Me gusta mi polla (2)
La historia de alguien que hizo de su polla su mejor compañera de aventuras
Pronto llegó el momento en el masturbarme ayudado por la visión de unas fotos porno no me resultaba suficiente. No digo con esto que una buena imagen no lograse excitarme, sino que el pico de morbo no llegaba a ser tan alto como al comienzo. Supongo que sucede con esto como con las drogas, llega un momento en el que necesitas subir la dosis… o pasar a drogas mayores.
Con quince años comencé a experimentar situaciones y cosas que me encendían más. El riesgo era una de ellas.
En casa de mis padres el cuarto de baño estaba cercano a la puerta de la casa. Una vez me había sobresaltado al escuchar unas voces en el descansillo tan cercanas que en un primer momento pensé que mis padres habían regresado sin que yo me enterase y la descarga de adrenalina en medio de mi frenética masturbación actuó como el KERS en un fórmula I incrementando mi orgasmo y devolviéndole la fuerza de las primeras veces.
Una tarde de verano, solo en casa, me encontraba en el baño completamente desnudo y polla en mano. De pronto, mi prolífica mente experta en crear fantasías morbosas, me mostró el camino. Me acerqué a la puerta de la calle y escuché: El silencio propio de una calurosa tarde de verano a la hora de la siesta me ayudó a afrontar el riesgo. Cuando abrí una rendija de la puerta todo mi cuerpo reaccionó como si me hubiese pegado un chute. Miré al exterior. Frente a mí la ancha escalera apenas cubierta por la rejilla de protección del ascensor central. A mi derecha en diagonal, la puerta de los vecinos.
Espié los ruidos, agudicé mi oído hasta identificar cada sonido y su procedencia, más o menos cercanos. Mientras tanto, mi mano no dejaba de recorrer el duro tronco de mi polla de arriba abajo.
La primera vez no aguanté mucho más y tuve que cerrar de golpe y correr al lavabo para no lanzar mi semen en todo el hall de mi casa.
Poco a poco el morbo del riesgo le fue ganando terreno a mi prudencia. Cada vez habría más la puerta de la calle, cada vez me acercaba más al dintel, cada vez aguantaba más tiempo masturbándome frente a la escalera, frente a mis vecinos.
Cuando me atreví a salir a la escalera creí morir del placer. Apenas pude aguantar unos segundos y me corrí camino del baño.
Mis avances se hicieron más atrevidos, llegó un momento en el que me masturbaba al lado de la puerta del ascensor, donde casi todas las mirillas de los vecinos apuntaban, y me corría en mi mano de donde bebía mi semen antes de huir al interior de mi casa. Muchas veces he pensado que hubiera ocurrido si en una de esas una corriente de aire hubiera cerrado la puerta de mi casa.
De aquellas aventuras saqué una conclusión: el morbo aumentaba si me imaginaba que alguien me espiaba por la mirilla. Está claro que con tan solo quince años yo ya era un exhibicionista nato.
En esa misma época descubrí el placer de usar la ropa interior de mis hermanas en mis prácticas onanistas. Fue algo casual, una de mis hermanas, dos años mayor que yo, se olvidó de recoger la ropa interior después de bañarse. Era sábado y cuando descubrí el botín, poco antes de comer, pensé lo que podría hacer cuando todos se fueran. Mis padres iban a ver a mis tíos y yo, en teoría, salía con mis amigos. Durante toda la comida y hasta que por fin se fueron estuve temiendo que a mi madre se le ocurriera poner la lavadora.
Tuve suerte. Cuando al fin se marcharon, corrí al baño, me desnudé precipitadamente y comencé a menear la dura barra en la que se había convertido mi polla de solo imaginar lo que iba a hacer.
Me llevé las bragas a la nariz y olfateé. El aroma que inundó mis fosas nasales atravesó como un relámpago mi cerebro. Fue lo mas excitante que había olido nunca, aun no sabía nada sobre feromonas pero supe que mi nariz había estado esperando toda mi vida oler aquello. Y mi polla también, que se endureció todavía más y lanzó unos potentes chorros contra el espejo del baño.
Sin dejar de masturbarme, (mi polla no había perdido ni un ápice de su turgencia), tomé el sujetador en mis manos y lo olí pero el efecto era menos intenso. Una idea cruzó mi cabeza, ¿por qué no? Y al instante me estaba viendo en el espejo con el sujetador puesto. Creí morir de nuevo, tuve que hacer un esfuerzo de contención para no volver a correrme. Sin dudarlo me puse las bragas y lo que vi en el espejo me gustó y me excitó hasta no poder controlar una nueva eyaculación, (¡juventud, divino tesoro!).
A pesar de mis dos corridas seguía tieso como un palo y excitado como un burro. ¿Qué más podía hacer?
Abrí la puerta de la calle con cautela y tuve que cerrarla bruscamente al escuchar voces que ascendían por la escalera. Aproveché para entrar en el cuarto de mi hermana y fisgar en el cajón de su ropa. ¡Cuántas bragas, cuántos sostenes, cuántas medias! Incluso las enaguas me parecieron excitantes.
Pero el riesgo de ser descubierto por mi hermana era mayor que la tentación de probarme su ropa así que decidí hacer una excursión al cesto de la ropa sucia.
Acabé aquella aventura masturbándome en medio de la escalera, vestido con unas medias, unas bragas y un sujetador relleno de papel higiénico.
Pocas semanas después de nuevo me encontraba en la necesidad de aumentar mi dosis de morbo. La llegada de las vacaciones me iba a dar mucho campo de experimentación.
Los primeros días en la playa fueron aburridos, pasaba la mañana en la playa con mis padres, mi hermana mayor ya no veraneaba con nosotros y mi hermana, -la que me “prestaba” sin saberlo sus bragas-, se pasaba más tiempo con los chicos de la urbanización que con nosotros.
El apartamento que nos tocó este año tenía una estupenda terraza hacia el mar pero lo que para mis intereses me resultó más interesante fue la ventana del baño. Situada en un lateral de la bañera reconvertida ducha, daba a un patio amplio donde todas las demás ventanas dejaban ver las siluetas de quienes se duchaban, más o menos amortiguadas por el dibujo del cristal. En aquellas sesiones de espionaje descubrí el verdadero sentido del mito de la caverna de Platón con la que nos habían aburrido el invierno anterior en clase de filosofía. Si ya era excitante la forma desdibujada color carne, salpicada por dos breves manchas más oscuras a la altura del pecho, que se duchaba frente a mi ventana y que al frotarse el pelo con las manos provocaba que esas dos manchas más oscuras vibrasen al mismo ritmo con que mi mano zambombeaba mi polla, no podía dejar de reconocerla bajo el vestido con el que salía del portal y me cruzaba al entrar.
Y claro, si en casa me excitaba salir a la puerta de la calle desnudo o vestido de mujer, no tardé ni un día en probar a abrir la ventana del baño mientras me duchaba.
Pero esa es otra historia