Me deshice en su boca

A sus 35 años, mamaba de mí la juventud que le faltaba.

Siempre me había interesado aquella mujer. Rubia, delgada, pequeña de estatura y de una increíble generosidad en su delantera. No era sólo por lo que me dejaban ver sus camisas, abiertas en los cuatro botones superiores, o por las camisones sueltos que lucía con tanta frecuencia en verano. La dimensión de sus pechos era una realidad que mis ojos ya habían visto la desnudo en más de una ocasión cuando, de charla con mi progenitora, le enseñaba sus tetas por cualquier consulta de tipo médico. La cuestión es que mi vecina me marcó desde niño y el verla entrar en mi casa de mil formas y con todo tipo de atuendos no hizo más que aumentar mis miradas hacia cualquier parte de su cuerpo.

Fue en el verano del 92 cuando se separó de su marido por las ostias que solía propinarle el muy cabrón. Los problemas le empezaron a llegar al poco tiempo de la separación: persecuciones en coche, constantes llamadas telefónicas que no guardaban más que una respiración intensa, cartas anónimas con no muy bonitas palabras dedicadas a su persona, etc... El caso es que ella cada día estaba un poco más asustada. Los comentarios y los miedos confesos a mi madre acompañaban cada café en mi casa y en más de una ocasión las descubrí a las dos ahogadas en lágrimas.

Fue por ese creciente miedo por lo que, una tarde, le hizo la proposición.

"¿Por qué no dejas que Javi duerma en mi casa? Me sentiría más segura y puede dormir en la cama de Marta, que ahora duerme conmigo. Sólo una temporada, hasta que la cosa se tranquilice..."

La confianza hizo el resto y esa misma noche, después de cenar mi madre me mandó a dormir a la casa de enfrente. Sólo iba a separarme de mi casa un corto pasillo así que a nadie le importó y a mí, obviamente, mucho menos. Sobre todo porque rápido descubrí las ventajas de las que disfrutaría. Podía acostarme a la hora que quisiera, tenía un cuarto para mí solo y además con televisión. Tardé poco en sacarle partido a la noche televisiva, sobre todo los fines de semana. La verdad es que a mis 16 años cualquier cosa valía para machacársela y el simple hecho de estar en un lugar "desconocido", con cierta libertad para cambiar de canal a placer y con la mujer que levantaba literalmente mis pasiones, me sentía en la gloria.

A veces, cuando iba a acostarse, pasaba y golpeaba la puerta para decirme que no tardara en acostarme. Yo, con un empalme de caballo, aprovechaba cuanto podía para mirar los movimientos de sus pechos desatados bajo alguna camiseta grande y ancha que utilizaba a modo de camisón

Cada día le pedía al reloj que corriera. Contemplaba el sol por mi ventana con la esperanza de que cayera y me enviara de nuevo a mi paraíso particular.

No tardó mi musa en darse cuenta de mis "corredurías" y, en lo que yo interpreté como un juego, entraba de improvisto sin llamar y me pillaba realizando movimientos raros con el propósito de esconder a mi amigo "Jonnie" dentro de mis calnzoncillos y de cambiar de canal. Pero ella se daba cuenta de que yo no estaba viendo los dibujitos animados de Marta. Además, el bulto en mis pantalones de verano (que eran más bien unos segundos calzoncillos) era más que evidente, casi tanto como sus miradas. Creo que a ella empezaba a excitarle tener en casa a un jovencito nada despreciable en plena edad del levantamiento hormonal.

Empecé a pensar su interés por mí era algo "especial" cuando la longitud de las camisetas que usaba para dormir empezó a acortarse. Pero salí de dudas cuando llegué una noche a su casa, en la segunda semana de estancia allí, y me la encontré con lo que ya no consideré un camisón sino una simple camiseta de tirantas. La cuestión era que la camiseta apenas le llegaba a tapar las bragas, y por los laterales se dejaba ver el nacimiento de dos tetas blancas, grandes y con una rigidez asombrosa. A sus 35 años era una diosa.

Despertó a Marta que estaba en el sofá durmiendo y, como un zombie, la niña se levantó, nos dio un beso a cada uno y se fue a la cama de su madre. Creo que ni abrió los ojos de lo dormida que estaba.

"Javi, quédate aquí si quieres ver la tele, no me importa" dijo mientras se levantaba.

Pensé que se iría directa a la cama así que acepté y me tiré en el sofá con el mando en la mano dispuesto a cascármela a lo grande, así que, tras un tiempo prudencial (esperando a que se durmiera) cambié de canal y empecé a buscar una peli interesante con el mando en una mano y el rabo en la otra. Cuando encontré lo que buscaba, dejé el mando y me dediqué de pleno a mi tarea.

"¿Qué haces, Javi?"

"Eh... yooo..."

"No hace falta que me lo expliques. Vete a la cama y que no vuelva a repetirse. Mañana hablaremos tú y yo."

Joder qué cagada... Me había pillado cascándomela y mañana tocaría sermón por partida doble: mi vecina y mi madre. Se acabó el dormir en su casa. Me fui a la cama sin levantar la mirada del suelo y ella se encargó de apagar la tele. En la cama estuve la noche más larga de mi vida, sin dormir ni un solo minuto y, lo que era aún más raro, sin pajearme. Tenía una mezcla muy rara en el corazón de vergüenza, miedo y arrepentimiento, pero ya era tarde.

Sobre las 7:30, arto de estar dando vueltas en la cama, me levanté y me acerqué al escritorio de Marta, encendí la tele y me puse la Nintendo. Era domingo y en mi casa todos estarían dormidos, así que me puse a jugar. 15 minutos después la sentí a ella caminar por el pasillo de la casa. No quise ni siquiera darme la vuelta hacia la puerta o levantarme para ver dónde estaba, no quería enfrentarme a ella después de lo de anoche.

Pero ella sí quería.

"No te des la vuelta, quédate como estás. Voy a hacer algo de lo que quizás me arrepienta, pero necesito hacerlo..."

Dicho y hecho: yo ni moverme. Sentí cómo se acercaba a la silla donde yo estaba, posó sus manos en mis hombros y tras el escalofrío inicial de sentir piel con piel, empezó a bajar hacia mi pecho. Dio la vuelta a la silla giratoria y el mando de la consola cayó. La visión era increíble: unas bragas negras era lo único que cubría su piel. Sus pies descalzos soportaban el peso de una mujer con atributos desarrollados al máximo. Sus pechos colgaban grandes y redondeados pero firmes y desafiantes a las leyes de sir Isaac Newton, cada uno adornado por una gran aureola de un tono marrón, claro que contrastaba con la blancura del resto de su piel, y por un pezón erecto que avisaba de su excitación. La camiseta que los resguardaba la noche antes colgaba de su mano derecha, pero cayó pronto y como esas dos amadas y deseadas tetas se acercaban a mí en un movimiento descendente que llevó a mi musa a colocarse de rodillas frente a mí.

Sin separar nuestras miradas y sin que nuestros labios rompieran aquel placentero silencio, sus manos se acercaron a mi entrepierna y yo torpemente respondí levantándome levemente de mi asiento cuando entendí que pretendía quitarme los pantalones. Cuando estuvo hecho, acercó su cabeza a mí y reposó su mejilla izquierda sobre mi polla. Nunca imaginé mayor suavidad. El calor que noté empezó a darle vida a mi virilidad y a sacarme a mí de lo que creí que era un sueño. Ella lo notó. Deslizó sus manos por mis piernas hasta llegar hasta donde antes estaba su cabeza y empezó a acariciar suavemente el tronco... la cúspide... los huevos... Cerré los ojos abrumado por el placer que sentía al ser acariciado de aquella forma por primera vez por una hembra y dejé que mi cabeza cayera hacia atrás.

"Mírame."

Su boca entreabierta y su mirada le daban un aspecto de ternura que jamás había notado antes en ella. Y los movimientos se aceleraban. Me pajeaba despacio y con suavidad. Sabía lo que estaba haciendo, y por el hecho de ser yo quien recibía sus caricias creo que le aplicaba a la paja un especial cariño. Bajaba y subía ambas manos presionando con firmeza. Y rozaba con la punta de sus dedos el capullo embadurnado de líquidos preseminales. El brillo de mi polla se asemejaba al de sus labios y, como el perro que atiende a la llamada de su amo, su boca acudió a mi llamada y se inclinó para meter de una vez la rigidez de 16 centímetros de carne joven.

Nada puede describir el calor de su boca. Jugaba con su lengua a la vez que chupaba. No se limitaba a acariciarme la polla con sus labios sino que realmente succionaba, parecía que intentaba sacar de mí la vida que le faltaba. El movimiento que antes hacían sus manos lo hacía ahora su cabeza y yo, agarrado a los apoyabrazos de la silla, recibía la mejor y más maravillosa mamada que me han hecho hasta hoy.

No duraría mucho tiempo así y los escalofríos que recorrían mi cuerpo me avisaban de que su trabajo estaba a punto de concluir. Poco a poco, intenté separar su cabeza de mí pero, quizás intuyendo lo que se aproximaba, ella apartó mis manos y aceleró el ritmo y la intensidad de sus movimientos, mientras me bombeaba la polla a ritmo entre su boca y su mano derecha. Me hice consciente de mis gemidos y de pronto... exploté. Con su cabeza en mi regazo, mamaba y mamaba a cada contracción de mi pene. Mi fuerza se derramaba poco a poco en su garganta a la vez que el calor de su boca me la devolvía con creces.

Cuando ya pasaron los últimos espasmos mantuvo su boca abrazando mi pene y acabó pasando su lengua por la punta para recibir las últimas gotas de semen. Acabó. Esperó unos segundos con la cabeza agachada sobre mí y podía sentir discontinuidad de su respiración sobre mi pene. Lentamente levantó la cabeza. Volvió a mirarme.

"No digas nada, por favor. Vete a casa."

Obediente como acostumbro a ser y atónito por lo que acababa de vivir me levanté mientras ella misma me subía los pantalones. Me miró a los ojos y sonrió tímidamente. Yo, como un gilipollas, sólo supe caminar por el corredor hacia la puerta para marcharme a casa... pero era domingo... y aún era temprano...