Me hicieron más putita en una noche de fetiches
Una señora embarazada me ofreció a su cornudo marido como esclavo. En una noche repleta de fetiches me volví más viciosa; y lo mejor: ¡tendría a mi primer madurito a mis pies!
Hola queridos lectores de TodoRelatos, me llamo Rocío y soy de Uruguay. Tengo 19 y un cuerpo en forma de guitarra que me ha causado varios problemas. Como comenté en mis otros relatos, mi mejor amiga y yo somos las putitas de un grupo de ocho hombres maduros, compañeros de trabajo de mi papá. Yo para evitar que mi padre fuera echado de la empresa donde trabaja, ella para evitar ser denunciada.
Si bien en mis otros relatos he comentado cómo fui deshaciéndome de mis barreras mentales al exponerme a distintos tipos de guarrerías, desde orgías con viejos, tatuajes, perforaciones, zoofilia, lesbianismo y hasta, armada con un arnés, dar por culo a un hombre, la vida no tardaría en revelarme más sorpresas. Pronto sacaría a la luz mi vena dominante y encontraría un cornudo hombre casado dispuesto a ser mi esclavo con el permiso de su esposa. Mi primer beso negro, hacer pajas con mis pies y hasta una lluvia dorada estaban aguardándome en lo que sería otra noche de sexo duro y extremo.
Nuevamente, trataré de ir por partes. Porque antes de dar mis primeros pasos como Ama, aún debía sufrir los embates de ser una esclava a merced de viejos pervertidos.
Tras haber prácticamente violado al señor López con un arnés, sabía que el cabrón se vengaría de mí a la primera oportunidad que tuviera. La noche luego de que lo sometiera, él y sus trajeados compañeros me cercaron nada más yo y mi amiga Andrea ingresamos a su casa.
De manera poco cortés me llevaron de brazos hasta la mesa de la cocina mientras que otros hombres se llevaban a Andy a la sala, mucho más delicadamente he de agregar. Me acostaron boca abajo sobre la mencionada tabla, y antes de que pudiera protestar por la brusquedad con la que era sometida, me esposaron las manos a la espalda y además me cegaron con una pañoleta negra; tenía ya un olor asqueroso de semen reseco por la falta de lavado.
Estaba muerta de miedo y de excitación. Debo confesar que me vestí con faldita y blusa muy cortitas, ceñidas y sugestivas para mostrarles de manera disimulada mi deseo de ser poseída por ellos; visto lo visto, parecía que estaba funcionando.
—Uff, señoressss… ¿por qué las esposas? —me retorcía lentamente para disimular.
—Es para que no vuelvas a arañarme como la última vez, putón. Mi señora ha visto las marcas —creo que era don Adalberto. Es que me suele tratar muy duro y en una ocasión lo rasguñé.
—¡Auuuchhh! —alguien remangó mi faldita por mi cintura y me dio una fuertísima nalgada que resonó por la sala—. Perdóooon, ¿pero no podéis ser más gentiles?
—Vamos a probar con cuatro dedos hoy, marrana —bajó mi braguita hasta la mitad de mis muslos—. Ya va siendo hora de seguir dilatando tu esfínter.
—¡Jo! —alguien me metía mano y hurgaba en mi capuchón para acariciar mi clítoris —. Parece que a alguien le está gustando mucho y está encharcándolo todo, ¿te pone que te traten duro, Rocío?
—¡Uff, no es verdad! —mentí.
—¡Toma cachetadas, cerda!
—¡Auuchh! ¡No hice nada malooo… Ah, ahhh, aaaahhhh!
Casi todas las noches mis amantes me entrenaban la cola para que algún día pudiera albergar pollas y puños por igual. Eso sí, durante esos “entrenamientos” yo solo era follada por dedos. Primero con uno, que con el correr de los días fueron aumentando de cantidad conforme mi culo se hacía, según ellos, más “tragón”. He llegado a soportar en un momento dado hasta cuatro dedos entrando hasta los nudillos, pero con “soportar” me refiero a que me tenían llorando y retorciéndome de dolor sobre la mesa de la cocina hasta desmayarme.
Esa noche no sería excepción.
—¡Cuatro dedos, miren cómo se lo traga el culo de la hija de Javier!
—¡Qué gracioso es ver cómo contrae sus nalguitas!
—¡Es porque le estoy haciendo ganchitos en el ano! ¡Miren, voy a izarla!
—¡Aaagghhh, bastaaaaa, me voy a morrrriiiiiir!
—Deja de zarandearte, zorrón, que te vas a rajar la cola—escupió rudamente otro—. Venga, traga mi verga.
—¡Mmmfff!… No gracias, ¡paso!
Alguien me agarró del cabello y calló mis gritos con un pollazo hasta la garganta que hizo retorcerme aún más. Con mi boquita siendo follada bestialmente no tenía muchas chances de decirles que me estaba a punto de desmayar del gusto.
—¡Espereeeeen!… —zarandeé mi cabeza para librar mi boca—, ufff, ¡tiempooo, denme tiempoooo!
—¿Quién puta te crees que eres, niñata? —y volvió a clavármela hasta la garganta.
—Un día de estos cargaremos champagne en tu culo y te pasearás de asiento en asiento para darnos de beber, ¡jajaja!
No pude evitarlo más. Con tan duras palabras, mientras sentía el glande empujando mi campanilla y los circulitos que hacían esos dedos dentro de mi culo, arqueé mi espalda y dejé de contenerme para mi vergüenza total. Me corrí fuertísimo, mojé la mesa, y los infelices, lejos de apiadarse de mí, siguieron dándome con todo.
—¡Puta guarra!
—Quién diría que un día veríamos a la hija de Javier correrse como una puerca tan rápido.
Me revolvía como loca sobre la mesa, creo que tiré algún plato que no retiraron. Una vez que el viejo se corrió brutalmente en mi boca, dejaron de meterme dedos en la cola. Ni siquiera habían pasado cinco minutos y ya estaba agotadísima y vencida por el miedo y la excitación, con el semen escurriéndoseme de mi boca y nariz, tratando de recuperarme y soportar el maltrato anal al que me sometieron.
—Miren cómo quedó el culo, ¡por dios!
—Madre mía, fíjense bien, se le ven las tripas…
—Voy a abrirle las nalgas, quiten unas fotos, vamos.
—Ugggh… me dueeleeee… ¡siento que no puede cerraaaar!…
—A callar, o te meteré mi polla y orinaré adentro, cerda.
—¡Me habéis destrozado la cola para siempre, imbéciles!
—¡Exagerada!, el día que te folle con mi puño tal vez te lo destroce, pero por cuatro dedos…
Cegada y apresada como estaba, me arrancaron mi braguita de un tirón y alguien se encargó de quitarme la falda, dejándome solo con mi blusita ceñida. La vista bien podría ser asquerosa o deliciosa para según qué ojos: mi coñito rojo, depilado (aunque ya se sentía ligeramente el vello creciendo), hinchado y caliente pidiendo guerra, y mi culo aún abierto, revelando mi interior y sin muchas ganas de cerrarse.
Como había dicho, tenía ganas secretas de que me hicieran suya, pero lo cierto es que esos viejos me veían como un juguete roto desde que me hicieron tener sexo con los perros de su jefe. No sé si era por estar ovulando, pero me sentía muy necesitaba de afecto; sin novio ni pretendientes en mi vida, necesitaba sentirme deseada y por ello me había vestido más ligeramente para ver si podía obtener un poco de cariño de parte de esos maduros.
Podía oír a Andrea siendo cepillada en la sala; me ponía como una moto, ¿por qué a ella sí le follaban y a mí no? Mientras escuchaba cómo quitaban fotografías de mi vejado ano, arqueé mi espalda para el deleite de ellos y con voz rota emití unos gemidos sensuales; quería que me hicieran su putita como en los viejos tiempos.
—¿Qué pasa? ¡La nena quiere marcha otra vez!
—Señores, lo último en el mundo que quiero hacer es follar con viejos asquerosos como ustedes —mentí—, pero si para que mi papá siga en vuestra empresa tengo que hacerlo, lo haré… así que adelante...
—Ya veo por qué has venido con ropa tan cortita y ceñida. Sinceramente, me da cosas meter mi polla en el mismo agujero por donde la mete un perro… Así que paso.
—¡Yo también paso, lo siento, Rocío! ¡El culo o nada!
—¡Imbéciles!, ¿no les da vergüenza hablarle así a una chica?, hasta esos perros son más caballeros que ustedes…
—¡Pues está todo dicho, Rocío!
Alguien tomó un puñado de mi cabello y levantó mi cabeza para apresar mi cuello con un collar que lo sentí metálico. Intenté protestar y zarandearme pero fue misión imposible. Me levantaron de la mesa y, de un brazo, me llevaron al jardín para encadenarme a un poste en el centro de lugar.
—Traeré a los dos perros, esos tan “caballerosos”, para que te tranquilices.
—¡Bastaaaa, no quiero perros, quiero hombressss!
—¡Ja! ¿Yo te quitaré las esposas, putita, así vas a poder guiar la polla del perro afortunado para que te monte bien.
Libre de esposas y de pañoletas, me arrodillé y abracé la pierna del primer madurito trajeado que tuve en frente.
—Ufff, perdóoon, me portaré bien, ¿síii? Quiero volver a la sala… ¡Quiero estar con humanos!
Pero no me hicieron caso; encadenaron a los dos bichos al mismo poste y no tardaron los canes en lanzarse a por mí. Los maduros se alejaron riéndose a carcajadas mientras los animales empezaban a lamer mi coño y dilatado culo con ganas.
La verdad es que, calentísima como estaba, me resigné y pensé que no me caería mal montarme de nuevo con uno de esos perros. Total que ya lo había hecho varias veces; ya estaba emputecida. Así que me puse de cuatro y me sostuve fuerte del suelo, empuñando el gramado y poniendo la cola en pompa: el labrador fue más rápido y logró montarse, pero yo quería al dóberman porque folla más duro, así que me zarandeé para que se saliera de encima y viniera el can deseado.
No tenía fundas y podía rasguñarme, pero podría soportar el dolor con tal de recibir carne. Llevé mi mano bajo mi vientre, y tras guiar su caliente polla hasta mi anhelante grutita, yo y mi amado dóberman nos la pasamos entre caderazos violentos por un espacio de no menos de quince minutos. En lo posible, me buscaba el clítoris para acariciarlo.
En medio de mis chillidos de placer, noté con los ojos lacrimosos que alguien entraba al jardín. Quise aclararme la mirada pero repentinamente grité de dolor porque el bicho me dio una arremetida feroz; me la clavó hasta el fondo porque estaba por correrse. Lo sentía, yo ya me había venido en dos ocasiones durante esos quince minutos pero el muy cabrón tenía mucho aguante y seguía dale que te pego. Para colmo, cada embestida suya me sacudía y las tetas me dolían de tanto zarandearse. Tal vez debí haber elegido al labrador:
—¡Cabróoon!… ¡Auuuchhh! ¿Es que no te vas a cansar nuncaaaa?
Imprevistamente escuché un carraspeo femenino: era la señora Marta quien había ingresado al jardín, fumándose un cigarrillo, mirándome con una sonrisita. A ella no parecía molestarle mucho la orgía que estaban montando los hombres en su sala con mi amiga Andrea.
De cuatro patas como estaba, me acerqué a ella para besar sus pies, y aunque me costó llegar hasta allí debido a que el perro me abrazaba fuerte y además estaba trancado en mi grutita, conseguí cumplir mi cometido y lamí con esmero, metiendo lengua entre los dedos de la madura y chupándolos con fruición, sosteniéndome fuerte del gramado para no caer debido a las embestidas del can.
—Hola vaquita —dijo Marta.
—Ufff… Señora Marta…
—¿Desde hace cuánto que estás follando con mi perro, marrana?
—¡Ahhhgg dios!, por favor señora… su perro me va a matar y no puedo escaparmeee… ellos tienen la llave del candado de mi cadena, quiero salir de aquíiii… —mentí en eso de que quería salir, tenía una imagen de chica decente que mantener.
—Pues se ve que lo disfrutas, vaquita. Y mi dóberman también, ¡todos contentos!
—Por favoooor, está que no paraaaaa… Quiero volver a estar con humanos, ¡ahhhh! Mierdaaa… ¡No puedo estar toda la vida cruzándome con un maldito perroooo!
—Pues parece que estás en aprietos. No tienes novio, y ninguno de los hombres desea estar junto a ti desde que llegó Andrea. No les culpo, su cuerpo es escultural y nació para el sexo. Tú, en cambio…
—¡Uff! ¡Eso es, necesito un novio, señora Marta! ¡Ahhh! ¡Alguien que me trate bonito, no como esos cabrones!
—¡Jaja! Pues si quieres, te puedo conseguir una especie de… “novio” que te trate como a ti te guste. ¿Qué dices? ¿Nos vamos a visitar a una amiga mía?
—Qué clase de… ufff... ¿qué clase de amiga?
—Se llama Elsa. Hace tiempo que me viene preguntando por alguna mujer u hombre que quiera tener a su marido como esclavo, y me parece que es buen momento para tú tengas uno. Para que vayas practicando cómo ser una Ama.
—¿Tiene usted una amiga que ofrece a su marido como esclavo?
—Sí, el problema es que casi nadie quiere a un esclavo casado y con edad, pero bueno eso no te importará a ti, ¿verdad?
No pude pensar mucho más al respecto, el perro empezó a tirar su maldita e interminable leche dentro de mi coñito, lo sentía disparando sin cesar y me pareció la cosa más rica que había sentido en toda la noche. La señora me vio poner una cara rarísima, arrugando mi expresión y perdiendo el control de mi quijada: suelo ser así cuando me corro. Era deliciosa la sensación de tener la tranca del perro dando fuertes pulsaciones dentro de mí, hinchándose, hirviendo, vaciándose todo en mi interior. Sí, me corrí como una perra a los pies de esa mujer, ya no me importaba que me miraran mientras me llegaba siendo montada por un animal, podría hacerlo en medio de una plaza o incluso en la calle a la vista de desconocidos; ya estaba convertida en una putita hecha y derecha, y me importaba un pepino lo que las personas pensaran de mí. Me había convertido en una cerda.
—¡Noooo pareees bichoooo!
—¿Te estás corriendo mientras te hablo, vaquita?
La señora se acercó a mí y se inclinó para tomar de mi mentón; inmediatamente abrí mi boca creyendo que iba a escupirme, pero aparentemente solo quería ver mi rostro corriéndose viciosamente:
—Estaré en la sala. Cuando el perro se desacople de ti, múgeme y vendré a quitarte la cadena para irnos a la casa de mi amiga.
Me retorcí frente a ella mientras el dóberman volvía a clavármela un poco más. El animal me abrazó fuertísimo, como no queriendo que me escapara de su verga, y me corrí otra vez; ni siquiera fui capaz de decirle “Sí, señora Marta” a la mujer, solo salió un mascullo inentendible propio de una poseída.
Varios minutos después, cuando el can por fin se salió de encima, me acosté sobre el gramado, muerta de gusto, tratando de averiguar qué tipo de perversiones me deparaban el resto de la noche: ¿Una mujer me iba a regalar su marido para que fuera mi esclavo? ¿Para qué querría yo un esclavo? ¿Podría tener yo un esclavo, siendo a la vez una putita propiedad de ocho viejos pervertidos? Pero sinceramente, la necesidad de estar con un hombre cariñoso me ganaba terreno; harta de perros, pensé que tal vez debería aceptar su oferta. Además, la idea de ser “Ama” me tenía en ascuas, desde siempre he sido dominada, ya venía siendo hora de ser yo quien llevara algunas riendas.
El labrador, que aún no me había follado, quiso venir a por una tanda de “su perrita”, pero yo ya estaba hecha un desastre, con el semen goteándome sin parar de mi adolorido coño, escurriéndose por mis muslos y goteando en cuajos hasta el suelo inevitablemente. No tardé en mugir como una maldita vaca para que la señora entrara de nuevo en su jardín y así pudiera apartarme del bicho calentón. Vino con la llave de mi collar en una mano y su temida fusta en la otra.
Los perros se asustaron al ver que ella blandió su arma al aire y se alejaron mansos. Y yo suspiré aliviada, abrazándome a sus piernas para agradecerle su salvación:
—¡Uff! Vayamos a buscar a ese esclavo, señora Marta…
—¡Qué vaquita más puerca! —dijo inclinándose hacia mí para darme un fustazo en las nalgas.
—¡Auuchhh! ¡No he hecho nada malo!
—Vaquita, más vale que te des un buen baño hasta que dejes de chorrear la leche de mi perro. Como vea una manchita en el asiento de mi coche lo vas a limpiar a lengüetazos.
Fue paciente, lo suficiente como para que me aseara en su baño durante más de media hora y me hiciera con mis ropas. Cada vez que pasaba por la sala, ya sea para buscar mi faldita o para devolver los collares y cadenas, los hombres no mostraban mucho interés en mí, sino en la rubia escultural que estaba sentada sobre don Adalberto. La boca se me hizo agua al ver a mi amiga frotándose contra su pecho peludo y montándolo lentamente para delirio de todos.
“Qué verga tan grande tiene usted, don Adalberto. Sus venas, su largor, ¡estoy enamorada!”. Todos se reían y se la cascaban a su alrededor; él se corrió brutalmente, puso una cara feísima mientras le apretaba la cinturita con fuerza, metiéndosela hasta el fondo: “Ufff, qué mujer estás hecha, ojalá mi señora fuera como tú, princesaaaa”.
A mí nunca me volvieron a decir “Princesa” desde que estuve con los perros; crispé mis puños y me mordí los labios. Cuando Andrea se levantó de don Adalberto, sudada y temblando, otro hombre la tomó de la mano y la puso contra una pared para así darle una follada durísima, dándole embestidas violentas y gritando como un toro.
Don Adalberto vio mi carita de pena y me sonrió. Me llamó con un chasquido de dedos: con el corazón reventando de alegría me acerqué para arrodillarme entre sus piernas, esperando que me ordenara cualquier guarrada. Era la primera vez en mucho tiempo que volvería a ser la putita de uno de ellos, y para qué mentir, lo extrañaba. Ni siquiera me quité mi blusita y falda, me daba igual que me la manchara con su leche, estaba demasiado contenta pues me sentía deseada nuevamente:
—Acércate más, marrana.
—¿A mí no me dice “Princesa”, don Adalberto?
—Quítame el condón con el que follé a tu amiga, furcia, y cómetelo, ¡recién salido del horno, jajaja!
—Cabrón, no lo dirá en serio…
Me cruzó la cara con una mano abierta:
—No me vuelvas a insultar. Venga, sácame el forro y a comer, putón.
Andrea en cambio la pasaba de lujo. Su amante le arrancaba alaridos y gritos que me corroían de celos. Yo, por mi parte, debía conformarme con comer un condón repleto de leche que segundos antes había estado en su coño.
Otra bofetada con insultos varios me volvió a la realidad. Me incliné para chupar sus huevos con fruición mientras le quitaban delicadamente el forro. No tardó el condón en estar entre mis dos manos, caliente, jugoso, repleto de semen que se escurría. No podía ser verdad que debía comerlo, ya lo había hecho anteriormente pero eran condones con los que me follaban a mí, no a otra persona. Pero cuando don Adalberto volvió a abrir la mano para darme una tercera bofetada, di un respingo de sorpresa.
—¡Valeeee, me lo comeréeee!
—Eso es. Pues comienza, Rocío… Venga, rápido que se enfría…
Tomé respiración. Cuando mi papá suele prepararme platos que no me gustan, suelo comerlos rápidamente para no sentir el gusto. Es mi manera de no decepcionarlo, pues la verdad es que es un pésimo cocinero. Así que haciendo fuerzas, hice lo mismo con el condón. Bajé la cabeza y sorbí rápidamente el semen que se escurría; lo tragué en dos tandas interminables, y antes de que amagara potar por lo asqueroso de la situación, tomé el forro con mis dientes y empecé a masticar un poco antes de tragarlo. Jugos de don Adalberto y Andrea en mi boca, ¡por poco no me desmayé! Pero, tragado lo tragado, levanté mi mirada con una sonrisa repleta de leche: cumplí mi misión y don Adalberto iba a felicitarme. Tal vez incluso me volvería a llamar su princesa.
—Don Adalberto, me lo he tragado… fue delicioso —mentí.
Pero el muy cabrón ya no me hacía caso, solo se la cascaba groseramente viendo cómo su colega se cepillaba a Andrea. Molesta, acompañé su paja con mis manos, mirando con melancolía su enorme y venoso pollón:
—Don Adalberto, fólleme por favor…
—Joder, Rocío, no tuviste suficiente con los perros…
—Pero por usted lo puedo soportar. Uno rapidito, por favor, en el sótano está el colchón, yo misma iré a arreglarlo todo.
—Ehm… lo siento, Rocío, ya estoy cansado también. Además doña Marta te está esperando, no la hagas perder el tiempo.
La señora Marta vino hasta mí para tomarme del brazo, y de un zarandeo violento, me levantó y me llevó hacia afuera de la casa para irnos en su coche. Fue frente al portal de su casa cuando la madura vio el cabreo en mis ojos y se detuvo para hablarme:
—¿Por qué tienes esa mirada de vaca asesina?
—Señora Marta, ya nadie me desea, para esos viejos soy un cero a la izquierda.
—¡Ja! Dices que odias a esos hombres, pero sé cuánto deseas estar allí para que te digan lo putita que eres, ¿verdad? Ya me veo oyendo tus quejidos durante todo nuestro viaje… ¡Uff!
El trayecto no fue precisamente largo. No fueron más de veinte minutos en donde atravesamos un par de barrios residenciales; llegamos a una zona bastante lujosa que me hacía recordar a una especie de Beverly Hills (salvando las evidentes distancias).
Salí del coche y le abrí la puerta a doña Marta para que ella se bajara. Siempre tras ella, nos dirigimos a una ostentosa casa de dos pisos. Tras un carraspeo suyo, entendí que debía tocar el timbre y volverme inmediatamente tras ella. Me preguntaba una y otra vez qué tipo de mujer saldría a atendernos: ¿cómo se vería alguien que ofrece a su propio marido para ser propiedad de otra persona? ¿Acaso su esposo había hecho algo gravísimo?
Se abrió la puerta y se me cayó el alma al suelo al ver a una mujer aparentemente de más de cuarenta años, pero con el detalle especial de que ella estaba embarazada. Me asomé por detrás de la señora Marta para verla mejor: Vaya barrigón de siete u ocho meses enfundado en ese cortito y ajustado vestido de lactancia, sin mangas y de color rojo como su hermosa cabellera salida de una publicidad de Pantene; contemplé luego los enormes senos de la mujer que apenas eran contenidos por la ropa; me mordí los labios; admiré como boba sus hermosos ojos verdes; nariz pequeña, labios finos y sensuales que poco a poco esbozaban una sonrisa. No sé qué me pasaba últimamente, pero me estaba perdiendo en la belleza de muchas mujeres.
—¡Ay, Marta, no te puedo creer, tanto tiempo! –Elsa chilló con alegría y la abrazó con dificultad debido a su panzón—. ¡Me alegra verte! ¡No podía creerlo cuando recibí tu llamada!
—¿Elsa, y esa barriga? ¡Mira con qué me vengo a encontrar!
—Ay, Marta, la verdad es que hemos perdido mucho el contacto y te tengo que contar tantas cosas… —me miró y me puse colorada; era hermosa—, ¡Uy!, ¿y esta preciosidad es tu hija?
—No —dijo Marta—. Esta es la putita de mi marido. Se llama Rocío, pero le gusta que la llamen vaquita.
—N-no soy la putita de nadie ni soy ninguna vaca —dije con una sonrisa forzada, como si todo aquello fuera un chiste.
—¿Putita? ¿Vaquita? —preguntó Elsa con seriedad—. ¿Qué me estás contando, Marta, has vuelto a las andadas con tu marido?
—Sí, bueno, es una larga historia. ¿Podemos pasar? A la vaquita le interesa ser Ama y tener un esclavo, y recuerdo que buscabas a una Ama para tu esposo.
—Señora Marta —interrumpí—, aún no estoy segura de todo esto, yo solo dije que quería un novio, no un esclavo.
—No digas tonterías vaquita, te va a encantar tener a un hombre a tus pies. Elsa además conoce a gente que te puede anillar el coño, es una fantasía que muchos de tus amantes han solicitado, ¿no es así? Tal vez si accedes, puedas volver a ser deseada por ellos. Así matarás dos pájaros de un tiro: tendrás un esclavo, y además serás de nuevo el centro de atención de tus amantes.
Me tomó de la mano y me llevó adentro nada más su amiga Elsa nos invitó a pasar. ¿Anillarme la concha? Era verdad que muchos de esos hombres confesaron que les encantaría que tuviera aritos en mis labios vaginales para que pudieran estirármelos y contemplar mejor mis carnes, de hecho he fantaseado con tenerlos ante tanta insistencia, pero jamás ponderé cruzar esa línea.
Tragué saliva conforme entrábamos a su enorme sala. Tal vez era una buena opción; si decidí que iba a ser mejor putita tenía que superar ciertas barreras. Y vaya que he ido superándolas en los últimos meses. Un par más de piercings no parecía nada fuerte, vivido lo vivido.
Cuando nos sentamos las tres en el sofá, yo en el medio, no pude sino agachar la mirada temblando de miedo. Si con la señora Marta apenas he sobrevivido a sus guarrerías, con dos mujeres probablemente no saldría viva de allí. Muy para mi sorpresa, la pelirroja Elsa se mostraba muy simpática. Su tono suave y sensual generaba bastante tranquilidad, lejos de la vulgaridad y tono descortés de doña Marta. Tenía además una elegancia que nunca alcanzaría Pilar Romero, la puta que plagia mis relatos y los vende.
—Mi marido estará encantado de conocerte, Rocío —dijo Elsa—. Vamos a divertirnos esta noche, y si todo está en orden, tendrás tu primer esclavo. ¡Qué emoción!
—Señora Elsa, pero ni siquiera sé qué hacer con un esclavo…
—Para eso estoy yo, Rocío. No te pongas colorada, lo vas a hacer bien.
La verdad es que sí tenía vergüenza. Como dije, más que un esclavo, lo que yo necesitaba era un buen hombre que me diera cariño (y carne). Sin novio ni amantes, mi cuerpo estaba empezando a reclamar atenciones que los perros no podían satisfacer. Movida por mis deseos de volver a sentirme deseada por un humano, decidí aceptar la oferta.
—Bueno, niña, párate frente a nosotras y quítate las ropas porque te quiero ver bien –ordenó acariciando su panza.
Lo hice. Frente a ambas maduras que me miraban, una con una sonrisa, la otra con mirada asesina, me quité el cinturón para que la faldita bajara. Como no llevaba ropa interior pues me la habían arrancado, pudieron notar mi chumino peladito y algo hinchado debido a que el dóberman de doña Marta fue un bruto esa noche.
—¿Esas son marcas de fustazos las que tiene ahí, en los muslos?
—Sí, esta vaquita es muy insumisa, pero va aprendiendo. Y eso de allí imagino que son debido a las pezuñas de mi dóberman.
—¿Se lo monta con tu perro, Marta? ¡Uff! Por cierto me gusta que tenga el chochito peladito —continuó Elsa—. Está hinchado, parece como que fue sometido a succión… —se metió la mano entre las piernas, ocultándola bajo su enorme barriga. Entrecerró sus ojos y se mordió los labios, ¿qué estaba pensando Elsa para prácticamente masturbarse frente a mí? Serían las hormonas reventando su preñado cuerpo o algo similar—. Ughmm, ¿cómo lo quieres, Marta?
—Quiero un anillo en cada labio vaginal, y uno último en el capuchón que le cubre el clítoris. ¿Puedes hacerlo, Elsa?
—¡Síiii! —¡la muy guarra estaba masturbándose frente a mí y no disimulaba! —. Venga, Rocío, quítate la blusita, ¡uff!
Al hacerlo, la barrigona se puso loquísima. Me vio el arito en el pezón izquierdo así como mi tatuaje en el vientre. Lógicamente, no pude más que ponerme más que coloradísima.
—¿Y es eso un tatuaje? Se ve borroso —preguntó repasando su lengua por sus labios. Fuera lo que estuvieran haciendo sus dedos en su coño, lo estaban haciendo demasiado bien. A su lado, Marta actuaba como si nada sucediera.
—Es mi tatuaje —respondí acariciándomelo—, pero no es permanente, señora, ya se está borrando.
—¡No te tapes nada, ricura! —exclamó con una sonrisita pervertida que me hacía recordar a mis ocho machos—. Pues va siendo hora de que te lo hagas de nuevo. En mi sótano tengo equipo tanto para perforar como para tatuar.
—¡Perfecto! —agregó doña Marta—. Me gustaría que borraras el “Perra en celo” de su vientre y lo dejaras por “Vaca en celo”, así como el “Putita viciosa” que tiene en el coxis lo cambiaras por “Vaquita viciosa”. ¡Y me gustaría que dibujaras la carita de una vaca regordeta en la cadera!
—¡Bastaaaa doña Martaaaa!
—¡Ay, vaquita, eres una acomplejada!
—¡Uff, qué niña más divina! —dijo la barrigona, retirando su mano de su entrepierna, podía notar un brillo húmedo en sus dedos—. ¡Diosss! Lo haré sin problemas. No te asustes, Rocío, soy una profesional, no te va a doler nada y será muy rápido.
Estaban hablando como si yo fuera un maldito juguete. ¡Un maldito animal! No me importaría anillarme, lo tenía asumido y como dije, fantaseaba con ello pese a que nunca lo admitía, pero vaya maneras tenían de hablar de modificar mi cuerpo como si estuvieran hablando de recetas de cocina.
—No sé, señora, es demasiado para mí… No sé si será cómodo llevar aritos por todos lados…
—Recuerda que sigues siendo la putita de ocho hombres y debes hacer lo posible por complacerlos, vaquita.
—¡Doña Marta, deje de llamarme vaquitaaaa!
—¡Vaquita, vaquita, vaquita!
Elsa, alejada de nuestra discusión, ladeó la cabeza a un costado de la sala y levantó la voz. Yo y la señora Marta dejamos de discutir inmediatamente al oírla:
—¡Ponis, vengan!
Dos hombres vinieron de cuatro patas con las miradas bajas. Ambos estaban desnudos pero tenían una extraña ropa interior con recubrimiento metálico que más tarde sabría que eran cinturones de castidad. Uno de ellos era un viejo, de más de cincuenta años, peludo y con algo de pancita; imagino que era su marido. El otro en cambio era un jovencito negro de cuerpo bastante atlético y fibroso que me hizo babear nada más verlo. Pero había algo que me estaba descolocando muchísimo: ¡Ambos tenían colas de caballo incrustados en sus culos! El del viejo era una cola con tiras de varios colores, como un arcoíris, y el del negro de color blanco. “Ponis”, claro. El cinturón de castidad que tenían les permitía el acceso a sus traseros, pues si bien tapaba sus genitales por delante, este se abría como una letra “V” por detrás.
Yo, boquiabierta, me tironeé el piercing en mi pezón para saber si era un sueño o si realmente estaba viendo a dos hombres sometidos tan vulgarmente por esa preñada mujer. Era la primera vez que me topaba con algo así:
—¡Señora Marta, son esclavos de verdad!
—Pues claro, vaquita. Un día serás tú quien dome a los hombres, si bien ahora eres una simple putita, ya te he dicho que me encargaré de hacerte una Ama regia cuando llegue el momento. Así que vete acostumbrando a ver estas cosas.
—Pero… ¡Se parecen a los de “My Little Pony”! ¡Yo suelo ver ese programa, es mi favorito y ahora estos hombres lo están arruinando!
—¿¡Qué!? ¡Deja de avergonzarme, marrana! Tengo que irme, pórtate bien, ¿sí?
Se levantó y un miedo terrible pobló todo mi cuerpo. ¿Me iba a abandonar con gente pervertida y desconocida? La tomé de la mano y la atajé.
—¿¡Señora Marta, me va a dejar aquí!? ¡No los conozco, no quiero estar con ellos!
—No tengas miedo, Elsa es una mujer amorosa. Te va a enseñar muchas cosas ricas, ¿sí?
—¡Pero no me deje solaaaaa!
—¡Suficiente, vaquita!
Cuando quise seguir protestando, Elsa se levantó y me tomó de mi cinturita. Me giré y vi sus hermosos ojos verdes, su sonrisa sensual y cándida. Inclinó su cabeza y me acarició la mejilla con ternura. Yo estaba con muchísimo miedo y ella lo notaba, por lo que se inclinó para susurrarme con esa voz que derretía:
—¿Por qué crees que les digo “Ponis” a mis esclavos? Yo también veo “My Little Pony”. He coloreado el vello púbico de mi marido como un arcoíris en honor a Rainbow Dash. Cuando le quite el cinturón de castidad lo comprobarás.
—¿Rainbow Dash? ¿Usted también lo ve?
—“ Me preguntaba qué era la amistad, hasta que la magia me quiso inundar” —me cantó la preñada pelirroja. Erizada, sorprendida y con la mandíbula desencajada, miré de nuevo a la señora Marta:
—Buenas noches, doña Marta, prometo que me portaré bien.
—Eso es lo que quería oír, vaquita. Si todo sale bien, puedes pedirle a tu nuevo esclavo que te deje en tu casa. ¡Adiós!
Elsa la acompañó hasta la puerta, donde hablaron unos breves minutos más. Pese a que su vestido de lactancia dificultaba la vista, se podía apreciar un trasero grande y bien moldeado por su embarazo. Observé también esos muslos poderosos, luego su hermosa cabellera que la hacía parecer una maldita publicidad de Pantene andante. Me mordí los dientes, no sé por qué me perdía en sus encantos. Aproveché y miré a ambos esclavos que aún estaban de cuatro patas: el negro miraba de reojo mis tatuajes, mientras que el maduro tenía clavada la mirada en mis pies. Cuando Elsa regresó, ambos tensaron su cuerpo y miraron fijos al suelo.
—Rocío, ven aquí junto a mí.
—Claro, señora Elsa.
—Ayúdame a quitarme la ropa, con esta panza apenas puedo moverme.
Cuando levantó los brazos y le ayudé a retirar el vestido de lactancia, quedó solo con una braguita negra muy ceñida a su prominente vulva: me quedé sin aliento. Obviamente los años hicieron su mella y ya no era una mujer esbelta, pero mantenía una belleza propia de alguien de su edad. Las tetas eran enormes, algo caídas pero imponentes; enormes aureolas oscuras remataban la vista. Era una auténtica preciosidad, aún pese a parecer rellenita, sobre todo el culo, debido a su estado.
Me vio admirándola y sonrió de lado. Me tomó de la temblorosa mano y la hizo posar en su barrigón para que lo acariciara. Tenía un piercing en el ombligo; un arito con piedra preciosa que brillaba e hipnotizaba.
—¿Qué te pasa, Rocío, nunca viste una mujer embarazada?
—Señora Elsa. Bueno, nunca vi a una tan de cerca…
—Quiero que me pongas la lencería. Está en aquella bolsita negra sobre la mesa, tráela.
Tras hacerme con lo indicado, me arrodillé frente a esa imponente mujer para, con delicadeza y sumo cuidado, colocarle la primera prenda en la cintura: una faja negra que haría de portaligas para las largas medias de red. La señora Elsa empezó a dar las primeras lecciones conforme levantaba su pie y se preparaba para ser enfundada:
—Rocío, la dominación es un juego de dos partes. Ambas deben estar en mutuo acuerdo y aceptar su rol para disfrutarse. Tengo la sensación de que tú no estás precisamente muy contenta siendo la puta de ocho hombres.
Me mordí los labios mientras ajustaba la liga de la media a la faja, mirando de reojo su hinchada vulva que parecía querer rebasar su braguita ajustada. Noté una fina mata de vello púbico escapándose por arriba y por los costaditos. Imaginé que con tamaño barrigón dejó de depilarse.
—¿Y bien, Rocío? ¿Te gusta ser sometida por esos hombres?
—Señora Elsa, prefiero no hablar de eso.
Si bien me gustaba ser la puta de ocho maduros, a veces me daba un cabreo monumental que no tuvieran consideración por mí. Las guarradas, cuando eran muy fuertes, me afectaban mi vida diaria, como cuando me sentaba y gruñía de dolor debido al entrenamiento anal: mi papá lo notaba, mis compañeros también. Era una vergüenza constante. Y para colmo a veces mi corazón reclamaba un poco de cariño, que no siempre todo tiene que ser sexo duro.
—Ya veo, no te preocupes, no indagaré más. Pero bueno, esta noche te mostraré en lo que consiste ser una Ama para que puedas cuidar de mi marido.
Sus palabras inspiraban seguridad y confianza. Si bien aún no quería abrirme a ella, sentía más aprecio por esa mujer a la que había conocido hacía solo diez minutos, que por doña Marta o cualquiera de mis ocho machos. Al terminar de enfundarle ambas ligas, procedí a ayudarla a ponerse los guantes largos, negros y también de red. Por último, en la bolsita solo quedó una fusta que se la cedí con mucho miedo, pues por lo general las fustas me aterran debido a las experiencias que tuve.
—¿Y esa carita, Rocío? ¿Usan mucho la fusta contra ti? Si eres tan buenita.
—Señora Elsa, ya ve las marcas que me dejaron…
—No la voy a usar contigo, corazón. Estas se usan solo si tu esclavo hace algo malo, ¿entendido? Para una acción, debe haber una reacción —y azotó al aire con fuerza. El sonido seco me hizo dar un respingo de sorpresa.
—Señora Elsa, antes quiero saber por qué quiere ofrecer a su marido como esclavo…
Avanzó hasta su esposo y tomó una cadenita que estaba sobre la mesita de la sala. Al agacharse para conectarla al collar del hombre, contemplé su tremendo culo; su braguita, prácticamente una fina línea negra, intentaba ocultar sus vergüenzas, pero era imposible contenerlas.
Paseándolo de la rienda, me siguió hablando conforme su esposo meneaba la cadera para mostrar con orgullo su colita arcoíris de poni.
—A mi marido le encanta ser humillado. Pero ya no le resulta suficiente viéndome follar con un jovencito negro, ni comer su semen de mi coño o mi culo, ni siquiera que el negro le dé por culo en su oficina un par de veces a la semana… No, me ha comentado que quiere ir más al fondo de la “cadena alimenticia”.
—Joder, y pensar que solo quería un novio…
—¡Ja! Pues estos son mejores que los novios. Los esclavos te adoran, te escuchan con atención, no se atreverían a mirar a otra mujer que no sea su diosa. Me encantaría que una jovencita tan linda como tú fuera la dueña de mi marido. ¿Cuántos años tienes Rocío?
—Diecinueve.
—Este cornudo tiene cincuenta y ocho. ¡Qué diferencia! Es raro tener una ama más joven, pero seguro que se acostumbrará. ¿Verdad, cornudo?
—No será ningún problema para mí, Ama Elsa —dijo su esposo, besando los pies de su amada.
A mí no me importaba tanto la diferencia de edad, sino más bien temía que mi desconocimiento total de la dominación tuviera consecuencias indeseadas tanto para mí como para mi futurible esclavo. Aunque con Elsa como maestra, podría tratar de encaminar las cosas.
Ella, imponente en su lencería, se apoyó del sofá y, separando las piernas, ordenó a su marido:
—Cornudo, sepárame las nalgas y humedece mi culo. El negrito va a follarme.
—Sí, Ama Elsa.
—Rocío, necesito que me hagas un favor. En la mesita están las llaves de los cinturones de castidad. Quítasela al negro. Me gustaría que pasaras tres pruebas antes de que te ceda a mi esposo.
—¿Pruebas?
—La primera es fácil. Tienes cinco minutos para hacer que el negro se corra.
—Vaya… —observé de reojo al apetecible muchacho de tez oscura que, de cuatro patas, miraba al suelo. No dudé ni un segundo—. Supongo que puedo hacer el esfuerzo.
Le quité el candadito y me encargué de abrir la hebilla del cinturón, que estaba justamente hacia su espalda. Libre de rejas, el muchacho emitió un quejido como de alivio. Se levantó, de espaldas a mí; era altísimo y cada centímetro de su fibroso cuerpo me arrancaba suspiros. Tenía ganas de llevarlo al sofá montármelo, la verdad. Me fijé luego en Elsa para ver si me daba algún consejo pero ella estaba muy metida gozando la lengua de su marido dentro de su culo.
—Oye, negro —susurré—. ¿Y ahora qué?
—Señorita Rocío —dijo él, siempre de espaldas. Su tono portugués delataba que era un brasilero con varios años viviendo en Uruguay—. Ama Elsa ordenó que me hicieras correr en menos de cinco minutos.
—Pues pan comido, chico.
—Solo me corro con el permiso de Ama Elsa, señorita Rocío. Estoy bien entrenado, no le será fácil. Adelante, pruebe.
—Suenas muy confianzudo, negrito. Hago correr a hombres que triplican tu edad, ¡ja! Y tú no serás diferente. Te correrás como un cabroncito en menos de cinco minutos.
—Si quiere puede hasta intentar chuparme el culo, señorita Rocío, para intentar estimularme. Me lo he lavado muy bien esta tarde. Pero no conseguirá que me corra.
—¿Chuparte el culo? ¡Puaj, asqueroso! Venga ya, mucha cháchara, ¡hora de ordeñar, cabrón!
Me arrodillé frente a su culo incrustado con aquella colita blanca de poni. ¿Chupar su ano? ¡Estaba loco! Llevé una mano entre sus piernas y tomé su pollón gigantesco y venoso. Para su tortura, lo traje hacia mí como si de una palanca se tratara para ponerlo en vertical. Iba a ordeñarlo como a una vaca. Con la otra mano, acaricié sus huevos y amenacé:
—Te voy a vaciar estos huevazos, cabrón.
—Lo dudo. El tiempo corre, señorita Rocío.
Dejé de acariciar el escroto y abrí la palma de mi mano bajo su glande, como esperando que depositara su lefa allí. Con la otra, empecé a hacerle una paja rapidísima y ruidosa. Si quería guerra, la tendría. Incliné mi cabeza para dirigir mi lengua y acariciar el recubrimiento rugoso de sus bolas. Amagué, eso sí, lamer su culo, pasando mi húmeda carnecita entre el ano y los huevos, haciéndole sentir mi arito injertado en mi lengua. Extrañamente, el muchacho ni siquiera se estremeció.
Tras un minuto de violenta paja y chupadas de huevo, el negrito seguía impertérrito y yo estaba sintiendo un ligero cansancio debido a la violencia con la que se la cascaba. Me aparté un rato para tomar respiración; el muy infeliz actuaba como si mis estimulaciones fueran solo una brisa de aire. El tiempo pasaba y no veía otra opción que usar mi arma secreta, la misma que usan mis machos para hacerme correr.
Saqué de un tirón la cola de poni. El infeliz tampoco se inmutó. Metí mi dedo corazón en su culo; noté que entró con facilidad, probablemente tenía un trasero más tragón que el mío, vaya sorpresa la verdad. Follé su culito con saña mientras mi otra mano volvía al ataque para masturbarlo con fuerza. Haciendo círculos adentro, le hablé:
—¿Qué me dices, ahora, eh? ¿Sientes la lechita bullendo en este pollón tuyo?
—Para nada, señorita Rocío.
—¿¡Y ahora, imbécil!? —jamás en mi vida había pajeado tan rápido a un hombre. Normalmente tendría miedo de lastimarlo, pero el chico seguía parado como si nada.
—Es una pena que ni siquiera sea capaz de superar la primera prueba, señorita Rocío. Parece que se quedará sin esclavo.
—¡Cabrón, qué aguante tienes!
Me incliné para chupar y apretujar sus huevos con mis labios, pero nada iba a hacerlo ceder. Con impotencia saqué mi dedo del ano y noté que estaba impoluto. Era verdad, el muchachito se limpió a conciencia. Pero no me atrevería a chupar el culo de nadie, si bien mis machos sí solían hacerlo conmigo.
Sentía cómo la oportunidad de tener a mi primer esclavo se escapaba de mis garras.
—Queda poco tiempo, señorita Rocío. Y aún no me he corrido. Si va a chuparme el culo, mejor que sea ahora.
—Estás deseándolo, ¿verdad? ¡No te daré el gusto, negro!
—Tic tac, tic tac, señorita Rocío.
¡Vaya imbécil! No sé si fue la rabia o el deseo de tener a un hombre a mi servicio, pero para su sorpresa, dejé de pajearlo. Aparté sus dos nalgas duras y metí mi boca allí, ya sabiendo que todo estaba limpio y seguro. Sin pensarlo mucho, pasé la punta de mi lengua por la rugosidad de su agujero, palpando, humedeciendo, armándome de valor… Arañé sus nalgas y enterré mi carnecita haciendo mucha presión. Y así, a ciegas, mis manos soltaron su firme trasero y fueron por debajo de sus piernas en búsqueda de su pollón; iba a ponerla nuevamente en vertical y cascársela.
Por primera vez estaba explorando terrenos anales. Y a decir verdad, el calorcito en mi vientre empezó a extenderse con ricura; empecé a dibujar figuras amorfas adentro de su culo.
—¡Uff, señorita… uff! —exclamó el negro.
Sonreí de lado. Introduje más lengua e incluso me atreví a hacer ganchos y círculos adentro. Mis manos, por su lado, apretaban con fuerza, subía y bajaban por su larga tranca. Lo percibí apenas en sus venas, el chico estaba cediendo a mis encantos y se iba a correr. ¿Que estaba bien entrenado? ¡Ja! No aguantó mucho más, empujó su culo contra mi cara, imagino que para que yo le metiera más lengua, y con un bufido animalesco sentí cómo su pollón se agitaba descontrolado.
Leche por doquier.
Había ganado la primera batalla. Salí de su culo y solté su tranca con una sonrisa, viendo cómo el semen caía sobre el alfombrado sin cesar.
—Lo ha conseguido —dijo el jadeante negrito—, nunca nadie a parte de mi Ama Elsa lo ha conseguido…
—Así es, negro, soy la puta que han temido los profetas desde tiempos inmemoriales… ¡Ya está, cuál es la siguiente prueba!
—Rocío —dijo una excitada Elsa, apartando a su marido también de su culo—. No puedo creer que derrotaste a mi joven esclavo.
—Señora Elsa, ¿me puedo llevar al negro para mi esclavo?
—¡Jaja! No, niña, ya te dije que solo ofrezco a mi marido. Negro, ven aquí, dame por culo que ya lo tengo bien lubricado.
—Sí, Ama Elsa —dijo volviéndose a poner de cuatro y avanzando hasta la preñada dómina. En tanto, su cornudo marido vino hasta mí también como un perro (o poni, mejor dicho). Yo aún seguía arrodillada y disfrutando de mi primera victoria. Cuando el madurito llegó frente a mí, se quedó de cuatro patas esperando una orden mía.
—¿Y ahora qué debo hacer con usted, señor?
—Señorita Rocío, no me trate con respeto ni me llame señor. Llámeme cornudo, es mi nombre de esclavo.
—¡No me gusta ese nombre! Es muy feo…
—La segunda prueba soy yo, señorita Rocío. También tiene cinco minutos para ordeñar a este pedazo de cornudo.
—Madre mía, más te vale que no insinúes que te chupe el culo porque no pienso volver a hacerlo en mi vida, cabrón.
Me levanté y miré su colita de poni de color arcoíris. Tomé de ella y lentamente fui sacándola, viendo cómo el maduro se retorcía del dolor. Aparentemente no estaba tan bien entrenado como el esclavo brasilero. Cuando saqué hasta la mitad para que descansara del sufrimiento, me volví a inclinar hacia él.
—¿No te molesta que ese negro esté follándose a tu señora ahora mismo? ¿En serio?
—Para nada, señorita Rocío. ¡Ouch!
Arranqué la colita y la puse en una mesa cercana.
—Hmm. Voy a quitarte el cinturón de castidad. Quiero comprobar algo.
—Como desee, señorita Rocío.
Cuando le quité el candado y le libré del cinturón, me quedé boquiabierta al comprobar que efectivamente ese maduro tenía su pelo púbico pintado con los colores de un arcoíris. ¡Como Rainbow Dash! Me reí un montón, para qué mentir, pero cuando el ataque de risa se desvaneció, me arrodillé detrás de él, pasando mis manos por entre sus muslos, y agarré su pollón con mucha fuerza.
—Ya derroté al negrito, poni, ¿te crees capaz de aguantar?
—¿Sinceramente? Espero que puedas superar esta segunda prueba, señorita Rocío.
—Gracias —y rápidamente se la casqué. Fuerte, bruto, sin piedad mientras mi otra mano se abría espacio entre sus nalgas. El dedo corazón ingresó en su ano y me encargué de estimularlo bien. Me mordí los labios al ver que, como el otro esclavo, él tampoco mostraba síntomas de ceder un ápice a mis encantos.
—Señora Elsa… —dije sin dejar de follármelo con un dedo—. ¡Sus esclavos están bien entrenados!
—¡Ufff, Rocío, lo sé, son mi orgullo! —respondió jadeando pues el negrito le daba por detrás.
Retiré mis manos; concluí que esos dos hombres no iban a correrse de forma cotidiana. Necesitaba explotar sus debilidades: si el negrito era el beso negro, ¿cuál sería el fetiche del viejo? Me repuse y caminé a su alrededor pensando en su punto frágil: ¿azotes? No, no tenía marcas de fustazos, así que era probable que no fuera su fetiche. ¿Puede que también compartiera fetiche con el otro esclavo y amara los besos negros? Mientras me relamía la lengua, armándome de valor para chuparle la cola, noté que el viejo miraba mis pies con atención, siguiéndoles con sus ojos.
—Oye, no paras de mirar mis pies. ¿Te gustan?
—Son preciosos, señorita Rocío.
—¿Por qué te gustan tanto?
—Señorita Rocío, me siento excitado cada vez que veo unos pies hermosos y delicados como los suyos. Tengo un deseo incontrolable casi, de verlos, tocarlos, acariciarlos, chuparlos, besarlos… ¡Uf! Incluso deseo fervientemente que me pise con esas dos preciosidades…
¡Bingo! Me senté en el sofá y lo llamé mientras levantaba mis piernas hacia él y arqueaba mis pies.
Sus ojos se iluminaron. Al fin tras mucho tiempo me sentía deseada por un hombre; saberme amada y admirada me hizo arder el corazón de nuevo. De rodillas frente a mí, dejó que le aprisionara su polla venosa entre mis pies. Con los dedos de uno apretujé su glande, mientras que con el otro acariciaba sus huevos. De vez en cuando llevaba ambos hasta su tronco para pajearlo; era una cosa de lo más rara, pero él estaba feliz, su cara era un poema y la mía era la de alguien que por fin volvía a sentirse el centro del mundo.
La segunda prueba estaba más que asegurada. Cuando el semen del hombre se escurrió todo entre mis dedos del pie, se acomodó y, tomándomelos con delicadeza, me limpió solícito a besos y chupadas. De vez en cuando pasaba su lengua por y entre los dedos con fuerza y pausa. Me dio mariposas en el estómago.
—¡Rocío —gritó su esposa, sorprendida—, has derrotado a mis dos esclavos! ¡En serio eres la puta que han temido los profetas!
—¡Ja, me va a poner colorada señora Elsa!
Como recompensa por limpiarme tan bien, acaricié los genitales del hombre con mi pie, pasando por su vello púbico de colores:
—Pues ya lo sabes. Quiero ser tu dueña si me lo permites. Tengo diecinueve, espero que eso no te moleste.
—Me alegra oírlo… No me molesta, sé que eres novata, pero te ayudaré también. Estoy a tus órdenes, Ama Rocío.
—¡Me dijiste Ama!
—Pues así es como te llamaré de ahora en adelante, Ama Rocío.
—Bueno, está bien, pero en serio a mí no me gustaría llamarte “Cornudo”…
—Son solo apodos, Ama Rocío, no le des mucha importancia.
—Pues sí que les doy mucha importancia a los apodos. A mi amiga Andrea le dicen “Princesa”… ¡”Princesa”! ¡Y a mi me llaman “vaquita”! ¡Puf! Escúchame, te llamaré… ¡“Arcoíris”!
—¿Arcoí…? Supongo… supongo que está bien, Ama Rocío.
Su esposa, que ya había terminado de ser enculada por el negro, se acercó hasta nosotros, mientras que su joven esclavo se arrodilló a su lado. Acariciando su panza, me miró con una sonrisa cándida:
—Rocío, veo que mi marido ya encontró a una diosa a quien adorar.
—¡Sí! ¡Me encanta que me adoren!
—Ya cumpliste las pruebas de mis dos esclavos. Pero aún falta que cumplas la mía, y solo entonces “Cornudo”… quiero decir, “Arcoíris”, será tuyo definitivamente.
—Claro, señora Elsa, ¿cuál es su prueba?
—Ven, arrodíllate ante mí.
Lo hice sin chistar. Estaba demasiado emocionada y además me sentía muy segura oyendo su voz y viendo sus ojos pardos que enamoraban. Probablemente quería una comida de concha, y yo, que ya lo había hecho la noche anterior, me veía muy capaz de complacerla. El negro me cegó con una pañoleta y mi nuevo esclavo me tomó del mentón para besarme con fuerza. Estaba en el paraíso.
Mientras la lengua de Arcoíris empezó a jugar con mi piercing, sentí algo caliente derramarse en mi cabellera y luego caerse en mis hombros, pecho y espalda.
¿Agua?
¿Agua caliente?
No olía a agua, la verdad…
Cuando supe que la hija de puta preñada me estaba orinando, chillé como nunca en mi vida. El negro se acercó a mí para chuparme las tetas (¡pero si estaban manchándose con orín!), mientras que el marido trataba de atajarme pues yo estaba zarandeándome como una poseída y chillando como un pato.
—¡Puaj! ¡Puaj! ¡Puaj!
Fue breve y mi corazón latía rapidísimo. El olor fuerte, el líquido caliente recorriendo mi piel mientras uno empezaba a mordisquear mi pezoncito anillado y el otro enterraba su lengua en mi boca. No sé quién era el que metía dedos en mi grutita y quién me magreaba la cola, pero me daba igual, la verdad.
Cuando recuperé el aliento, me quitaron el vendaje y traté de mandar a la mierda a la señora embarazada, pero se me cayó el alma al suelo al ver tanto a su esclavo como al mío levantándose y tomándose de sus pitos para apuntarme amenazantes.
—Ahora el turno de mis machos, Rocío —dijo llevando su mano bajo su barriga para acariciarse.
En el preciso instante en que vi cómo salían disparados sus orines hacia mí, justo antes de que impactaran contra mis tetas para salpicar inexorablemente, me desmayé de asco. Creo que era lo mejor, sinceramente. Apagarme; olvidarme cuanto antes de una de las mayores cerdadas que había hecho en toda la noche.
—Cabrones… —susurré antes de caerme.
……………………..
Volví a mi casa ya de madrugada, muy adolorida y cansada. Creo que gasté dos pastillas de jabón bajo la ducha, y ni aún así me sentía limpia. Casi me eché a llorar recordando la vejación a la que fui sometida por esa barrigona y sus machos. No porque me sintiera triste, muy al contrario, sino porque no podía ser que me excitara rememorando cada segundo de esos recuerdos obscenos.
Cuando me senté en mi cama me puse a tironear ligeramente el piercing de mi pezón. La preñada me había una tarjetita: era la de un negocio en donde me harían los piercings y tatuajes nuevos de manera gratuita si yo accedía a dejarme follar por los dos dueños. Imaginándome siendo cepillada por dos hombres desconocidos, me dieron ganas de hacerme dedos, pero estaba en compañía y no debía ser tan desconsiderada.
—Ama Rocío, es usted la mejor –dijo mi esclavo Arcoíris. Estaba arrodillado ante mí, dejándose masturbar por mis pies. Como mi papá fue a Brasil por cuestiones laborales, lo traje a mi casa, a mi habitación mejor dicho, para jugar con él toda la noche.
—Pues tú eres un primor, Arcoíris. Te seré sincera, hace rato que no estoy con un chico.
—Pues déjeme complacerle, Ama Rocío.
—¡No! –apretujé sus bolas con mis dedos, arrancándole un alarido—. Esta fue una noche muy larga para mí, Arcoíris. Estuve con un dóberman y luego me habéis orinado encima… Una insinuación más y te pondré el cinturón de castidad. ¡Y me comeré la llave del candadito!
—Entiendo. No dude en usar la fusta o el arnés si desea someterme por insumisión.
—Oye, ¿quieres correrte en mis pies?
—Sí, Ama Rocío. Desde hace rato que está machacándomela con sus hermosos pies.
—¡Ja, es porque sé que te gusta! Toma, esta es la remera de Peñarol de mi hermano. Córrete ahí –dije aumentando las caricias de mis dos pies rodeando su pollón; podía sentir cómo su miembro palpitaba de gozo y descargaba leche sin parar sobre esa camiseta aurinegra de mierda.
—Ufff… ¡Ohhh, gracias Ama Rocío!
—Eso es, córrete sobre el escudo del club... Y basta de llamarme Ama Rocío, Arcoíris.
—¿Y cómo quiere que le llame, mi señora?
—¡No soy señora tampoco! –dije pateando la camiseta, llevando otra vez mi pie en esa tranca anhelante. Para su martirio o gozo, apretujé su glande con mi pie, zarandeándolo lentamente, sintiendo su leche escurriéndose entre mis dedos sin parar—. Me dicen zorrón, putita, marrana y vaquita… ¡No me gustan esos motes! Pero sí hay un nombre que me gustaría que me dijeran al menos una vez. Si adivinas cuál es te daré una sorpresita, Arcoíris.
—Sí, ya veo… ¿mi Princesa? –preguntó para que mi corazón estallara de alegría.
—¡Qué divino eres! Mañana iré a visitarte a tu oficina, tu esposa me dijo que tengo que ir todos los días para quitarte el candado y así puedas ir al baño…¡Ojito!, seré yo quien dirija los chorros de ese pitito anhelante que tienes ahí, ¡es mío y no quiero que te lo toques tú! Y me gustaría darte por culo con el arnés, ¡ja ja!, así que ve preparándote Arcoíris.
—Claro, pero no es necesario que vengas a mi oficina. Puedo ir a buscarte yo, mi Princesa.
—¡Perfecto! Oye, mira cómo te has corrido por mi piso y mis pies. ¡Será mejor que limpies este desastre, cochino!
Mientras solícito limpiaba tanto mi pie manchado con su leche como el piso, estiré mi brazo para alcanzar mi portátil en la cabecera de la cama. Una vez hubo terminado la faena, me encargué de ponerle el cinturón de castidad y asegurarlo con candado. Con una sonrisa le invité a acostarse a mi lado, en mi cama, mientras abría mi portátil.
—Ven, Arcoíris, ponte cómodo. Tal vez sea verdad eso de que tener un esclavo sea mejor que tener un novio. Si mis amigas se enteran que veo este programa por internet se van a morir de risa… ¿Pero tú no te burlaras de mí, verdad? ¡Es que siempre quise verlo con alguien!
—Por supuesto que no, mi Princesa —dijo acomodándose a mi lado, mirando alternativamente mis ojos y la pantalla que poco a poco adquiría colores de tonos pasteles—. Pero… ¿qué es lo que desea que vea con usted?
Yo no paraba de sonreírle mientras una musiquita infantiloide empezaba a oírse.
“My little pony, my little pony /Me preguntaba qué era la amistad / My little pony / Hasta que la magia me quiso inundar”.
Mientras le acomodaba la cola de poni de colores en su culo, le ordené que se callara y que disfrutara del mejor programa que jamás existió en el universo. Tenía ganas de chuparle el ano, la verdad es que fue una experiencia excitante con el negro y de seguro mi piercing en la lengua le pondría muy loco al maduro, pero no era el momento adecuado para hacer guarrerías: ¡el maratón de los ponis iba a comenzar!
Espero que les haya gustado, queridos lectores de TodoRelatos.
Un besito,
Rocío.