Me aburrí muchísimo [Parisién]

Una parisina actual descubre el tesoro de un pirata del siglo XVIII en una isla perdida del Océano Índico.

Tus amigas opinan que eres afortunada. No les falta razón. Se te dio bien la vida, Michèle. Cumpliste los cuarenta y cinco y no los aparentas. En tu lucha por conservar la juventud, tienes por aliados a quirófanos y salones de belleza. Eres socia de uno de los bufetes de abogados más prestigiosos de París, casaste bien, asistes a los estrenos porque formas parte de la élite, y encima, como guinda del pastel, puedes pagarte tus caprichos –los chicos de color- aunque se lo ocultes a tu esposo que es chapado a la antigua y vota a Le Pen.

Hoy alucinas. Todavía te tiemblan las piernas. En París no era lo mismo, ni siquiera parecido. Las vergas de los morenos saben allí a lentejas guisadas y a suburbano, y su piel, por negra que sea, tiene un toque grisáceo y carece de lustre y de frescura. En cambio acá

Te acaricias por encima de la blusa los pechos lastimados. Ferdinand, el camarero del hotel que te alegró la noche, acaba de irse. Le has dado cien euros y un beso agradecido. Él te ha atizado una palmada al trasero. Los morenos en París no se atreven a tanto.

Sonríes mirando la cama revuelta. Te sientes alegre, ligera, optimista. "Tienes cara de vicio" te advierte el espejo. Te engallas: "¿Y qué si la tengo?" Te arreglas el pelo y sales a la calle.

Te envuelve la luz rabiosa del trópico, te aplasta el ruido, te impregna el olor a especias y a fruta pasada. Llevas tres días en Reunión, un lugar en medio de ningún sitio, por más que los atlas coloquen la isla en el Océano Índico, mirando a Madagascar a mano derecha. Estás en Reunión, a los pies de un volcán, tan vivo como tus entrañas, que azufra el aire de valles y barrancadas. Eres además libre como un pájaro. Estás sola. Son dos días, pero cuarenta y ocho horas dan para mucho. Roland, tu marido, es un loco del senderismo, se siente hipnotizado por el volcán, y ha emprendido una larguísima excursión dispuesto a conocer cada rincón de la isla. Te has negado a acompañarle. "Tomaré el sol y haré turismo, pero arrastrada". Callaste que tu idea del turismo incluye confraternizar horizontalmente con los lugareños. Ahora, todavía emperezada por orgasmos recientes, vas de acá para allá por las callejas de Saint Joseph.

Llegas al cementerio marino, hoy en desuso y únicamente reclamo para turistas. Entras. La luz, la ausencia de cipreses, la vista del mar, niegan la evidencia de las modestas tumbas y sugieren vida, no muerte. Y lo ves. El túmulo parece uno más entre muchos. Al principio no reparas en él, solo adviertes que tiene flores frescas. Luego te llama la atención el cañón y curioseas el cartel. Lees: "Olivier Levasseur, alias La Buse, pirata. Devastador de los Mares del Sur. Ejecutado en Saint Paul en 1730".

Te pellizcas. Esto no es película, sino realidad. Estás ante la tumba de un pirata que robó, torturó y mató, que capturó naves y fue luego apresado y colgado por el cuello. Quizá sangre que procede de su sangre corra por las venas de quienes te has cruzado en tu paseo. Tal vez Ferdinand, que ha hecho crujir tus costillas de placer, sea tataranieto del tataranieto del mismo La Buse o de uno de sus compañeros de tropelías.

El pensamiento endurece tus pezones y llena la boca de tu estómago de algodonosa excitación. "¿Pero que me está ocurriendo? –te resistes- Soy una mujer culta, ¿por qué imagino cosas?" Inútil resistirte. Las imaginas y se humedece tu entrepierna frente a la sencilla tumba del pirata ajusticiado. Mal reprimes tu deseo de masturbarte aquí mismo, entremezclada la fantasía de trescientos años atrás con el recuerdo de la noche reciente.

Vuelves al hotel y, empujada por un impulso cuya fuerza no alcanzas a comprender, te sientas, conectas tu ordenador portátil y buscas en Google antecedentes de La Buse. La información aparece en pantalla en décimas de segundo. Te enteras entonces de que Olivier Levasseur nació en la metrópoli y hacia 1720 se dedicaba al pillaje en el Océano Índico. Hubiera sido un pelagatos al que nadie recordaría –ya que por aquellas aguas había barcos de pesca y poco más- a no ser por un golpe de fortuna que, a la postre, fue causa de su desgracia.

(No sabes cómo ha sido, pero mientras lees has desabrochado la cinturilla del pantalón y, con la mano que no maneja el ratón, has escarbado entre tus muslos abiertos. Te masajeas el monte de Venus, primero por encima de la braguita, luego por dentro de ella.)

En abril de 1721, el "Virgen del Cabo", un barco portugués de setenta y dos cañones, buscó refugio contra la tempestad en la rada de Saint Denis, al norte de la isla de Reunión. Viajaban a bordo el Virrey de la Indias y el Arzobispo de Goa con un tesoro que hoy se valoraría en más de cuatro mil quinientos millones de euros. La Buse se hizo con el barco, al que cambió el nombre y llamó en adelante "Le Victorieux", liberó a arzobispo y virrey, y se quedó con el tesoro.

(Te acaricias el botoncillo del gusto y vas acelerando el ritmo del masaje.)

Pero los tiempos iban cambiando. Cada vez los mares se hallaban mejor vigilados y La Buse optó por retirarse a la isla de Santa María, junto a Madagascar. En una de sus visitas a esta gran isla fue reconocido y apresado. Se le ofreció clemencia a cambio de que devolviera el tesoro capturado. Rehusó y el 7 de julio de 1730 a las cinco de la tarde fue ahorcado tras gritar desde el patíbulo: "¡Mi tesoro será para quien lo merezca!"

(Has llegado al orgasmo a los pies de la horca. Es una explosión que no te libera y te deja desazonada.)

Consultas el reloj. Casi es mediodía. Apagas el ordenador, te recompones un poco, dejas el hotel y te encaminas al puerto. Allí diriges una mirada distraída a las embarcaciones atracadas en el muelle que no han conseguido turistas para salir a la pesca del merlín o del pez espada: "L´Antoine", "Le raquin", "Le Victorieux"

"Le Victorieux". El nombre del buque de La Buse. No lo piensas dos veces. Pasas a bordo. Te atiende el capitán, un mulato cincuentón e inmenso, de estómago abultado y brazos como barriles. "No quiero pescar –le dices-, solo navegar y tomar el sol." El capitán se encoge de hombros, recita sus tarifas y le pagas. Llama a gritos a un moreno que trajina en el muelle. "Es Jean Luc, el marinero", te informa. Jean Luc es fornido como el capitán y de edad pareja. Una fea cicatriz le cruza la cara. Te estremeces al verla. "Como un pirata –piensas-, como un pirata".

Veinte minutos más tarde estáis en mar abierto. Te tumbas en proa, entrecierras los ojos y sigues con el rabillo las idas y venidas del marinero, bermudas azules, desnudo el pecho, gorra desteñida con la visera echada hacia atrás. Te hipnotiza su cicatriz que le convierte, en tu imaginación, en tripulante del "Le Victorieux" de La Buse. Te desabotonas nerviosamente la blusa y quedas con sujetador y pantalón. El marinero te mira con hambruna. Aparentas no advertirlo, pero el corazón se te desata. También te mira el capitán. Decides dar otra vuelta de tuerca. Desabrochas el cierre del sujetador y liberas tus pechos.

Los ojos de los dos hombres te palpan físicamente el cuerpo, estrujan tus pezones, te abarcan las tetas. Eres la hermosa hija del Virrey de las Indias. La Buse te ha apresado y, sabedora de tu destino, tiemblas de terror y de excitación. No. No es como en París. En París los morenos tienen regusto de suburbano. Aquí son machos en celo, tienen naturaleza de machete y de volcán.

Casi no aciertas a desabotonar el pantalón. Lo sacas y te quedas con una mínima braguita negra, tumbada boca arriba en proa, con los muslos abiertos y la respiración entrecortada. No te atreves a abrir los ojos. Simulas dormir.

Sabes lo que va a pasar. Rebullen en ti recuerdos de siglos atrás que no pueden ser tuyos pero que tienes, que pasado y futuro se confunden. Estás atrapada en el "Virgen del Cabo"- el barco que apresaron los piratas - , desnuda y a la espera de lo inevitable, porque esto no es una película y no hay protagonista que pueda salvarte. Te acechan manos pesadas, casi zarpas, que no acarician porque solo disfrutan lastimando, rostros ásperos con tacto de lija, bocas hambrientas, monstruosas vergas que buscan penetrar en cada hueco y taladrar cada hendidura de tu cuerpo, y tú te debates presa de un deseo oscuro que te sale de dentro y se alimenta de los instintos más primarios, y eres animal hembra ansiosa de la fuerza del ariete, atrapada por la fantasía de ser violada, destrozada, convertida en nada, con el elemento romántico añadido de que sean piratas quienes te fuercen. No. No es como en París. En París llevas tú la batuta. Allí quien paga manda. Aquí es de otra manera.

El capitán detiene los motores, se te aproxima y tú, en acto reflejo, separas más los muslos. Te arranca de manotazo la braguita, y músculos que no dominas te arquean la espalda y le ofrecen tu sexo. Te posee de golpe, sin juegos previos ni preparativos. Cada envión te desencuaderna los riñones. ¿Te reconoces, Michèle? ¿Eres tú la hembra hendida en dos por un pirata negro? Porque sabes que es pirata, se enroló con La Buse meses antes del apresamiento del "Virgen del Cabo". Cuando un grumete avistó la nave portuguesa de setenta y dos cañones no pudo evitar que se le hiciera un nudo en la boca del estómago, porque ser pirata no dispensa de sentir temor. Luego fue más fácil de lo previsto, que la sorpresa vale por doscientos hombres armados hasta los dientes. Y estabais las mujeres. Los piratas las forzaban, te fuerzan, Michèle, y la resistencia es inútil. El hombre se vacía en ti y, antes de que se te quite de encima, el otro, el marinero de la cicatriz, te atrapa los pechos. No te sientes tú, mujer refinada, te sientes cosa, o mejor latido, pulso, dolor que no lo es pese a serlo, sensación agudísima que excita tanto más porque lastima. El marinero te da la vuelta, te coloca boca abajo y te sodomiza. Estás empalada, animalizada, partida en dos. No progresas hacia el orgasmo; es otra cosa: te precipitas al abismo, te anulas, abdicas de ti misma, te sabes átomo de terremoto, célula de cataclismo, pierdes la propia personalidad y te conviertes en fuego. Vives. Por primera vez, desde que naciste, vives. Vives. VIVES. Eres parte del cosmos. Formas parte de él. Has roto el velo y respiras verdad. ¿Es todo tan sencillo?

El marinero trepana tus entrañas. Te utiliza. Se vacía en tus tripas. Te mancha. Te hace sentir sucia. Cuando se corre, te aparta de manotazo, eructa y se abrocha la bragueta. No habláis ninguno de los tres. El capitán pone rumbo a puerto. Te vistes sin la braguita –está despedazada- y cuando atracáis abandonas el barco sin mirar atrás. No acabas de creerlo. Recién te estallaron en las carnes los momentos más intensos de tu vida. Jamás los olvidarás. El recuerdo será tu tesoro.

La Buse, al pie de la horca, gritó: "¡El tesoro será para quien lo merezca!" Desde 1730 lo andan buscando. Tú lo has hallado, aunque no se lo dirás a nadie y menos a tu marido, que vota a Le Pen.

De aquí unos horas regresará al hotel. Vendrá cansado de la caminata. Te narrará su ascenso al volcán y preguntará cómo te ha ido. Tú, empleando el tono justo que la frase requiere, le responderás:

  • La verdad, Roland, es que me aburrí muchísimo.

Y el pirata La Buse sonreirá en su tumba.