Me puso en manos de su hermano.

Me había costado una barbaridad acceder al deseo y petición de mi marido, para que después viniese ese necio y me dijese: “ahí te quedas, no me pones”.

Mi cuñado me rechazaba. Me parecía imposible que me dejara allí, tumbada en la cama sin intentar siquiera introducir su miembro viril en mi vagina para cumplir lo que habíamos pactado.

Me había costado una barbaridad acceder al deseo y petición de mi marido, para que después viniese ese necio y me dijese: “ahí te quedas, no me pones”. Me sentí muy ofendida, humillada y despreciada.

No me las voy a dar de ser la mujer diez, pero me considero lo suficiente atractiva para ser deseada por muchos hombres y más si se brindaba la posibilidad de poder follar conmigo, pero ese energúmeno me rechazaba. En ese momento me importó poco la finalidad y el objetivo para lo que venía. Verme repudiada fue algo que me descompuso.

¿Cómo y por qué llegó a producirse semejante afrenta a mi ego? Fue a raíz de unas pruebas a que nos sometimos mi marido y yo en una clínica, para que determinasen las causas por la que no lograba quedarme embarazada. Llevábamos algo más de un año casados sin poner ningún impedimento a nuestras relaciones sexuales y no había manera de quedarme preñada. Mi marido ansiaba tener un hijo, y poníamos especial énfasis en follar los días fértiles en los que tenía más posibilidades de quedar embarazada, pero como si quieres arroz Catalina, no había manera.

Las pruebas fueron concluyentes, era mi marido el causante de la imposibilidad de que quedase embarazada. Le diagnosticaron una Azoospermia, termino medico que utilizaron para decir que carecía de espermatozoides en su semen. Parecía increíble que fuera debido a unas paperas que había sufrido en edad infantil.

Fue tal el trauma que recibió, que a pesar de animarle y decirle  que no pasaba nada y que siempre quedaba la posibilidad de adoptar un niño, no dejaba de darle vueltas y vueltas. El no quería tener un hijo que no llevase algo de nosotros. En la clínica nos aconsejaron que había la posibilidad de que yo fuera inseminada artificialmente con semen de algún donante, pero se negaba que fuera de un hombre desconocido.

Ese trauma también me afectaba y no por el hecho de no poder tener hijos de él, si no que desde entonces me encontraba en la más absoluta carestía de sexo. Algo tenía que hacer y no sabía qué, hasta que un día mi marido vino eufórico a casa diciendo:

-Tengo la solución.

-¡De qué! –exclamé.

-Vamos a tener ese hijo que queremos.

-¿Y cómo? –le pregunté porque las variantes que teníamos no le satisfacían.

-Me he enterado por mi madre que mañana viene mi hermano de Inglaterra y le vamos a decir que sea él el donante de semen. Nuestro hijo tendrá tu sangre y mi misma sangre.

Su hermano, menuda pieza. Era el polo opuesto de mi marido. Lo conocía desde muy joven cuando empezaba a salir con mi futuro marido y siempre me decía: “¡Ay lo que haríamos tú y yo, si no fuera mi hermano el que te pretende!”. No le hacía caso porque siempre estaba de broma y además era un mujeriego empedernido. Tenía a sus pies las mujeres que deseaba y lo cierto es que las comprendía. Tenía todos los atributos para embaucarlas; atractivo, alegre, atento y bastante desvergonzado. Yo creía que su desvergüenza no tenía límites. Nadie me ha hecho pasar tanta vergüenza, como cuando se celebró la fiesta del último curso en el centro donde estudiábamos. El muy caradura se las ingenió, a mis espaldas, para que me nombraran Miss Instituto.

Daniel, que así se llamaba, era un año menor que mi marido y como digo el reverso. Con eso no quiero decir que mi marido Julián no fuera atractivo, faltaría más, pero al espíritu conservador  de Julián contrarrestaba el espirito emprendedor de Daniel y a la seriedad de Julián se contraponía el descaro y atrevimiento de Daniel.

¿Cómo no caí en las redes de Daniel? Julián y yo nos hicimos novios desde muy jóvenes, me parecía que él era mi sino y no me pasaba por la cabeza enamorarme de otro hombre que no fuera él. Sí que a veces envidiaba a esas mujeres que se rendían ante Daniel, pero me parecía que era una envidia sana por ver que mi futuro cuñado tenía tanto éxito. O eso quería creer.

Pues bien, la oferta de mi marido para con su hermano de hacerse nuestro donante de semen no se hizo esperar, pero como yo preveía, algún condicionante habría de poner Daniel para acceder a tal deseo de su hermano.

Cuando me comunicó mi marido cual era el requerimiento de su hermano para aceptar su petición, la primera reacción fue montar en cólera, ¡que se había creído ese mamarracho! Convenció a mi marido que lo mejor era que su semen no se perdiera en una probeta y que lo más efectivo era ir directamente de su cuerpo al mío. ¡Que desfachatez! No me iba a prestar a semejante disparate. ¿De donde se sacaba que esa era la mejor opción? Me negué, ese tío no me follaba aludiendo que era la alternativa más efectiva.

Mi negativa no fue compartida con mi marido. Estaba obcecado en que su hermano fuera el que engendrase ese hijo que quería y me rogaba que aceptase. Encima le daba la razón a su hermano, diciendo que esa era la manera más natural para procrear. Al final me avine a su requerimiento.

Y ahí estaba, echada en la cama enfundada en una bata larga ajustada hasta el cuello. Era uno de esos días fértiles que se consideran poder quedarme embarazada. Así es como me encontró Daniel cuando entró en la habitación. Yo creía que solo con el mero hecho de saber que me iba a follar, era suficiente para que su pene se empinase, penetrase en mi vagina, escupiese su semen dentro y allí se acababa la historia. Pero no. Una risotada soltó al verme que me dejó perpleja. No estaba yo para muchas risas y le solté:

-Deja de reírte y haz lo que tienes que hacer lo antes posible.

Sin dejar de reír me contestó:

-Pequeña, así estás de lo mas sugerente, solo te falta unos calcetines, las zapatillas, un pañuelo en la cabeza y perfecta para atraer al repartidor de butano.

Vamos, solo faltaba que viniese con sus gracias, era el colmo. De buena gana me hubiera levantado y dar por finalizada su diversión, pero intenté contenerme y le dije:

-Venga, no me hagas ponerme más nerviosa de lo que estoy, dame eso que quiere tu hermano que me des y terminemos de una vez.

-Lo siento pequeña, pero ahí te quedas, no me pones.

Se quedó tan pancho ante tal grosería que salió de su boca, y salió de la habitación. Le hubiera descuartizado. Nunca había recibido semejante desplante. Me sentía humillada y menospreciada. Salí de la habitación y en el salón se encontraba mi marido cariacontecido. Su hermano se había marchado.

-¿Qué ha pasado? –me preguntó al verme.

-¿Qué qué ha pasado? –comencé a decirle completamente irritada- tu hermano es un impresentable y no estoy dispuesta a recibir otra de sus groserías.

-¿Qué te ha dicho?

-Mejor me dirás que te ha contado a ti.

-Me ha dicho que así es imposible que pueda cumplir lo que queremos de él.

-¿Y qué quiere?

-Encontrarse con el marco adecuado. No estar yo al otro lado de la habitación como un guardián y por tu parte estar algo más sugerente.

-Ese hermano tuyo es un depravado. No creo que haga falta tanto para echar un polvo sin más.

Lo que siguió diciendo mi marido me dejó sin habla.

-En parte creo que tiene razón. Un polvo, como tú dices, para lograr lo que buscamos hace falta algo más. De entrada tenías que haberte puesto algo más provocativo y no esa vestimenta tan ordinaria. Deberíamos intentarlo otra vez, pero sin mi presencia y tú con más predisposición.

Lo que faltaba, mi marido se ponía de parte de su hermano y a mí que me parta un rayo. Me había costado un mundo acceder a sus pretensiones y encima me decía que debía incitar a Daniel para que encontrase en mí el objeto de sus deseos.

-¿Quieres decir que le vas a pedir de nuevo para que vuelva a intentarlo?

-Claro, no quiero que vuelva a irse a Inglaterra sin que logre fecundarte.

No daba crédito a lo que oía. Me ponía a disposición de su hermano y yo no contaba para nada. Se iba a enterar.

-Si es eso lo que quieres, adelante, ya puedes concretar el día en el que podamos cumplir sus condiciones.

No se hizo esperar. Por cuestiones de trabajo, de vez en cuando, Julián tenía que marcharse fuera de la ciudad, cosa que solía durar un par de días, y surgió esa salida. Convenció a Daniel para que en esa ausencia aprovechase para cumplir con el objetivo que quería y a mí me lo anunció para que estuviera preparada. Ya lo creo que estaba preparada. Desde el día que me dejó Daniel tan abochornada, no dejaba de pensar en él. Mis desprecios se fueron transformando en deseos y si a mi marido no le importaba que le crecieran unos cuernos tan grandes que le impidiesen pasar por la puerta, no le iba a defraudar. No se daba cuenta, o no quería darse cuenta, que su hermano no deseaba otra cosa que follarme y lo de dejarme preñada le traía sin cuidado. Como mujer intuía, o estaba convencida, que ese era su propósito y no le iba a defraudar.  Y llegó el día.

Era al atardecer la hora que Daniel se iba a presentar en nuestro piso y le iba a recibir con la vestimenta más sugerente o provocativa que tenía. Más de una vez me mire en el espejo y está mal decirlo, pero me veía radiante. Alguien más que el repartidor de butano querría disfrutar de ese mi cuerpo. La hora acordada llegó y sonó el timbre de la puerta, abrí y ahí estaba Daniel tan atractivo como siempre. No me extrañaba que tuviera tanto éxito con las mujeres. No me dio tiempo ni para invitarle a entrar. Nada más verme dijo:

-Pequeña, esta sí que es la mujer hermosa que es digna del más afortunado de los mortales.

Volvían los halagos a su boca. Lo de pequeña era un apelativo que me lo había dicho siempre y no por ser bajita, sino porque en edad era siete meses menor que él. Era algo que no me molestaba, además solo lo usaba cuando se dirigía a mí en tono amistoso. Aparte de sus palabras, su rostro evidenciaba que lo que veía era de su gusto. Ya lo tenía en el bote. Se iba a enterar de lo que era capaz una mujer cuando quiere. Le agarré de la mano y me dispuse a llevarlo a la habitación. No pude dar ni un paso. Me enlazó por la cintura, acercó su cara a la mía y me propinó un beso que me dejó sin respiración.

-No tan deprisa pequeña. Ya habrá tiempo. Déjate llevar –me dijo cuando sus labios se separaron de los míos.

Una vez más ese hombre me desorientaba. ¿Cómo que ya habrá tiempo?  Creía que iba a ser yo la que marcaría la pauta y él sin más, se hacía dueño de la situación. Sin darme ninguna explicación se giró, abrió la puerta y pensé que se marchaba. “Maldita sea su estampa –me dije-. ¿Será capaz de haber venido solo para darme un beso y decirme: no tan deprisa pequeña”.

Fue una falsa alarma. Había dejado en el suelo, junto a la puerta, dos botellas de champán, un pequeño paquete y un ramo de rosas. Como me alegré de haberme equivocado. Un vuelco me dio el corazón cuando me ofreció el ramo de flores.

-Para la más encantadora futura madre de éste tu servidor y posible progenitor.

Me debí poner de todos los colores. No esperaba nada y menos un ramo de flores. Ese era el Daniel atento y cariñoso que encandilaba a las mujeres. No le iba a impedir que yo no fuera una de esas. Tal como me pidió, le dejé hacer.

Yo estaba en mi casa y me sentía como una extraña. Me llevó al salón y me hizo aposentarme en el sillón. El se movía por casa como si fuera la suya. Puso en el reproductor un CD de Barry White y me dejó escuchándolo hasta que volvió con una bandeja. Llevaba un plato con queso, dos copas y una botella de champán. El muy bandido sabía que era una enamorada de un determinado tipo de queso y ese era el que había traído en el pequeño paquete que había visto.

No tardé en encontrar en mi boca un trozo de queso que Daniel puso para después ofrecerme una copa de champán. Alucinante. La música, el queso, el champán, la compañía de ese hombre tan atractivo y atento, me envolvía. Por una parte me gustaba esa ceremonia que se traía entre manos Daniel, pero por otra parte estaba  ansiosa que me llevara a la cama y me follara de una vez. De alguna manera se trataba del hermano de mi marido y no estaba bien, a pesar de que se lo merecía, que me dejara seducir de Daniel. No quería que la velada se transformase en algo más que descargar su semen en mi vagina, o sí.

Daniel no tenía prisa, hablaba y hablaba y no me cansaba de escucharle. Sus frases estaban cargadas de humor y me hacían reír, al mismo tiempo que dábamos cuenta del queso y de la botella de champán. Una de las frases en un tono más serio fue la siguiente: “pequeña, fuiste la primera mujer de la que me enamoré, pero eras la novia de mi hermano y no tenía derecho a interponerme”. No sabía si creerle, porque era un embaucador, pero me gustó oírlo.  Acabó diciendo que tampoco hubiera intentado poseerme si no se le hubiera brindado su hermano esa posibilidad y él no la iba a desaprovechar. Ahí se acabó su verborrea. Pasó a la acción.

Besos cariñosos recibí en principio, hasta que su lengua traspasó mi boca y se acopló a la mía. Fue un beso húmedo, excitante, libidinoso. Me aferré a su cuello y adiós a la figura de mi marido. Ese hombre me atraía, y no sabía como. Era bastante el parecido físico con Julián, pero solo era eso. Daniel tenía algo más que le hacía diferente, más…, más…, no sé…, más encantador, fascinante y cautivador.

No podía más. Me sentía mojada y deseaba ya mismo tener ese hombre sobre mí, y no solo para que me penetrase y esparciese su semen en mis entrañas, sino para entregarme a él en cuerpo y alma. Quería y deseaba ser suya.

Al parecer Daniel me leyó el pensamiento. El sofá dejó de ser el aposento de nuestro ardor e ímpetu bucal. Se levantó y me ofreció su mano para que yo hiciese lo propio. Nuestro destino sería la cama de mi habitación, pero también me equivoqué. Me agarró por la cintura y me hizo moverme al compás de la canción que sonaba: “You're the first the last my everything”. Fue la gota que colmó mi vaso. Me agarré a él y me dejé llevar como si fuera una muñeca en sus brazos. Era solo una canción, pero su titulo lo decía todo: “Tú eres la primera, la última, mi todo”. ¿Qué más puede oír una mujer para perder cualquier pundonor? Lo había perdido hacía rato, pero si había alguna duda, dejó de haberla. Sus labios de nuevo buscaron los míos y se los entregué sin condiciones. Era suya.

Sin perder el compás de la canción pude arrastrarlo hasta mi habitación. Deseaba algo más de él y creía que era el lugar más adecuado para obtenerlo. Una vez dentro, me dispuse a despojarle de su vestimenta, pero separándose de mí y con un beso como si fuera de despedida me dejó sola en mi habitación. No me dio tiempo a reaccionar ante ese nuevo desplante, porque enseguida apareció con una nueva botella de champán y dos copas.

Me mandó sentarme al borde de la capa y un beso me propició antes de proceder a descorchar la botella y decirme:

-Momentos soñados como este, merece un buen brindis.

Me ofreció la copa, pero la desestimé. No se como se me ocurrió, porque nunca lo había experimentado y le dije:

-Quiero que mi boca reciba de la tuya este brindis.

Una sonrisa apareció en su rostro y no se hizo esperar. Tomo un pequeño sorbo de ambas copas y su boca cerrada se aplastó a la mía. Entreabrí los labios y su boca comenzó a traspasarme líquido. Mantuvimos ese elixir jugando con nuestras lenguas, hasta que no pudimos más y absorbimos todo, menos lo que quedó desparramado en las comisuras de nuestros labios. El champán había sido digerido, pero nuestros labios permanecían unidos deleitándose del sabor  que permanecía en nuestras bocas.

Me dejé desnudar. Ese día mi cuerpo no estaba, ni quería estar escondido tras una bata. Ya desnuda, sin ninguna ropa que cubriese ninguna parte de mi cuerpo, Daniel me agarró las manos y retirándose de mí, pasó revista por toda mi figura.

-Pequeña, eres tan maravillosa y perfecta como había imaginado.

Me cogió en brazos como si fuera un bebe y con delicadeza me tendió en la cama. Se despojó de su ropa y mis ojos también repasaron esa figura sublime y bien cuidado de ese hombre. No me sorprendía que muchas mujeres ansiaran ese cuerpo, pero en esos momentos era muy mío y en un instante me penetraría para tener parte de él dentro de mí. Mi más íntimo de mis órganos lo estaba pidiendo a gritos.

Estaba tan excitada que muy bien hubiera agarrado con la mano ese pene, ya endurecido, y lo hubiera apuntado a mi vestíbulo vaginal, para de un golpe verme poseída por él. Tendría que esperar. Por lo visto todavía no tocaba.

Valió la pena la espera. Daniel se entretuvo acariciando suavemente todo mi cuerpo. Cuando sus manos se posaron y rozaron mis pechos, noté como mis pezones se endurecían. Un estremecimiento recorría todo mi cuerpo, y no fue menor el escalofrío que sufrí instantes después. Bueno, lo de sufrir es un decir, porque más bien fue un goce desorbitado.

-Este hermoso cuerpo merece que sea obsequiado con el mejor de los brindis –dijo Daniel entre susurros, y mi respuesta no se hizo esperar.

-Está a tu entera disposición. Mi cuerpo espera y desea ese brindis.

Me equivoque de brindis. Creía que se refería, al igual que su boca había llenado la mía de buen champán, a que me iba a llenar mi vagina de su preciado esperma. No fue así.

Llenó su copa de champán y la fue derramando suavemente entre mis pechos. Noté todo su frescor a lo largo de mi cuerpo hasta llegar a mi entrepierna. Un estremecimiento me entró, y no fue por el frío. El sentir su boca, ayudado de su lengua, ir poco a poco absorbiendo todo el líquido derramado sobre mi cuerpo, me entraban unos escalofríos que hacían erizar mi piel y producirme un goce descomunal.

-¡Daniel…, por Dios…, que me haces…!

-¿No te gusta?

-Me destrozas, pero esto es divino, sigue…, sigue…

El siguió y no pude contenerme más. Cuando su boca circulaba sobre mi zona más erógena me corrí. Vaya si me corrí. Una gran cantidad de flujo desprendía mi vagina que se mezcló con el champán que Daniel no había llegado a absorber. Eso no impidió para que la boca de Daniel no desperdiciara ni una gota del combinado que se había preparado en mi zona vulvar.

Era demasiado, no podía más, creía que de un momento a otro iba a explotar, pero antes quería tener dentro de mí ese pene majestuoso y que descargase en lo más fondo de mi vagina toda su esencia.

-Fóllame ya Daniel, fóllame y lléname  de tu leche –le supliqué.

En lugar de hacerme caso, sus manos se posaron en mis mejillas

-Pequeña, yo también quiero follarte, pero no como un semental que te va a dar su semen para procrear, quiero que tu deseo sea otro.

¿Qué me decía? Claro que mi deseo era otro, mi deseo era tener esa polla dentro de mí y me elevase al más alto de los cielos. Jamás, y lo digo bien claro, jamás su hermano me había hecho llegar a tal excitación. Deseaba que me follase, naturalmente que lo deseaba, pero no por el hecho de que me embarazase. Al diablo esa condición. Quería tenerlo y sentirlo dentro de mí. Eran tales mis ansias de que me poseyera, que si hacía falta se lo suplicaría de rodillas.

-Mi amor, no me lo pongas más difícil. Me estás haciendo sentir algo que nunca a logrado tu hermano y en verdad que mi deseo es entregarme a ti sin condiciones.

-¡Mi amor has dicho!, solo era esa  palabra la que necesitaba oír –fue su contestación.

Lo cierto es que me salió de muy dentro sin pensar, pero es que realmente me tenía embelesada y cautivada. ¿Era amor? ¿Era pasión? Fuere lo que fuere no me dio tiempo a pensar en más. Sus labios se encargaron de sellar mi boca y mi pensamiento.

Comenzó con un beso dulce, que me supo a gloria. No pude por más que responderle con mi boca aferrándose a la suya como si quisiera engullirla. Estaba completamente entregada a él. Solo me faltaba de él una cosa y la tuve, vaya si la tuve.

Sin dejar de besarme hizo mención con una mano para que separase mis piernas y estas obedecieron raudas para dejarle el camino libre. Tan libre que no tardó en apuntar su miembro en la entrada de mi vagina. Poco a poco y con delicadeza fue introduciendo esa maravilla hasta lo más profundo de mis entrañas. Por fin era mío. No me hubiera importado retenerlo para siempre en esa posición, pero tampoco me importó que comenzara con los desplazamientos de su pene a lo largo de mi conducto vaginal. Sus manos asían mis nalgas y estas se ofrecían a acompasar sus movimientos, mientras mis manos se aferraban a su espalda donde mis uñas no podían por menos que clavarse en su dorso.

Era tal el ardor y excitación que tenía, que mi cuerpo se retorcía como una culebra, mi cabeza no paraba de ir de un lado para otro, los gemidos y jadeos no paraban de salir de mi boca, hasta que estos fueron cambiados por:

-Amor, amor, amor…, no puedo más…, me corro, me corro, me corroooo… -me desplomé.

No faltó ni un ápice para sufrir un desmayo de gusto y placer. Pero no podía desmayarme porque faltaba la guinda. Ni segundos pasaron en oír de la boca de Daniel:

-Mía…, mía…, mía…, miiiiiaaaa….

Un tremendo sonido gutural siguieron a sus palabras para que su cuerpo cayera desplomado encima de mí y al mismo tiempo sentir como un torrente de líquido seminal inundaba mi cuello uterino.

¿Era lo que necesitaba para cumplir los deseos de mi marido? Me era igual. Mi marido en esos momentos no contaba. ¿Contaría después de haber vivido esos momentos de gloria y felicidad con Daniel? Le había oído a Daniel de sus labios que era suya y sí lo era, claro que lo era. En esos momentos era de él y para nadie más que para él. Si había alguna duda, los besos que siguieron y las palabras que brotaron de su boca, que me sonaron a música celestial, lo corroboraron.

-Pequeña, lo siento por mi hermano, pero desde ahora en adelante te pertenezco y me perteneces.