Me gustaría hablaros de Silvia
Había tardado seis meses en lograr que hablara conmigo, tres años en arrancarle un beso. Nadie la había visto jamás con un chico. Era imposible que besara a nadie que no fuera yo. Estaba aterrada. Desnuda. Indefensa. Y lubricada como una balsa de aceite.
Me gustaría hablaros de Silvia. De cómo durante tres años rompió mi vida en mil pedazos y de cómo yo, inconscientemente, destrocé la suya para siempre.
La conocí de refilón, de casualidad. Estuvo a mi lado toda una noche y yo casi ni le presté atención. Como ninguno de nosotros. Era discreta y tímida. Callada. Muy callada.
Durante un invierno, volvimos a ese bar todas las noches para verlas. Nos hicimos amigos de sus amigas. Ellas se ligaron a mis amigos. Era un grupo increíble: tres años menos que nosotros, delgadas, guapísimas, populares. Yo me quedé al margen, buscándola a ella y descubriendo poco a poco lo que no tenían las demás.
Silvia era invisible al mundo por su discreción pero yo siempre me he alejado de los brillos que ciegan. Siempre he preferido las carreteras secundarias y con ella supe encontrar el camino. Todas las noches permanecía a su lado, le contaba chistes, le hacía bromas, le ponía voces. Y ella reía y entonces el mundo se deshacía y se descolocaba. Ella sonreía y después de la sonrisa venía el resto de su persona, como si atravesara una niebla de indiferencia para revelarnos una presencia mucho más poderosa que la del resto. Sonreía y entonces comenzabas a ver, después de su dentadura perfecta, sus carnosos labios sin dejar de moverse, su increíble melena de pelo negrísimo y sobre todos sus ojos, inmensos y redondos. Eternos.
No fue fácil. Cuando conseguía separarla del grupo, podía notar su tensión, recelando como un animal maltratado. Yo la buscaba cada vez más hambriento pero ella evitaba mi contacto una y otra vez.
La noche que cayeron sus defensas fui el hombre más feliz de la tierra. Exactamente durante treinta minutos. Después, comenzó el horror.
Fue la nochevieja de 1999, salimos en grupo, bebimos, bailamos y agotamos las conversaciones. A las cinco de la mañana el grupo se había ido disgregando y al final sólo quedamos nosotros dos.
El alcohol me envalentonó
- Te acompaño. Yo estoy despierto.
No dijo que no y a mí eso me bastó, aunque no sabía de qué lado caería la moneda esa vez. Caminamos veinte minutos, encontrando pequeños grupos de gente celebrando el fin de año. Al girar una esquina, ella descubrió algo en un portal entreabierto.
Mira que flor más rara hay aquí dentro.
La observé y me quedé perplejo. No podía permitirme la duda, así que entré tras ella en el portal. Viejo. De los antiguos. Piedra. Cal. Pintura blanca. Molduras blancas. No olía pero enseguida supe que había humedad en esas paredes. Me he criado con esas paredes.
Me acerqué a ella por detrás. Cerré mi mente y mis dudas y la abracé. Se dejó, así que la besé. Ella me devolvió el beso.
De repente todo había cambiado. Se desvanecía una pesada capa más de su coraza y yo volvía a quedar expectante. ¿Qué iba a pasar?
Me besó con ganas y yo a ella. Realmente estaba disfrutando. Me demoraba a propósito. Ella se acercaba. Cercando mi pelvis. Rodeando con su pierna la mía.
Estaba tomando toda la iniciativa y a mí me sorprendía que lo hiciera con tanta temeridad: estábamos en la puerta de la calle. ¿Dónde quedaron todas sus reservas?
Durante un instante retomé impulso.
- Vamos a alejarnos de la puerta, anda.
Después del primer beso ya hablábamos con otra confianza. Ella asintió. Le pareció buena idea.
- Al rellano. No, al segundo piso. Cuanto más arriba, mejor.
Soy experto en escaleras. Y más cuando no hay ascensor.
Llegamos al último rellano y nos apoyamos en una desvencijada puerta. Se fue quitando ropa. Yo estaba muy sorprendido. Sé lo difícil que es vestirse rápido en caso de urgencia pero ella parecía saber que no iba a entrar nadie al portal.
Se entregaba con ardor. Se quitó las medias, se bajó las bragas. Comenzó a frotarse, me tocaba, me besaba con ansia. Recuerdo que pensé cuánto me gustaba su desesperación, su pasión. Parecía que iba a ser la última vez que besara a nadie. Me bajé los pantalones por solidaridad, aunque ella no pareció pedírmelo. Sólo me besaba y se frotaba. Me lo bajé todo y me separé para que mi pene tuviera la libertad necesaria para desperezarse. Ella lo tocaba sin demasiada maña, simplemente reconociendo su presencia. Parecía intentar apagar un fuego que no sabía cómo había encendido. Sus gestos y sus manos me decían de cierto modo "No se cómo parar esto. Hazlo tú".
Iba decirle que fuéramos a un hotel cuando vi que empezó a quitarse el vestido. Aún me deleito con la imagen mental de ella desnuda en la escalera. Tan frágil pero tan ardiente, con sus pequeñas tetas, firmes, redondeadas, suaves, jóvenes, sus rosadas aureolas en torno a sus pequeños pezones, duros como el pedernal, desafiándome mientras su vientre plano, planísimo, se agitaba coordinando su vaivén con el de la suave curva de su cadera. Y su piel. Su piel toda puesta de gallina.
Disfruté cada milímetro de su cuerpo en contacto con el mío. No podía evitar besarla con pequeños besos por toda la cara. Ni me planteaba si le gustaba. Tenía que hacerlo. Tenía que sacar los besos de aquí. Tenía que dejárselos a alguien. Me encantaba todo su cuerpo. Lo abarqué, lo abracé: las tetas, la cintura, las piernas: todo en carne de gallina.
Busqué su entrepierna. Estaba muy húmeda. Mucho más de lo que nunca he notado a nadie. Me encantó comprobarlo.
Empecé a frotarla con mi pene, insistiendo en la zona del clítoris. Era algo doloroso porque su fina línea de vello me rozaba el glande. Sin embargo su respiración no dejaba de agitarse y me iba excitando más y más. Desde esa posición podía enfocar su cara completamente y, bajando la mirada, el cuello, las tetas y el ombligo. Lo disfruté de nuevo.
Sin dejar de movernos como ciegos, a tientas entre los cuerpos, llegamos a una posición en el que su clítoris frotaba directamente con mi glande. Lo tenía hinchadísimo. La conciencia del hecho hizo que casi me corriera encima de ella pero era la primera vez que la tenía entre mis brazos: debía aguantar un poco más.
No dejo de pensar en todas las cosas que salieron mal esa noche, en todos los pequeños detalles que, sumados, hicieron que ese sueño se convirtiera en pesadilla. No logro saber qué malvada entidad conectó todos esos mecanismos. Solo sé que, de repente mi mundo cambió y el suyo mutó en infierno.
Sin ni siquiera un crujido de aviso, la puerta en la que nos apoyábamos se abrió hacia dentro y una lluvia de puñetazos me cubrió la cara.
Eran dos, sucios y musculados. El más bajo de ellos se echó encima de mí mientras el otro levantaba con violencia a Silvia.
Recuerdo que, estúpidamente, lo único que pensaba yo era que estaba desnudo.
La miré y vi el terror en sus ojos.
Había tardado seis meses en lograr que hablara conmigo, tres años en arrancarle un beso. Nadie la había visto jamás con un chico. Era imposible que besara a nadie que no fuera yo. Estaba aterrada. Desnuda. Indefensa. Y lubricada como una balsa de aceite.
Va a ser como cortar mantequilla, zorrita.
El tipo que la sujetaba se bajó los pantalones y le mostró su miembro, considerablemente más largo y grueso que el mío. Intenté apartar la mirada pero el otro no me dejaba.
Ahora vas a mirar cómo se hace, Romeo, y luego quizás te dejemos otro rato con ella.
La impotencia me empañaba la visión pero no podía dejar de mirar la cara de Silvia.
De un puñetazo, el más alto la dejó de rodillas. Dejando su cara la a escaso medio metro de la mía. La rodeó. Ella abrió los ojos y me miró suplicando ayuda sin hablar. El tipo la agarró de la melena, su preciosa melena negra, y enfiló su verga hacía su pequeña abertura.
Intentó cerrar la vagina con todas sus fuerzas, pero estaba demasiado lubricada. Notó cómo esa violenta presencia se abría paso en sus carnes, invadiéndola, llenándola, sin dejar espacio, holgura para esconder allí sus sentimientos. El tipo comenzó a bombear agarrándola por las caderas. Sudaba, bufaba, me gritaba escupiéndome salivazos.
¡Dios! ¡Esto es oro puro! ¡Dios! ¡Que zorra tan prieta!
Ella no dejaba de mirarme, suplicando. Buscando las respuestas que yo siempre tenía para todo. Pero no lloraba, ni gritaba.
El tipo bombeaba a un ritmo increíble, uno-dos, uno-dos. Y ella se balanceaba hacia mí en cada embestida, bamboleando sus pequeños pechos al aire. Y en cada embestida veía cambiar la expresión de su cara. Súplica, vergüenza, súplica, vergüenza, súplica, súplica, súplica, súplica.
Noté perfectamente cuándo comenzó a perder el control. Cuando notó el picazón. El leve calor en su vagina. Su cara cambió, al principio sorprendida, luego distraída, como no creyendo lo que estaba pasando. Entonces dejó de mirarme. Cerró los ojos con fuerza. Apretó los dientes.
El tipo lo notó mejor que yo.
Vuelves a humedecerte, ¿eh zorra? ¿Te gusta? ¿Lo necesitabas, verdad?
Ella abrió por primera vez la boca
Por favor.
Él siguió embistiendo como un animal.
¡Por favor, por favor, por favor, por favor, por favor!
Para mí era insoportable. Ahora la veía pelear con su propio cuerpo violentado, intentando no dejarle experimentar unas sensaciones para las que estaba diseñado aún cuando ella no daba su consentimiento. Y la veía perder la batalla.
Por favor, por favor, por favor, por favor, por favor .
Su voz se entrecortaba y la protesta cada vez era más débil. Jadeaba. Cerraba los ojos con fuerza, marcando arrugas en sus párpados.
Al final se derrumbó. El tipo se sorprendió de cómo como su verga era sacudida con violentos espasmos vaginales. Intensísimos. Oro puro.
Silvia tembló de arriba abajo mientras el tipo se corría en su interior y finalmente cayó rendida hacia delante. Se encontraba a veinte centímetros teóricos de mí pero a años-luz reales. Ya no pedía nada con la mirada.
Nunca volvió a ser la misma. Levantó muros más altos a su alrededor, cerró las comunicaciones con el exterior. Dejó atrás todo lo que pudiera recordarle ese día. Nunca más se volvió a mirar en un espejo. Nunca más se volvió a tocar. Nunca más permitió que nadie la tocara.
Por supuesto, nunca más volvió a mirarme a la cara.