Mayra: especial día de brujas

El plan era publicarlo antes del 31, pero mi idea se reveló más extensa de lo previsto y bueno, más tarde que nunca.

MAYRA: ESPECIAL DÍA DE BRUJAS

1

-¿Por qué quisiste que me disfrazara como el Fantasma de la Ópera? –preguntó Mario, acomodado en el asiento del pasajero del Toyota Yaris de Mayra, a su propietaria, ajustándose el antifaz y tanteando una vez más toda su indumentaria decimonónica.

-Así tienes excusa para usar ese antifaz y que no te vean tu carita tan joven –le respondió Mayra, al volante-. Si te preguntan, di que tienes diecinueve años, lo creerán –insistió ella, serena. Mario clavó su mirada en el escote de Mayra.

-Es impresionante tu disfraz, Mayra.

-¿No te había contado que en la Universidad hubo una época en que me las llevaba de gótica? Todavía recuerdo cómo vestirme así –contestó ella, aprovechando una luz roja para guiñarle un ojo a su amante adolescente.

Mario se había quedado boquiabierto ante la transformación de su exuberante y sensual amante treintañera, su cuerpo espléndido y apetitoso bien apretado en aquellas prendas de cuero; la parte superior consistía en una chaqueta de cuero, que dejaba al descubierto los hombros, quizás una talla menos que la de Mayra, por lo que sus pechos se veían muy bien, a punto de salirse, y dicha prenda estaba unida por unos delgados cordones negros que regalaban un panorama de su torso hasta la cintura. El pantalón de cuero negro, al estilo rockero le quedaba como una segunda piel, junto a las botas con adornos metálicos, al igual que los brazaletes con pequeñas púas, anillos de calaveras plateadas y otros de estilo antiguo. Llevaba aretes en forma de alas de murciélago que había adquirido en alguna tienda metalera, su cabello castaño largo recogido en una trenza y su rostro maquillado para verse más blanco, y debajo de sus ojos unas líneas de tinte oscuro, al estilo del Cuervo. Como toque final, un grueso collar del que colgaba un crucifijo, todo el conjunto de pewter plateado.

-Sólo estaremos un par de horas, amor, y después nos iremos a un hotel que para estas fechas lo decoran estilo Halloween, para que me dejes ciega de una buena cogida –le anunció Mayra, suavemente, posando una mano de uñas pintadas de azabache en el muslo firme de su joven novio.

Al apearse del vehículo, Mayra se puso una chumpa corta de cuero. Mario admitió que se veía espectacular, en especial las nalgas de Mayra, perfectamente delineadas debajo de la delgada capa de cuero negro y reluciente, no dejaban nada a la imaginación. Mario no supo si sentirse orgulloso de lucir a esa beldad que ya tenía varios meses de estar cogiéndose o si sentirse celoso cuando percibiera las incontables miradas masculinas absortas en Mayra.

Se tomaron del brazo y Mario se puso el sombrero de copa, preguntándose dónde había conseguido su mujer todas estas cosas y accesorios tan exóticos. Sin embargo, el joven estudiante de secundaria advirtió rápidamente que él tampoco iba a perder su oportunidad de admirar otras curvaturas.

En el amplio umbral de la residencia, los esperaba una mujer que sin duda debía ser la famosa Denise, una de las mejores amigas de Mayra, con la que más se había relacionado desde que abandonara la ciudad para alejarse de ex marido, como Mario supo en varias conversaciones sostenidas con Mayra. Denise está igual o más buena que Mayra, pensó Mario, anonadado en su fuero interno. La piel de Denise era casi tan blanca y nívea como la de Mayra, su cabellera negra y larga se veía adornada con una diadema dorada con una estrella roja en el medio, y el bikini de la Mujer Maravilla le sentaba de fábula. Los pechos de Denise, que parecían también ansiosos de escapar de su agobiante prisión, debajo de la áurea águila amazónica, no tenían nada que envidiar a los de Mayra. Ese disfraz convidaba una fabulosa exhibición de sus piernas esculturales y de sus brazos delicados, estilizados por los aerobics.

-Tu amiga es una actriz porno –le susurró Mario.

-Ya me voy a poner celosa, bobo, pero sí, es un bombón, ¿verdad? Denise es la única que sabe tu verdadera edad, confío en ella plenamente.

Mario asimiló esa revelación. Finalmente, estuvieron frente a la preciosa Mujer Maravilla. “Te ves bellísima, Mayra, tienes el mismo cuerpazo de la universidad”, la aduló Denise cuando se abrazaron y se besaron las mejillas. “Vos andás provocando infartos con ese disfraz, mujer”, le respondió Mayra, riendo ambas bellezas.

-Y tú debes ser el famoso y afortunado, Mario –exclamó Denise, clavando sus ojos negros en los del adolescente, haciendo mucho énfasis ella en la palabra “afortunado”. Mario se estremeció cuando Denise lo abrazó y le besó las mejillas, el último beso en la comisura de sus labios. Denise lo miró de un modo picaresco, durante un fugaz instante. Si Mayra detectó aquél breve y repentino flirteo, no dio muestra alguna.

En el interior del salón, Mayra recibió mucha atención masculina, tal y como Mario lo había vaticinado desde el estacionamiento. Ya habían tenido esa conversación en el apartamento, antes de salir. Iban a hacer vida social, iban a bailar con distintas personas y los celos no debían asomar su fea e inoportuna testuz. Mario se sirvió una copa de vino tinto mientras la gótica Mayra bailaba con Darth Vader.

-¿Te estás divirtiendo, Marito? –le preguntó la sedosa voz de Denise, quien casi se había materializado a su lado, sobresaltando al muchacho.

-Pues sí, la estoy pasando bien –respondió él, intentando no balbucear y procurado que su mirada no descendiera hasta el generoso escote del disfraz de Mujer Maravilla, aunque Denise se limitó a sonreír, halagada por las miradas anhelantes de ese hombre joven.

-Ven, no dejes que sólo Mayra se divierta, baila conmigo –le dijo Denise, tomándolo de la mano. La siguiente pieza se bailaba pegado, así que el Fantasma de la Ópera, ni corto ni perezoso, deslizó su brazo alrededor de la fina cintura de la poderosa amazona, debajo de la capa roja que descendía de sus finos hombros. La princesa Diana rodeó con su brazo el cuello del joven enmascarado, pegándose mucho a él.

-Mayra estaba muy triste por su divorcio, pero desde que te conoció a ti, está más alegre que nunca –le confesó ella, su aliento rociando la boca de Mario.

-Yo también me sentía solo –replicó Mario, vacilante. De reojo observó que Mayra los había visto y se limitó a sonreír, mientras cambiaba al Señor Oscuro para bailar con una momia. Mario se preguntó cuánto vendaje habría tenido que comprar en alguna farmacia ese tipo gordito para poder disfrazarse de esa guisa. Los pechos de Denise se apretujaron contra su torso y lo sacaron de sus elucubraciones.

-Mayra me ha contado sobre las terribles cogidas que le obsequias. Al principio, me escandalicé mucho, pero al verla tan contenta y con sus mejillas encendidas de nuevo, me alegré por ella, y al mismo tiempo, ha ido despertando mi curiosidad –le dijo Denise, sin ningún tapujo, su voz suavizando su tono, tornándose seductor, como el de las operarias de las hot lines.

Mario hesitó unos instantes, mientras sentía el incipiente endurecimiento de su miembro viril, fenómeno biológico que sin duda fue percibido por la risueña Denise, ruborizada a su vez, pero no dejó de sonreír y ver al joven con mirada picaresca.

-No sé qué decir.

-Tan sólo era algo que debía revelar, pero si eres un semental tan enérgico, quizás un día de estos podrías apagar dos fuegos en lugar de uno –dijo Denise, con voz muy meliflua. En un instante en que las luces amainaron su intensidad e iniciaba una nueva melodía, Denise aprovechó para besar en los labios a Mario y le susurró: “Debo irme, pues soy la anfitriona de esta fiesta y hay invitados que atender.” Dicho lo cual, lo besó de nuevo, mordisqueándole el labio inferior, y la monumental Mujer Maravilla desapareció entre la muchedumbre de personas disfrazadas.

-Esto no puede ser verdad, a veces parece que estuviera atrapado dentro de una película porno –pensó Mario, rozando sus dedos enguantados sobre sus labios, anegado por el perfume de Denise, quien, al decir de Mayra, tenía veintinueve años.

Entonces, Mario se fijó en un grupo de tres amigas que bailaban juntas, en especial en una esbelta Viuda Negra que le sonreía, y que parecía tener una edad más cercana a la de Mario. El Fantasma de la Ópera la invitó a unirse a él con un gesto galante, y la Viuda Negra se separó de sus amigas, Elektra y Sailor Moon.

2

Un par de horas después, Mayra y Mario viajaban en el vehículo de aquélla. Mayra iba metiendo mano en los muslos de Mario, pues aquellos bailes pegados, junto a las no pocas manos varoniles, y algunas femeninas, que habían palpado la calidad del cuero de sus muy ajustados pantalones metaleros, la habían calentado más de lo esperado. Mayra pudo notar que hubo un instante de coqueteo de Denise hacia Mario, pero así era la personalidad de su bella amiga. Mario, en cambio, además de caliente iba impresionado, y decidió guardar silencio sobre los besos que Denise le dio. “¿Qué son un par de besos, al fin y al cabo?”, pensó, “la infidelidad estos días es tener sexo anal y tragarse los jugos del otro”.

Arribaron al Hotel, que era una mansión secular, y debido a su arquitectura colonial y gótica, decorada con estatuas de gárgolas y otras excentricidades, usufructuaba su apariencia para las fechas del Día de las Brujas o Halloween, y sus propietarios ganaban un ingresito extra. Dicha edificación se ubicaba en las afueras de la ciudad. Habían varios vehículos estacionados, aunque no tantos como en la fiesta de disfraces de Denise.

-Parece que aquí también hay fiesta –dijo Mayra, mientras parqueaba su Yaris, advirtiendo las luces provenientes de los elevados ventanales del vestíbulo y de los salones adyacentes, en el primer piso de la antigua mansión.

-Bien podemos seguir la fiesta antes de que subamos a la nuestra, privada –le dijo Mario, tomándola del mentón para besarla-. Me muero de ganas por manosearte tus piernas con ese pantalón de cuero en medio de muchos desconocidos.

Salieron del carro y se dirigieron a la puerta principal, donde un tétrico y enteco mayordomo les preguntó si estaban en la lista de invitados o si eran huéspedes. Mayra le mostró el bill de la reservación y de inmediato, el tenebroso sujeto de piel amarillenta, que recordó a Mario al Guardián de la Cripta, les cedió el paso, excusándose por la molestia.

-Aquí sí se lucieron con el ambiente, ¿verdad, amor? –observó Mario.

Mayra asintió, apretándose más contra Mario, aferrándose a su brazo. En el salón danzaban muchas parejas, sin embargo, percibieron casi de inmediato que había una diferencia sustancial con respecto al simposio del cual acababan de marcharse. Predominaban los disfraces a la antigua, más del estilo del que Mayra había procurado para Mario. Casi todos usaban vestimentas de los siglos XVIII y XIX, algunas brujas por aquí, unos encapuchados por allá. Incluso un tipo que trastabillaba de ebrio, envuelto en una capucha roja y con un cráneo de vaca sobre su cara.

-Ese está disfrazado como un enemigo de un videojuego que tengo, todo está bien –dijo Mario, señalando al personaje en cuestión, y él y Mayra se relajaron un poco ante ese atisbo de modernidad y de vínculos con el “mundo real”.

La música era interpretada por una pequeña orquesta, compuesta por una veintena de individuos en esmoquin, que se encontraban sobre una tarima en un rincón al fondo del salón rectangular. A la izquierda de ellos, una larga barra, carente de marcas conocidas como Miller, Budweiser, etc. y solamente eran apreciables botellas de innumerables bebidas consistentes en vino, cognac, vodka, ron, etc.

-Ha de ser caro libar al Dios Baco por estor rumbos –pensó Mayra. Y tiró de Mario hacia la barra, para ir a pedir bebidas. Les sirvieron sendas copas con vino tinto, su tonalidad carmesí era muy semejante a la sangre. Algunos hombres se volvieron a ver las impresionantes nalgas de Mayra, que se balanceaban en movimiento pendular. Mario calculó que el promedio de edad de las personas allí presentes eran 35 a 40 años.

Reconfortados por el calor del vino, bastante fuerte, Casillero del Diablo quizás, Mayra y Mario se abrieron paso en la pista de baile, danzando despacio como los demás. Se besaron de labio un par de veces, y más tarde fueron a sentarse alrededor de una mesa, situada en un ángulo sombrío, iluminada por un grueso cirio asentado sobre un cráneo de porcelana. Los precios no eran tan exorbitantes como Mayra había previsto, así que pidió una botella más de vino. Minutos después, un criado flaco tan tétrico como el mayordomo de la entrada, llegó a su mesa con el pedido y un plato de bocadillos exóticos, cortesía de la casa, debido a su compra.

Fue entonces cuando Mayra reparó en ella. Una muchacha, con un vestido marrón, al estilo del siglo 19, de cabello rubio pálido y su rostro embadurnado de maquillaje blanco como el de Mayra, sus labios teñidos de un negro profundo y resplandeciente, a diferencia del tinte alrededor de sus ojos, un azabachado más gradual, que de lejos parecía que ella usaba un antifaz. Un collar dorado y grueso asomaba del cuello de su vestido. El conjunto incluía un sombrerito del mismo color, y Mayra pensó que quizás lo había conseguido del set de alguna película o de una obra de teatro. Ella se encontraba sentada en un sillón estilo antiguo, formaba parte de un círculo de contertulios en una mesa ubicada entre dos altos ventanales, al otro extremo del salón, del lado opuesto a la mesa de Mayra y Mario.

Los comensales de aquella mesa evocaron en Mayra una historia que había leído muchos años atrás, sobre un fulano que abordaba un barco en cuyo interior conoció unos singulares y macabros personajes. “No recuerdo cómo se llama ese relato, y ni estoy segura quién lo escribió, juraría que fue Edgar Allan Poe”, y mientras escudriñaba sus archivos mentales, cavilando, con esa frustrante sensación de tener la respuesta a una incógnita en la punta de la lengua, y en tanto Mario probaba el vino y ojeaba a alguna que otra dama escotada, las luces se oscurecieron, siguiendo el ritmo de la sinfonía, durante varios segundos, y tras volver a acentuarse la claridad, al compás de los violines, repararon en la joven rubia que se hallaba de pie junto a su mesa.

Mayra se sobresaltó y oprimió la mano derecha de Mario, quien al sentir el tirón, reparó en la muchacha de cabellos rubios pajizos que se erguía ante ellos, observándolos con sus ojos de un azul pálido, su cuerpo esbelto pero curvilíneo podía entreverse según los ángulos que tomaba su vestido decimonónico. Ella sonreía débilmente y saludó con su cabeza.

-Quizás mi atrevimiento rebase los límites de la sana cortesía, pero quisiera solicitar muy respetuosamente una pieza de baile con su joven y gallardo acompañante –dijo ella, con voz suave y diáfana, que denotaba un acento foráneo, tendiendo su mano hacia Mario.

Mayra vaciló un instante y luego se encogió de hombros: “Ve con ella, si lo deseas, Mario, yo te espero aquí”, el susto desvaneciéndose y dando paso a la curiosidad. “Seguramente es una de esas personas que se toman demasiado en serio esto de los disfraces”, meditó ella, mientras Mario se ponía de pie y tomó la mano de la muchacha, y los vio cuando se dirigieron a la pista de baile y Mario le rodeó la cintura de avispa a la atrevida comensal.

-¿Cuál es tu verdadero nombre, Fantasma? –quiso saber ella, clavando en Mario sus ojos azul pálido. Él estaba fascinando por el óvalo del rostro de esa misteriosa mujer, que parecía una muñequita sucia, que hubiera estado desparramada en el polvoso patio trasero de alguien.

-Mi nombre es Mario –respondió él, aclarándose la voz.

Ella sonrió de manera infantil y se presentó a su vez: “Soy Alondra, un placer.” Y siguieron bailando. Mario pudo palpar el cuerpo esbelto y firme de Alondra, sus pechitos redondos bien apretados contra él, se adivinaban menos voluminosos que los de Mayra o que los de Denise, pero no por ello menos apetitosos, y el inicio de la curvatura de sus nalgas en la parte baja de su espalda, como señal inequívoca que debajo de esa falda larga y orlada había carne digna de agarrar.

Alondra se sonrojó súbitamente, sonriendo, bajando su mirada un instante. Mario se ruborizó a su vez, bajo la imposible sensación de haber sido leídos sus pensamientos.

-Ustedes me atrajeron mucho desde que entraron, el amor entre ustedes es muy fuerte y especial, algo pocas veces visto, pues ha logrado superar incluso la barrera de la edad –dijo ella, esbozando una débil sonrisa.

-¿Cómo lo supiste? –preguntó él, tomado por sorpresa.

-Tu cuerpo se ve más esbelto y grácil que el de un hombre adulto, no sé qué edad tienes pero eres más joven que ella, pero eso está bien si los dos se aman –respondió ella, y sonrió tiernamente, reposando su cabeza en el hombro de Mario, meciéndose lentamente al compás de la melodía de violines. El joven apretó el cuerpo de Alondra contra él, tras una breve poker face.

Más tarde, Mario llevó a Alondra a la mesa. Ella apenas probó el vino y habló sobre lo sola que se sentía y la esperanza que le proporcionaba ver un amor tan puro y total como el que existía entre Mario y Mayra. La pareja intercambió miradas, y esta vez fue el muchacho quién se encogió de hombros. Pronto, el conjunto dio inicio a una tonada en la que predominaban los violines, algo más movida que las canciones lentas, acompasadas y melancólicas que habían interpretado desde que Mario y Mayra hicieron acto de presencia.

Alondra sonrió, de repente, y sus manos chocaron en un débil aplauso: Me encanta esa melodía, es típicamente escocesa, que los trovadores y juglares de antaño entonaban cuando cantaban sus historias sobre duendes –y acto seguido, tomó de la mano a una atónita Mayra y caminaron juntas hacia la pista. Mario se quedó estupefacto, con la copa en sus labios, observando las siluetas de las dos mujeres, tomadas de las manos, Mayra intentando coordinarse con el ritmo de Alondra. “¿Dónde putas nos vinimos a meter? Más tarde le preguntaré a Mayra quién le recomendó este hotel tan raro”, pensó él.

Después de la canción movida, siguió otra más pausada, al estilo de las anteriores. Y Alondra no tuvo empachos para abrazarse con Mayra. Los resquemores de Mario iban cediendo ante el incipiente calor que le propiciaba una agradable comezón en su entrepierna, al verlas tan juntas.

-El amor que existe entre tú y ese muchacho es como un faro en medio de las tinieblas de mi desolación –dijo Alondra a Mayra, mientras la joven rubia reposaba su cabeza en el hombro desnudo de la sorprendida treintañera. La mano de Alondra que rodeaba la cintura de Mayra comenzó a descender muy paulatinamente, las puntas de sus dedos iban deslizándose sobre la carne tibia de los glúteos de la ingeniera vestida como una gótica.

Alondra detuvo sus avances y alzó su rostro, para encarar a Mayra: Si existe un deseo que ardientemente anhelo cumplir esta noche, y sin embargo, comprenderé perfectamente tu negativa, Mayra, aunque esté en tu poder darme tan preciado obsequio, es que ustedes compartan conmigo el calor de la hoguera de su amor, ver el amor, sentirlo, libre, incondicional, entregado…

-¿Quieres acostarte con nosotros? ¿Eso es lo que deseas? –replicó Mayra, toda ella convertida en una ensalada de sensaciones contradictorias.

-Tan sólo quiero probar las dulces migajas del banquete de su amor –confirmó Alondra, con su voz suave y acompasada, bajando su mirada y luego, en un momento de oscurecimiento sincronizado con la música, sus labios negros se unieron a los de Mayra, labios juveniles, de una zagala que no debía pasar de los diecinueve o de los veinte años, frescura que recordó a Mayra los labios de Mario y la calentura ocasionada durante los bailes en la fiesta de Denise, latente como rescoldos debajo del carbón, recibieron el viento propicio para reavivar el fuego de la concupiscencia. Los labios de las dos mujeres se separaron y pudieron paladear sus respectivas lenguas, Alondra convidando tiernas y veloces lamidas al mentón fino de Mayra.

Alondra y Mayra se volvieron a ver a Mario, quien por supuesto, no se perdió el inesperado espectáculo gótico-sáfico. Mayra fue a tomar su chumpa, el vino y subieron los tres a la suite que ella había reservado.

3

En las cuatro esquinas del amplio dormitorio, encontraron dispuestas mesitas de madera recargadas con velas y sirios, junto a o sobre pequeñas esculturas de calaveras, libros, gnomos, etc. Había luz eléctrica, pero ellos decidieron que se rompería la magia. Afuera, el cielo nocturno lucía grisáceo, nublado, y la tormenta acribillaba con gruesas gotas los cristales de las ventanas.

Mayra empujó a Mario sobre la cama, más ancha que una matrimonial, dotada de un dosel del que colgaban velos de terciopelo carmesí. Cuando Mayra y Alondra gatearon sobre él para desnudarlo, recordó aquella escena con las vampiresas en la película de Drácula de Coppola. Alondra se limitó, inicialmente, a acariciar a la pareja, y sus ojos resplandecientes casi bebían los besos apasionados que disfrutaban ellos. Alondra despojó a Mario de su antifaz, y el pálido rostro de la tercerista se asombró efímeramente, sorprendida por la juventud debajo del Fantasma.

Mario y Mayra sonrieron. Alondra se tendió con ellos y pronto las tres lenguas compartían su tibieza. A la luz del resplandor de las velas, Mayra pudo ver que la lengua de Alondra, a pesar de su sedosa contextura, poseía un color casi purpúreo y su calor era inferior al de ella y Mario. Mayra se encogió de hombros, pensando que ese truco podía hacerse con cualquier caramelo, aunque la boca de Alondra carecía del sabor del dulce. Mayra descubrió su torso, liberando por fin sus senos perfectos de la prisión coriácea, inclinándose hacia Mario para que pudiera succionarlos. Mario le chupó el pecho izquierdo y Mayra gimió, en tanto Alondra manoseaba y estrujaba el seno derecho, viéndolo con curiosidad, sonriente, admirándolo. Alondra besó a Mayra mientras le acariciaba el pecho, y así, doblemente estimulada, Mayra jadeaba e iba derritiéndose vertiginosamente para deleite de sus dos amantes.

Mario oprimía las nalgas de la treintañera, por encima del pantalón negro de cuero, y en el ínterin, Alondra se desabotonaba el vestido. Su sombrerito marrón lo había dejado previamente en una percha cabe a la puerta. Mario y Mayra observaron entonces, el torso esbelto y cincelado de Alondra, sus brazos blancos y pálidos, sus pechos redondos, adecuados en sus dimensiones para la delgada y melancólica belleza; repararon que los pezones de Alondra estaban ennegrecidos, con tinte seguramente. “Esta tipa venía dispuesta a pisar”, pensó Mayra.

Alondra se inclinó sobre Mario para besarlo, su lengua penetró la boca del muchacho con cierta timidez, deslizándose como una anguila, y su blanca mano derecha le revolvía el cabello, mientras su siniestra le escudriñaba los pantalones, oprimiéndole el bulto, batallando contra la prenda para liberar el pene de Mario, que ya se anunciaba erecto y duro. Cuando Mayra volvió a introducirse debajo del dosel, estaba desnuda, salvo por los brazaletes, los aretes con forma de alas de murciélago o de dragón, su collar plateado y una faja de tela negra que acentuaba la redondez voluptuosa de sus caderas.

Alondra sonrió y dijo: “No puedo decidirme cuál de ustedes dos es más hermoso. Creo que necesito ver a Mario desnudo para tomar una decisión final”. “Ya sabes lo que dicen, las damas primero”, dijo Mario, con sus ojos cerrados, extasiado, pues la nívea mano izquierda de Alondra ya se había cerrado sobre su verga, debajo del pantalón negro, pajeándolo despacio. Mientras Mayra bajaba los pantalones de Mario, Alondra se puso de pie, al lado de la cama, y el vestido marrón cayó a sus pies, y aparentemente, no usaba ropa interior.

Mario pudo ver a Alondra totalmente desnuda, a excepción del collar dorado y algunos brazaletes, su cabello rubio pálido desparramado sobre sus hombros y espaldas, sus labios y pezones azabachados, su antifaz de tinte oscuro, acentuaban la blancura de su piel. Mario jadeó entonces y volvió a cerrar sus ojos cuando Mayra le pajeaba el miembro enhiesto.

-Muéstrame cómo una mujer enamorada se come la virilidad de su amado –pidió Alondra, aproximando su cara al pene de Mario. Mayra empezó a lamerlo y besarlo sin dejar de pajearlo despacio. Alondra se relamió los labios y sus ojos azul cielo refulgieron de lujuria. Mayra se lo metió a la boca, con un mugido tenue. Mmmmmmm… Alondra descansó su mentón sobre la cadera de Mario, quien pudo acariciar a su libre arbitrio el redondo culito pálido de su nueva adquisición.

-¿Quieres probarla? –la invitó Mayra. Alondra asintió sonriente, y tomó el pene de Mario por la base. La lengua violeta de Alondra se extendió para hundir su punta en el intersticio en medio del glande de Mario; el adolescente clavó sus uñas en el colchón, apretando sus párpados y jadeando ante esa inesperada caricia. Mayra tomó nota que a su macho le agradaba eso. Acto seguido, Alondra trazó varios círculos con su lengua alrededor del hinchado hongo de Mario, y a veces trataba de meter su lengua entre la piel y el glande.

-Qué delicia engullir este fruto prohibido, la virilidad caliente de un gentil –dijo Alondra, masturbando a Mario, antes de tragarse su polla con perita destreza. Mayra entendió lo de “gentil”, en vista que la pija de Mario era incircuncisa. Mayra ayudó a Mario a sacarse la levita y la camisa, mientras los labios de Alondra por poco rozaban el escroto del joven.

-Cómo se la traga esta mujer –exclamó Mario, apoyándose sobre sus codos, y los tres ya se encontraban desnudos. Después, las dos bellezas deslizaban sus lenguas a lo largo del estilete de Mario, que se mordía los dedos de una mano, presa de la mayor excitación sexual. Alondra y Mayra se turnaban para chupar esa verga tiesa, o para meterse a la boca el escroto o sólo uno de los testículos del afortunado estudiante de secundaria. Mario acariciaba el pelo de sus dos preciosas amantes. A Alondra también la calculaba dentro del rango de diecinueve a veintiún años.

Mayra ya había perdido toda reserva y ahora aferraba del cabello a Alondra pera besarla de manera ardiente, mientras ambas vampiresas aferraban el pétreo pene de su macho común. Mario se incorporó, arrodillándose. Aproximó hacia él a sus dos ninfas para volver a experimentar un memorable y candente beso triple.

Alondra se acostó entonces, sujetando a Mario de su muñeca izquierda. “Muéstrame como amas a tu mujer, Mayra, transmíteme algo del calor de ese amor flamígero”, le pidió, con su voz suave, fantasmal. Mayra gateó hasta Alondra para besarla y acariciarle los pechos. Mario se hincó entre las piernas de Alondra. “Pásame una almohada, Mayra”. La interpelada sonrió con picardía y obedeció. Mario pasó la enorme almohada de albo cobertor debajo de las nalgas de Alondra, para elevar sus caderas. El adolescente aferró las piernas de Alondra y se inclinó, dejándose caer con su peso. Ooooooohhh , gimieron ambos, fusionándose. Los celos desterrados del ardiente pecho de Mayra, sólo lujuria y libido desenfrenados, calentándose con cada puyón que Mario le daba a Alondra, cuyo cuerpo delgado y bien delineado se estremecía, las paredes de su túnel húmedo apretándose contra el viril intruso.

Cuando Mayra se hincó para observar mejor el espectáculo, metiéndose varios dedos en su intimidad, de manera frenética; Alondra clavó sus uñas en los hombros de Mario, quien se tendió sobre ella, para acallar sus gemidos y lloriqueos con besos. Alondra rodeó las caderas de Mario con sus piernas, y su cuello con sus brazos blancos y delicados. Los gemidos de Alondra eran débiles en un inicio, pero cada acometida de Mario parecía insuflar más vida y fuerza en aquella muñequita de porcelana, cuyos aullidos iban en ascenso, las uñas de Alondra trazando rojizas sendas en la espalda tersa de su amante adolescente, que semejaban azotes o latigazos. Y ni siquiera cuando Alondra mordisqueó, en un paroxismo de placer, el cuello de Mario, dejó éste de bombearla como si faltaran 5 minutos para el impacto de un meteoro semejante al que erradicó a los dinosaurios hace millones de años.

Las carnes de Mario y Alondra chocaban como aplausos; Alondra, fuera de sí, farfullando en un idioma desconocido para Mario y Mayra, quizás algún dialecto de Europa Oriental. Sea, tal cosa no hizo más que calentar a la pareja cuyo juguete Alondra era aquella noche de Halloween. La cara de Alondra, descompuesta de concupiscencia, estaba enrojecida apenas y su mirada se desenfocaba a veces cuando Mario la penetraba con fuerza.

-Este es el amor que compartes con Mayra… -logró articular ella-, la envidio, dame una probadita, dámela toda –maullaba Alondra. Entonces, Mario colocó las piernas blancas y esculturales de Alondra en sus hombros, y cuando empezó a cogérsela así, es que dio inicio la auténtica sinfonía de alaridos y lloriqueos de la garganta pálida de la joven rubia. Mayra se había tendido al lado de ellos, masturbándose violentamente, sus jadeos uniéndose a la orquesta de Alondra y los pujidos de Mario.

Alondra se quedó con sus ojos en blanco, y sus espasmos estremecieron el maderamen de la cama, pues el orgasmo fue intenso como inesperado. Mario, sudoroso, la dejó muy dentro de Alondra, y cuando su cuerpo blanco y delgado fue relajándose, se besaron como si fueran la única pareja de enamorados presente en aquella habitación. Mario se hincó, ubicando sus rodillas debajo de las axilas de Alondra. Apuntó hacia su cara el pene, pajeándoselo velozmente, y sin hacerse esperar, los chorros de esperma caliente embadurnaron pronto la cara maquillada de Alondra, algunos de los cuales desaparecieron en el interior de su boca. Alondra se sobresaltó, aún presa del clímax, pero se dejó bañar. Mayra usó su bien dispuesta boca para limpiar la herramienta aún palpitante de Mario y después lamió el semen sobre la cara de Alondra, y finalizando con un lascivo beso, al que se sumó Mario después.

-Me has hecho tu mujer, me has hecho feliz –suspiraba Alondra-. Pero no es justo que Mayra no disfrute. Es mi turno de darle gusto pues ella me cedió a su joven esposo esta noche.

De esta manera, Alondra gateó sobre la cama hasta ubicarse entre las piernas rollizas y monumentales de Mayra. Alondra hundió su rostro sobre el cual la tinta negra se había corrido, en el sexo de Mayra. Ésta arqueó su espalda de repente, llevándose sus manos a la cabeza, presa de los espasmos que en su cuerpo originaban los hábiles lengüetazos de Alondra. Mario se pajeaba a su lado, empinándose la botella de vino.

Mayra aferró la cabeza de Alondra, apretándola contra su vagina, en tanto Mario derramaba algo de vino sobre el busto en pleno vaivén de Mayra, para proceder a lamerlo. El rostro de Mayra tan rojo como el vino, revelaba la ausencia de límites. Mario la besó, ahogando brevemente los alaridos de su mujer, cuyo hermoso cuerpo bailoteaba trémulo, su sistema nervioso presa de aquella lengua violeta que se adentraba muy dentro de su intimidad. Mario se hincó de modo que Mayra pudiera chuparle la verga, que ante tan memorable escena, iba reagrupando fuerzas. Mayra mugía y succionaba con inusual fuerza debido a la épica comida de coño que aquella joven mujer estaba convidándole. Mario tuvo que aferrarse de la cabecera de la cama con su mano derecha, gimiendo, por las duras y ricas chupadas.

Mario se acostó con su pinga brillante de saliva apuntando al techo del dosel. Alondra le regaló un par de fugaces succiones, pero Mario le indicó que ella debía sentarse, esta vez, sobre su rostro, de cara al sur, mientras Mayra se había montado ya a horcajadas sobre Mario, ensartándose su tiesa pija en el húmedo conejito. Mayra empezó a cabalgarlo frenéticamente, revelando a Mario lo caliente que la había dejado la sesión de sexo oral de Alondra, quien a su vez, recibía los lengüetazos de Mario. Alondra tembló con el primer contacto y gimió, a veces el bullicio de las dos mujeres se apagaba momentáneamente, porque se morreaban salvajemente y acariciaban sus respectivos senos desnudos, perlados de sudor y bamboleantes. Mario metía su lengua lo más posible en el estrecho nicho amoroso de Alondra, y Mayra lo atacaba con sus caderas, la cama entera crujía y si había huéspedes en la habitación inferior, tendrían una idea muy gráfica de lo que estaba sucediendo sobre sus cabezas.

En un momento, Mayra liberó su presa para arrodillarse y lamerla y chuparla, a lo que se unía Alondra, y nuevamente, Mario se retorcía de júbilo al sentir dos lenguas femeninas calentando y ensalivando su pinga bien tiesa. Mayra volvió a encaramarse en su semental y así, reanudó la salvaje cabalgata. Alondra ya movía sus caderas, restregándolas contra la cara del muchacho, aullando de gozo cuando Mario le daba chupetones a su trémulo clítoris. Cuando Alondra, profiriendo un leve aullido continuo, empezó a frotarse su clítoris con inusitada rapidez, Mario supo que estaba a punto de correrse, y los néctares de Alondra sobre su cara y perdiéndose en su garganta se lo constataron. Alondra se estremeció de pies a cabeza y Mayra la besó, ricamente, con lengua, compartiendo sus temblores, corriéndose a su vez, y sintiendo el semen de Mario reventando en su interior. Alondra y Mayra se besaron durante un rato, así, subidas en Mario. Luego se acostaron, cada una al lado de Mario.

EPÍLOGO.

Mayra se despertó sola en la cama. Los ruidos provenientes del baño la desperezaron. El sol iluminaba la estancia y todas las velas estaban consumidas. Del baño emergió Mario. Ella esperaba ver a Alondra, pero ésta no salió detrás de Mario. El muchacho abrazó a Mayra, acostándose junto a ella, besándose. “Menuda noche la que pasamos, ¿verdad?”, le dijo él. “Ya lo creo, no recordaba cuánto me calentaban esas cuestiones de los tríos”, confesó Mayra, sonrojándose un poco. “¿Y Alondra?”, quiso saber ella. “No sé, ella ya no estaba cuando me desperté hace como media hora”, respondió Mario.

Hicieron el amor una vez más antes de ducharse y abandonar la suite. En los corredores, salones y vestíbulo, un ejército de empleados se afanaba retirando los adornos y decoraciones alusivas al Día de las Brujas. De un baño reservado a los empleados, salió el flaco mayordomo, secándose la cabeza con un trapo, en el cual era visible el tinte amarillento que había teñido su tez la noche anterior.

“¡Qué peda la de anoche, cabrones!”, exclamó alguien, y vieron al tipo de la capucha roja y el cráneo de vaca sobre su rostro, caminando con cuidado, aún aferrando una botella casi vacía de Ron Barceló.

“Vayamos a desayunar, amor, que iba incluido en el paquete”, le dijo Mayra, y fueron al desayunador, que se encontraba en un salón rectangular ubicado a la derecha de la entrada principal. A mano izquierda se llegaba al salón donde tuvo lugar la fiesta de disfraces. Mario y Mayra desayunaron juntos, y especialmente a Mario, le dolía el cuerpo. Mayra se rió cuando se lo comunicó. Antes de marcharse, decidieron conocer más del antiguo edificio.

Cuando cruzaron un corredor flanqueado por armaduras y bases para antorchas, poco después de la puerta doble de madera de la oficina del Gerente, un resplandor llamó la atención de Mario. Tomó de la mano a Mayra y se dirigieron juntos hasta llegar a una especie de nicho en la pared aledaña a la oficina gerencial. Era un retrato grande, como del tamaño de una revista, rodeada de velas y sirios. “Es Alondra, mira”, dijo Mario. En efecto, era una foto de Alondra, muy sonriente. En eso iba pasando el mismo empleado flaco y de bigotes pronunciados que los había recibido anoche.

-¿Quién es esa muchacha? –le preguntó Mayra, presintiéndolo.

-Ella era Alondra, la nieta del dueño del hotel, que hoy, 1º de Noviembre cumple cinco años de fallecida, en un accidente automovilístico.

Mario y Mayra se vieron. Mario con escepticismo pero Mayra alarmada. “No es posible, anoche conocimos a esta muchacha, a Alondra, llevaba un vestido marrón, estilo siglo diecinueve, esto debe ser una broma.”

-No son los primeros en encontrarse con el espíritu sin descanso de Alondra. Ella conducía de regreso de una fiesta de disfraces, y usaba el vestido que Ud. acaba de describir al momento del accidente y de su muerte –explicó el hombre, con voz tétrica y despreocupada, denotándose que no era la primera vez que debía explicarlo.

-Pero los fantasmas se atraviesan, no podemos palparlos…  -murmuró Mario, inquietándose.

-El mundo de lo sobrenatural, tan menospreciado en esta época de falsa e ilusoria modernidad, contiene muchos misterios. Siempre aparecen huéspedes que afirman haber visto, e incluso conversado o hasta bailado piezas con Alondra, casi siempre aparece cuando se ofrecen grandes fiestas en este hotel. El amo se aburrió de auspiciar misas para su descanso eterno, y decidió tolerar la presencia de su nieta en este edificio.

-Vámonos de aquí –espetó Mayra, muy pálida-. Conduce, Mario, yo me siento mal.

-Parece que ahora debemos añadir necrofilia a las formas de sexo que hemos probado.

-¡No digas eso!

FIN.