Me perdió el deseo
La historia de un hombre que en el fondo es desgraciado, pero que vive en la edad madura una de las mejores experiencias de su vida.
He sido siempre una persona reputada en el ámbito social en el que me instalé gracias a mi esfuerzo, mi suerte y mis artimañas. A pesar de proceder de una familia humilde, cuyo cabeza, mi padre hablaba de valores como la honestidad y la honradez, yo salí de esa esfera precisamente porque consideraba esas ideas estúpidas. Estudié derecho y prosperé ejerciendo como abogado de empresarios corruptos y explotadores, políticos indecentes y gente de pelaje similar. Me casé con la hija menor de un industrial francés millonario y tuve con ella cuatro hijos, pues nuestro matrimonio funcionó bien en el tema de la descendencia, por lo demás Claudette, que así se llamaba mi esposa, y yo, nos manteníamos distantes entre nosotros, sobre todo al final y por ambas partes de forma intencionada. Eso nos satisfacía a ambos. Lo único que me procuraba placer en la vida era ganar dinero y alejarme de la vulgaridad en que te sume la carestía. Dinero procedente de mis ilícitos servicios a clientes inmorales, tan inmorales como yo.
Sí, eso era precisamente era lo que me gustaba. Jamás fue el sexo para mí una prioridad, porque mientras mis clientes cerraban tratos en burdeles, yo me comía la cabeza en mi despacho aclarando documentos que nos eximiesen de una pena pecuniaria o carcelaria. Como contaba, Claudette y yo tuvimos cuatro hijos: André, el mayor, Jacques, el segundo, Marie, la tercera y Gustav, el menor de todos y con una marcada diferencia de edad con respecto a sus hermanos, pues su madre y yo lo tuvimos cuando éramos ya ciertamente maduros.
Recuerdo que al nacer André la misma Claudette se ocupó de él, y cuando llegaron los medianos contratamos una niñera que los crió. La despedimos cuando crecieron y de ella no recuerdo ni su nombre. Finalmente nació Gustav cuya diferencia de edad con respecto a los mayores era sustancial; yo ya peinaba canas. Tuvimos que contratar a una niñera nueva, de lo cual se encargó mi esposa y una noche durante la cena me comunicó que ya había encontrado una, que aunque joven, tenía buenas referencias. No quise saber más.
Al día siguiente, al regresar de la oficina, llegué a casa y me dirigí al dormitorio del pequeño Gustav. Al entrar para darle un beso a mi hijo, lo encontré en brazos de una chica joven de cierto atractivo. Mimaba al pequeño como si fuera su madre. La saludé aturdido y le pregunté su nombre: dijo llamarse Dalía. En mi interior admití que hacía tiempo que una mujer no me impresionaba de aquella manera, me gustó mucho y la constatación de ello fue que esa noche soñé con ella.
Durante las semanas siguientes la busqué con la mirada hasta la extenuación y ella acabó dándose cuenta de que la amaba, o de que al menos, la deseaba; pero nunca intercambiamos unas palabras al respecto.
Un sábado por la tarde, mi esposa salió con los hijos mayores para pasar un rato en un parque de atracciones. Dalía se quedaría cuidando del pequeño y yo supuestamente preparando documentos para causas pendientes de la semana que iba a empezar. Me metí en mi despacho, pero sólo pensaba en ella. Me dirigí hacia la habitación de juegos y la encontré junto a Gustav cantándole una nana. El pequeño se quedó dormido y ella lo tapó con una mantita.
-¿Quiere que le preparé algo en la cocina? me preguntó susurrando para no despertar a Gustav.
Esa no es tu tarea Dalía.
No me importa hacerlo. ¿Un café, un zumo ?
Bueno, deja que te acompañe.
Mientras Dalía preparaba un café para ambos, yo la miraba apoyado en el quicio de la puerta. La deseaba. Ella me miraba esbozando una imperceptible sonrisa a la par que preparaba las tazas, las cucharillas y el azucarero.
-¿Por qué no lo tomamos aquí mismo? preguntó.
-Lo que tú prefieras.
Al servir el café la cafetera se le volcó y el hirviente líquido negro se vertió sobre su falda. Me alarmé, pero ella me tranquilizó diciendo que no era nada, aunque al parecer un poco traspasó la tela quemándole la piel. La chica se apoyó contra la encimera y alzó la falda. Creo que no había visto nunca unas piernas tan bonitas. No le pasó nada, apenas una leve quemadura; pero me miro intensamente a los ojos. Tan solo restaba acercarme a ella y tomarla.
Dalía se abrió ante mí como una flor. Mi erección fue total, como la de un chico de veinte años, por eso mismo, porque me sentí joven. Olvidé negocios, pleitos y demandas; olvidé el dinero, a mi mujer, sólo quise fundirme con mi amante, que abrazada a mí me susurraba al oído que la follase. Jamás nunca una mujer me habló así. Llegué al final en un polvo extenuante para ambos. Los alaridos de placer de Dalía fueron tremendos, tanto que despertó al pequeño. Tras el coito, en el que hubo intenso amor, todo pareció disiparse y volvimos a ser como desconocidos.
Apenas dos meses después Dalía me dijo que estaba embarazada de mí y no lo puse en duda. Ya no valía atormentarse pensando si habría sido mejor poner remedio para evitar la concepción; un condón o acaso la marcha atrás. Fue tan hermoso que no mereció la pena. Di mis apellidos a una niña, Gracia, que era idéntica a mí. Esto me costó el divorcio. Quise emprender una vida con Dalía, pero ella se negó a formar pareja conmigo y pronto se largo con un empresario dueño de una cadena de discotecas costeras. Un chulo prácticamente. Entre Dalía y mi exmujer me extraen el dinero a montones. Creo que ya no hay remedio para mí en la vida; y todo por un polvo. ¡Pero qué polvo!