¡Me encanta el porno!

Una hermana que es actriz porno, una esposa aburrida, un marido salido y... Curtis. Mézclenlo a conciencia y obtendrán un divertido y excitante relato sobre el mundo del cine porno.

Roberto parpadeó dos veces extrañado y miró a la chica que acababa de entrar en la cafetería, no sin antes pedir consejo a Curtis.

—Es imposible que sea ella, Curtis —murmura Roberto tomando un sorbo de café.

Curtis levantó la vista del periódico que estaba leyendo y se fijó en la rubia de la que hablaba Roberto.

—Sí lo es, sabes que lo es —Curtis quiere pasar la hoja pero no le es posible. El cuerpo incorpóreo en el que está retenido, amoldado a la esquizofrénica imaginación de Roberto, no le permite interactuar con los objetos sólidos. Y como cree estar condenado a leer la misma hoja de periódico por siempre jamás, chasquea los labios de fastidio y luego suspira resignándose—. Pero si quieres que yo te lo diga, te lo digo, compadre: ella es tu hermana.

—Hermanastra —puntualiza Roberto volviéndose hacia su amigo imaginario. Éste le señala el periódico con un movimiento de cabeza y Roberto le pasa la hoja.

—Según tu padre, claro. Tu difunto padre —apostilla Curtis.

—Mi difunto padre, eso es —repite Roberto girando la cabeza para ver en dónde se sienta la chica.

—Y por qué dices que no puede ser ella, porque está muy buena, ¿eh, tunante? —pregunta Curtis guiñando un ojo y dando un codazo en el brazo a Roberto. Él es una de las dos personas con las que puede interactuar en la vida real.

Roberto sonríe ante el desparpajo de su amigo y se afana en estirar el pescuezo para ver a la chica, la cual ya se ha sentado en una de las mesas del fondo. La chica, o mujer, si quiere describirla como tal, se quita el pañuelo rosa que lleva anudado al cuello y lo coloca encima de la mesa. El pañuelo es la señal que convinieron ambos en la conversación telefónica que sostuvieron anoche. Se fija con más atención en la bella hembra.

Un cimbreante cabello corto y ensortijado enmarca un perfil redondeado donde unos ojos redondos y vivaces de color miel transmiten un aire apacible. Pero donde después, una nariz respingona da paso a unos labios gruesos y pintados generosamente de carmín que torna ese aire apacible en pizpireta y retozona juventud. La mujer lleva un vestido rojo ceñido de una sola pieza, de escote cuadrado donde se vislumbran los encajes de un sujetador negro que aprisiona unos pechos abundantes y revoltosos. Cintura estrecha y caderas anchas donde se insinúa el elástico de un tanga escueto. Grupa sinuosa de la que nacen unas piernas esbeltas y torneadas, realzadas por la parquedad de la minifalda del vestido, y que terminan en unas botas camperas negras de caña arrugada y tacón vertiginoso.

—¿Por qué no haces que Roberto la recuerde, para que todos se enteren? Así creas contexto y haces avanzar la historia, que parece que te tenga que decir todo, Ginés —comenta Curtis—. Y por cierto, ya va siendo hora que le pongas nombre a la chicuela, majo.

Se me olvidaba comentar que la otra persona con la que Curtis puede interactuar más allá de la realidad—ficción soy yo, Ginés Linares.

Roberto emite un suspiro que suena a tetera silbante y rememora las palabras intercambiadas con la chica… con Ravinia.

—¿Ravinia? Pero qué fumas, Ginés… por favor.

—¿Hola? —pregunta Roberto con timidez al teléfono. Al menos no ha tartamudeado, como ocurrió hace dos minutos, al marcar un número equivocado.

—Hola, ¿quién eres? —contesta una voz femenina. Por el timbre de voz Roberto la sitúa entre los veinte y los treinta años de edad. Por el tono la imagina una chica extrovertida, divertida y locuaz.

—Hola, me llamo Roberto… y creo que soy tu hermano.

—¿Cómo, qué dices?

—Mmm —Roberto cree que ha iniciado la conversación de la peor manera posible: sin preludios, sin ambages, con la cruda verdad por delante. Piensa que quizás deba endulzarla un poco—…, bueno, tu hermanastro, mejor dicho. Porque tu padre se llamaba Raimundo, ¿verdad?

—¿Pero quién eres? —pregunta la voz al otro lado de la línea telefónica. Un tono de voz más serio e inquisidor reemplaza al otro.

—Mira, siéntate, que te lo cuento todo.

Y Roberto suelta un monólogo memorizado. Por si duda tiene una hoja delante donde ha escrito sus palabras exactas.

—Me llamo Roberto Ojerosa Montano. Mi padre fue Raimundo Ojerosa Ciento. Ayer, mientras ojeaba los libros de mi padre en su piso de Madrid, descubrí una carta a mi nombre entre las hojas de uno de ellos. En ella, escrita de su puño y letra, papá me confesaba que hace años, durante un viaje de negocios que hizo a Valencia, conoció a una chica. Pasaron una noche loca y el resultado fue una niña que nació nueve meses después. Como por aquel entonces estaba felizmente casado con mi madre, y yo ya contaba con ocho años, decidió no provocarnos daño ni disgusto y proporcionó a la mujer una renta mensual para sacar adelante a la criatura. Ni mi madre sospechó nunca nada, ni yo tampoco, tan en secreto lo tenía. El caso es que hace veinte y ocho años de aquella noche loca en Valencia, según mi padre. Según rezan las últimas líneas de su carta, él quería que nos conociéramos y nos llamásemos hermanos. Encontré tú número en las Páginas Blancas. Te pusieron por nombre Ravinia Pascual Pascual, tienes veintisiete años, naciste en el Hospital Clínico Universitario justo un día como ayer y tienes dos pecas: una en la teta derecha, a la derecha del pezón, y otra en el muslo izquierdo, cerca de la ingle.

—Muy bien, chaval, pero eso lo sabe todo el mundo, pajillero —contestó Ravinia.

Roberto había calculado unos diez o quince segundos de desconcierto ante su historia, pero ella no había tardado ni uno en contestarle. Tampoco previó que le insultase. Fue él quien se mantuvo en silencio.

—Aunque lo de mi padre… es verdad que nunca lo he contado —añadió ella devolviéndole a la realidad y al guión programado.

—¿Lo de papá no? ¿Y lo de los lunares sí? —susurró Roberto confundido.

—Hombre, te habrás corrido en alguna de mis películas, ¿no?

—¿Películas? ¿Cómo que películas? Ni que fueras una actriz porno, ni nada.

—¡Ja!, qué listo. ¿Y cómo si no sabes lo de mis lunares? Pero antes dime cómo te has enterado de lo de mi padre, ¿quién te lo ha contado, eh?

—Mira, Ravinia, lo que te digo es cierto, ¿cómo si no sé sabría que casi todos pensaron que naciste muerta, eh? Y que solo el empeño de tu madre te hizo respirar porque naciste con la garganta obstruida con moco.

Ahora sí que ella guardó silencio durante unos segundos. Pero no llegaron a diez, no fueron tantos.

—Así que tú eres mi hermanastro, el de Salamanca

—Veámonos, Ravinia, y te juro que terminarás por convencerte de que lo que te digo es cierto.

—¿Por qué hablas en pasado de Raimundo?

—Murió hace dos meses, Ravinia.

Nuevamente silencio. Pocos segundos.

—En la cafetería donde conoció a mi madre, mañana a las doce. ¿Te vale? —convida ella.

Roberto traga saliva y asiente con la cabeza al móvil.

—¿Cómo te reconoceré? —pregunta él, pero al punto recuerda que su padre conoció a la madre de Ravinia, según dice en la carta, en un taxi—. Pero ellos se conocieron en un taxi, en realidad.

De nuevo silencio tras la línea telefónica.

—Cafetería Lagar, calle Empecinado, mañana a las doce, ¿mejor? Llevaré un pañuelo rosa, ¿y tú?

—Vale, a las doce —responde alborozado Roberto—. Llevaré una corbata amarilla.

—Llevas una corbata naranja —le recuerda Curtis a Roberto, que se ha levantado del taburete junto a la barra sin dejar de mirar hacia la mesa de Ravinia.

—Ya, pero es que Lucía me la había lavado, yo qué sabía.

—Tu mujer es la única que se acuerda de lavarte la ropa, Roberto. Y quédate de mi frase con las palabras "tu mujer". No sé si me pillas

—¿Por qué lo dices? —pregunta Roberto pagando al camarero el café.

—¿Cómo dice, disculpe? —pregunta el camarero confundido.

—Oh, nada, hablaba con un amigo, perdone. Quédese con la vuelta.

—O mejor no, perdone. Tome esto —añade tendiéndole al camarero un billete de cinco euros y luego señalando la mesa de Ravinia con la mirada—, y llévenos dos martinis a la mesa de allá, la de la chica de rojo, por favor.

—Como mande.

Roberto se plantó frente a Ravinia y ésta le miró unos instantes de arriba a abajo.

¿Este es mi hermanastro?, piensa ella. Bueno, podría ser peor, aunque, bien mirado, tampoco está tan mal. De todas formas esa nariz respingona es inconfundible: igualita a la mía. Espalda ancha y caderas estrechas, barriguilla de hombre feliz y sonrisa de niño travieso. Menudo elemento.

—Dijiste una corbata naranja —sonríe Ravinia levantándose y estrechando la mano de Roberto.

—Es cierto, pero tú tampoco dijiste que tienes un cuerpazo espectacular, hermanita.

—Estás casado, ¿verdad? Lo digo por la alianza que llevas —dice ella mirando la alianza en el dedo anular de la mano derecha de Roberto.

—Se llama Lucía. Llevamos seis años de matrimonio.

Lucía, su mujer. Una sonrisa aflora al recordar a su tierna esposa: una pelirroja de ojos verdes, cabello largo y liso, cuerpo menudo y pecoso, pechos picudos y culito respingón.

—Seguro que no hubieses sido tan grosero conmigo si Lucía hubiera estado presente, ¿verdad, Roberto? —pregunta Ravinia frunciendo el ceño y mostrando una sonrisa entornada.

Él sonríe abochornado y se rasca la nuca con la cabeza gacha.

Pedazo piernas, se relame Roberto al fijarse en ellas, imaginando qué habrá donde convergen. Y qué bien huele la condenada, a rosas.

—Mañana mismo buscamos en internet películas o fotos suyas. ¿Tú crees que lo llevará totalmente afeitado? —dice Curtis pensativo.

Roberto asiente con sonrisa bobalicona.

—¿Nos sentamos? Mejor hablamos de nosotros y nuestro padre que sentir tus ojos desnudarme, ¿no crees? —pregunta Ravinia. Aunque, en realidad, no está demasiado extrañada del comportamiento de su hermanastro; es más, el friki—pajillero típico ya la hubiera pedido que estampase su firma sobre su última película en "blu—rei".

TRES MESES DESPUÉS

—¡Me haces daño! —gime Lucía mientras soporta las irrefrenables embestidas de su marido hundiendo el pene en su dolorido coño.

—No la hagas caso y empuja más fuerte, que siente tu polla bien adentro, que sienta cómo se le revuelven las tripas con tus empellones, macho —le azuza Curtis a su lado masturbándose.

Los dedos de Roberto, que se clavan en la vibrante carne de las caderas de su mujer, se deslizan por los costados sudorosos, recorriendo las costillas y alcanzando los senos revoltosos.

Roberto entorna los ojos para impedir que las gotas de sudor que le recorren las sienes alcancen las comisuras de sus ojos. Nota sus nalgas tensas como dos maromas a punto de desgarrarse debido a que está de puntillas: es la única forma de poder estar a la altura de la grupa de Lucía que luce unas sandalias con tacones de aguja y que gimotea agachada sobre el mueble del salón apoyando sus manos en la balda inferior, donde varios libros se sacuden ante los empujes infligidos por Roberto y donde los dedos lívidos de Lucía, que lucha por no caer derrumbada, se aferran a la madera como dos garras de un ave de presa.

Roberto suelta una de las lastimadas tetas enhiestas de su mujer y se seca el sudor de la frente con el dorso de la mano para luego volver a asir con saña la carne dócil del pecho. Gruñe roncamente y acelera el ritmo de las penetraciones. Siente sus testículos bambolearse caóticos y golpear el pubis afeitado de Lucía, a pesar de sentir el corazón a punto de estallar y el aire entrar ya rancio en sus pulmones ardientes.

—¡Me haces daño, Roberto! —repite ella.

—Tú ni caso, rómpele el coño más fuerte, tío, que la gusta a rabiar —le enardece Curtis.

Y él, encendido por las palabras de su esquizofrénico compañero, clava las uñas en la carne de las tetas y acompaña cada embestida con un bufido nasal.

Mientras su esposa lucha por mantenerse de pie ante los fuertes embates de Roberto, éste tiene la mente puesta en Ravinia.

Ah, la guarra de Ravinia, recuerda Roberto, mi hermana sí que es una verdadera puta. Ayer mismo vio su última película, donde dos negros con miembros gigantescos y culebreantes le arrebañaban por ambos agujeros cualquier rastro de la ingenuidad virginal que su personaje de colegiala curiosa exhibía. Por ahora su mujer se había negado al sexo anal, pero, salvando esa diferencia, todas las posturas que Ravinia adoptaba en las películas, Lucía y él las habían recreado con mayor o menor fortuna.

Algunas eran un poco incómodas y otras innegablemente dolorosas, lo cual añadía aún más grandeza al aura de fascinación que Ravinia ejercía sobre Roberto.

Por supuesto Lucía no conocía a qué se dedicaba su cuñada. Si supiera que su marido se masturbaba de forma compulsiva, cuando se quedaba solo, viendo a su hermanastra follarse de forma indiscriminada a todo perro pichichi en la tele del salón, hubiese habido algo más que palabras. Pero por ahora, por las veces que habían coincidido los tres, y por las conversaciones de pasada que Roberto comentaba, la suponía una azafata de congresos. Con un aire algo libidinoso y desvergonzado, eso sí.

A punto de correrse, Roberto desenvainó su pene del maltratado coño de Lucía y con un movimiento aprendido de las películas de su hermana, se desenfundó el condón rapidez inusitada y su miembro escupió sobre el lomo de su esposa gruesos cuajarones de esperma que fueron resbalando por los costados unos y confluyendo hacia las nalgas otros. Sólo cuando los ecos de su orgasmo se fueron apagando se acuclilló sobre el maltratado sexo de Lucía y su lengua recorrió las interioridades, relamiendo los pliegues palpitantes de su esposa, hasta que sintió como las piernas de ella temblaban impotentes y gruñía satisfecha ante los embates de su propio orgasmo.

—Un día de estos me rompes en miles de cachos, insensato —le espetó Lucía momentos después dentro de la bañera de espuma que, en vano, creía la relajaría ante las cada vez más contundentes sesiones de sexo con su marido— ¿Dónde has aprendido a follar así? ¿Y por qué me haces vestirme de putilla? Me gustaba más antes, cuando eras más tierno. Ahora, cuando no me llamas puta al correrte, me dejas marcas en los pechos que se superponen a las que ya me habías hecho. Eres un animal.

—Pero te gusta, ¿a que sí? —pregunta Roberto arrodillado al borde de la bañera, enjabonándola la espalda.

—Reconozco que a veces sí, que disfruto mucho, porque da mucho morbo. Pero otras veces no tienes ni pizca de consideración por mí: solo vas a lo tuyo. ¿Y los besos, eh?

—¿Qué besos?

—Antes nos besábamos con pasión y amor al hacerlo. Ahora solo siento tu saliva espesa desbordar mi boca, y eso a lo sumo. ¡Qué asco! Lo normal es que me dejes las tetas y el coño babeados y mordisqueados y ni me beses. Eso no es hacer el amor.

—Claro. Eso es follar, Lucía.

—Yo no quiero follar con mi marido, Roberto, yo quiero hacer el amor con él, a ver si te enteras.

Roberto chasqueó la lengua fastidiado y continuó pasando la esponja por el cuerpo blanquecino y pecoso de su mujer, mientras Curtis miraba la escena sentado en la taza del inodoro.

—Tu hermana no diría eso; te agarraría ahora la polla para mamártela mientras le sujetas la nuca para sentir el glande presionando su paladar.

—Seguramente —convino Roberto sonriendo, imaginándose a su hermana haciéndole una felación.

—¿Seguramente qué? —pregunta extrañada Lucía, aunque luego cae en la cuenta—. No me has dicho que sigues viendo a ese amigo imaginario tuyo… Curtis, ¿no?

—¿Imaginario, dices? —responde soliviantado el esquizofrénico compadre—. Roberto, ponme a esta zorra de rodillas que le voy a romper el culo a pollazos. Ya verá cómo de imaginario soy.

—Es mi mujer, no te pases, tío —responde Roberto con voz seria mirando a los ojos a su amigo imaginario.

—Déjame, cariño —dice levantándose Lucía de la bañera, apoyándose en el hombro de su marido que sigue mirando el espacio vacío que hay sobre el inodoro. Le mira con aire compungido y en su rostro se forma un rictus de preocupación—. Voy a por el Clozaril, alcánzame la toalla, anda.

—¿De qué pastillas habla, Roberto, las del loquero ese que casi me mata?

—Tiene razón, Curtis. Es mejor que ahora te largues, hay veces que no hay quien te aguante, tío.

ESA NOCHE

—¿Te gustaría ir a Budapest de vacaciones, cariño? —pregunta Roberto mientras miran la tele.

—¿Budapest? ¿Y eso? Si ni siquiera sé dónde está, ¿cómo te ha dado por ahí?

—Es la capital de Hungría. Ravinia nos ha invitado a pasar unos días allí, nos paga el hotel y todo.

—¿Todo gratis?

—Ahá —confirma Roberto con la cabeza—. Quiere pasar más tiempo con nosotros, somos su única familia.

—Por mí perfecto, así hacemos algo distinto este verano. Pero… Ravinia irá allá por trabajo, ¿no seremos una carga para ella?

—Solo trabajará por la mañana, por la tarde iríamos los tres a ver la ciudad.

—Si no la molesta… además, así tu hermana me cuenta más de su vida, que nunca me cuentas nada de ella.

Si tú supieses, sonríe Roberto, pensando en las escenas de porno glamuroso y salvaje que rodará su hermanastra en los aledaños y el interior del Palacio de Buda, a orillas del Danubio.

TRES SEMANAS MÁS TARDE

—¿Y cuándo pensabas decírmelo? Siempre igual, con tus secretitos. ¡Me pones enferma, joder! —chilló Lucía sosteniendo una revista porno donde aparecía Ravinia semidesnuda en la primera foto de una sesión fotográfica, rodeada de sementales de vergas firmes.

—No te enfades, por favor, y no grites, a ver si nos va a oír. Siempre llamando la atención en el avión. Cada uno trabaja en lo que puede, y su trabajo es tan digno como el que más, creo yo —le defiende Roberto, aunque reconoce que valora más a su hermana por su cuerpo que por su trabajo.

—¿Trabajar de puta redomada, dices? —siseó Lucía con dientes apretados conteniendo su ira— ¿Follar como una furcia asquerosa es un trabajo digno, dices?

Roberto guardó silencio mientras se giraba en la butaca para sonreír a Ravinia, sentada cinco asientos más atrás, junto al resto de la plantilla de la productora. Pero ella no le devolvió la sonrisa, tenía fija su mirada en el asiento donde se encontraba Lucía, la cual pasaba con repugnancia extrema con dos dedos las páginas que mostraban a su cuñada con una cara de loba sedienta de semen mientras hilos de esperma le resbalaban por el mentón, follada en varias posturas y por varios maromos a lo largo de la secuencia de fotografías.

—Si hasta te ha firmado las fotos, por Dios. En cuanto aterricemos me busco otro avión para volver a casa, tú haz lo que te dé la gana. Como siempre.

—Ya te dije que era mala idea llevarse la revista en la mochila, Roberto, o no te lo dije, ¿eh? —preguntó Curtis al lado de su compadre, sentado en el suelo del pasillo.

—Oh, cállate, por favor— bufa Roberto, dirigiéndose a Curtis, pero mirando enrabietado con los brazos cruzados el asiento que tiene delante.

—¡Ésta sí que es buena, encima me haces callar! —chilla Lucía—. Tú no tienes perdón de Dios, hijo mío.

Roberto abre los ojos confundido, demudado el rostro por la sorpresa. Antes de que le explique a su esposa que sus palabras estaban dirigidas hacia Curtis, lo piensa mejor y decide que mejor una esposa cabreada que una compadecida por su trastorno mental. Sin embargo, un toque en su hombro le impide valorar mejor su decisión: es Ravinia que está inclinada sobre él, apoyada en el respaldo del asiento. En el escote de su camiseta dos ubres comprimidas por el sujetador se bambolean incitantes.

—Roberto, ve a mi asiento, que voy a hablar con Lucía, anda, hazme el favor.

—Joder… —se lamenta Curtis al intentar agarrar los melones colgantes de Ravinia, en vano, porque sus incorpóreas e imaginarias manos solo arañan el aire—. Ginés, eres un cabrón, ya verás cuando te agarre, ya verás.

Roberto se levanta y se sienta junto a Paco, uno de los productores de la película.

—Mi hermana está buena, ¿eh? —le sonríe intentando romper el hielo.

—No, Roberto, tu hermana "es" buena. Hay muchas zorras cachondas con cuerpos rompedores por ahí, pero Ravinia sabe actuar y es seria. Es una buena actriz.

—Ya —asiente Roberto revolviéndose incómodo en el asiento. Prefiere tener una hermana de cuerpo libidinoso y provocador que una hermana con un trabajo minoritario.

—A éste le ha dado calabazas, te lo digo yo —le dice Curtis que se ha sentado en el pasillo junto a Roberto.

LA NOCHE DEL DÍA SIGUIENTE

—Roberto, ¿duermes? —pregunta Lucía a oscuras en la cama del hotel en Budapest donde se alojan.

—¿Cómo va a dormir si sólo piensa en las tetas de su hermana regadas con semen de varias pollas? —responde Curtis sentado en una silla cercana mirando a través de la ventana las luces amarillas de la ciudad durmiente—. Menuda escena, tía, se ha hecho dos pajas después en el cuarto de baño, qué macho. Y tú no perdías ojo, ¿eh, Lucía?, que casi ni has respirado. Te has puesto colorada y todo.

—No duermo, ¿qué pasa…, Lucía? —gruñe Roberto. Ha preferido utilizar el nombre al apelativo de "cariño", porque cree que su mujer aún está cabreada con él por ocultarle la vida de su hermana.

—Creo que yo… también podría trabajar en el porno —dice Lucía despacio.

—¿Cómo? —responden Roberto y Curtis a la vez.

—¿Tú sabes cuánto va a ganar tu hermana en esta película? Te lo digo yo: casi cuatro mil euros. Y para la próxima semana tiene prevista otra. ¿Sabes cuánto ganó el año pasado?

—No… —responde anonadado Roberto. Tanto por la cifra como por el tono carente de chanza de su esposa.

—Treinta y nueve mil. Lo que tú ganas en dos años y pico en la fábrica.

—Yo ya lo sabía —dice Curtis por decir, aunque tiene la misma cara perpleja que Roberto.

—¿Te imaginas si triplicásemos nuestro dinero al año? Además, así me pondría a trabajar, que ya sabes que bien de ilusión que me hace, te lo digo muchas veces.

—Oye, Lucía, yo creo que… mmm… creo… Tú has hablado con mi hermana de esto, ¿no?

—Si te refieres a si me ha camelado, no; si te refieres a si me ha explicado los vericuetos de su trabajo, pues sí. ¿Qué opinas, eh?

—Acabásemos —resopla Curtis.

—¿Pero tú sabes lo que dices? —pregunta alarmado Roberto encendiendo la luz de la lámpara de su mesita. Una imagen le ha cruzado la mente: Lucía sodomizada y follada por varias pollas mientras lame los restos de esperma de otras tantas. Definitivamente no le gusta. En otras sí, pero en su esposa no.

—Es tu mujer, tío, ¿quieres que varios millones de pajilleros se corran con ella mientras pone cara de loba hambrienta? —chilla Curtis sentándose junto a Roberto al borde de la cama—. Me los cargo uno por uno, vamos. Ni por un millón al año, fíjate lo que te digo.

Roberto hace caso omiso a Curtis, aunque coincide con él punto por punto. De todas formas, de su domada mente esquizofrénica sólo puede salir un personaje de su misma opinión.

—La mayoría de las veces, di mejor, Ginés — me corrige Curtis.

—Es un trabajo como otro cualquiera, tú mismo lo dijiste —responde con voz calmada Lucía entornando los ojos para acostumbrarse a la luz de la lámpara—. Mira, lo he estado hablando con Ravinia y los productores: creen que tengo talento y me harán una prueba en cuanto volvamos a España. Si no valgo, pues nada. Pero si es que sí… ¿te imaginas?

—Es una broma, ¿verdad?

Lucía niega con la cabeza sonriente, pero borra cualquier rastro de alegría al ver el semblante grave de Roberto.

—Te lo digo en serio, Roberto. Yo puedo hacer lo mismo que tu hermana o mejor, incluso. Además, Paco dice que las pelirrojas tenemos mucho tirón, que damos mucho morbo. Vamos, que ya tengo un pie adentro, como quien dice. ¿Me apoyarás?

—En eso no le falta razón —coincide Curtis—. Lo primero que piensas al ver una pelirroja es si tendrá el felpudo del coño del mismo color, fijo. No me digas que no pensaste eso la primera vez que la viste.

—Tienes razón —responde Roberto a Curtis.

—¿De veras? Gracias, cariño —sonríe Lucía abrazando a Roberto y besándole en los labios.

Me cago en todo, piensa él, otra vez el puñetero Curtis me ha jodido.

—Espera, tesoro, no me has… —empieza Roberto, pero los labios de su mujer ya no imprimen ternura y agradecimiento. No cuando su lengua se abre paso entre ellos y comienza a lamerle el mentón dejando un rastro húmedo para pasar a recorrer su cuello y mordisquear los lóbulos de las orejas.

—Mmm —ronronea ella absorbiendo la carne entre sus labios. Sus manos se internan bajo las sábanas y recorren el torso de Roberto aposentándose en el bulto de la entrepierna, que ya se ha desperezado a marchas forzadas. Los dedos se internan entre la abertura del pantalón corto del pijama y se cierran sobre los testículos del atormentado marido.

—Te tiene cogido por los huevos, macho. Ya puedes ir pensando qué nombre artístico se pondrá, porque esto ya no hay quien lo pare —sonríe Curtis.

De un manotazo Roberto lanza las sábanas al final de la cama y agarra con dedos como garras una teta de Lucía.

—Para, que te voy a enseñar cómo las voy a mamar —dice Lucía apartando la mano de su marido. Se arrodilla frente a él y le saca el pantalón con movimientos lentos y acompasados acompañando sus movimientos con una mirada entornada de sus ojos verdosos que es pura perversidad. Un sonrisa traviesa acompañada de una lengua que lubrifica los labios de una comisura a otra hace resoplar y burbujear la sesera de Roberto.

Sus dedos agarran con decisión el pene casi erecto mientras la otra mano acaricia el vientre velludo de su marido. La lengua sale de los labios ya cubierta de saliva viscosa y barre la piel desde del escroto hasta la punta del glande rosado dejando un rastro pringoso como un caracol.

Roberto traga saliva, erguido en los codos para ver mejor el espectáculo.

—Diosss —dice Curtis sacándose el pene erecto y sacudiéndoselo sin perder detalle del rostro de Lucía—. ¿Pero tú has visto qué cara, pero tú lo has visto? ¡Mierda, tu mujer es una mina, macho, es una mina! ¡Ha nacido para follar!

Roberto entorna una sonrisa que no aguanta mucho al sentir como Lucía sorbe cada uno de sus testículos y juguetea con ellos dentro de la boca mientras va friccionando el pene con una cadencia lánguida. El extasiado marido no puede sino bufar y cerrar los ojos al sentir sus huevos recibir tan cuidado masaje y la verga colmada de atenciones dactilares.

Pero cuando su pene se hunde en la garganta de Lucía, abre los ojos y gruñe como un toro. La saliva de su esposa desborda el sello de sus labios y resbala a chorretones por el pene hundiéndose en el vello púbico.

—Veo que te gusta —sonríe pérfida Lucía sacudiendo la polla con más rapidez mientras gruesos goterones e hilos de baba espumosa le cuelgan del mentón.

—Uh, uh —acierta a farfullar Roberto.

Dos segundos después un géiser de esperma brota del agradecido miembro cayendo sobre el cabello de Lucía y la barriga de él. Lucía se afana en sorber el manantial lechoso que brota de seguido, lamiéndose al terminar sus dedos y el pecho de Roberto, arrebañando los restos.

—Apro… —intenta decir Roberto recuperando la respiración después de la mejor felación que ha recibido en su vida—. Aprobada, cum laude.

Ella sonríe complacida bajando la mirada algo azorada, limpiándose el morro con el dorso de la mano y colocándose un mechón rebelde de cabello por detrás de la oreja.

Minutos después, cuando Lucía está en el baño limpiándose, mientras Roberto y Curtis yacen espatarrados en la cama, éste le comenta dándole un codazo:

—No has durado ni tres minutos, compadre. Vamos a ser ricos, tío, pero ricos de verdad. ¿De qué color quieres el descapotable?

—¿Cuál de ellos? —le responde Roberto riendo.

DOS HORAS DESPUÉS

— Elnézést, uram, mit terem keres? —pregunta la señora de la limpieza que Roberto se encuentra en el pasillo del hotel.

La señora, curada de espanto con las más inverosímiles situaciones que ha vivido en la ciudad del porno, no se sorprende al ver a aquel hombre en pijama, a las tres de la madrugada, mirando pensativo las puertas de las habitaciones del hotel donde se alojan los integrantes de la película equis española, mientras murmura palabras en extranjero para sí mismo. De todas formas el turno de trabajo nocturno es el más proclive a las más disparatadas escenas, con porno y sin él.

—Te está preguntando a dónde coño vas —le susurra Curtis a su lado.

—Eh… mmm…" mai rum" —farfulla Roberto señalando la puerta de su hermana.

Por fortuna, Ravinia no ha corrido el cerrojo de su puerta y entra tan rápido que a la señora no le da tiempo a responder.

Al no escuchar gritos ni golpes, la señora de la limpieza encoge los hombros y sigue con su ronda, vaciando las papeleras de los pasillos en silencio.

La habitación está a oscuras, pero una débil penumbra le permite a Roberto sortear los muebles y demás obstáculos hasta llegar a la cama de su hermana. Sin embargo, ésta se despereza al llegar a la cama y enciende la luz de la lámpara.

—Mmm —murmura somnolienta al verle para luego mirar el móvil sobre la mesita— ¿Qué haces aquí, Roberto, sabes qué hora es? Joder, creía haber trancado.

—Vengo a hablar contigo —responde él sentándose en el borde de la cama y Curtis le imita. Su hermana viste una camiseta blanca de tirantes ceñida que perfila con obscena precisión sus pechos. Dos círculos oscuros difuminados marcan la situación exacta de los pezones agujereados con anillas. Las sábanas ocultan el resto del cuerpo, pero se adivina una braga en la entrepierna. Roberto traga saliva no pudiendo evitar un respingo en su pene, aunque prefiere dejar de lado ahora tales menesteres.

—A hablar de Lucía, mejor dicho —añade él.

—¿Ya te lo ha contado? A la pobre le daba mucho miedo tu reacción. Quiso ser ella la que te lo contase. Está muy ilusionada ¿Qué te parece?

—¿Tú estás segura de que ella vale?

—Tiene aptitudes y actitudes para ello. La harán una prueba y ya se verá —Ravinia alcanza un botellín de agua de la mesilla y echa un trago. Algunas gotas que se habían condensado en el exterior de la botella caen a la camiseta sobre los círculos oscuros difuminados y provocan que el color pardusco de las areolas aflore en la tela. Los pezones adquieren firmeza y los piercings provocan arrugas tentadoras en la camiseta. Roberto clava su mirada en los ansiados melones y su hermana advierte su fijación.

—¿Tienes miedo, verdad? Temes que la hagan daño o que caiga en la ignominia —pregunta ella intentando desviar la atención de su hermano de sus senos.

Roberto afirma con un movimiento de la cabeza y retira la mirada de las tetas de su hermana, para posarla sobre sus propios dedos entrelazados en su regazo.

—¿Crees que me he corrido hoy alguna vez en cualquier escena, Roberto? —pregunta ella cruzando los brazos, provocando que sus pechos se reclinen mullidos sobre ellos.

—Supongo que sí.

—Pues te puedo asegurar que ni una sola vez. He gritado y gemido como una puta, me han penetrado varios tíos, me han duchado con esperma por todo mi cuerpo, y una escena ha habido que repetirla entera, pero no me he corrido ni una sola vez. Y te puedo jurar que los tíos, también excelente actores, no han gozado ni un uno por ciento. ¿Crees que disfrutas cuando el director te ordena que no eyacules cuando tienes la leche en la punta del nabo, que te reprimas, que sigas dándole? No te puedes ni imaginar la de control que deben tener ellos para mantener firme la polla después de treinta minutos de folleteo con una tía que gime como una payasa, en una postura incómoda, y con la vagina untada de lubricante para suplir los fluidos.

Ravinia se acercó a un Roberto pensativo y le estrechó los hombros en un gesto confidencial.

—Somos actores, Roberto. Trabajamos con nuestro cuerpo. Yo voy tres veces a la semana al gimnasio para impedir que el culo se me abombe y las tetas se me descuelguen. Pero te puedo asegurar que el calor y el aliento que desprende el cuerpo y los labios de mi novio, sus manos sobre mi cintura y su sonrisa junto a la mía, no lo vas a encontrar en ninguna película porno. Yo finjo follar en el cine, ni siquiera follo de verdad. Con mi novio hago el amor. Y te puedo asegurar que no hacemos las marranadas que salen en las películas, no somos saltimbanquis. Bueno, a veces sí, todo hay que decirlo, da morbo.

—La quiero mucho —dice Roberto con un hilillo de voz.

—Y ella a ti, eso se ve hasta naciendo ciego. Pero Lucía captó al instante de qué iba la cosa hoy en el rodaje. Es muy lista, pero seguro que eso ya lo sabes tú.

Roberto miró el rostro sereno de su hermana y se fijó en las legañas y el pelo revuelto y fosco. Un tufo a sudor y aliento nocturno emanaban de Ravinia. Así y todo, la condenada estaba rebuena.

—También había venido para follar contigo —dice sonriendo con mueca picarona, abandonando cualquier rastro de pesadumbre en su cara.

—Y yo, y yo —añade Curtis levantando el dedo, sentado junto a Roberto.

Ravinia mira a su hermano con cara extrañada y primero sonríe ante lo que cree es una broma, para luego demudar el gesto en seriedad al percatarse que lo ha dicho en serio.

—Mejor vete a dormir, Roberto —responde apartándose de él.

—Al menos déjame tocarte las tetas, como en una película, anda.

—A tu habitación, hermanito. Date una ducha fría y olvida lo que dices.

—Mírame la polla, está tiesa como un bastón solo de pensar en verte desnuda, Rav.

—Pero si hoy me has visto hasta el agujero del culo, idiota —responde subiéndose la sábana hasta los hombros—. Hazte una paja si quieres y a dormir.

—Te he visto hasta el intestino delgado, pero eso fue delante de todos. Hazlo, pero solo para mí, enséñame tus tetas solo para mí —se señala el pecho con las manos. Y añade mostrando la palma de la mano derecha: —. Solo las tetas y me marcho, palabra.

Ravinia sopesa las palabras de su hermano durante una fracción de segundo, pero intuye que no se detendría con eso si accediese. De modo que se levanta, tira de él fuera de la cama y le empuja hacia la puerta.

—Hasta mañana, Roberto.

—Pero solo son tus

—Hasta mañana, Roberto —repite abriendo la puerta y sacándole al pasillo. Cierra la puerta a su espalda y echa el cerrojo. Una sonrisa quiere aflorar en la comisura de sus labios y advierte una ligera humedad en su sexo. La sola idea de imaginar a su hermano restregando sus manos por su cuerpo la ha excitado, pero no compensa los quebraderos de cabeza que ello conllevaría.

—Lo que faltaba —piensa entre asombrada y disgustada ante su excitación.

UNA SEMANA MÁS TARDE

—Era mi hermana, que dice que se ha metido en un atasco y cree que llegará en media hora —dice Roberto guardándose el móvil en el bolsillo del pantalón.

—Mierda. Pues entonces tendré que meterme más de este pringue en el coño para cuando vuelva, porque el que tengo ya se habrá secado —resopla Lucía mirando el tubo de lubricante encima del lavabo. Comprueba luego con insidia maniática que el nudo que le ciñe el albornoz al cuerpo no se haya aflojado lo más mínimo.

Bastante complicado fue hacer entrar al cámara, el productor y los chicos en casa sin que los vecinos no asomasen la nariz por las puertas. Nadie la había dicho que serían tantos ojos fijos en su cuerpo. Tampoco nadie la había dicho que la grabarían. Cuando vio montar el trípode y los focos casi le da un síncope. Aunque la peor parte se la llevó Roberto: en cuanto vio a los dos mulatos de pechos enormes y culos prietos le entraron los siete males. Esos sí, majos y educados, un rato. Y con unos paquetes que parecían tener a un gato escondido ahí dentro.

—Bueno, supongo que lo del potingue es lo de menos. ¿Tú estás preparada, estás motivada?, que eso es lo importante —replica Roberto.

—Oye, macho —pregunta Curtis sentado en el borde de la bañera—. ¿Tú has visto los pedazo cuerpos que se gastan esos mulatos? Te van a poner a la parienta tibia, de verdad. A ésta nos la desgracian, lo que yo te diga.

Roberto mira de reojo a Curtis y, aunque prefiere que no siga hablando, razón no le falta. Una de dos, piensa, o me la matan a polvos o me la rompen el coño. El día anterior Lucía se encerró en el cuarto de baño para depilarse y relajarse y no salió hasta tres horas después. Y luego por la noche, mientras veían la tele aparentando ser una noche más (de no ser porque desde hacía tres días sólo veían películas porno), ella se memorizaba el guión remitido por su hermana a través de email.

—Salgo al salón, cariño —dice Roberto— , que voy a decirle al productor que Rav llega tarde.

—No tardes, anda, que no quiero quedarme sola.

—Pero si estamos en casa, ¿qué puede pasar? Son gente seria, Lucía. Además, a Paco, el productor, ya lo conocemos —intenta tranquilizarlo él, aunque no quiere translucir en el tono de voz que está igual de acobardado que ella.

—Por cierto —dice antes de cerrar la puerta—, ¿tienes a mano el certificado médico?

—Que sí, que lo tengo aquí, en el bolsillo del albornoz, no seas pesado. Ve y vuelve pronto, por favor.

—¿Es el certificado que dice que Lucía no tiene enfermedades venéreas ni cosas raras, que puede follar a pelo? —pregunta Curtis.

Roberto afirma con la cabeza y antes de entrar en el salón inspira aire y cuenta hasta diez.

—No creo que te sirva mucho relajarte, tío. Se van a cepillar a tu mujer y eso no se puede negar.

—No se la van a cepillar, van a actuar, que no es lo mismo —contesta Roberto—. Y cállate, joder, que me estás poniendo aún peor. Aunque creo que más malo no puedo estar.

Cuando Roberto entra al salón advierte que sí que puede estar peor. Los dos mulatos se han desnudado y están charlando con Paco. De sus entrepiernas cuelgan dos miembros descomunales, dos badajos circuncidados de amenazantes proporciones.

—Y no están empalmados, tío —murmura Curtis—. Nos la matan, compadre, nos la matan y luego la rematan, ay que no.

Roberto traga saliva y se acerca al grupo con débiles pasitos. Los tres se giran para mirarle.

—Eh, perdonad, ha llamado Ravinia, que dice que llegará un poco tarde por un atasco en el centro.

—Mierda —suelta Paco—. Si ya la dije que saliese antes. Bueno —suspira—, a esperar toca. Por cierto, Roberto, ¿está Lucía preparada?

Roberto duda la respuesta. Quiere decir que no, que su mujer, aquella con la que se casó hace siete años, es solo para él, que no la quiere compartir. Pero luego recuerda la ilusión con que relucían sus ojos cuando le contó esa noche en Budapest que quería intentarlo.

Bueno, piensa, por intentarlo no pasa nada. Y esto no es de verdad, son actores. Y profesionales, en realidad. Además, Rav también participará para que Lucía se sienta mejor.

Así que responde que sí. Que su mujer está preparada para actuar.

UNA HORA DESPUÉS

—A ver, vamos a empezar —dice Paco sentado en una silla detrás del cámara—. ¿Todos listos?

Los cuatro asienten y se colocan en sus posiciones.

—Bueno, pues al lío.

—Rodando —dice el cámara.

Roberto ha querido quedarse de pie, apoyado en el quicio de la puerta del salón. Ha decidido que si lo ve muy negro se marchará para no molestar a los demás con su jeta descompuesta.

Ravinia se deja caer en el sofá junto a Lucía, que aparenta ver con gesto aburrido la televisión. Ambas llevan unas braguitas y una camisetilla de tirantes ceñida. Lucía lleva el pelo recogido en un moño hortera mientras que la hermana de Roberto tiene al cuello unos auriculares y sostiene en la mano un mp3.

—Jo, vaya tarde más aburrida —comenta Ravinia—. ¿Qué ves?

—Nada, estoy haciendo zapping. No hay nada por la tele, yo también estoy muy aburrida.

Ravinia desliza el dedo índice por el hombro de Lucía recorriendo el brazo hasta llegar a la muñeca mientras en su rostro se forma una mueca traviesa.

—Creo que sé cómo podemos pasar una tarde más…, no sé…. —insinúa Ravinia inclinándose sobre Lucía y besándola en el hombro, junto a la tira de la camisetilla—…, más especial.

—¿Cómo? —pregunta Lucía mirando a su compañera de piso, esbozando una sonrisa cómplice.

Ravinia se acerca a Lucía y la besa en los labios dulcemente, posando un beso candoroso y recatado para luego separarse y mirarla a los ojos. Es una pregunta que Lucía responde inclinándose sobre la hermana de Roberto y estampándola un beso donde la lengua alcanza antes el objetivo que los labios. Ambas se abrazan y comienzan a restregarse los pechos, cuyos pezones erectos destacan como dos fogatas en la noche, para acabar quitándose mutuamente las camisetillas.

Cuando uno de los pezones anillados de Ravinia es absorbido por los labios turgentes de Lucía, Roberto se esfuerza en seguir manteniendo la misma posición junto a la puerta sin que se le note demasiado la tremenda erección que bulle bajo sus pantalones.

—No sé tú, macho, pero entraba ahora en escena y me sentaba entre ellas para que me la mamasen por activa y por pasiva. Y luego me las follaba a diestro y siniestro —murmura Curtis, de pie junto a Roberto—. ¿Tú no?

—Calla —sisea en voz baja Roberto.

Para Lucía, la sensación de tener entre los dedos la teta de Ravinia, se la antoja algo extraño. Algunas veces Roberto la ha pedido que se lamiese el pezón cuando hacen el amor (algo complicado por el tamaño de su teta), pero sentir la tibieza del liso acero en la lengua, en contraste con la rugosidad del pezón candente de su cuñada, la sobrecoge de emoción. Su lengua recorre la anilla y los dientes arañan la carne. Al mirar los ojos de Ravinia advierte en ellos un destello que imagina es fruto de muchos años de trabajo.

Poco sospecha la afanosa pelirroja que Ravinia está ya sintiendo los ecos de un orgasmo. Un orgasmo que se ha preocupado de no hacerlo prosperar, pero que no ha podido evitarlo cuando vio por primera vez a su cuñada con el atuendo de la escena al despojarse con gesto azorado del albornoz. Quizás es el morbo de hacérselo con una mujer de su familia, o por el abultado vello anaranjado que las braguitas transparentes dejan entrever. O porque esos ojos verdes la tienen fascinada desde que su hermano se la presentó. Quizás debería admitir que la había imbuido con demasiado entusiasmo la idea de hacerse actriz porno. Pero, en todo caso, la verdad es que lo estaba haciendo francamente bien.

Por eso, cuando el guión exigió que Ravinia chupase los pezones a Lucía, se aplicó en la tarea con una dedicación especial. Los labios entreabiertos de Lucía, por donde escapaban unos gemidos roncos, la enardecían aún más y no dudó en empezar a frotarse la entrepierna por encima de la braguita para aliviar la quemazón que sentía, aun cuando en el guión que ella misma había redactado se indicaba que debía hacerlo más tarde.

Lucía, que se fijó en el frotamiento improvisado de su cuñada, la imitó pensando que se la habría olvidado escribirlo en el guión, e imaginando qué podría poner más cachondo al potencial espectador, el pajillero típico, deslizó los dedos bajo su prenda interior enseñando de paso parte de su recortado felpudo de color zanahoria brillante.

—Joder —murmura Paco revolviéndose en su asiento. Casi treinta películas y se sigue excitando como un chiquillo ante una buena escena. Pero es que la nueva lo hace jodidamente bien, aunque vaya a su bola—. Primer plano al coño de Lucía —le cuchichea al cámara que obedece centrando el objetivo en el sexo de la mujer de Roberto.

Roberto mira de reojo a los mulatos que esperan fuera de cámara su entrada. Ambos se acarician con movimientos perezosos los miembros morcillones pero sin llegar a empalmarse.

—De eso se encargaran ellas luego —comenta Curtis que sabiéndose producto de la esquizofrénica mente de Roberto, y por tanto poco menos que irreal, no duda en sacarse el nabo de la bragueta y masturbarse con afán compulsivo.

Cuando cada una despoja a la otra de la braguita un silencio se adueña del salón solo interrumpido por los lozanos gemidos que las hembras dejan escapar.

Esto no es lubricante, piensa Lucía, cuando relame la vulva de Ravinia. Se esperaba un sabor neutro, según proclama la publicidad de la crema, pero el regusto salado e intenso que sofoca sus papilas gustativas sólo puede provenir de los fluidos vaginales. Joder, se maravilla, es una profesional, se humedece con sólo desearlo, vaya tía.

Sin embargo Ravinia está a punto del colapso. Intenta retener lo más posible las sacudidas del vientre que delatarían su éxtasis. Y para ello se muerde el labio inferior y entorna los ojos con concentración absoluta. Cuando ve por el rabillo del ojo que Paco hace un gesto a los chicos para que entren en escena, antes de lo indicado con el guión, suspira con alivio.

Ravinia suspira de alivio y Roberto resopla airado. Curtis, que por alguna extraña razón que sólo una mente averiada como la de Roberto comprende, continúa masturbándose con furia pero sin llegar jamás al orgasmo.

Cuando Lucía agarra el pene del mulato y el tubo de carne de color tostado desaparece en la boca húmeda de Lucía, Roberto se obliga a no cerrar los ojos. No es de verdad, se repite, no es de verdad, son actores, están actuando, no es de verdad. Pero captó antes algo en los ojos de su hermana que le indicaron que algo no marcha como debiera. Un destello que no ha visionado en ninguna película porno. Nunca. Solo en las pupilas de su mujer cuando hicieron el amor la primera vez.

Después de la correspondiente felación para poner firmes los nabos, cuando el de su compañero se introdujo en su vagina, Lucía se concentró en su papel. Era cierto que el tamaño del miembro superaba con creces el de Roberto, pero el lubricante generosamente administrado por todo su interior facilitó sobremanera la penetración. A continuación todo consistió en no perder el ritmo como en un baile.

Es hora de demostrar lo que vales, se dijo Lucía, pon cara de zorrona ansiosa y cíñete al guión.

ESA NOCHE

—¿Quieres una cerveza? —preguntó Roberto a su hermana.

Ravinia negó con la cabeza sonriendo.

—No, gracias, tengo que irme pronto a la cama. Por cierto —se dirigió hacia Lucía que estaba sentada junto a ella en el sofá viendo ambas la televisión con los pies apoyados en la mesita—, gracias a los dos por dejarme dormir esta noche aquí.

—Faltaría más —respondió la mujer de Roberto ahogando un bostezo—. Vaya tontería. Así te enseñamos Salamanca. Es bien bonita. Porque aparte de la Universidad, tiene bastantes más cosas de las que uno se pensaría.

—Pues me parece perfecto. Tengo unos cuantos días libres antes del próximo rodaje y me vendría bien relajarme con vosotros.

—Dalo por hecho. Quédate con nosotros cuanto quieras —contestó sonriente Lucía, palmeando el muslo desnudo de su cuñada.

Roberto advirtió el gesto, y la familiaridad que demostraba se le atragantó. Se retiró a la cocina mientras su mujer y su hermana continuaban viendo la televisión. Sentado en la mesa, mirando el reloj de pared, junto a la campana extractora, estaba Curtis cruzado de brazos y con expresión huraña.

—No la reconozco tío, a ésta nos la han cambiado, te lo digo yo. En uno de los mete—sacas nos dieron el cambiazo y nos han dejado a otra Lucía.

—No sé a qué te refieres —miente Roberto.

—Mis cojones no lo sabes. No finjas, malandrín. Si te quieres hacer el sueco, tú mismo.

—Es que está diferente —reconoce Roberto—. Está más… más… no sé, más suelta, ¿no?

—¿Suelta, dices? Te quedas corto, compadre. No sé si te acuerdas que después de trajinarse al mulato, se lo montó con tu hermana que daba gusto, oye. Menudos morreos, tío. Y mientras, tu hermana aún con su mulato dale que te pego. Y eso no estaba en el guión, pero al Paco ese le encantó. ¿Qué dijo al terminar, que ya no me acuerdo?

—Que Lucía tenía ya los dos pies adentro con toda seguridad en la industria, que se la iban a rifar —recordó Roberto.

—Yo creo que entre estas dos hay algo, me lo huelo a la legua.

Y yo, pensó Roberto. Y yo. Aún no se creía que su hermana quisiese pasar unos días en casa con ellos para desconectar. Se lo quería montar con su esposa, no le cabía duda. Pero no se atrevía a hablarlo con su hermana ni con Lucía. Quizás en la cama, antes de dormir, si salía el tema

—Roberto, cielo —dijo Lucía apareciendo en la cocina vestida ya con el pijama—. ¿Te importa si duermes en el sofá? Ravinia dormirá conmigo en la cama. ¿No querrás que tu hermana duerma en el salón, verdad? Menudos anfitriones seríamos.

Roberto miró a su mujer cabizbajo. Se acercó a ella para preguntarla qué había entre ella y su hermana, pero al punto apareció Ravinia junto a la puerta y se le atragantaron las palabras, sin salir ninguna de su boca.

—Muchas gracias, Roberto —agradeció su hermana y le dio un beso tierno en la mejilla para luego marcharse en dirección al dormitorio—. Buenas noches.

Lucía rehusó mantener la mirada que Roberto la echó. Aquella que contenía todas las preguntas, ruegos y mandatos que tenía acumulados. Le dio un beso tenue en los labios que su marido no correspondió, le indicó donde estaban guardadas las mantas por si le entraba frío por la noche, también le deseó buenas noches y siguió los pasos de Ravinia.

Curtis y Roberto se miraron con expresión grave. Pero no dijeron nada.

DOS HORAS MÁS TARDE

—Roberto, ¿duermes? —pregunta Curtis sentado en el suelo y apoyado en el borde del sofá, donde duerme el artífice de su esquizofrénica existencia.

—¿Cómo quieres que duerma? Si tú estás despierto es porque yo estoy despierto —gruñe Roberto—. Además, tú y yo sabemos qué cosas estarán haciendo esas dos en el dormitorio. Esos ibas a preguntarme, ¿no?

—Bueno —añade Curtis con voz alegre—, sabemos qué están haciendo, pero el cómo es un misterio. Incluso podrían estar simplemente practicando.

—¿Practicando?

—Practicando las escenas lésbicas, tarugo.

—Que practicando ni qué pollas. Ni que mi esposa lo necesitase. Si hasta Paco se excitó como un verraco al verlas juntitas antes de que aparecieran los mulatos. Menuda empalmada se traía.

—Podríamos espiarlas —propuso Curtis.

—Te lo iba a proponer yo mismo, pero no sabía cómo reaccionarías.

—No me jodas Roberto, que a estas alturas de la historia me digas eso… Pero qué cachondo es Ginés.

—¿Ginés? ¿Quién es ese?

—Nadie. Venga, vamos a ver a ese par de bolleras —dijo Curtis levantándose.

Se acurrucaron tras la puerta cerrada del dormitorio y aplicaron ambos la oreja a la rendija que separaba la puerta del parquet, como dos indios buscando la reverberación sonora en las pioneras vías de un ferrocarril.

—Oigo algo. Un gimoteo —susurró Curtis tras unos minutos.

—A Lucía roncando. Pareces nuevo. Ni que fuese la primera vez que la oyes roncar.

—Hay que entrar, compadre.

Roberto asintió. Si estuviera solo probablemente no se habría movido del sofá, pero Curtis tenía la virtud de extraer de él aquel pequeño ápice de temeridad y arrojo que tenía en alguna parte de la cabeza. Aunque estaba lo suficientemente cuerdo para saber que, por supuesto, Curtis no existía, que solo era producto de su mente averiada.

Lentamente bajó la manivela de la puerta. De sobra sabía cómo funcionaba el mecanismo y cuánto tenía que bajarla para no provocar ningún ruido.

Abrió la puerta hasta dejar una rendija por la que pudo otear el interior de la habitación. Tardó unos instantes en habituarse a la oscuridad reinante. Se escabulleron ambos dentro del dormitorio y dejaron la puerta entornada para permitir una rápida huida si alguna de las dos pensaba en salir a mear. Curtis señaló con la cabeza el hueco debajo de la cama y se arrastraron con facilidad hasta ocultarse debajo de ella.

—Mierda —susurró asqueado Curtis con una pelusa pegada a los labios—. A ver si pasáis la escoba también por aquí, que parece que tengáis un ecosistema "pelusil" aquí abajo.

Joder, y tengo que levantarme a las siete para ir al curro, pensó consternado Roberto. Y aquí no se oían más que los bufidos gorgoteantes de Lucía y el leve siseo del respirar de Ravinia.

—A lo mejor ya se lo han montado. Un sesenta y nueve rapidito y a dormir con los ángeles.

El sueño se iba apoderando de Roberto y los párpados iban acumulando un peso extra a cada minuto que pasaba. Curtis bostezó también somnoliento y Roberto le imitó.

—Me parece a mí que debiéramos volver al sofá —dijo Curtis—. Estas dos realmente están durmiendo. Nos hemos lucido.

Pero cuando Roberto quiso hacerle caso y volver a su cama improvisada, el sueño le venció. Lo último que escuchó fue la voz de Curtis susurrándole que también él se quedaba a dormir debajo de la cama.

CINCO HORAS DESPUÉS

—Míralo, está aquí abajo —dijo Lucía asomando la cabeza por debajo de la cama.

Roberto despertó del sopor pero tuvo el temple necesario para no moverse ni un milímetro. Le habían descubierto. Joder. Tenía que pensar en una excusa. Si es que había alguna que pudiese explicar satisfactoriamente su presencia.

—¡Ay, qué mono! —sonrió acuclillada Ravinia, viéndole al otro lado de la cama.

—Qué mono ni qué leches—espetó Lucía—. Éste se ha colado por la noche por si nos lo montábamos, te lo digo yo. Como si le hubiera parido.

—¿Y qué hacemos? Tendrá la espalda destrozada—preguntó Ravinia mirándole con una sonrisa tierna.

—Nada. Que espabile. Venga, vamos a ducharnos.

—¿Las dos juntas?

—No empieces otra vez, Ravinia —dijo Lucía con gesto cansado, sentándose en la cama—. Ya te dije anoche que me gustas, pero las tías no son lo mío. Creí que estabas actuando, por eso te seguí la corriente hasta que me besaste.

—Te puedo enseñar más trucos, cuñada —sonrió Ravinia con sonrisa traviesa sentándose a su vez al otro lado de la cama.

Roberto, al escuchar el ruido del colchón acusar el peso de las mujeres, se permitió entornar ligeramente los ojos. Dos pies colgaban de ambos lados de la cama. Habían subido la persiana y la claridad en la habitación se tornaba penumbra en su posición debajo de la cama. Consultó su reloj y para su alivio, aunque marcaba las ocho menos cuarto, también indicaba que hoy era domingo. Curtis aún dormía la lado suyo.

—Creo que, en todo caso, podrías enseñarme algunos detalles, Ravinia. No tiene mucho misterio saber cómo funciona la mente de los tíos. Se adivina muy fácilmente qué es lo que quieren ver.

—¿De verdad es lo que crees? —preguntó Ravinia con tono algo dolido. No es que dudase de la afirmación de Lucía, pero aquella suficiencia, tras sólo un casting, le parecía insultante.

—Ahá —afirmó ufana Lucía.

—Vale. Te apuesto una escena en mi próxima película que te enseño algo que no sepas.

—¿Puedes hacer eso? —respondió Lucía dudando de las palabras de su cuñada.

—Soy coproductora, cuñada, yo pongo la pasta. Y yo decido quién se folla a quién en la película. Y Paco es el otro productor. Ya viste lo contento que salió de casa con tu prueba. Si aceptas, trabajas fijo.

Lucía entornó los ojos y miró fijamente a Ravinia intentando detectar el posible farol que pensaba se estaba tirando. Pero no lo encontró.

—Serían dos quinientos. Felación, penetración y eyaculación facial. Un día. Nada del otro mundo.

—¿Y cómo arbitramos esto?

—Fácil —dijo Ravinia acuclillándose al borde de la cama sin dejar de mirar a Lucía. Pensaba dar unos toques a Roberto para que se despertase, pero se encontró con la mirada de éste fija en los suyos.

—Roberto ya ha escuchado la apuesta, está despierto —dijo Ravinia sonriente sin despegar la mirada de su hermano. Le guiñó un ojo y le indicó con un gesto de la cabeza que saliese de debajo de la cama.

—Ya hablaremos luego tú y yo de esto más tarde —le espetó Lucía a su marido al sentarse en una silla enfrente de la cama. Suspiró enfadada al ver varias pelusas pegadas al pijama y al pelo de Roberto que la hacían sentir aún más avergonzada—. ¿Has escuchado todo?

Roberto afirmó con un gesto vertical de la cabeza. Curtis se apoyó en la pared a su lado. En ambos una sonrisa triunfal quería aflorar en el rostro, pero se contuvieron con aire serio. Sin embargo las pequeñas arrugas en la comisura de los ojos del marido de Lucía no escaparon antes a la mirada escrutadora de Ravinia. Roberto entrelazó los dedos de las manos y las posó sobre su entrepierna para ocultar la hinchazón que se iba formando en su miembro.

Lucía quitó la colcha y las sábanas dejando solo el cubre colchón. Ambas se arrodillaron sobre la cama y miraron a Roberto, el cual no cabía en sí de gozo. Para entonces su empalmada era difícil de ocultar.

—Si ves sorpresa en el rostro de Lucía, he ganado, hermanito —dijo Ravinia— ¿Entendido?

—No soy tonto —respondió Roberto algo dolido.

—Te quedas corto —terció Lucía fijándose en las pelusas que aún colgaban del pelo de su marido. Quiso añadir que la apuesta hacía agua por todos lados, y que le parecía una solemne tontería hacer el paripé para que su cuñada pudiese comerla el coño a conciencia. Pero el primer trabajo es el primero, y ese dinero vendría bien para la entrada de un coche nuevo. Poco más pudo pensar porque al instante Ravinia se lanzó hacia ella estampando sus labios contra los suyos.

El ímpetu de la hermana de Roberto la hizo perder el equilibrio, y cayó de costado mientras su cuñada la asía las sienes introduciendo la lengua hasta el fondo de su boca.

Ravinia la despojó de la chaqueta del pijama y pellizcó la carne de ambos pechos mientras sus labios dejaban regueros de saliva en forma de hilos viscosos entre los pezones. Inevitablemente Lucía tuvo que admitir que se estaba excitando. La sonrisa traviesa de Ravinia mientras la arañaba con los dientes los fresones era pura glotonería. No, glotonería no, era gula. Los ojos sonrientes de su cuñada con sus pupilas de color miel destellando lujuriosas eran muy seductores.

Cuando sintió como le alzaba las piernas en alto y la arremangaba el pantalón del pijama, ocultando su rostro tras los muslos izados, imaginó que ahora hundiría su lengua entre los pliegues de su sexo que, a su pesar, ya estaba humedecido.

Pero cuando sintió el apéndice carnoso posarse sobre su ano, abrió los ojos como platos. Giró la cabeza hacia Roberto en busca de apoyo, pero solo se encontró a su marido frotándose el miembro enhiesto sobre el pantalón del pijama.

Quiso protestar. De sexo anal, nada. Eso lo tenía bien claro. Pero Ravinia parecía jugar con otras reglas. Apretó el esfínter impidiendo el paso de la lengua en su interior, pero solo provocó oleadas más intensas de deseo en su sexo. Y un leve cosquilleo que la hizo sonreír.

—Ravinia, esto no es lo que… —quiso decir oponiéndose a continuar con la apuesta. Pero cuando sintió las uñas rozar las nervaduras convergentes, enredándose en el vello anaranjado circundante del ano, un escalofrío le recorrió el vientre.

—Has ganado, has… —dijo sin mucho entusiasmo Lucía. Pero un dedo ensalivado se internó con alevosía en el interior de su culo y el mundo cambió de posición. O así se lo pareció. Porque sentir aquel cuerpo extraño en el interior de sus tripas, presionando las paredes internas del intestino en dirección a su sexo, la hizo soltar un suspiro que no sonó a protesta. Ni mucho menos. Y más cuando la lengua de su cuñada se internó entre los pliegues de su sexo.

Y lo peor de todo es que no veía nada. Ravinia la mantenía las piernas en alto con una mano, impidiendo que viese lo que la hacía ahí abajo. Sólo su cuñada y su marido tenían acceso visual a su sexo y su culo. Ella se tenía que contentar con sentir el dedo y la boca de Ravinia en sus agujeros y escuchar el chapoteo de fluidos. Y luego estaba aquella sensación de vértigo que la iba dominando la cabeza, que la hacía respirar con ansia y la hacía latir el corazón con ritmo desbocado.

Por el rabillo del ojo, vio a Roberto que ya se había sacado el pene del pantalón y que se masturbaba sin ningún miramiento. También escuchó los gemidos de su cuñada y su aliento tórrido sobre su sexo. Y otro chapoteo, el del frotamiento del sexo de Ravinia por ella misma, sin duda.

Agarró entre sus dedos el cubre colchón para impedir que la realidad se le escapase entre tantas sensaciones placenteras. Cerró los ojos con fuerza y comenzó a respirar por la boca, sintiendo que por la nariz era incapaz de proporcionar suficiente oxígeno a sus pulmones. Cuando abrió los ojos al sentir dos dedos escrutar su interior intestinal, el escroto de su marido descansaba sobre sus labios.

Sin dudarlo engulló los testículos mientras Roberto deslizaba con furia controlada la mano por la verga. Varios pelos rizados se le quedaron en la boca cuando éste retiró el manjar de sus labios. Vio con alarma creciente como se alejaba de ella, rodeando la cama hasta perderle de vista tras sus piernas alzadas. Un intenso sentimiento de traición la embargó al adivinar qué se proponía su marido, pero cuando los gemidos de una Ravinia penetrada se impusieron a los suyos, enardeciendo aún más su propia excitación, todo rastro de rabia por el incesto que se estaba cometiendo se disipó entre las oleadas de placer que la embargaban. Porque estaba gozando. Esto no era como ayer, con el mulato trabajándola el coño. Esto era real.

Cuando los primeros espasmos del orgasmo asaltan los cuerpos de Lucía, Ravinia y Roberto, los tres exclamaron al unísono, como si lo hubiesen planeado y coreografiado:

—¡Me encanta el porno!

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Ginés Linares

gines.linares@gmail.com

http://gineslinares.blogspot.com

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—Y yo sin follar. Aquí todos follan menos yo. Ésta te la guardo, Ginés, te juro que te la guardo. Por éstas —me promete Curtis besándose los nudillos.