Me cogí a Irma, la amiga de mi madre
El deseo de poseer una inquietante madura cumplido por un adolescente.
Me cogí a Irma, la amiga de mi madre.
Conocía a Irma de toda la vida. Con su esposo Manuel, diez años mayor que ella, frecuentaba la casa de mis padres desde que tengo memoria y siempre la recuerdo como una mujer de agresiva hermosura. Creo que me enamoré de ella a mis 10 años, cuando las mujeres dejaban de ser indiferentes a mis ojos.
Irma era una mujer esbelta como de metro setenta, aunque esa estatura se acentuaba sobre los finos tacos a los que era adicta. Los tacones, acompañados siempre con finas medias negras también acentuaban el corte de sus piernas perfectas. Siempre estaba elegantemente vestida con trajes sastre, faldas o ajustados vestidos que acentuaban sus curvas y dejaban adivinar unos pechos de ensueño. Su rostro era maduro, pero bien maquillado apenas dejaba traslucir alguna arruga. Solía arreglar su cabello negro con coletas o broches de manera que, estirado dejaba todo su rostro a la vista. Sus ojos eran verdes, siempre retocados en negro y su andar general era el de una devoradora de hombres.
Esto último que digo es, a mi entender, una verdad irrefutable. Irma tenía el aspecto general que cabe esperarse de una hembra hecha para los placeres, de una de esas amantes casadas que solo disfrutan de las cuentas bancarias de su marido, pero que se entregan a la pasión con amantes desconocidos que se da el lujo de elegir. Era una mujer para atropellar, para ganar, para esclavizar, para enviciar y para emputecer. Una hembra con mayúsculas.
Sin embargo desempeñaba con prolijidad su papel en sociedad. Nada en ella hacía siquiera sospechar de la apariencia de fiel esposa que demostraba. Si algo sucio había en ella seguramente estaba enterrado en lo más profundo de su ser y tan oculto que ni una solo habladuría giraba en torno a su persona.
Recuerdo que a los 13 años ya empecé a fantasear seriamente con ella. Me pasaba largas horas cascándomela imaginando juntos diversas situaciones. Pero al margen de esas fantasías de adolescente, yo sabía que era una de esas mujeres prohibidas con las que jamás pasaría nada. Sin embargo la realidad iba a sorprenderme.
Tenía yo 25 años y mi cuerpo estaba bien formado por la práctica intensiva de deportes. A esa edad me consideraba un experto en temas sexuales. Mujeres no me faltaban y si tuviera que explicarlo ahora diría que lo que me faltaban eran desafíos. Irma seguía siendo uno de ellos, seguramente el mayor de ellos.
De haber sido una mujer cualquiera, me refiero a una mujer distante en relación a mi familia, seguramente la hubiese encarado mucho tiempo antes. Las maduritas no eran desconocidas para mí dado que había probado alguna que otra, así que los 45 de Irma no me asustaban. Si me frenaba que Manuel, su esposo y gran amigo de mi padre, siempre me había tratado con cariño y me resultaba difícil romper esa barrera pese a que mis ganas de follarla parecían crecer día a día.
Por otra parte, si bien siempre era posible que ante un avance mío Irma reaccionara mal, yo dudaba que ella fuese capaz de hacer un escándalo, así que, aunque había considerado la posibilidad de un problema de su parte, le asignaba una muy baja probabilidad.
Pero todas esas cuestiones eran casi anecdóticas porque, como dije, en el fondo sabía que jamás intentaría nada con ella y que era muy difícil que se diera la ocasión. Generalmente coincidía con Irma en presencia de mis padres y de su marido, y no recordaba ni una sola vez en que hubiésemos cambiado palabra a solas. Pero como dije, eso iba a cambiar.
Resultó que cierta vez mi padre me invitó a visitar un campo en el interior que tenía intenciones de comprar a medias con Manuel. En realidad el programa me pareció bastante aburrido, excepto la parte en que mi padre comentó que aprovecharían para alojarse en un hermoso hotel de Paraná, a orillas del río y que efectuarían la visita al campo como paseo de sábado. Sería una mini vacación para las esposas (mi madre e Irma).
La visita al campo no me importaba nada, pero la idea de ir a ese hotel parecía muy buena. Siempre podía salir solo y divertirme en un lugar nuevo. Además podría disfrutar de las piernas de Irma, que aunque fuese a la distancia, eran una fuente de inspiración.
Así fue que nos alojamos en el hotel el jueves casi de noche. Yo estaba cansado del viaje y decidí que luego de la cena me quedaría en la habitación a descansar. Al otro día todos se irían a visitar el campo distante unos 250 km y pasarían allí el día para regresar a la noche y disfrutar del fin de semana en Paraná.
Por primera vez vi a Irma vestida con un look muy country, jeans ajustados pegados al cuerpo, que se introducían en unas botas negras de tacón y fina puntera. Tomé conciencia de que además de curvas esculturales Irma poseía un culito de ensueño que hubiese enrojecido a muchas veinteañeras. Llevaba el pelo suelto, y un sweater ajustado en el que se marcaban unos duros pezones. La verdad es que era una hembra de infarto.
Disfruté con ellos de la cena deseando que durante ella Irma fijara alguna vez sus ojos en los míos para transmitirle el mensaje de que me tenía loco. Fantaseaba que si ella lo percibía se generaría una morbosa situación en la que ella tomaría nota y guardaría prudente silencio. Soñé que se levantaba para ir al toillete y que la seguí para sorprenderla y poseerla en los retretes. Pero no sucedió ni una vez. Cansado, luego del postre y sin ánimos de sobremesa, me retiré a mi habitación deseándoles un buen viaje al día siguiente, dado que como saldrían temprano no tendría ocasión de despedirlos.
Desperté cerca del mediodía y concurrí al bar a tomar un desayuno. El conserje me dijo que mis padres y el otro señor habían salido temprano. ¿Irma no había ido? Un discreto interés de mi parte habilitó al conserje a decirme que sólo había visto a tres personas salir y que la habitación de Manuel no había estado disponible para la limpieza matinal.
Mi cuerpo entró en tensión. Al menos podría almorzar con Irma a solas y eso era algo más de lo que había conseguido en toda mi vida.
Pero la hora del almuerzo pasó e Irma no aparecía por los lugares comunes del Hotel. En esas circunstancias pensé que el conserje se habría equivocado y que ella había partido también. También pensé en tocar a su puerta, pero me pareció demasiado.
Paralelamente pasado el mediodía el tiempo se descompuso y comenzó a caer una fuerte tormenta que con el paso de las horas no hacía más que empeorar. Bien entrada la tarde recibí un mensaje de mi padre en el que decía que los caminos estaban anegados y por esa causa pasarían la noche en el campo hasta que mejoraran las condiciones. Nada me dijo de Irma lo que me hizo suponer que ella estaba realmente con ellos, y por prudencia yo no quise preguntar.
Cerca de la hora de cenar y vestido como para salir, aunque no pensaba hacerlo porque la tormenta estaba en lo peor, me senté en la barra del bar del hotel a tomar una copa antes de lo que preveía sería una cena muy solitaria.
Mientras sorbía un whisky y miraba distraídamente la televisión la voz de Irma a mis espaldas me sacó del letargo.
Giré mi cabeza y allí estaba ella, esplendida, montada en unos clásicos zapatos negros de tacón con adornos dorados, medias negras, una falda apenas sobre las rodillas y una camisa abierta que insinuaba sus prominentes senos. Estaba vestida para comerla.
Mi sorpresa no fue ficticia, sinceramente no esperaba verla ahí. Ella sonrió.
-¿Puedo acompañarte?, me dijo con familiaridad.
Por supuesto que sí, contesté, invitándola a sentarse en la banqueta contigua de la barra. Ella agradeció el gesto, se sentó y cruzó con femineidad sus maravillosas piernas delante de mis ojos, aunque, estoy seguro, era un gesto natural que no escondía ningún tipo de provocación.
¡Qué buena que estaba! Me atraía todo de ella, mis hormonas funcionaban a toda máquina. Sus pechos sugerentes y erguidos, el efecto torneante de las medias negras sobre sus piernas. Esos zapatitos de fino tacón que eran una invitación a chuparlos, a besarlos como si se tratara de una extensión de su cuerpo. Fue en ese momento en que supe que sería esa noche o nunca, no importaba lo que pudiera pasar, esa noche lo intentaría. Nunca habría otra oportunidad de estar con ella a solas.
-Creía que te habías ido al campo.
-En realidad era la idea, pero esta mañana me sentí mareada y Manuel sugirió que descansara. Creo que hizo bien, que me hacía falta sueño. Pero ya a esta hora sentí hambre y aburrimiento, y si bien había decidido esperar que regresaran del campo, esto de la tormenta…
-Sí, papá avisó que no podían salir. Bueno, siempre podemos cenar juntos.
-Qué bien! Tengo un galán para acompañarme. Dijo ella con simpatía.
El comedor estaba bastante lleno de gente. Muchos turistas habían visto frustrados sus planes de esa noche y habían optado por quedarse en el hotel, que además del restaurant, contaba con Casino y discoteca. No era un mal programa, después de todo, quedarse.
La cena transcurrió tranquilamente. Comimos pescado de río regado con un buen vino tinto y la charla era muy amena. Si bien yo pensaba todo el tiempo en que deseaba cogerla, ella no daba ninguna muestra de interés. Parecía como si estuviera hablando con un chiquillo que conocía desde los pañales, lo cual era bastante cierto.
Ella hablaba de sus viajes por el mundo y me preguntaba sobre los míos. Habíamos recorrido algunos lugares comunes y eso se prestaba para intercambiar impresiones. En fin, todo bastante tranquilo, exceptuando que yo estaba hipnotizado con sus ojos y sus pechos, y que mis manos morían de ganas de acariciar su cuerpo.
En determinado momento, mientras escuchaba su conversación, yo pensaba como sería esa hembra en la cama. Mi idea previa de que esa mujer era una hembra sexual que perdía el control en la cama y que detrás de esa fachada de señora respetable era una putita capaz de cualquier proeza lindante con el pecado, se reforzó. Era un desperdicio que pasara la noche sola.
Para medianoche, la cena había terminado y todo parecía irremediablemente condenado a la despedida y al sueño.
Fue entonces que di un paso más audaz, y me jugué a invitarla a una copa en la discoteca antes de ir a dormir.
Me pareció que Irma dudaba. Invitar a una copa a una mujer no era cosa de chiquillos. Una cosa era una cena a la vista de todos, y otra era concurrir a una disco con un joven que, a los ojos de extraños, bien podía ser considerado un “affaire”. De haber sido en nuestra ciudad seguramente el temor al qué dirán la hubiese hecho declinar la oferta porque en el fondo no era socialmente correcto. Por otro lado esa pequeña duda no era mala señal porque significaba que a pesar de todo Irma consideraba que yo podía ser una amenaza potencial, sexualmente hablando, claro. Tal vez una amenaza remota, es cierto, pero amenaza al fin. Sin embargo, supongo que evaluó que nadie nos conocía allí y para mi sorpresa aceptó.
La disco era más bien oscura, y tenía un sector semi privado con cómodos sillones. Evalué la situación con velocidad y rápidamente decidí que necesitaba algo de privacidad. Con esa idea no dudé en dirigirme hacia ellos y ocupamos uno de dos cuerpos, con una mesa ratona delante.
La verdad es que el ambiente estaba cargado de sensualidad. Contrariamente a lo que suele ocurrir la música era suave, había varias parejas en lo “suyo” y seguramente a Irma esa situación no le pasó desapercibida. Dado que no se amilanó, que no intentó “salirse” de la idea de saborear esa copa final, supongo que se sentía segura. Después de todo yo no había dado señales de buscar algo más con ella y eso le restaba argumentos de sospecha. Por las dudas me apuré a pedir una botella de champagne, sin siquiera consultarla. Sin embargo, al hacerlo, noté un “algo” de sorpresa en el golpe de vista que me dedicó. Fue sólo un segundo, pero reforzó en mí la idea de que, aunque mínima, mantenía una guardia de alerta.
Mientras nos acomodábamos, pensé que yo estaba tratando de “timarla”. Después de todo ella no sospechaba mi intención de cogerla y mi desafío era convencerla subrepticiamente, sin que se diera cuenta, y llevarla la cama, sacando lo peor –sexualmente hablando- que ella pudiera guardar en su interior y realizar una fantasía muy deseada.
Nuevamente cruzó sus piernas y en ese sillón no pudo evitar que uno de sus muslos quedara algo expuesto. Sus medias negras y sus zapatos de tacón me inspiraban. En el pequeño espacio vacío que el sillón de dos cuerpos dejaba entre nosotros, la tentación de acariciarla y besar sus tobillos, de devorar uno a uno los dedos de sus pies, de penetrarla -que me estaba volviendo loco por dentro- quedaba a pocos centímetros de mis manos. Por fuera, yo mantenía mi calma.
Tranquilamente comenzamos a degustar el champagne. Ella me confesó que le gustaba, pero que no tenía muchas ocasiones de disfrutarlo.
-Cuando llevás tantos años de casada, las discotecas y momentos en los cuales saborear champagne no se producen todos los días, deslizó con tono de añoranza.
Ese giro que tomó la conversación le dio pie –un par de copas después- a girar la charla hacia cuestiones más privadas. Como si el alcohol le fuera soltando la lengua de a poco, el tema derivó en que los años de matrimonio adormecen la pasión. Ante mi sorpresa, Irma se metió en un profundo monólogo basado en que con el tiempo las parejas se dejan devorar por la rutina y que muchas veces los intereses materiales comunes se transforman en su único sostén. Noté que el champagne estaba haciendo su mágico trabajo de aflojar las lenguas y las ideas. También noté que sus reflejos se aletargaban cuando al servirle la tercera copa –yo no había vaciado mi primera- ella derramó un poco por falta de cálculo en el movimiento. Se notaba que estaba relajada y cuando eso sucede la guardia, las resistencias, empiezan a caer.
La belleza de Irma casi me induce a actuar con torpeza y besarla cuando finalizó su monólogo con un profundo suspiro acompañado de un “Si yo tuviera tu edad! “ como comentario final.
Eso, para mí, fue la señal de avante. Muy rápido de reflejos, pero en voz baja y con suavidad extrema, me animé a retrucar ese comentario final.
-¿Qué harías si tuvieras mi edad?, pregunté acercando peligrosamente mis labios a su oído.
Su respuesta fue la confirmación de que había evaluado bien el momento de pasar al franco ataque: Ella se rió sin contestar como queriendo decir que la respuesta era inconfesable. La putita en su interior, ayudada por la música, el champagne, la tenue oscuridad y la comodidad de los sillones, pugnaba por salir.
En algún momento pedí otra botella de Champagne sin que ella hiciera comentario.
La conversación continuaba su tono agradable y nos íbamos acomodando a la sensualidad del lugar en la que, a unos metros de distancia, algunas parejas se besaban.
Promediando la segunda botella decidí avanzar despacio con el contacto físico. Casi como al descuido pasé suavemente la yema de mi dedo índice por sobre una de sus pantorrillas, acariciando suavemente la sensual media negra. Lo hice lentamente, casi hasta tocar el talón de sus zapatos, que tanto me gustaban. Luego volví atrás en el recorrido hasta casi la parte posterior de su rodilla.
Ella acusó el impacto, a pesar de la nimiedad del movimiento. Sentí que su piel reaccionaba con el efecto piel de gallina.
-¿Qué estás haciendo?, me dijo mirándome fijamente pero en tono suave, sin enojo y con medida sorpresa. Su rostro estaba cerca y era una invitación a besarla, pero me contuve. Aún no era el momento. Con otra mujer hubiese correspondido, pero con Irma y dadas las circunstancias hubiera sido muy agresivo.
Con tranquilidad y nervios de acero, fijando mi mirada en sus ojos le contesté directamente.
-Es que deseaba probar esa suavidad desde hace mucho tiempo.
Ella se tapó la sonrisa con una mano y desvió la mirada, mientras decía “ay no, no, no”.
Yo no me achiqué y redoblé la apuesta. Ya estaba jugado.
-¿Qué pasa? ¿No crees que podes ser atractiva para mí?
Ella dudó nerviosamente.
-No, no es eso. Es que sos el hijo de mi amiga. Te conozco desde que naciste. No está bien.
Algo en mi interior percibió la duda y la contradicción. “Sos el hijo de mi amiga” y “No está bien” habían reemplazado a lo que correspondía, es decir a “soy una mujer casada” y a un “No te confundas”.
A todas las mujeres les gusta sentirse deseadas. Muchas mantienen las formas, resisten más. ¿Cuál sería el grado de resistencia de Irma? ¿Sería que ella estaba descubriendo que podía ser atraída por alguien menor, más allá de las barreras de lo socialmente correcto y abandonarse a una aventura secreta y pasajera? ¿Sería que lo deseaba y que disfrutaba la situación?
-Sí, le dije, puede ser que no esté bien si alguien se entera, pero yo no pienso contárselo a nadie y creo que vos tampoco lo harías.
Ella se rió nerviosamente cuando su reacción que debió ser de un rechazo tan instantáneo como cortés, tratando de evitar el escándalo, preservando el futuro de la relación que la unía a mis padres, defendiendo su matrimonio. “Si alguien se entera” era una magistral manera de ocultar el “¿De qué deberían enterarse?”. Era una manera tácita de confesarle mis intenciones de llevarla a la cama. De que todo en mí apuntaba a gozarla como hembra. Era bastante claro ahora y ante eso ella debió pararse y declarar cerrada la velada. Pero… no lo hizo.
No podía enojarse, sin dudas. Yo no era un fulano cualquiera que intentaba someterla. Yo era el hijo de su amiga. Debía explicarme su rechazo con leve firmeza, pero con seguridad. Lo correcto era que debía ponerme en mi lugar, pero por alguna razón ella no estaba haciendo lo correcto y al no hacerlo, al no usar su autoridad de mujer casada y mayor que yo en edad, lo que estaba logrando era ponerme a su altura y legitimar mi pretensión de poseerla, me daba lugar, me trataba como si yo realmente estuviese en condición social de competir por su cuerpo contra lo establecido, contra su matrimonio, su marido y su vida correcta. Me estaba considerando como un posible amante.
-No no, dijo con suavidad casi condescendiente, pero en tono dubitativo. No sé porqué estás tan seguro… Estás dando por sentado que…
-Qué qué?, la interrumpí, ¿Que pienso que sos una mujer preciosa que…
Y seguí. Sorprendiéndome yo mismo por lo que escuchaba salir de mis labios y tal vez animado por el alcohol, corté sus palabras con una historia que salió espontáneamente de mi boca, una narración donde confesaba mi amor y mi deseo por ella.
Le conté que la deseaba desde muy pequeño, que siempre había sido mi musa inspiradora, que adoraba su cuerpo a la distancia, que me moría de ganas de comerla y hacerle sentir toda mi virilidad. Mientras lo hacía mi mano redondeaba su muslo ya sin disimulo, con firmeza y suavidad. Le dije que consideraba que era mucha mujer y que necesitaba ser atendida como tal, que deseaba atenderla yo mismo, que dejara todo y me diera una oportunidad.
Ella escuchaba mis palabras pronunciadas en su oído y se dejaba hacer, capturada por el alcohol y las palabras que salían de mi boca. Yo era consciente de que manejaba la situación y sentía el placer del cazador que juega con su presa, aún sabiendo que un solo error, por nimio que este fuera, echaría todo por el barranco en una situación que no podía ser, que no podía existir.
Mi relato, palabra a palabra ganaba osadía, animado por su atento silencio. Mi boca se iba acercando a la suya y mis labios se animaron a besar suavemente su cuello, con besos cortos y mojados. Le conté que deseaba besar su cuerpo, penetrarla, hacerla gozar, barrer su cuerpo con mi lengua, comer todo su cuerpo, escucharla gemir de placer…
Ella ladeó su cabeza para sentir mi lengua. La piel de su pierna estaba erizada.
Seguí hablándole al oído. Le susurré que quería, que deseaba hacerla mía, que quería sacar de ella todo lo prohibido que su cuerpo prometía…
En un momento ella se irguió y me miró a los ojos. Temí que hubiese vuelto a la realidad, pero levantó uno de sus dedos y los posó en mi boca silenciándome.
-Prométeme que esto que va a pasar no saldrá de acá.
Asentí suavemente. Lo había logrado.
En el ascensor vacio pude magrearla a placer. Nos besamos furiosamente mientras mis manos, debajo de sus faldas, acariciaban sus glúteos y se acercaban a su raja percibiendo la creciente humedad de sus fluidos. Ella me potenciaba porque sentía su cuerpo en puntas de pie, sobre esos preciosos zapatos de puta, tratando de comerme los labios, besando mi cuello, mordisqueando mis orejas con pasión agresiva.
Ya en la habitación empezamos a desvestirnos. Le quité su camisa y deje sus pechos al aire. Eran majestuosos. Sus pezones erguidos eran una invitación a beber de ellos. Su falda se deslizó al piso, y sus piernas cubiertas por los finos panties negros quedaron expuestas. Irma era una diosa. Su boca jugaba con mi oreja, la mordía, la chupaba.
Suavemente la empujé a ponerse de rodillas frente a mí y ella entendió que debía mamármela. Mi verga estaba erguida a reventar cuando se la introdujo en su boca y empezó una larga chupada.
Irma pasaba su lengua alrededor de la cabeza, degustándola. Era una experta mamadora. Tomaba su tiempo. Sabía qué lugar lamer y causar en mí un efecto de máximo placer. Yo la dejé hacer. La imagen que veía de esa hembra arrodillada ante mí, comiendo mi virilidad con pasión era la concreción de uno de mis sueños más deseados.
Mi cabeza imaginaba lo que vendría. Tenía a esa putita madura a mis pies, entregada a mis deseos que eran muchos y muy añejos.
Irma besaba mis bolas, jugaba con ellas, alternaba con besos en la punta de la glande, con cortas lamidas que chupaban mis líquidos pre semen. Los tragaba, la muy puta. Era una yegua hermosa, la quería para mí.
La levanté y tomándola por la cintura mientras comía su boca y su lengua, la senté en la cama, abrí sus piernas y me dispuse a comer su coño depilado. Rompí con los dientes sus panties y con los dedos los rasgué para abrir un espacio que me permitiera lamerla con comodidad.
Su raja estaba completamente mojada. Sus líquidos eran agradables al gusto. Encontré su clítoris y concentré los esfuerzos de mi lengua en él. Sentía sus gemidos. Sus manos tomaban mi cabeza y sus dedos oprimían y acariciaban mi pelo. No tuve que esforzarme mucho tiempo para sentir que comenzaba la cadena de orgasmos. Sus flujos se incrementaron y yo gozaba tragándolos. No quería que esa situación terminara. Con todo el tiempo del mundo seguí chupando y lamiendo y besando su raja. Irma agradecía espasmódicamente mi esfuerzo con gemidos y algunos gritos que intentaba ahogar con un esfuerzo sobrehumano.
Yo sabía que si quería esclavizar a esa mujer debía cogerla como ninguno, con paciencia, cuidando su exclusivo placer. Mis 25 años me daban una enorme ventaja. Irma era una hembra que estaba hecha nada más que para ser follada y que el matrimonio había aletargado. Pero sintiéndola gozar cada orgasmo de manera interminable quedaba claro que su precioso cuerpo estaba bien unido a una vocación de puta reprimida, de hembra en celo insatisfecha y que yo estaba logrando mi objetivo de poseerla.
No sé por cuánto tiempo degusté su conchita. Incluso no quería dejar de hacerlo, pero decidí cambiar porque percibí que su cadena de orgasmos decrecía. Me incorporé y ella bajó sus piernas cansada.
Con las manos las alcé y me detuve a besar sus tobillos. Aún estaba calzada y yo no pensaba sacarle los zapatos. De hecho sentí el placer de lamerlos, de besarlos. Eran mi fetiche más deseado.
Ella recuperó lentamente la respiración, aunque seguía suspirando. Estábamos poseídos.
Apoyé sus tobillos sobre mis hombros y mi verga erecta se introdujo con facilidad en una sorprendentemente estrecha conchita. Ella suspiró y su boca dejó escapar un “Cuanto tiempo hacía”. ¿Su marido no la follaba? ¿Cómo era eso? Tal vez la cogía solo por cumplir y sin placer solo se entregaba por compromiso. Imposible saber.
Empecé a bombearla y casi al instante sus orgasmos volvieron a sacudir el aire. La bombeaba lento, pero el tamaño de mi polla era tan descomunal que eso alcanzaba para enloquecerla. Curiosamente me encontré pensando en cualquier otra cosa. Era necesario para no llenarla de semen instantáneamente. Irma gemía y se sacudía en una cadena de orgasmos intensos, interminables.
Yo besaba sus piernas. Las acariciaba. Eran mías, tenía que aprovecharlas porque tal vez nunca se repitiera el banquete. Pasé mi lengua por sus tacones aguja, lamí sus medias, sus pantorrillas. Ella seguía acabando.
Por suerte pude detenerme antes de que mi polla explotara. Aún no quería terminar. La retiré de su raja y me apuré a arrodillarme para lamerla de nuevo y limpiar todos los jugos que la empapaban y que no paraban de fluir. La dejé recuperar la respiración y me permití gozar con mi lengua.
Por momentos hice rozar su clítoris hinchado con la punta de la lengua y cada vez que lo hacía ella explotaba.
De pronto sentí ganas de poseerla por el culo, de penetrarla con furia por su ano y hacerla gritar de placer. Me incorporé y la hice girar sobre su cuerpo. Ella estaba tan cansada que se dejó hacer. Con mis manos abrí aún más el agujero de sus panties hasta rasgarlas para dejar ambos glúteos expuestos.
Ante su tensa pasividad, le levanté las caderas y me arrodillé para comer su culito. Cuando mi lengua empezó a jugar con él Irma dio señal de aprobación con un largo gemido. Estaba tan mojada que mi lengua además de aportar saliva lubricante también desparramaba los restos de su abundante flujo. Lo siguiente fue alternar mis lengüetazos con mis dedos. El primero se introdujo con facilidad. Yo lo sacudía en su interior para acostumbrarla al bombeo que vendría en cuanto lograra dilatarlo. Luego introduje dos y casi enseguida el tercero.
La situación me tenía excitado y mi pija de veras iba a reventar. Había llegado el momento. Me incorporé y apoyé la glande en la entrada de su ano. Ella intentó una negativa, pero fue tarde, mi pija estaba en el interior de su recto y ella gritaba de dolor y de placer. Con los labios apretados Irma habló por primera vez para confesarme que nunca en su vida había cuelado.
Como suele suceder, el dolor dejó paso al placer. Yo traté de gozar todo lo que pude. La bombee alternando el ritmo, la moví tratando de rozar al máximo las paredes de su recto, ensanchando el todo lo posible ese ano de hembra que Irma me regalaba en exclusiva.
Al fin exploté. Sentí como mi leche le llenaba las entrañas. Hice con furia los últimos bombeos. Quería reventarla de gozo.
Cuando la extraje de su cuerpo Irma se arrojó a mis pies para chupar hasta el último resto de semen. Ver así a la amiga de mi madre, postrada, entregada a mi pija, fue la satisfacción final.
La levanté y la besé en los labios tomándola por el culo. Ella ya no estaba tensa sino entregada. De la cintura, para compensar su torpe andar alcoholizado, la llevé hasta un sillón, la senté así, con los senos al aire, los panties rotos y sus preciosos zapatos aún puestos, le serví un whisky, me serví uno yo y me senté a su lado.
Ella aún tuvo resto para, con el vaso en la mano, y entre sorbo y sorbo, comerse mi pija de a ratos. Su mano no la soltaba, no paraba de pajearla, de magrearla.
También nos besamos mucho. Afuera arreciaba la tormenta. La relación había dado un vuelco. El whisky y lo sucedido soltaron su lengua. Ella pajeaba mi polla bebía y me confesaba que tenía miedo, que acababa de descubrir algo nuevo y que no sabía cómo iba a mirar a su marido a la cara. Que ya no lo amaba. Que todo era una locura porque tendríamos que coger a escondidas, que no teníamos futuro. Que estaba enamorada. Que se había sentido atraída por mí pero que lo había tomado como una estupidez, una fantasía. Y mil cosas más.
Lo cierto es que yo volví a calentarme. Mi polla estaba a reventar otra vez. Mi mano empujó su nuca para que me la chupara, acompañando su vaivén.
Luego me ví penetrándola de pie, contra la pared, montada en sus finísimos tacones aguja, bombeándola lentamente, mientras tomaba mi whisky y ella apoyaba sus manos en un mueble inclinado su torso pero erguidas sus piernas, en toda su belleza de hembra. Podría haber pasado así toda la noche. Pero decidí que ella había tenido mil orgasmos y yo sólo uno, que por eso me merecía acabar y gritar de placer. Ella me vio venir y me suplicó que no la llenara con mi acabada.
No le hice caso y le llené la concha de leche. Ella acabó conmigo. El hecho de que la llenara pareció haber potenciado su placer. Nuevamente se apuró a girar e hincarse para dejarme la polla reluciente con su boca.
Pero lo mejor fue que después de esa antológica cogida tuve un minuto para contemplarla mientras se disponía a acostarse y descansar. De nuevo miré el cuerpo que me acababa de coger recorriendo tambaleante de cansancio y de borrachera y de nuevo me sentí satisfecho.
Esas piernas preciosas ahora eran mías. Esa hembra era el fruto prohibido y había logrado hacerla mi puta. La había corrompido para mí. Había traicionado su amistad con mis padres y su matrimonio y era esclava de mi pija. Y estaba bien porque yo estaba enamorado, perversamente enamorado de esa diosa.