Mayo

Los acontecimientos se precipitan en la relación de dos amigos en Madrid.

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Conocí a Joaquín hace dos meses. Nos presentó un amigo común durante una conversación política, práctica muy extendida entre todos los españoles en esas fechas, y en especial entre los madrileños. Sentados en aquel tugurio, bebiendo vino, cada uno exponía sus soluciones para salvar España. Como buenos españoles, cada uno tenía una.

Joaquín era hijo de un importante funcionario ministerial. Era algo más joven que yo, rondaría los 18 o 19 años. Sin embargo, en el físico éramos como la noche y el día. Su piel blanca y pelo rubio contrastaban con mi piel curtida al sol, y mi pelo color negro tizón. Su familia tenía los suficientes recursos económicos para permitirse una amplia casa en una céntrica zona rica de Madrid.

Yo no compartía sus ideales políticos, por no decir que eran claramente contrarios a los míos. Pero desde la primera vez que nos estrechamos las manos surgió entre los dos algo más intenso que la amistad.

Tras la primera tarde de charla, decidimos vernos otra vez, y compartir otro vino. Acepté encantado. La timidez con la que lo propuso me resultó excitante. Y así nos vimos varias veces en aquella taberna, hasta que un día se decidió a invitarme a su casa. Para que viera que no era tan ostentosa, dijo entre risas.

Yo me sentía muy incómodo, con mis pintas, en aquel barrio. Sin embargo la espera en el portal fue corta. Al poco de llamar, el propio Joaquín salió a abrirme. Esperaba que me abriera un mayordomo, dije para picarle. No, hoy estamos solos, contestó, aceptando el puyazo, y bajando la mirada tímidamente mientras sonreía. No sé cómo me atreví. Quizás porque sabía que pisaba terreno seguro. Le agarré por la nuca, atraje su cara a la mía, y le besé en los labios. Su cuerpo se tensó de repente. Pero en cuanto mi lengua se aventuró dentro de su boca, se relajó. Sus manos buscaron mi pecho, mi abdomen. Yo le agarré fuerte de la cintura y le aplasté contra la pared del portal.

Para, por favor, suplicó. Subamos a mi habitación. La casa era enorme. Le seguí subiendo escaleras y atravesando habitaciones ricamente amuebladas, mientras no dejábamos de besarnos y acariciarnos. Por fin abrió una puerta y entramos a su habitación. Una cama, con un tamaño del doble de mi camastro, presidía el cuarto. Cerró la puerta, y de la mano, me llevó hasta la cama. Me dejé caer, tras un leve empujón en mi pecho. Con una rapidez sorprendente, se desnudó, ante mis ojos. Había desaparecido su timidez. Y, con la misma maña, empezó a desnudarme a mí. Me besaba cada centímetro de cuerpo que me desnudaba.

Bien, niño rico, demuéstrame qué sabes hacer, le dije, mientras apoyaba mi nuca en las palmas de mis manos, con los brazos flexionados. Torpemente, me agarró la polla con una mano y empezó a movérmela. Hay algo que me gusta más. Acércate. Le agarré de su melena, y guié su boca hasta mi polla, bien dura ya. Quiero que me la chupes bien, que te la tragues entera. En sus ojos vi una mezcla de miedo y excitación. Pero obedeció. A los pocos minutos, le coloqué de tal forma que mi mano tuviera acceso a aquel blanco culo. Tras unos suaves azotes, empecé a acariciar su suave agujero. Pero e cuanto metí la primera falange, su cuerpo se estremeció, empezó a agitar sus caderas, y comprendí que se estaba corriendo.

Yo tenía pensado una tarde más larga, pero para ser la primera vez, no quería forzarlo. Aun podría haber aguantado mucho más, pero decidí correrme en su boca, sin sacar el dedo de su culo, disfrutando de sus contracciones. Tumbados en la cama, me pidió perdón por la rapidez con que se había corrido.

Me explicó que era su primera vez con un hombre. Yo le tranquilicé, y se relajó. Me explicó que siempre se había sentido atraído por muchachos fuertes, dominantes. Pero que en su familia ya tenían hasta planes de boda con una muchachita de otra familia bien.

Pasamos la tarde en la cama, no como yo había esperado, sino charlando. Le expliqué que a mí lo que me gustaba era tener a un muchachito a mis pies, dispuesto a hacer todo lo que le ordenara, a satisfacer mis instintos más básicos. Aquello le dejó boquiabierto, mientras me escuchaba. Aunque también comprobé, bajo las sábanas, que le agradaba la idea. Aquel chaval me gustaba, prometía. Pero no quería forzar la situación. Y, de hecho, el me propuso que le dejara pensar en todo aquello unos días, una semana. Me tumbé sobre él, le besé profundamente, y, revolviéndole la melena con la mano, le dije que tenía una semana, hasta mi cumpleaños.

Antes de irme, me enseñó la casa familiar. Pretendía con ello hacerme ver que no era grande. Sin embargo, eso era porque él no conocía la casucha donde vivía yo con mis dos hermanos y mi madre. Me enseñó una de las habitaciones de invitados, y me dijo que podría ir a dormir cuando quisiera allí, salvo durante el siguiente mes. Su padre había aceptado alojar temporalmente a un joven soldado francés, por recomendación de un conocido, y estaba ocupando aquel dormitorio. Antes de despedirnos en el portal, quedamos en que en siete días, nos veríamos en ese mismo portal, a primera hora de la mañana.

Durante ese tiempo, yo también le di vueltas al asunto. Estaba ya harto de relaciones esporádicas. Me apetecía una relación seria, estable, y en especial con un novato. El espíritu sumiso de Joaquín me agradaba. Podría modelarle, adiestrarle, sin tener que borrar antiguos vicios.

A primera hora, como habíamos quedado, me dirigí a casa de Joaquín. El ambiente por el centro de Madrid era extraño. La gente andaba revuelta. La política impregnaba el aire, y se formaban corrillos donde se discutía sobre la situación actual. Pero no era como otras veces, en el pasado. La violencia, escasamente contenida, se reflejaba en los rostros crispados.

Golpeé con los nudillos en el portal de la casa de Joaquín. Salió a abrirme una chica joven. En principio desconfió, pero al darle mi nombre y preguntar por Joaquín, me hizo entrar al zaguán. Me contó, entre lágrimas, que su hermano Joaquín estaba hospitalizado, cerca de Atocha. No podía contarme más, y me rogaba que fuera a verle, y me fuera lo antes posible de allí.

Yo no entendía nada, pero el hospital me pillaba cerca. Joaquín estaba tumbado en un camastro, con la mirada perdida en la ventana. Al verme entrar, se le nublaron los ojos, y se deshizo en lágrimas. Yo acuné su cabeza entre mis brazos, hasta que se calmó. No pude hacer nada para defenderme. Estaba armado, no atendió a mis ruegos de que parara. Me amenazó. Joaquín hablaba, entre hipos, y con frases entrecortadas. Tuve que hacerle callar y empezar de nuevo, más tranquilo. Entonces pude enterarme de que la noche anterior, de madrugada, el soldado francés llegó a su casa, borracho. Se equivocó de habitación, y entró en la de Joaquín. Éste le recriminó su actitud, ya que ni siquiera le pidió perdón por haberle despertado. Pero el soldado, prepotente, le cruzó la cara de una bofetada. Joaquín intentó devolverle la agresión, pero no era rival. Acabó sangrando por la nariz sobre la cama. Momento en el cual, e francés se le tumbó encima. Joaquín no fue capaz de contarme nada más, pero yo me lo imaginé, haciendo que mi sangre hirviera de cólera. Le rogué que se tranquilizara, le prometí que no volvería a tener que convivir con tal salvaje. Que él era mío.

Ante esas palabras, por primera vez, un amago de sonrisa apareció en su cara. Tras constatar que sus heridas eran superficiales, y que se había tranquilizado, me levanté para cumplir con lo que creía que era mi deber. Besé la frente de Joaquín y me puse en pie, para irme.

Espera, casi se me olvida: ¡feliz cumpleaños!, dijo Joaquín, con una sonrisa ya plena en la cara, ofreciéndome un paquetito alargado con su mano. Es una tontería, pero hoy no pude ir a recoger el regalo que te encargué. Esto es solo un detalle, por ahora. Le sonreí y abrí el paquete. Era un puro cubano, de los que me encantan. Me lo metí en el bolsillo, se lo agradecí, le volví a besar, y salí a la calle.

La ira me guiaba hasta la casa de Joaquín, y no me dejaba ver el alboroto de las calles, cada vez más notorio. Cuando llegué a su casa, el portal estaba abierto. Subí las escaleras y recorrí todas las habitaciones hasta encontrarle.

Ahora estoy confuso. No recuerdo muy bien qué ha pasado en las últimas horas. Sólo sé que estoy en un rincón oscuro de un portal, cerca de la Puerta del Sol. Oigo gritos en la calle, gente corriendo. Estoy cubierto de sangre que no es mía. En una mano tengo mi navaja de dos palmos abierta, teñida de rojo. Y en la otra tengo la colilla de un puro, apagado, entre los dedos. ¡Joaquín! Tenía que ir a por él. Era su regalo por mi cumpleaños. Cierto, hoy cumplo veinte años. Hoy, 2 de mayo de 1808.