¿Me dejas ponerme ropita papi?
El mejor SPA del mundo
Mi piel se sentía ya aterciopelada, a pesar de no tener ni el más mínimo rastro de vello corporal del cuello para abajo. Llevaba ya al menos 3 semanas sin usar ropa. Había tomado el sol placenteramente en la piscina al menos cuatro horas por día, y había recibido masajes y cremas cada mañana y cada tarde durante ese tiempo. En todas partes de la inmensa mansión del servicio de “vacaciones” que había contratado había cámaras que grababan todos mis movimientos, desde una inocente caminata por los jardines, hasta esas ocasiones en las que no soportaba más mis emociones y terminaba masturbándome lentamente frente a un espejo, o detrás de un arbusto, en la bañera… y también lo hacían en esos momentos en que las otras “chicas” que habían pagado mucho dinero por esta experiencia, y yo, explorábamos la femineidad que se nos había inculcado, y jugábamos a las lesbianas, a veces con recato, y otras con un desenfreno que seguramente haría las delicias de quien quiera que sea el o la que opera esas mismas cámaras.
Durante la noche se nos permitía cobijarnos con sábanas de seda pura, en camas de los más costosos y finos tejidos. Ni siquiera las toallas de baño o de piscina eran lo suficientemente grandes como para envolvernos en ellas cual mágicos vestidos blancos sobre nuestras pieles enmorenadas por el sol. En general, nuestro único vestido era el delicioso aroma de las finas fragancias de las que disponíamos, obviamente todas las más femeninas y costosas del mercado. Llegamos a las instalaciones siendo hombres, casados, algunos ya incluso tienen hijos, y todos con esposas hermosas y esculturales… pero todos con el deseo de dejar atras absolutamente lo que eramos, y convertirnos en las ninfas que tres semanas más tarde ya empezabamos a ser.
Nuestra dieta, cuidada al más mínimo detalle, ejercicios y rutinas, todas estaban orientadas a mejorarnos física y emocionalmente, y sabíamos que nuestra última prueba de feminización sería la que realmente nos convertiría en las mujercitas sumisas que regresarían a casa a complacer en todo a nuestras mujeres, después de todo, estas “vacaciones” eran una desición familiar. De hecho fueron ellas las primeras en enterarse de este servicio de “Resort” que resolvería todas las diferencias maritales, al disolver la hombría de los maridos y al elevar el deseo lésbico de las mujeres. “Una vida de placer y belleza” era el eslógan del prestigioso hotel, y a estas alturas era todo lo que las inquilinas deseabamos.
El primer día nos quitaron la ropa y nos prepararon psicológicamente. Bellas jovencitas nos depilaron mientras jugaban y tentaban con sus cuerpos en vestidos de baño, pero sin permitirnos nada más. Se reían de nosotros de vez en cuando y a veces hasta hacían comentarios hirientes. En mi caso mientras me realizaban la depilación anal, de golpe la nena, con su sonrisa angelical y ojos de inocencia, de golpe me metió dos dedos hasta los nudillos para demostrarme que si me estaban depilando el ano, era porque soy una mariquita. Eso no fue lo que me convenció de ese hecho, sino el grito de chiquilla que solté y las gruesas gotas del semen que salió disparado de mi pene flacido, sin siquiera haberlo tocado, sin tener una erección… mi primer orgasmo como la nueva hembrita de mi esposa que era. Lo que en ese momento para las otras inquilinas fue motivo de burla y protesta, ahora, tres semanas más tarde, era motivo de envidia para algunas. Aun habían chicas que no podían venirse sin una paja a toda regla, cuando la mayoría eramos dueñas de nuestros orgamsmos. Las prácticas diarias con consoladores, dirigidas por la instructora Paty, una mujer madura de unos 45 años pero con el cuerpo de una trapecista rumana de 25. Paty nos enseñó a montar a un macho con nuestras nalgas, usando nuestro ano como una herramienta de placer, y las técnicas para venirnos en el momento en que lo decidieramos, como un homenaje a quien nos hacía el honor de rompernos el culo con su verga. A veces era imprescindible venirnos en el primer minuto de penetración, por si deseabamos parecer muy ansiosas, y a veces teníamos que esperar hasta media hora de mete y saca antes de dejarnos ir en un grito. No miento al comentar que varias veces me desmayé con el orgasmo y desperté al día siguiente entre mis sábanas de seda. Todo esto por supuesto sin tocarnos, como sendas señoritas calentonas, cachondas, que se vienen porque necesitan probar que son las hembras de sus maridos.
Y luego de los entrenamientos todo era manicure, pedicure, depilación, masajes, baños de sol, charlas entre chicas, beber vino y otras bebidas exóticas y a veces simplemente no soportar lo bellas que nos habíamos puesto y terminar tocandonos, besándonos y acariciando nuestras bronceadas pieles, ya olvidadas de la ropa, lamiéndonos todo, disfrutando de ser hembritas y de estar bonitas, delicadas, con las uñitas pintadas y nuestras tetitas sensibles por el sol. Todo menos penetrarnos. Se nos había enseñado que penetrar es algo que hacen los hombres, y que nosotras eramos mujeres, bueno, seríamos luego de conocer a nuestros profesores finales, los que nos graduarían de ser mujer, pero esa historia se las contaré más adelante.