Matrimonio Obligado VI. Convierte al peón: Carol

Carol es descubierta como agente de la Interpol que ha sido traicionada por su propia organización. Alice intercede con Armand y ambos se aseguran su fidelidad como todo se hace en esa familia: un trío sadomasoquista donde sus cuerpos sellan la alianza y Carol se convierte en esclava voluntaria.

Para poneros al día de la saga, os dejo los enlaces a los otros capítulos

Matrimonio Obligado I: http://todorelatos.com/relato/123299/

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Matrimonio Obligado VI

Convierte al peón: Carol

Carol se llamaba en realidad. Ese es el nombre que nos dijo Carmilla, la prima de mi marido Armand, que tenía mi doncella personal. Había entrado en la familia prácticamente a la vez que yo, pero no me esperaba aquello, que fuera un… agente infiltrado. Pero Carmilla había visto algo. Respondía por ella. Aquello me extrañaba. Pero Armand confiaba ciegamente en ella. No quería saber los motivos, pero parecían venir de antiguo, y eso era incuestionable: había aprendido a fiarme de mi marido.

Ahora estaba delante de mí, desnuda y engrilletada, en mis habitaciones de la residencia húngara de Carmilla. Carol había “cantado”, como se solía decir, y había dicho todo lo que sabía. Había pertenecido a la Interpol, y ahora se acababa de volver contra ellos, justo un día antes de que nos llegara la información a través de varios soplos encadenados, lo que resultó una confirmación de toda aquella historia. Y Carol había ofrecido algo: su lealtad.

Sufriría, oh, sí, nadie entraba en la familia Orsini-Ducovic así como así, sino que tenía que ganárselo y mostrar su lealtad en su iniciación, tal como me pasó a mí. Pero eso sería en otro momento y en otro lugar. Lo que estaba yo mirando aquella fría mañana bajo el brumoso sol magyar que entraba por el gran ventanal era a la mujer desnuda. Era esa muchacha en la que había confiado por ser franca siempre conmigo, y que me había ocultado algo que en otras organizaciones le habría costado el cuello. Habría muerto y no de una forma agradable, sino larga y plagada de originales formas de dolor.

Carol tenía lágrimas en los ojos, la barbilla hundida en el pecho y su cuerpo temblaba. Armand lo dejó en mis manos: era mía para lo que quisiera hacer. En el colchón reposaban mi pistola, la SigSauer P230, un cuchillo de combate y varios aparejos más que me habían dejado para que “despachara” el asunto como quisiera.

—¿Va… va a matarme? —me preguntó con un hilo de voz.

Medité la respuesta. Sus pechos, no muy grandes pero firmes y algo picudos, que me llamaban la atención temblaban con el sollozo.

—Si te digo que sí, te daré descanso. Si te digo que no, también. Si en cambio te digo que dependerá de lo que hagas por la familia… entonces te esforzarás por que no ocurra. Porque tu vida estará en mis manos. Ahora mismo te han repudiado —dije mostrándole las comunicaciones internas que demostraban que ella pertenecía a la Interpol: copias de su identificación y de las órdenes e informes que había firmado—. Ahora no eres de nadie. Han vendido tu culo. Ese bonito culo blanquito que tienes —empecé a hablarle en español: sabía que lo entendía—. Y yo, lo he comprado. Ahora eres mía, Carol, tu culo, de hecho, tiene precio, y sólo mi mano puede salvarte de esto —puse las manos sobre las armas.

—Yo…

—Sé por qué lo hacías, y puedo entenderlo, pero si algo he aprendido de todo esto, si algo he sacado en claro de la forma en que me vendieron a mí y comerciaron conmigo, aunque haya no haya salido perjudicada, del todo, es que todo tiene un precio y que debemos pagarlo. Y que la lealtad es el máximo precio a pagar, y que si quieres seguir viva, ahora, eres mía, me serás leal, y yo te protegeré. De ellos. De todos.

—Sí… yo…

Alcé la mano, para que me la besara.

Carol sabía lo que era eso, sabía lo que implicaba el hecho de haber traicionado a una familia tan peligrosa como la Orsini-Ducovic, y que podría llegar a ser mucho peor. Y que lo sería… y después de que el mundo entero la hubiera traicionado, aquello en lo que ella creía, aquello por lo que tanto se sacrificó… ahora pactaba con el mismo diablo.

Se puso de rodillas y anduvo así los cuatro pasos que la separaban hasta Alice. Besó mi mano

Llegó hasta mí así, de esa guisa, engrilletada y de rodillas. Debía hacerlo, debía ser castigada, pero también iniciada. Tenía que serme fiel. Tenía que entender que le estaba salvando la vida, que ahora era mía. Más o menos lo había entendido… pero debía grabársele a fuego en el alma, entendiera yo o no sus motivos. Cuando entré en esta familia me di cuenta de que tenía que sobrevivir, y que se había convertido en mi mundo y fuera de él, todo lo que he había era… muerte.

Carol lo sabía. Y yo quería darle la oportunidad. Era una mujer extremadamente formada, leí su ficha y hasta los informes firmados. Sabía que ahora… era mía.

Allí, de rodillas, firmó su fidelidad. Besó mi mano, mi palma, me miró y de pronto se metió mi mano en la boca. Dedo por dedo, lenta y deliberadamente, sin dejar de clavar sus ojos en los míos. Y me estaba gustando. En aquel momento deseé hacerla mía, usarla, sodomizarla, tomarla, como hacía Armand conmigo cuando me sometía a él… pero los cuidados proporcionados por Carmilla la habían dejado fuera de uso… al menos por el momento. Ya me ocuparía de ella cuando volviéramos a nuestra residencia. Pero por ahora, algo debía darle.

Además, allí, desnuda y con las muñecas engrilletadas me provocaba… Sus pechos estaban cruzados por la vara y la fusta, sus pezones, resentidos por las pinzas. Por no hablar de su trasero que estaba prácticamente ennegrecido por los castigos, así como marcas de la cruel vara en espalda y muslos. Antes lo habría encontrado aberrante, ahora, ahora me resultaba incitante. Aparté su rostro, y levanté la falda del vestido azul que llevaba. Me bajé las bragas, y Carol supo lo que tenía que hacer.

Me volví a sentar en la cama, y allí ella acercó la cabeza. Abrió los labios de mi coño con su lengua, y los recorrió lentamente de arriba abajo, ensalivándolos. Tocó una, dos, tres veces mi clítoris con la lengua antes de empezar a trazar lentos círculos. Atraje su cabeza con más fuerza. Sentí cómo bajaba, como esa lengua empezaba a meterse dentro de mi vagina con profundidad, entrando y saliendo, absorbiendo mis flujos, recorriendo mi interior, alimentándose de mí. Alzó la cara, y me incorporé para besarla. Quería hacerla mía. Quería que supiera que lo era.

—Sobre la cama —le ordené con sequedad.

Ella lo hizo. Se puso de rodillas y apoyó el torso sobre la cama, ladeando la cabeza.

Vi su coño. Sus labios habían sido abusados, su culo era un mapa amoratado, pero a esas alturas de mi vida yo ya lo veía como cierta belleza que sólo entiende quien es sensible a ese tipo de estímulos. Era mi Jackson Pollock. Ahora deseaba hacérselo yo… pero no podía. Todavía.

De mi maleta extraje varios juguetes. Uno de ellos era un strap on que también tenía dos consoladores para que yo me los insertara una vez ajustado el arnés. El pollón negro de plástico se irguió y sentí cómo el plug anal se abría camino en mi interior (un poco sensible, mi ano, por los embates que Armand me había dado la noche anterior) y el consolador inundaba mi más que lubricada vagina. Gemí al ponérmelo. Casi me mareo. Me la iba a follar, sí. Iba a follarme a esa mujer que necesitaba ser tan redimida como mostrar su fidelidad… a mí. Y la iba a reclamar. Los azotes llegarían luego. Mi instinto más sádico se había despertado, y, aunque sabía que era una ex agente de Interpol entrenada, también sabía que el cambio operado en su mente, en su alma, la entregaba a mí sin dilación. Quería sobrevivir, y su instinto la hacía entregarse, erguir el culo como estaba haciendo, ofrecerse. Se sentía traicionada por el mundo, y yo le estaba creando uno nuevo. A mi medida.

También extraje una mordaza de bocado desde la que podría tirar de ella. Se la coloqué. Ella la aceptó sin decir nada, tan sólo mirándome profundamente con sus negros ojos de cachorro desamparado. Poco a poco era mía.

Me coloqué de pie, tras ella, que estaba subida en la cama. Probé su sexo, quería conocer su sabor. Si iba a ser mía quería conocerla entera. Era salado y dulce, y estaba muy lubricada, excitada. Algunos pensarán que en una situación así debería ser improbable que lo estuviera… y a ellos sólo puedo decirles que no conocen la verdadera dimensión de la entrega y la dominación.

Metí mis dedos. Conocí su coño, prieto, pulsante. Su culo, apretado, pero presto a dilatarse sin problemas. Lo primero que introduje en él fue un plug bastante grande de silicona negra, de la mejor calidad, y ella gimió con fuerza cuando éste entró. Lo hice poco a poco, para que sintiera cómo se le dilataba por centímetros, haciéndose más y más grande para recibirlo. En el último estadio, antes del final, cuando ya se estrecha de nuevo, casi gritó, pero su culo se había abierto obscenamente hambriento para acogerlo. Me encantaba ver su dilatación, su tremenda hambre pulsante. Acaricié su clítoris suavemente, vi sus manos abrirse y cerrarse mientras de su boca impedida surgía gemidos, hasta que finalmente el ano tragó todo el juguete y se cerró sobre el saliente, una bola negra de silicona acabada en una anilla.

—Llega el turno de tu coño, esclava mía —le dije con voz suave.

Se abrió un poco más de piernas, sus jugos se derramaban hasta gotear. Fuera lo que le hubiese hecho Carmilla, Carol estaba deseando más. Creo que había despertado un fuerte instinto de sumisión en la mujer policía, y yo lo aproveché para encadenarla a mí. Yo estaba solemnemente cachonda. Sentía mi vagina contraerse sobre el consolador y el ano tener espasmos en el plug que lo invadía, y aquello aumentó cuando una de las protuberancias del arnés se afianzó sobre mi clítoris cuando penetré a Carol. Todo aquel consolador negro de veinte centímetros invadió a la muchacha obscenamente, tomando posesión de ese coñito que lo tragaba con hambre.

Empecé a bombear, sacándolo entero y metiéndolo entero, a veces me detenía, como me hacía Armand cuando me follaba, en la entrada, durante unos segundos hasta que por la pura expectación, su vagina empezaba a contraerse, el plug de su culo se movía igualmente por las palpitaciones y ella abría las manos, casi en una súplica muda por que siguiera penetrándola. Lo hice. Perdí la sensación del tiempo. El arnés hizo que me corriera varias veces. Primero por el clítoris, que era rozado una y otra vez, después la vagina, que se apretó y trató de estrangular el consolador que la llenaba, y también tuve un orgasmo anal poderoso e impredecible en el momento en que apreté fuerte el culo para follar más duro a una Carol que ya no sabía cuántos orgasmos tenía, con los ojos casi en blanco mientras su coño era masacrado por aquel venoso pedazo de silicona negra, inclemente y eternamente empalmado. Lo saqué.

Ahora quería su culo. Extraje el plug, cosa que trajo de nuevo, a la realidad consciente a la esclava que yacía en la cama, y entró sin mucha dificultad en un ano sensible que seguramente también se habría corrido. Follé aquél culo, apreciando la dureza, el ancho del esfínter y cómo recibía de forma distinta a la vagina a aquel consolador. Tuve un orgasmo más. Tiré de las tiras de cuero que cerraba aquel bocado que atenazaba la boca de Carol, y ella levantó la cabeza lo que pudo manteniéndose en tensión mientras me follaba su culo y la reclamaba. Algunos azotes de mi mano se estrellaron contra su tumefacto y ennegrecido trasero, castigado de forma ejemplar, y ella gritó. Gritó mucho, suplicó cosas que no podía entender por la mordaza babeante, y cuando vi las contracciones de su ano al correrse otra vez, saqué el consolador de su culo. Le quité la mordaza, la obligué a degradarse, limpiándolo con la boca. Al principio no quiso, hasta que le crucé la cara dos veces, y la abrió para recibirlo y limpiarlo con la lengua. No tenía ningún resto, pero igualmente conoció su sabor como yo  conocía el mío propio. Al rato tiré de su cabello hacia atrás. Tenía las manos moradas y los brazos congestionados por la postura, y la bajé al suelo. Allí, mientras yo me quitaba el arnés, ella lamió mis pies en humillación y sumisión absoluta. Me había convertido en su mundo. No por habérmela follado o por humillarla, sino porque estaba dispuesta a protegerla.

Lamió mis pies mientras su coño goteaba más flujo. Me estaba excitando de nuevo. Empecé a masturbarme, a rozar en círculos y cada vez más dolorido clítoris. Tenía que marcarla. Más.

La llevé, tirando de sus cabellos, y tras soltarle las muñequeras del candado que las unía, pero sin quitárselas, hasta el baño. Allí, nos metimos las dos. Ella permaneció de rodillas, dolorida, follada, tomada, usada, poseída, mientras yo me masturbaba, hasta que fui a correrme. Y entonces exploté. El orgasmo fue potente, tanto que me sorprendió a mí misma y me tiré de los pezones con fuerza hasta el dolor. Eyaculé en su cara, que se llenó de mi fluido, de mi marca, pero también no pude controlarlo, y me oriné en ella. Y aquello me gustó. El líquido ardiente la recorrió, y Carol puso cara de no saber qué ocurría de por qué estaba abriendo la boca para recibirlo. Parecía que algo se había roto en su interior y otra cosa había emergido, tomando un nuevo sentido en su existencia, algo más auténtico que las mentiras que había estado viviendo. Ahora, era mía.

La orina goteó por su cuerpo, cayó por el desagüe, fluyó de su cuerpo también, como una perra, y se abrazó a mis piernas.

Abrí el caudal de agua y la lavé, y me lavé yo también. En el botiquín del baño había un kit de aftercare , y lo usé con ella. Unté sus tumefactos morados gigantes y las crueles señales de la vara que recorrían su cuerpo, así como el látigo en su espalda, con astringentes y cicatricantes. Ordené algo de cenar. Mientras ella ocupaba una cama en la habitación de servicio de mi suite de la mansión húngara de Carmilla, salí a buscar algo.

Carol se despertó justo cuando le ponía el collar. Un aro de metal atornillado se cerraba ahora en su cuello. Abrió mucho los ojos… y comprendió. Sus muñecas también recibieron dos ajorcas atornilladas con aros laterales para insertar candados, mosquetones, cuerdas o pistones, lo mismo que sus tobillos. Ahora era mía. Era mi propiedad.

Si un año atrás me hubieran dicho que yo sería capaz de hacer eso, de reclamar la posesión de una persona para poseerla y hacerla mía, someterla a mi poder, me habría reído en su cara. Ahora, ahora tenía mi propia perra guardiana, que jamás me fallaría, que siempre lo daría todo por su universo: por mí. Muchos no lo entenderían… y maldito lo que me importaba.

*

Armand entró en la habitación y vio el panorama. Carol seguía desnuda, atada esta vez a la argolla del techo donde la noche anterior había estado yo entregándome en mi sumisión a mi Amo y  Señor. El aro de metal cromado le ceñía el cuello y una cadena fina de eslabones colgaba de él. De sus pezones pendían dos pinzas que tiraban la una de la otra por una estrecha cadena tensada que se juntaba en un aro, a la vez que otra pinza tiraba dolorosamente de sus labios inferiores hacia arriba. Sufría, pero sabía que también lo disfrutaba de alguna manera retorcida, tal como me pasaba a mí.

Al entrar me miró a mí, que estaba sentada tomándome un té, mojando la bolsa en el agua caliente, sintiendo ya el olor de la bergamota en el vapor que emanaba de la infusión. Lo miré con una sonrisa destellante.

—Hola mi amor. ¿Bien con los húngaros y los albanos? —le pregunté inocentemente, viendo cómo él contemplaba la escena y clavaba los ojos en Carol.

Asintió lentamente. Sabía que no lo expondría a propósito. Hice que se sentara y le expliqué todo. Al principio se levantó y sacó una pistola de la sobaquera (una elegante IMI Jericho 941 plateada que yo le regalé) y la puso en la frente de la esclava que tenía los ojos vendados y estaba amordazada con una mordaza de aro, de la que caía su saliva (y aquello estimulaba a la pervertida que había en mí, y me excitaba).

—Y no debería matarla porque… —dejó escapar. Armand no era muy hablador cuando había terceras personas, pero también había depositado cierta confianza en Carol cuando yo la admití como doncella personal.

—…porque la he hecho mía. Porque es mi… esclava —y le sonreí. Vale, admito que fue una sonrisa de niña buena que no ha roto un plato en su vida, y no estuvo bien jugar sucio, pero lo hice. Quería a esa esclava, quería a ese bichito para mí.

—Mmm… vale. Pondremos a prueba esa lealtad.

Dejó la pistola en una mesita accesoria y le quitó el vendaje, no así la mordaza. Los ojos de Carol parpadearon ante la luz, y se abrieron enormemente al ver a Armand. Al haber pertenecido a Interpol sabía la fama que se gastaba mi marido de cruel con los traidores, como todo Tigre de Dalmacia.

La descolgó, pues sus brazos estaban rígidos y las manos algo moradas por el tiempo (llevaba bastante) atadas por encima de la cabeza, y Carol cayó al suelo de rodillas. Al hacerlo, gimió, bajó la cabeza, y más saliva cayó en un humillante reguero. Yo no pude evitar sonreír cruelmente. Aquello me estaba gustando. Si Armand me llamara “perra” y me pidiera que me arrodillara, lo habría hecho, y me habría sometido a él, y hecho lo que me pidiera. Como si tenía que lamer aquella saliva. Pero ahora mismo estaba excitada por la sensación de poder.

Carol se quedó ahí, arrodillada. No sé qué pensaría. No sé si estaría excitada, humillada, dolida o emocionada… o todo a la vez. Pero sí sabía que estaba agotada. Muchas emociones, orgasmos, dolor y placer junto.

—Sabes quién soy y de qué soy capaz…

Carol miró hacia arriba, con la barbilla llena de saliva; me miró y miró a Armand, asintiendo.

—Mi mujer ha intercedido por ti. Sólo estás viva porque ella quiere. Sé lo que te han hecho, pero yo te digo una cosa, Carol: demuéstrame que nos eres leal, y estarás a nuestro lado, te protegeremos, porque Alice así lo quiere. Serás suya, en cuerpo y alma, y créeme que jamás te traicionaremos como ellos han hecho, entregándote así de suciamente a los depredadores…

En los ojos de la esclava aparecieron lágrimas. Su vida hasta ahora, que había girado en torno a un trabajo donde siempre la habían hecho de menos, la habían despreciado, y traicionado, ahora había cambiado. Nosotros no ocultábamos que le iba a doler, que era nuestra, que antes que persona sería nuestra esclava sexual, pero que la respetaríamos como persona y jamás la traicionaríamos. No estaba en nuestro código hacer eso con los nuestros. Yo podría apalearla si me daba la gana y ello me proporcionaba placer… y ella no sólo encontraría placer en eso, habiendo descubierto en manos de Carmilla su fuerte tendencia masoquista, sino que además me lo agradecería. Pero jamás permitiría que nadie le hiciera daño.

Yo ya tenía planes para ella, desde luego. Mi mente pervertida funcionaba a mil por hora y estaba más que dispuesta para dominarla, y ponerla a prueba… sexualmente. Más allá de eso seguiría teniendo el papel que había adoptado, quedando su pertenencia a Interpol en secreto entre Carmilla, Armand y yo.

Mi marido volvió a coger el arma y se acuclilló.

—Eres nuestra. Muéstranos tu lealtad.

Dicho esto, disparó el arma al suelo, justo entre las piernas de Carol, sin darle. Algunas astillas rozaron su piel. Yo despaché de inmediato a los de seguridad, que entraron, con un gesto de la mano.

Con un giro rápido y experto le dio la vuelta al arma y le tendió la empuñadura a Carol. Yo ya estaba cachonda como para tres vidas, y una de mis manos se perdió en los pliegues de mi falda y empezó a masturbarme.

—Es un calibre 41. Genera mucho calor. Ahora mismo el cañón quema. Cógela —le dijo.

Aunque me estaba masturbando, mi otra mano cogió mi propia arma, y apuntó a Carol, sin que ella me viera. Tampoco había que ser idiota.

—Póntela en un pezón —dijo secamente, rodeándola. Yo me acerqué y me puse de rodillas sin dejar de mirarla, ni de tocarme.

—Hazlo, perrita mía… —le dije.

Ella, sin dejar de mirarme, con las manos esposadas y la pistola en la mano, cargada con munición letal, se puso la corredera en un pezón, y gimió cuando el metal quemó su pezón. Bajó la cabeza, sin dejar de apoyarla, y la saliva cayó. Soltó el arma, que repiqueteó en el suelo de madera.

Yo me había puesto tan cachonda, tan rematadamente excitada que no pude evitarlo. Me puse de pie. Aparté el arma desplazándola, pero aún sostenía la mía con la mano izquierda. Me desnudé. Tiré del pelo de Carol que, de rodillas, alzó la cabeza, y se encontró con dos cosas: mi coño a la altura de la cara y mi arma apuntándole en la cabeza. La usé. Usé toda su cara, no solo su boca y su lengua, sino toda, para masturbarme. Ella se irguió todo lo que pudo para darme el placer que yo quería, y a la vez sentía la muerte, yo, en mi mano, ella, en su cabeza. El cañón se apretaba con fuerza contra su cuero cabelludo y yo movía la cadera con fuerza usándola para aliviar todo ese calor que me ardía en la entrepierna. Me corrí. Salvajemente. Me corrí de tal manera que empapé su cara y llené su boca con mi eyaculación.

Sabía que Carol estaba agotada. Entre Armand y yo la preparamos: retiramos la mordaza, y Armand la levantó para llevarla a la habitación, y allí, la atamos como nuestra perra, al cabecero. Al menos aquella noche. Le pusimos los aftercare , y la dejamos descansar. Hasta el día siguiente, entre otras cosas con la solemne prohibición de lavarse mis fluidos de la cara. Quería que se sintiera así, sucia, usada, hasta la mañana siguiente.

Armand y yo nos fuimos a la bañera, donde sostuvimos una seria conversación sobre Carol, lo que íbamos a hacer con ella y lo que queríamos para nosotros, después de los acontecimientos del día que en los que Armand había estado trabajando. Desnudos, cubiertos de espuma en aquella gran bañera cuadrada, y bebiendo un espumoso italiano, hablamos, también nos deleitamos el uno en el otro. Cuando salimos, quise gozar de mi marido, pero me di cuenta de que lo que habíamos hecho con Carol también le había excitado. Sin necesidad de collar de ningún tipo, tan solo con mi sentimiento de sumisión voluntaria hacia él, con mi deseo de complacerle, como Carol había desarrollado hacia mí, gateé a su lado, expuesta, desnuda, mientras él me llevaba de la cabellera, como su perra particular, tal como me sentía.

Allí, en la cama, sin miramientos, sin mediar palabra, me lanzó, lamió mi cuerpo, abrió mis piernas para lamer todo mi sabor y mi más que sensible sexo, y me folló. Me folló como si no hubiera un mañana. Su polla era un ariete venoso que se clavó en mí con ansiedad, con fuerza y posesividad. Yo gemía, le pedía más, le imploraba que me follara más y más profundo. La sacó y me la metió en el culo, donde, también sin delicadeza, me penetró con fuerza. Al principio me escoció un poco pero enseguida las oleadas de placer sustituyeron aquella sensación. Yo tensaba los músculos de mi ano, mi esfínter, para dificultarle el sacarla, para sentir más placer conforme su enorme polla dilataba más y más mi culo.

—¡¡¡Hasta el fondo, Amo, rómpemelooo…!!! —le grité en algún momento.

Él cogió mis caderas con ambas manos y me dio lo más fuerte que pudo. Me corrí. Dos veces en unos cuantos segundos. O quizás fue un orgasmo anal muy intenso con picos donde me hacía gritar. Armand se retiró para darme la vuelta bruscamente y correrse sobre mis pechos, que yo cogí para ofrecérselos y de los que lamí ese semen que me sabía a verdadero néctar.

Le limpié la polla con la boca sin dejar de mirarlo, y cuando se dejó caer a la cama, me abracé a él, silenciosamente, hasta la mañana siguiente.