlona, de nuevo no podía creer la suerte que había tenido. Ni en mis mejores sueños había imaginado un espectáculo como aquel. Aquel macho con camisilla blanca, con bragueta abierta, dejando asomar un bulto enorme solo tapado por mis calzoncillos favoritos, superaba todas mis expectativas. Nunca pensé que un hombre así me permitiese alguna vez arrodillarme ante él para darle gusto. No puede evitar abrir la boca para hacerle saber lo atractivo que se le veía así, y lo agradecida que estaba porque mi boca pudiese recorrer ese cuerpo.

  • Pues empieza ya, putita -me respondió-, aprovéchate.

Me incliné hacia delante y empecé lamiendo y besando sus pies, para subir lentamente piernas arriba, lamiendo cada centímetro, hasta llegar al pantalón corto. Luego me incorporé un poco y acerqué nerviosa mi boca a la bragueta, estaba casi temblando cuando mis labios rozaron la tela del calzoncillo. Había allí un fuerte olor que nunca antes había sentido, pero que aumentaba considerablemente mi excitación. Supuse que era olor a polla, olor a macho, olor a hombre de verdad. Pasé un rato allí, pero sin sacar su polla, quería empaparme de aquel olor penetrante pero siguiendo las instrucciones de mi macho. Lamí y besé cada costura del calzoncillo. Mi lengua trabajo bien el pliegue de tela por el que supuse que Don Antonio sacaría su polla al mear.  Me excitó imaginármelo en pie meando recién levantado, en calzoncillos y camisilla, con barba de varios días y sus canas revueltas, su polla sin empalmar saliendo por aquel agujero del calzoncillo y lanzando un grueso chorro de orín.

Finalmente subí más arriba y bese bien aquel pecho sobre la camisilla. Besé y mordisque sus tetillas, por encima de la tela, lamí el borde de la camisilla bajo el sobaco. Me incorporé un poco y desabroché el pantalón. Tiré de él hacia abajo al tiempo que él levantaba el culo para ayudarme, y lancé los pantalones al otro sillón, donde cayeron encima de mi ropa. Me quitó la respiración de nuevo la vista de aquel hombre en calzoncillos y camisilla, era el sueño de mi vida, con su sonrisa de autosuficiencia y de salido, que me invitaba a proseguir mi trabajo.

Me incliné de nuevo a besar el gran bulto durante unos segundos, para luego empezar a levantar la camisilla poco a poco, mientras mi lengua lamía, y mis labios besaban, cada centímetro de piel que se iba descubriendo. Pasé un buen rato lamiendo, besando y chupando las tetillas, manteniendo la camisilla con las manos, y finalmente la levanté del todo hasta quitársela, lanzándola de nuevo al otro sillón. Cuando volví de nuevo la vista hacia mi hombre, me asombró otra vez el espectáculo de aquel macho en calzoncillos, seguía sin creer que los dioses me brindasen la oportunidad de atender a los deseos de que aquel hombretón.

Se acercaba el momento soñado y me estaba poniendo cada vez más nerviosa. Lo notó cuando apoyé las manos en sus muslos y rió.

  • No tiembles, putita, sólo es una polla lo que te vas a comer.
  • Nunca he chupado ninguna -le confesé.
  • Joder -exclamó-, pues sí que es maricón tu novio. Si fuese yo harías mamadas a diario.

Lamí un rato el interior de los muslos, y besé y mordisqueé luego los calzoncillos a la altura de sus huevos. Estaba retrasando el gran momento. Tome los calzoncillos de los lados y me detuve indecisa, miré hacia arriba buscando aprobación.

  • Los puedes bajar, putita -dijo adivinando mis pensamientos-, hoy te has ganado el derecho a mamar polla.

Dicho y hecho, tiré de ambos lados a la vez y los baje hasta el suelo, lanzándoos luego hacia atrás sobre mis hombros, en un gesto un tanto teatral. Fueron a parar a una silla del comedor y se quedaron colgando del respaldo. Estuve a punto de desmayarme con la visión que se presentaba ante mis ojos. Aquel macho me quitaba el sentido, con los brazos y la piernas bien abiertos, luciendo un instrumento enrome entre sus piernas que estaba derecho como una vela, grande y gordo, apuntando directamente al techo. Y bajo aquella preciosa polla, colgaban unos hermosos huevos, grande y peludos, que me hacían la boca agua.

  • Toda para ti, putita -me dijo.

Me incliné sin demora hacia delante. Lamí y bese primero los huevos un momento, para luego subir hacia arriba y recorrer la polla con la lengua de arriba a abajo, por cada uno de sus lados. Su olor me embriagaba, y el roce de su piel en mi lengua me volvía loca. Aún estaba cubierta por el capullo, y mi lengua trabajó bien aquel pliegue de piel antes de remangarlo.

  • Para ser tu primera vez, no lo haces mal, Cristinita -me dijo.

Tiré entonces de la piel hacia atrás y quedó al descubierto una enrome cabeza rosada, húmeda y brillante, con una gotita de líquido preseminal en su punta. Instintivamente, sin haberlo hacho antes, toque esa gota con un dedo y lo separé despacio, observando embobada el hilillo que se formaba. Luego llevé el dedo a mi boca y lo chupé con descaro, poniendo cara de de viciosa.

  • Ja, ja -rió Don Antonio-, aprendes rápido.

Me volvía a inclinar entonces hacia delante con la boca abierta y me comí aquella cabezota brillante, lo que hizo  suspirar de placer a mi macho.

  • Así, así, chúpala bien, dijo extasiado.

Durante un rato tuve la cabeza en mi boca y mi lengua lamió cada milímetro, atendiendo especialmente el frenillo. Había leído que a los hombres eso les excitaba. También había leído acerca de tragarse una polla entera, garganta abajo, y la excitación me llevó a experimentar. Lentamente fui bajando la cabeza para que aquella tranca se abriese camino, bajaba un poco, volvía a subir, luego bajaba un poco más, y así fui probando como me sentaba la experiencia. Y fue mucho mejor de lo yo habría supuesto. Aunque con esfuerzo y reprimiendo el reflejo del vómito, conseguí que mis labios quedasen a centímetros de la base. Don Antonio había colocado sus manazas en mi cabeza y me había animado hasta entonces a tragar más polla, pero sin apretar, sin forzarme. Pero en ese momento abandonó las contemplaciones, quizá presa de una excitación incontrolable, y aplicó algo más de presión para ayudarme.

  • Venga, trágatela enterita, tu puedes -me decía.

Me dejé llevar por la fuerza de sus manos, traté de reprimir mis reflejos, contuve la respiración, y así conseguí enterrar mi nariz en el vello púbico canoso de aquel viejo verde, al tiempo que su polla queda enterrada en mi garganta. Aquello me parecía el cielo, estaba hinchada del orgullo de poder servir bien a mi macho, de que mi garganta pudiese hacer de receptáculo para aquella tremenda tranca, cuan larga era.

Aguanté la respiración mientras pude, y luego retrocedí para que llegase el aire, pero sin sacar la cabeza del miembro de mi boca. Luego empecé a mover mi cabeza levemente arriba y abajo, de manera que aquella polla follase mi boca. Mi creciente excitación me hizo aumentar la amplitud del movimiento, y pronto la polla entera se me clavaba en la garganta cada vez que bajaba, al tiempo que mi nariz se enterraba en la pelambrera entrecana.

En ese momento ocurrió algo que hizo que me llevase el susto de mi vida.

Continuará...