Me pone que mi hijo me meta mano

(Una madre relata cómo se excita cuando su hijo le mete mano y la soba a placer, con el morbo añadido de que suele hacerlo cuando su esposo está delante, a escondidas de él)

(Esta historia me la hizo llegar mi amiga C.F.; junto a ella me envió también su autorización para publicarlas con una única condición: que no aporte ni un solo dato que pueda identificarla ni a ella ni a su familia. Así que, para evitar cualquier desliz involuntario, la transmito tal y como me llegó a mí: en su versión original y sin censura)


Quiero contar la historia (o las historias) de lo que acontece en mi casa, pero no para mitigar ninguna culpa, porque no me siento culpable de nada, todo lo contrario, me siento halagada -muy halagada- de gustarle a mi hijo. Escribo con la esperanza de que algún día él pueda llegar a leer esta carta y ¿quién sabe?, quizá también la lea mi marido (¡Dios! cómo me excita la posibilidad de que también él pueda llegar a leer esto algún día…), y como nadie me obliga a divulgar esta parte de mi vida, sino que lo hago voluntariamente, sería absurdo mentirme a mí misma, así que voy a hacerlo desde la única norma que me he impuesto a mí misma: la sinceridad, aún a costa de poder parecer una mujer despiadada, cruel, calculadora y monstruosamente infiel.

Soy C.F., una mujer madrileña, de 43 años, felizmente casada desde hace 21 con un hombre bondadoso, fiel y muy trabajador. Tenemos un hijo maravilloso de 19 años que no sólo es mi ojito derecho, sino que es mis dos ojos, mi alma, mi corazón, mi punto de apoyo y toda mi vida. Es guapo, atlético, educado, muy buen estudiante, formal, amante del deporte, de la vida sana… y desde hace aproximadamente un año,

amante también de su mamá

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Al inicio de nuestra maravillosa relación incestuosa, imagino que cualquier madre hubiera sentido nauseas, vergüenza o remordimiento, pero la verdad es que yo no sentí nada de eso, lo único que sentí fue un mínimo de recato que rápidamente se me pasó porque en mi subconsciente no me sentía culpable de nada, al contrario, me sentía sumamente complacida de, a mi edad, gustarte a mi hijo hasta el extremo de arriesgarse a hacerme lo que me hace, estando su padre al lado.

Además, tengo que reconocer que no podía hacer otra cosa más que intentar disfrutar de los momentos según iban llegando; porque ¿cómo decirle a mi esposo que nuestro querido hijo me mete mano…? Es difícil decirle esto a un marido, y quizás debería haberlo hecho, para que fuera él quien le hiciera entrar en razón a este golfo y le dijera que hay cosas que un hijo no debe hacer con su madre, por mucho que esa madre quiera a su hijo con locura, como es mi caso.

Pero no le dije nada a mi marido, porque entonces también tendría que haberle explicado muchas más cosas, entre ellas por qué me quedé quieta y callada a su lado la primera vez que mi hijo me metió mano y me sobó a placer; por qué ahora muchas veces soy yo la que le incita a que lo haga, por qué me pone muchísimo que mi hijo me llame "tía buena", "maciza", "cariño" o "amor mío" mientras me acaricia y, sobre todo, tendría que explicar también, por qué mi coño empieza a soltar calditos que se me escurren por las piernas abajo, cuando mi hijo me toca.

Ya he escrito que tengo 43 años y cuando me comparo con mis amigas veo que, físicamente, estoy bastante bien; mido casi 1,70, tengo el pelo castaño con una melena que me llega por debajo de los hombros y unas buenas tetas, al menos, bastante buenas para mi edad; tengo los muslos anchos ("muslazos" les llama mi hijo cuando me los acaricia) pero lo que más resalta de mi anatomía son mis piernas; las tengo largas y proporcionadas a mi cuerpo y al grosor de mis muslos, son muy bonitas, al menos a mí me gustan y, lo más importante para mí, a mi hijo también.

No sé por qué empezó todo, porque, a diferencia de lo que previamente van percibiendo muchas otras madres que cuentan sus maravillosas historias incestuosas, yo nunca había notado nada raro en el comportamiento de mi hijo hacia mí: Ni una mirada a mi culo o a mis tetas…, ni un gesto insinuante…, ni una caricia a destiempo…, ni un beso que no fuera en la mejilla… nada; absolutamente nada.

Imagino que se masturbaría como el 99% de los chicos, pero si lo hacía era a escondidas porque yo nunca me enteré, repito que nada me hacía presagiar lo que está ocurriendo ahora en mi casa, a espaldas de mi marido, y que empezó una de esas largas tardes de invierno, en la que reponían en la tele la película "El Resplandor".

Estábamos en el salón los tres: mi marido, mi hijo y yo, ellos sentados juntos en el sofá y yo en un sillón individual; recuerdo que llevaba puesto un vestido blanco, ajustado en el pecho y ancho de cintura para abajo; es muy corto, ya que me queda un poco por encima de las rodillas pero, es que además, esa tarde ni siquiera enseñaba las piernas, porque las tenía tapadas con una suave manta.

Cuando, en la película, Jack Nicholson empezó sus andaduras por los pasillos de aquél tétrico hotel de montaña, me asusté y me fui para el sofá sentándome en medio de mis dos hombres. Como llevaba la manta en la mano, nos cubrimos los tres con ella y cuando ellos dos empezaron a bromear sobre el miedo que yo estaba pasando, se apretaron un poco más contra mí y seguimos viendo la película, ya muy juntos los tres.

En un momento dado, sentí cómo el dorso de una mano empezaba a acariciar mi pierna; eran una serie de caricias suavísimas, muy lentas, desde mi rodilla hasta la mitad del muslo; yo me recosté en el sofá con los ojos cerrados, gozando de aquella caricia y sonreí pensando en lo morbosa que era la situación: mi tímido marido acariciándome bajo la manta, a escondidas de nuestro hijo.

Tapada con la manta, agarré aquella mano y la acaricié con mis uñas, rascándole suavemente la palma para hacerle cosquillas, y luego la llevé al interior de mis muslos, invitándole a que me acariciara ahora en esa zona mucho más sensible, porque la verdad es que estaba disfrutando mucho de aquella situación.

Seguí con los ojos cerrados, deleitándome con las caricias que estaba recibiendo en mi entrepierna, la mano se movía por el interior de mis muslos acariciándolos y apretándomelos a placer, muy despacio y con tanto cariño que sentí cómo mi conejito despertaba de su letargo y empezaba a mojar mis braguitas. Abrí las piernas para que las caricias se fueran acercando al pozo de mis deseos y noté cómo ahora, con mis piernas más abiertas, esa maravillosa mano me acariciaba el coñito por encima de la braga; pero como debido a la postura que teníamos, la caricia en mi coño sólo podía hacérmela con un dedo, intenté cambiar de postura para dejarle vía libre hacia mi coñito y cuando abrí los ojos para moverme, el corazón me dio un vuelco.

Estúpida de mí, me recreé tanto disfrutando del sobe que me estaban dando, que no me percaté hasta ese momento de que quien estaba sentado del lado del muslo que recibía las caricias, no era mi marido, sino mi hijo.

Lo miré con furia, con ganas de cruzarle la cara de una bofetada pero estaba recostado hacia atrás, con los ojos cerrados, haciéndose el dormido con su carita tan divina, que lo único que hice fue exhalar un suspiro, mezcla de resignación y de placer.

Mi marido me miró sonriéndome, pensando que el rictus de mi cara era por alguna escena de la película, luego miró para nuestro hijo y me dijo muy bajo:

-Tranquila… que sólo es una película, y no te muevas mucho que lo despiertas.

Estuve a punto de darle un codazo a mi esposo y decirle que su hijo estaba más despierto que él, pero no lo hice. Estaba enfadada, pero no con mi marido por su bendita inocencia, ni con mi hijo que me sobó a placer, el enfado era conmigo misma porque, aún sabiendo quién era el que me había metido mano, tenía que reconocer que aquello me había gustado.

Me gustaron las caricias de mi hijo y me gustó muchísimo más la situación morbosa en la que me las hizo, tanto que la humedad que sentía en las braguitas, hacía tiempo que no la sentía, y mucho menos mirando el televisor.

Entonces tomé la peor decisión posible (o la mejor, según como se mire): y ya que mi marido me había dicho que me estuviera quieta, eso fue lo que hice: quedarme quietita. El morbo de la situación me había puesto a mil y quería saber hasta donde llegaría mi hijo, así que adopté la misma posición que él, me recosté en el sofá a su lado, eché la cabeza para atrás y me dispuse a dejarle hacer, pero antes cerré los ojos, porque quería disfrutar al máximo de todo lo que viniera a partir de ese momento.

Nada más recostarme, sentí la mano de mi hijo de nuevo en las inmediaciones de mis bragas, me sobaba el coño a placer y yo disfrutaba a tope soltando jugos, tantos que cuando mi hijo notó sus dedos mojados, los llevó a su nariz para oler mis caldos, haciendo como que se rascaba la cara para que su padre no se diera cuenta.

Aquél gesto de ver a mi hijo oliendo los jugos que soltaba mi chichi, en presencia de mi marido, enervó mi calentura hasta el extremo de que mis pezones me ardían y necesitaban un buen apretón, pero -claro- no pude hacerlo, por eso, en cuanto mi hijo volvió a meter su mojada mano debajo de la manta, yo misma la puse entre mis muslos y la apreté contra ellos, rozando durante un buen rato mi ardiente coño contra sus dedos hasta que me corrí como lo que era en ese momento:

una perra en celo

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El cochino de mi hijo debió darse cuenta porque me dejó unos minutos tranquila, como para que me repusiera, y cuando pensé que ya todo había pasado, agarró una de mis manos y la llevó a su entrepierna, me incitaba a acariciarle la pierna y lo hice con gusto, lo noté empalmadísimo y le sobé el muslo un ratito por encima del pantalón, pero cuando llegué cerca de su polla, me dio pudor y retiré la mano.

Él volvió a colocármela en el mismo sitio y esta vez me abandoné a proporcionarle placer a mi hijo; comencé a pasar la palma de mi mano por todo su paquete, que estaba ardiendo mientras hacía como que miraba para la película… ¡¡Dios!!… no recordaba haber estado tan cachonda en toda mi vida, era consciente de la presencia de mi esposo a escasos centímetros y aquello contribuía a aumentar mi calentura, así que decidí dar un paso más en aquella morbosa situación: empecé a refregar con fuerza mi mano sobre la polla de mi hijo, hasta que noté cómo a través de la suave tela de su pantalón, su corrida mojó mi mano.

Por primera vez, había ordeñado a mi hijo, y me había encantado hacerlo.

Él no podría levantarse del sofá porque la mancha de su entrepierna era tan evidente que hasta un tonto se daría cuenta (y mi marido no es tonto), así que debió permanecer allí, sentado, quieto y tapado con la manta, hasta que terminó la película y mi marido se levantó para ir al baño. Aproveché ese momento para susurrarle al oído:

- Venga, métete en tu habitación y cuando salga papá del baño te duchas ¿vale? y deja el pantalón bajo tu cama, que mañana lo lavo.

-Ya voy, pero… ¿y tú… no tendrías que ducharte también? –me preguntó con ironía-

-Claro… pero yo no tengo tanta urgencia como tú, a nosotras no se nos nota.

-Qué suerte tenéis las mujeres

-Eso te pasa por malo, si te hubieras estado quieto, no habría pasado nada

-¿Te gustó? –me preguntó con un hilito de voz maravilloso.

-¿Tú qué crees? –fue lo único que tuve valor para decirle, dándole un piquito en la boca, porque ¿cómo podía explicarle a mi hijo que su madre se había corrido antes que él, que sus braguitas todavía estaban empapadas de sus caldos y que, para más INRI, no sentía ni un ápice de arrepentimiento?.

Mi hijo se fue a su cuarto y no salió de él hasta que mi marido salió del baño, en cuanto mi hijo entró en él para ducharse, fui a su habitación, agarré el pantalón que había dejado bajo su cama y olí su corrida; me sentí orgullosa de haber sido yo la causante de aquél maravilloso néctar y me puse mucho más cachonda de lo que lo estaba, tanto que saqué la lengua y lamí, lamí el semen, todavía caliente, de mi queridísimo hijo en la entrepierna de su pantalón, lo lamí a placer y me gustó su sabor, me gustó tanto que me juré saborearlo siempre que pudiera, cuando tanto asco me daba siquiera oler el de mi marido. Pero son amores distintos.

La segunda situación de pánico mezclado con placer, la viví a los 3 ó 4 días de aquella primera tarde. Estábamos mi marido y yo apoyados en la ventana de la cocina observando el alboroto que se originó en la calle porque un autobús había atropellado a un joven que iba en moto; mi esposo llamó a mi hijo para que viviera a verlo (gran error por su parte) y dada la estrechez de la ventana, mi hijo, para mirar, tenía que apoyarse o bien sobre mi marido o bien sobre mí, y como -afortunadamente- le gusta mucho más mi culo que el de su padre, en seguida se arrimó contra mí.

Posiblemente no necesitaría contar más, porque resulta obvio lo que ocurrió, pero quiero explicar todas las sensaciones que sentí aquella noche, porque con tan sólo volver a recordarlas, mi conejito se excita bajo la mesa en la que escribo.

Mi hijo, al apoyarse en mi culo, pasó un brazo por debajo de uno de los míos, colocó la otra mano en mi cadera y la cara entre la de mi marido y la mía; luego, haciendo como que necesitaba sitio para ver mejor, fue meneándose muy despacio hasta colocar su polla en medio de mis nalgas. Yo ya estaba a cien porque él, con la mano que había pasado bajo mi brazo me acariciaba la teta más alejada de mi marido y con la otra empezó a acariciarme la barriga y terminó sobándome ya por donde le dio la realísima gana.

Miré hacia mi esposo y me percaté de que no se perdía ni un solo detalle de lo que ocurría en la calle, (motivo por el cual se estaba perdiendo todos los detalles de lo que ocurría en casa), y dado que mi esposo parecía no darse cuenta de nada, decidí provocar un poco más a mi hijo y empecé a apretar y a aflojar mis nalgas con su polla incrustada entre ellas, él llevaba puesto el pantalón de un pijama muy fino, por lo que el masaje que le hacían mis glúteos sobre su rabo, era mucho más caliente y erótico del que pueda haberle cualquiera de las amiguitas con las que sale a veces.

Cuando mi hijo llegó a un extremo de calentura máxima, se separó un poco de mí, sacó la polla por la apertura del pantalón, me subió la falda hasta la cadera y volvió a arrimarse a mi culo, todo ello tan despacio que parecía que íbamos a cámara lenta.

Cuando noté el contacto directo de su polla con mis nalgas, me flojearon las rodillas y casi me caigo allí mismo, tenía verdadero pánico, porque mi marido sólo tenía que girar un poco la cara para ver cómo su mujer, con la falda por la cadera, meneaba las nalgas para masajear con ellas la polla de su hijo, pero la situación y la calentura del momento pudieron conmigo, así que me coloqué lo mejor que pude para que mi hijo hiciera lo que quisiera con mi culo y conmigo; él separó un poco más mis nalgas, colocó su hermosa polla entre ellas y siguió balanceándose muy despacio contra mi culo; mientras tanto, yo me agarré al brazo de mi marido, pero no por una actitud cariñosa, sino para dificultarle la visión que pudiera tener de mis nalgas abiertas para mi hijo, y cuando noté que apenas si notó el contacto de mi brazo sobre el suyo porque parecía interesarle más el accidente de la calle que el doméstico, decidí que mi querido hijo bien se merecía que su mamá restregara su culazo para él.

Debido al morbazo de la situación, a mi pequeño apenas le hicieron falta ocho o diez achuchones para correrse sobre mis nalgas, y yo, cuando noté la lechada de mi semental empapando mi culo y mis bragas, bajé mi otra mano para sobarme yo misma el coño con suavidad pero con toda la lujuria del mundo, hasta que mi sexo explotó en una corrida tan bestial como la que había tenido mi hijo.

Cuando el nene se retiró de detrás de mi culo, volvió a bajarme el vestido, pero esta vez ya con menos suavidad de la que había utilizado para subírmelo. Seguíamos a escasos centímetros de mi marido y, en ese momento, fui consciente de una cosa:

Que a partir de aquella tarde, mi hijo me había perdido como madre y me había encontrado como amante.

Aquella misma noche

(Hasta aquí la 1ª parte de esta extensa carta).

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