Me gusta mi polla (1)
¿Vanidad? ¿presunción? nada de eso, simple sinceridad.
Me gusta mi polla.
No es algo nuevo, siempre me ha gustado. Ya desde pequeño solía tocármela cuando estaba sentado en la taza del váter, me entretenía jugando con ella, intentando retirar el pellejo que la cubre, poco a poco, sin forzar demasiado. De ese modo me libré de la operación de fimosis de la que hablaban algunos de mis amigos. Creo que fue entonces cuando aprendí que, con paciencia, todo se consigue.
Recuerdo que me gustaba el olor que quedaba en mis dedos, aprendí que nada en el cuerpo es en si mismo sucio ni desagradable. Todavía faltaban algunos años para que comenzase a sentir placer, aun así mi distracción principal en el cuarto de baño era esa.
Mi glande es perfecto, yo diría que representa la perfección de la aerodinámica. Su forma acabada en punta está preparada para vencer la resistencia sin violencia y atravesar con facilidad como las balas, como los aviones, haciendo que la penetración sea sencilla. Un glande como el mío no fuerza, no necesita presionar, no vence resistencias las diluye en un charco de jugos en los que se desliza como un misil, con suavidad convirtiendo la dilatación en un placentero ejercicio de entrega y receptividad.
He follado con varias vírgenes y jamás se han quejado por la primera penetración. La paciencia que cultivé desde pequeño también puede que haya tenido algo que ver.
He visto muchas pollas y se que la mía es de calidad, no tanto por el tamaño sino por la forma. He visto algunas con cabeza de porra, amoratadas, torcidas… Mi polla es bonita y ese glande del que me siento tan orgulloso hace que, cuando está en todo su vigor, atraiga la mirada de quien tenga delante, sea ella o él.
Y hablando de tamaño. No es algo que me haya obsesionado nunca pero cuando empecé a escuchar historias sobre tamaños imposibles sentí la curiosidad de medirla, aunque jamás he cogido una cinta métrica para comprobarlo. Mi unidad de medida son mis propios dedos: Mis dos manos extendidas sobre mi polla no llegan a cubrirla y aun tengo que poner dos dedos mas. En total diez dedos a la altura de la falange. Que no es una medida pequeña me lo dejó claro una amiga cuando nos desnudamos por primera vez. Al terminar nuestra cita me confesó que por un momento sintió algo de miedo al pensar que iba a tener “todo eso” dentro. Si hubiera sido una puta no me lo hubiera creído, pero en su caso es diferente, yo era su primer amante estando casada y antes tuvo un par de novios por lo que su opinión si me vale.
Me inicié en la masturbación de la misma manera en la que suelo afrontar la mayoría de los retos. Primero intento racionalizarlo, entenderlo, luego me planteo hipótesis de trabajo, hago pruebas y voy aprendiendo de los fallos. Es decir: el método científico.
Con trece años y teniendo por toda información algunas conversaciones de chavales, el método científico no me sirvió de mucho. Tan solo sabía que, por ahí, además de orina, tenía que salir otra cosa y así durante meses me dediqué a ponerme delante de la taza del vater, inclinado hacia delante y esperar a que saliera esa otra cosa. Sonrío al recordarlo y me entra un sentimiento de ternura hacia ese niño que, con su polla en reposo y sin ningún tipo de excitación pretendía que se produjera el milagro.
Pero la Naturaleza es imparable y un día descubrí unas fotos que mi padre guardaba en un carpeta entre documentos y papeles; descubrí a “La Mujer”, con mayúsculas. Aquellos cuerpos desnudos, aquellos pechos, esas ingles cubiertas de oscuro vello actuaron en mis hormonas como cuando agitas una botella de cava, tan solo hacía falta descorcharme.
Escondí las fotos bajo mi jersey y me encerré en el cuarto de baño. El método científico quedó arrinconado, la Naturaleza guió mi mano derecha que actuó instintivamente, rodeó el duro tronco en que se había convertido mi “pilila” y comenzó a moverse rítmicamente al principio, frenéticamente después como si lo hubiera estado haciendo toda mi corta vida. Al poco tiempo sentí como si me fuera a caer, mis ojos se nublaron, todo mi cuerpo temblaba y mi polla comenzó a disparar gruesos y potentes goterones lechosos que acabaron en la pared y el suelo del baño.
Cuando me recuperé, toda la educación recibida en el colegio de curas se lanzó en picado sobre mí acribillándome con culpas, miedos y remordimientos. Tuve que convivir con esos Jeckill y Hide dentro de mí durante bastantes años antes de conseguir liberarme de la estrecha y represiva doctrina del catolicismo. Por un lado mi cuerpo me pedía mas placer, mas “petite mort”, (como bien definen los franceses al orgasmo), y por otro lado, - cada vez mas impotentes y débiles -, los ecos de las culpas y los remordimientos apenas me hacían sufrir mientras recogía el abundante semen que se deslizaba por mi vientre o entre mis dedos.
La curiosidad siempre ha sido uno de mis rasgos mas acusados y pronto surgió en mi cabeza una pregunta mientras el semen rebosaba en la palma de mi mano convertida en cuenco: ¿Cómo sabrá ese líquido que no huele nada mal?
Una tarde, tras masturbarme mirando las fotos de una chica de pechos breves, (nunca me han gustado las tetas grandes), acerqué la punta de la lengua al lago lechoso que llenaba mi mano y probé con timidez. He de confesar que no le encontré ningún sabor, ni bueno ni malo, pero eso mismo me animó a avanzar en mis investigaciones. Debía tener catorce o quince años.
Los ensayos tras mis continuas masturbaciones fueron alargando el tiempo que pasaba recluido en el baño. Ahora no me limitaba a limpiarme apresuradamente y a esperar un poco para recuperar una respiración normal. Con los dedos de la mano desocupada recogía muestras del semen y la llevaba a mi boca, lo saboreaba y después lo escupía. Pronto me aventuré a tragarme esas muestras y en poco tiempo no desperdiciaba ni una gota de mi semen que dejó de perderse por el desagüe del lavabo para alimentar mi estómago y mi morbo.
Beberme el contenido completo de mi eyaculación me permitió comprobar la textura del semen. Siempre lo mantenía, (aun lo mantengo), en mi boca durante un largo rato en el que lo saboreaba, lo cataba y lo removía con la lengua hasta tragármelo.
La adolescencia es tiempo de desconocimientos que debes completar con tu propia experiencia y con la de los amigos. En mi caso me cuidé muy mucho de compartir con nadie esta faceta de “investigador de la lefa”, entre otras cosas porque aun continuaba en el colegio de curas y temía que cualquier indiscreción me hiciera acabar delante del prefecto, hombre de mal carácter, muy dado a la disciplina y que debería haber vestido un uniforme de legionario mejor que una sotana.
Mis experimentos continuaron en solitario y, al tiempo que perfeccionaba mi técnica masturbatoria, comencé a experimentar placer tocando mi propio cuerpo. Era cuestión de tiempo que descubriera mi ano y un tiempo mas que me librase de otra sarta de prejuicios escatológicos y sucios sobre esa sensible parte de la anatomía humana. Descubrí que alcanzar el orgasmo con un dedo o dos dentro de mi culo incrementaba inmensamente el placer de correrme ya que las contracciones del esfínter anal encuentran la resistencia de los dedos y parece como si trasladasen su fuerza a las contracciones de la polla.
Una cosa llevó a otra y lo que empezó con un par de dedos continuó con objetos mas gruesos de larga historia sexual, como los plátanos y los calabacines. De nuevo ahí tuve la suerte de ser una persona paciente y lo que las prisas hubieran convertido en una experiencia dolorosa, la calma y ,- ¿por qué no decirlo? -, el miedo a un desgarro, hicieron que la dilatación de mi culo fuera algo progresivo, placentero y nada traumático. Cuando por fin tuve mi primera eyaculación con un plátano de buenas proporciones en mi recto fue como si descubriese una nueva dimensión del orgasmo. No hay nada como sentir el latido de tu culo estrangulando al intruso que te penetra, te da una sensación de poder inmensa, sobre todo si ese intruso tiene voz y le escuchas morir de placer a causa de los espasmos del potente músculo de tu culo.
Pero esa es otra historia, me estoy adelantando.