Me picaron las avispas, pero me comí el panal

Recibir una paliza no es agradable, a menos que uno sepa si se la merece o no.

ME PICARON LAS AVISPAS, PERO ME COMÍ EL PANAL.

Ariles y mas ariles, Ariles del carrizal Me picaron las avispas, pero me comí el panal. "El Balajú" (Son Veracruzano)

Ni supe de donde salieron. Oí sus pisadas apresuradas dirigiéndose a mi y un firme "ora si, hijo de tu pinche madre… ya te cargó la chingada". Un asalto, pensé y rápidamente hice un inventario de todo lo que cargaba en ese momento. Reloj, cartera con 75 pesos, mi credencial de la prepa, identificación de los scouts; nada más. Pero no, el primer madrazo en la cara me generó la ligera sospecha de que no era el robo el móvil de ese desaguisado. Tras el primero fueron llegando más golpes, y fue en medio de esa granizada donde supe a honras de qué me había sacado tan infausto premio. - ¿Así que te gusta mi hermana eh cabrón? Con ella nadie se mete, y menos un culero greñudo como tu, pinche rockerito.- me soltó amablemente el mas alto de todos esos fulanos que, con singular entusiasmo convertían mi cuerpo en blanco de sus mas estudiados fregadazos. Todo fue claro para mí en ese momento. Si, yo portaba en ese entonces una envidiable cabellera, y si, sabía que ese muchacho de buena familia intentaba mantener a distancia a todo aquel fulano que quisiera acercarse a su hermana con insanas intenciones. Ya había oído yo alguna vez que había hecho lo mismo con otro tipo que tuvo la mala suerte de bajar la mano más de lo debido en la espalda de la dulce Ariadna durante una fiesta de la preparatoria donde estudiábamos. Y es que… Ariadna era una muchacha singular. 17 años de edad, uno menos que yo en ese entonces. Espigada, de cabello negro, lacio y de ojos de gata… deliciosa. De cuerpo en ciernes pero que prometía aún mucho mas de lo que generosamente mostraba que llegaría a ser. De sonrisa parca, si, pero franca y deslumbrante; de gracioso andar y facilidad de palabra. Ella era siempre una de las que figuraba en el cuadro de honor de nuestra Preparatoria La Salle, institución que buscaba repuntar entre las prepas de la zona sur de la Ciudad de México. Lectora de rigor de los textos sagrados durante las misas de la escuela, elemento indispensable del grupo de teatro del maestro Sergio –donde yo la conocí- y favorita de muchos de los maestros, sobre todo los del área 3, Administración. Era una estupenda estudiante, alma de las reuniones, un auténtico dechado de virtudes, amiga sincera y desprendida…. y una fiera en la cama. En medio de los golpes decidí no oponerme al castigo. Eran tres, más grandes que yo, y duchos en el arte de madrear gente, por lo que notaba. Mi mente se centró en la realidad y en la entonces irrefutable Ley de Causa – Efecto. Cada golpe me remembraba algo vivido. Quizá fuese algún sentimiento hipócrita de culpa, quizá un dejo de conciencia filial o no se qué, pero lo cierto es que cada golpe me hacía sonreír. De haberme visto habría sabido si sonreía con muecas de dolor o no, pero de que sonreía, sonreía. Uno de los golpes me alcanzó en la espalda, a un lado del riñón, haciéndome contorsionarme de dolor. Sé que no era el dolor lo que hacía contorsionarse a Ariadna cuando mi boca subía y bajaba lentamente por su espalda, sintiendo en mis labios el suave tacto de sus casi invisibles vellos. Su espalda, cuya textura era sencillamente maravillosa y perfecta, su espalda que rivalizaba con la de cualquier hembra que uno encontrara en revistas y affiches de moda; su espalda, donde mis dientes dejaron marquitas suaves, recompensadas por suaves ronroneos de placer mientras mis manos la continuaban desnudando. Esa tarde en su casa, ella, recostada boca abajo, solamente cerró los ojos mientras yo la recorrí con manos y boca por la espalda, levantando su sweater de lana y encontrándome con el sabor de su carne, pocos segundos antes de que mis manos se apoderaran de la falda negra que cubría sus piernas y sus firmes nalgas. ¡Ay!, la patada del hermano me alcanzó de lleno en el rostro, haciendo que mi labio inferior quedara cortado por mis dientes, provocando un hilillo de sangre que sabía que me costaría mucho inhibir. No era la primera vez que un hilillo caía de mis labios, como el hilillo que de la boca me chorreaba cuando me separé de los dulces pliegues de la vagina de Ariadna. Durante los descansos, en la cafetería de la prepa, los amigos hablábamos a hurtadillas de lo que algunos llamaban sexo oral. Fermín decía que eso le encantaba; a Rodolfo y a David les repugnaba por su olor y por la babita que según ellos encontraban en sus novias. Pero a mi me embriagó, para qué mentir. El sabor y la textura del fluido vaginal de Ariadna era la bebida más enervante y exquisita que jamás podría uno encontrar en cualquier rincón de la Tierra. Obtenerla era la tarea mas sublime que pude realizar en mi vida. Al final, la mandíbula me dolía; a fuerza de lamer, a fuerza de estirar mi lengua hasta el cansancio total para recorrer la vulva de ella; para saborear su manantial sagrado, su cavidad divina. Si, aún con las reservas que ella tenía de dejarse explorar de esa manera, mostrándose obsequiosamente ante la mirada obscena de mí, quien fuera apenas un compañero con quien ella debía únicamente ensayar una escena del "Sempronio" de Cuzzani. Freud diría que tuve siempre alguna fijación oral, producto de una mala actitud de mis padres por ahí de los dos años de mi temprana niñez, pero... ¿Qué importaba eso, si estar pegado a la entrepierna de Ariadna era mi iniciación en el dulce arte de comerme un coño? ¡Pinche Pepe, joeputa! ¡Casi me rompe los huesos de la mano con un pisotón cuando quise aferrarme a algo sólido para recuperar el sentido de la orientación! Mi mano emanó sangre de entre los dedos. Sin embargo jamás le guardé rencor a Pepe, pues dejó en el nudillo de mi dedo anular derecho la marca que siempre me recordaría la primera vez que masturbé a una mujer. Y es que…. Masturbar adecuadamente a una hembra no es tan fácil; requiere igualar y superar a los manejos que ellas mismas hacen con sus manos en su propio sexo. He sabido de amigos que después de haber seducido a una chica comienzan a masturbarlas, y ahí mismo se les ha acabado el encanto. ¿Habrá nacido de ahí mi obsesión por el onanismo femenino? Probablemente si. Lo cierto, es que esa tarde, tras practicar nuestras respectivas líneas dramáticas, caímos en el juego de ensayar papeles diversos, lo que nos arrimó inexorablemente a besarnos y comenzar a fajar recargados en uno de los libreros de la sala del padre de Ariadna. No creo que tenga mucho sentido comentar en este momento que ahí se encontraba un incunable del bajo medioevo de sermones de Eusebio de Cesarea, pero bueno… quede constancia de ello. El caso es que ella se dejó manosear con una prontitud asombrosa. No acababa yo de creérmelo, pero en cuanto tuve oportunidad la tenía recargada de espaldas contra mí, colocando su firme, pero aún no tan frondoso trasero contra mi palo que respondía presuroso al tacto de aquella maravilla. Mi mano, inquieta, recorrió sus piernas y comenzó a deslizarse mas y mas arriba; temerosa, si, para qué negarlo, pero ávida también por conocer la intimidad de esa mujer plena y encendida que ahí mismo se me ofrecía. Ya había yo conocido alguna vez en ese entonces lo que era el rincón maravilloso de una mujer, pero en mi primera experiencia ella fue la que tomó la iniciativa. Pero aún con mis reservas, experimenté un sentimiento extraordinario de poder cuando mi mano acarició la vellosidad púbica de Ariadna, y mis dedos se perdieron impertinentes por en medio de sus piernas. Mi mano, -días después sangrante y entumecida por el impacto del tacón de la bota Siete Leguas de aquel maldito-, manipuló el deseable botón de su clítoris, experimentando, buscando las sensaciones que tanto a ella o a mi nos llenaran de deseo y de placer. -¡Pendejo malnacido. No sabes con quién te has metido!- gritó uno de esos bastardos que jamás supe quién era, mientras lanzaba una certera patada contra mis entonces inexpertas bolas, y me doblé por completo. Sentí que el hades o el cauce funesto del Mictlán estarían prontos a recibirme. Mis testículos casi hicieron implosión ante el impacto de ese maldito montonero, a la vez que una lágrima surcaba mi rostro contorsionado. Aunque debo aceptar que mi mente únicamente se remitió a ese sublime momento en que Ariadna, después de que la yema de sus dedos acariciara la pelambre de mis jóvenes huevos, procediera a besármelos y lamerlos con una expresión de voracidad que hasta hoy se aparece en mis sueños causándome desasosiego. -¿Puedo?- fue lo único que me dijo la cabrona antes de empezar a legüeteármelos. En esa tarde, entre libros, textos de Cuzzani y deseos reprimidos, mis testículos se contrajeron al contacto de su boca cuando empezó a recorrerlos y a jalar suavemente del pelo que los cubría. Mi respiración comenzó a pasar por entre mis dientes, mis ojos se cerraron en una instantánea respuesta a sus estímulos. Con su mano sostuvo mis huevos mientras su lengua hacía el resto y mi mano jugó con su cabello. Hasta dudo de encontrar las palabras adecuadas con qué pudiera describir las sensaciones que tuve cuando sus labios delgaditos llegaron a la base de mi verga. Pero en esa calle solitaria de la Colonia Educación, apenas a unos metros de la Secundaria 150, mi verga estaba contraída, presa del dolor por el impacto recibido. Yo ya no sabía si llorar de dolor y espanto, o gritar, o tratar humillantemente de pedir perdón. Lo último que pensé, antes de caer en un sopor causado por el cúmulo de golpes fue en la forma en que Ariadna se recostó en un sofá para que mi palo la horadara a placer. Supe en ese instante que no sería el primero – Lo cual entre mis amigos era realmente una señal de buena suerte, pues aborrecimos siempre la experiencia de tirarnos a una nena virgen- pero mientras la penetré con ese ímpetu carente de la técnica que dan los años y las experiencias vividas, conocí la hermosa diferencia entre cogerse a una mujer y que una mujer se lo coja a uno. No se cómo llegué a casa de Pablo cuando pude ponerme en pié después de que ellos consideraron que había sido suficiente. Pero aún el dolor punzante de una torunda con alcohol bajo mi párpado, no pudo hacerme olvidar el primer momento en que una hembra hermosa explotó en un salvaje orgasmo abierta de piernas sobre el sofá de la sala de su casa mientras mi palo entraba y salía incansable por entre su entrepierna y mis mejillas eran acariciadas por la piel de sus senos. ¿O habrá por ahí algún inconsciente que olvide la mirada que las mujeres tienen al venirse? Yo jamás puedo olvidar algo así. El que una mujer alcance el orgasmo enredada en el cuerpo de uno es justamente aquello a lo que los pensadores llaman "encontrarle sentido a la vida". Dije a mis padres que las heridas habían sido de una bronca de los elementos del equipo de soccer de la prepa, con los de la vecina Secundaria 101, aunque mi padre sabía que no existía tal equipo. Esa noche, en mi cama, en vez de sobar mi rostro para calmar los hematomas que lo poblaban…. en honor de Ariadna impenitentemente sobé extasiado mi verga.