Me acuesto con mi hermana

Con la excusa de estar secándose el barniz del parqué de mi habitación, paso la noche en el dormitorio de mi hermana. Pronto estoy en su cama. Ninguno de los dos tendrá, entonces, muchas ganas de dormir.

—Dime cuánto me quieres, dímelo, Vanesa, dímelo.

—Te quiero mucho, hermanito, te quiero mucho, mucho, mucho.

Y Vanesa repetía la última palabra muchas veces, con distintas tonalidades, diferentes ritmos; palabras de timbres agudos y, también graves como timbales. Y mientras, en la oscuridad de su habitación, mi cuerpo oculto bajo las sábanas, desnudo del todo, casi como el suyo, se restregaba sobre su costado derecho y mi mano izquierda —en el interior de su braga nictálope— escarbaba con ansias incontenidas en el interior algodonoso de su pubis. Mis dedos trazaban sendas convergentes y divergentes, parejas y zigzagueantes, convulsas y ordenadas, a un ritmo que su vientre estremecido y sus caderas trémulas me dictaban.

—Dame más, dame más—y sus palabras eran ya demanda inmensa, locura manifiesta y esperanza de obtener un final tardío (reclamaba una promesa de placer dilatado). Sus labios buscaban los míos con ansia, sin importarla que ambos se hubiesen gestado en un mismo vientre maternal —menos me importaba a mí—. Su lengua buscaba ávida las caricias que retardasen lo inevitable —porque ella sabía, al igual que yo, que todo, todo tiene principio y final—. Vanesa suplicaba jadeante más de esas sacudidas de lengua que dilataban el malsano placer que la carcomía bajo el ombligo y la hacían retorcerse en la cama como pez fuera del agua. Su lengua buscaba luego la mía y su saliva se fundía con la mía y su aliento encendido, pesaroso, preñado de jadeos y exabruptos, pesares y conatos de risa, se vertía en el interior de mi boca, entre mis dientes. Sus manos me sujetaban la cabeza, su nariz aplastaba mi nariz y respirábamos con desorden y a destiempo, hiperventilándonos y haciendo que el suplicio que se desarrollaba bajo su braga nictálope adquiriese tintes de tarea inmensa y desproporcionada casi tanto como los grandiosos orgasmos que la estaban matando.

Una mano suya buscó con ansia mi miembro y sus uñas, desacostumbradas— pensaba yo ingenuamente— en la tarea de empuñar el grueso falo de carne masculino, trazaron sendas urticantes en el glande y el frenillo, en las venas agusanadas del tallo y en la bolsa escrotal donde los testículos, mudos actores cuya papel solo se anunciaba durante un par de segundos y en el acto final, sufrieron en ese momento el amasado rudo e inconsiderado de unos dedos hermanos.

Vanesa tiró de mi miembro hacia su cara y aquello fue otra especie de orden que tuve que acatar de inmediato. Pasé una pierna por encima de su cabeza para dejar mis cojones colgaran a la altura de su glotona boca, de aquella sima de la que brotaban jadeos y alientos ruidosos. Atrapó con lengua y labios mis testículos, mudos actores que, como ya he dicho, su intervención solo se preveía crucial en los instantes finales, pero que ahora se convertían también en agredidos espectadores. El poder succionador de la boca de Vanessa los sometió a continuos varapalos a la vez que las hábiles y zumbonas manos se ocupaban de mi verga restregando con la palma toda su superficie, con el única ayuda lubricadora de varios gargajos de saliva —suyos y míos—, convirtiendo aquel tropel de velocísimas acometidas bucales y manuales en una colección de ruiditos y chasquidos, succiones y refriegas donde las lubricaciones estaban de sobra representadas.

—Suelta, Vanesa, suelta —gruñí sacando mis cojones escaldados de su boca. Me estaba haciendo daño, se lo había dicho y, no obstante, se cebó con la fina piel del escroto cuando se lo saqué de la boca.

Gateé hacia atrás y busqué su coño a pesar de que la oscuridad nos envolvía y que su cuerpo culebreaba en una especie de lamento danzante horizontal que acompañaba de risa siniestra para envolver de misterio su cuerpo de hembra emparentada. A pesar del sudor que bañaba nuestros cuerpos, el olor de su coño encharcado era faro relampagueante en la oscuridad, fuente de intensísima fragancia que brotaba de entre el delta de sus muslos vibrantes; me guió la boca y los labios y los dientes y la nariz y la cara entera hacia su puerto de mujer, hacia aquel problema eternamente irresoluble al que yo deseaba enfrentarme aunque supiese de antemano que sucumbiría sin haber vislumbrado su secreto pero dispuesto a volver en cualquier otro momento a hacer valer mi vehemencia, que no mi inteligencia.

Mi boca navegó entre matojos de vello húmedo y oloroso, fino y mullido, antesala de un fuego muy superior a cuantos podía mi boca haber imaginado jamás que pudieran surgir de un órgano humano. Mis dientes mascaron vello, mis labios besaron vello y mi lengua lamió vello y todo aquel suave y bendito vello púbico se humedeció y se convirtió en madeja dúctil, en cabello empapado que ocultaba su tesoro mucho más cerca de mi aliento que antes. Mis dedos apartaron los mechones chorreantes y los muslos de mi hermana se separaron como pétalos de una flor que ocultase otra flor, una flor de pétalos carnosos y tacto maleable, origen de perfumes enloquecedores, productora de licores viscosos y narcotizadores.

El cuerpo de Vanesa se desmenuzaba y se retorcía como presa de ataques enloquecidos y furiosos. Su carne interior vibraba y se sometía a mis labios y lengua. Sus jadeos se volvían roncos y rasposos en sus notas finales, como si el aire fuese sustento insuficiente para llenar sus pulmones o como si las punzadas de su orgasmo electrificasen su alma y la hiciesen encorvar su espalda hasta límites incompatibles con la salud.

No tuve reparos en buscar mi placer cuando el suyo acababa de satisfacerse, sin darla respiro alguno para sobreponerse.

—No, por Dios, no —susurró Vanesa cuando ascendí por su vientre, por entre sus pechos aún estremecidos por los ardores. Jadeaba yo como un perro enloquecido, con mis morros embadurnados de licores de mil sabores, ávido de consumar lo inevitable, ansioso por oír los gimoteos de mi hermana cuando la ensartase. Quiso apartarme de ella pero la delicadeza de sus manos posándose sobre mis hombros, de sus uñas arañando mis pezones, de sus dedos enredándose en el vello de mis axilas, de las palmas de sus manos frotando los músculos de mi espalda y lo que no era la espalda; todo ello desdecía sus débiles protestas y enardecía un malsano sentimiento de impiedad, de dulce crueldad que me surgía para con mi hermana mayor.

La besé en los labios, acallando sus débiles y vanas protestas —que ya solo susurraba en voz muy queda y suave—, y aprisioné mi vientre contra el suyo, costilla contra costilla, barriga contra barriga, apropiándome del ritmo de su respiración, obligándola a adoptar mi compás respiratorio. Su saliva espesa brotaba como manantial de sus hinchados labios y yo me afanaba en extraerla toda, escarbando varias veces si hacía falta; me alimentaba de ella y el murmullo temeroso de su garganta me enardecía hasta más allá de lo indecible. Y mientras comía su boca y de su boca, enfilé la verga hasta la entrada de su vulva y mis caderas finalizaron un movimiento viscoso, de aceitosa desenvoltura y suave discurrir. Un jadeo voluptuoso, de puta experimentada, escapó de entre sus labios y me incendió la oreja. Mi hermana —la misma que me cogía de la mano de pequeño y me llevaba al parque y me sacaba la pilila detrás de un árbol para mear—, jadeaba y ronroneaba solicitando más dolor placentero, más tormento divino. Gocé con el tacto viscoso que encontré a lo largo de mi polla cuando la extraje del cuerpo de Vanesa pero fue ella misma quien, de nuevo con las uñas que yo creía desacostumbradas —idiota de mí— en la tarea de empuñar una polla, me la hundieron de nuevo sin dilación en el coño abierto. Las uñas de su otra mano, por si acaso yo guardaba alguna renuencia a la hora de tildar sus movimientos como mojigatos o torpes —cuando eran, no me cabe duda, los de una puta bien entrenada—, me engancharon la oreja antes incendiada con su aliento; sus dientes dieron buena cuenta las circunvalaciones de mis cartílagos y de la carnosidad del lóbulo.

—Muévete más aprisa, jodido papanatas —me soltó en la oreja que yo ya daba por perdida o, cuando menos, devuelta con innumerables arañazos e hinchazones.

Mis manos, por no parecer yo el único payaso de aquella jodienda, las ocupé en apresar sus tetas puntiagudas de pezones rocosos y apreté entre mis dedos la carne nudosa del interior, provocando chillidos contenidos y correspondiendo, de alguna manera, al trabajo doloroso que su boca realizaba sobre mi oreja a la vez que las uñas de su otra mano se clavaba en una nalga mía, imprimiendo con pinchazos acompasados un ritmo de penetración difícilmente asumible para un adolescente como yo, de barriga echada a perder y notorio desinterés por el deporte.

La cama emitía famélicos quejidos procedentes de los golpeteos que el cabecero propinaba sobre la pared y que mi hermana acalló con franca ocurrencia deslizando su braga nictálope entre ambos elementos, amortiguando y silenciando nuestra incestuosa jodienda.

—En la cara, dámelo en la cara —sugirió cuando farfullé que no podía retrasar más lo inevitable. Mis cojones, por fin, debían actuar liberando su lechoso contenido.

Volví cuerpo arriba sobre mi hermana, borracho de movimientos, asiendo entre los dedos de mis dos manos una polla pringosa como cántaro de leche y que también iba borracha de los jugos del coño de mi hermana. Vanesa apartó mis manos como si la verga fuese suya, como si por el hecho de haber invadido su estrecha intimidad carnosa le diese derecho de propiedad sobre todo lo que su cuerpo acogiera.

—Suelta, maldita sea, suelta —la ordené porque solo yo sabía cómo imprimir el ritmo preciso para poder escanciar el néctar de mi cántaro sobre su rostro con el máximo placer para ambos.

Vanesa, sin embargo, desoyó mis ruegos y me vi obligado a someterla apoyando la palma de mi mano sobre su fino cuello, sintiendo los discos de su garganta estremecerse bajo mí mano cuando tragó saliva. Sus manos se retiraron rápido de mi polla en respuesta pero no así la mía sobre su cuello: disfrutaba sobremanera de mi violenta dominancia. Mi otra mano se ocupó de mi polla y la estimulé con el acicate de oír los chasquidos de muchos jugos sobre ella, finalizando la corrida con varias eyaculaciones copiosas y un ronco mugido. Solo al final del orgasmo, inclinándome hacia un extremo de la cama donde estaba el interruptor de la lamparita de una mesa, encendí el bulbo luminoso y, al abrigo de una luz anaranjada e íntima, el rostro de mi hermana, sofocado y sudoroso, de labios hinchados y ojos llorosos, aparecía hermosamente cubierto de esperma de pastosa textura y áspero aroma, discurriendo en regueros por entre sus mejillas y labios, por entre sus párpados y nariz, por entre el cabello y la almohada.

Y, a la luz anaranjada e íntima de la lamparita bulbosa situada sobre la mesa, mi hermana Vanesa fue recogiendo con la yema de sus dedos, su lengua y sus uñas, el esperma viscoso y de textura pastosa y depositándolo con glotona gula entre sus labios mientras su mirada no se apartaba de la mía, mientras sus párpados permanecían quietos, y su cara acusaba un extremo placer. Parecía contarme con su rostro congestionado pero calmado y sus ojos libres de parpadeo que estaba muy satisfecha con mi regalo.

—Mi postre favorito —agregó con el último sorbo.

—En verdad eres puta, Vanesa, eres una bendita puta —susurré mientras me inclinaba sobre ella y la besaba.

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--Ginés Linares--

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