Matrimonio Obligado IV: Cedida a su suegro.
Alice es cedida. Ahora tendrá que complacer y someterse a los deseos del padre de Armand, de su propio suegro, si quiere seguir bien integrada en la familia.
CESIÓN
Llevaba varios días sin ver a Armand. Él se había ido a Rumanía a cerrar unos tratos a los que yo, como mujer «respetable» no podría asistir, aunque parte de esos acuerdos fueran cosa mía. Y ello me frustraba.
Dejé el informe de los movimientos de nuestros cargueros adriáticos en la mesa y suspiré. Estaba cansada, llevaba todo el día supervisando nuestros intereses, y era realmente agotador. Decidí remojarme un poco en la piscina climatizada que teníamos en el piso de abajo.
Me dirigí a la habitación, me desnudé, dejando a un lado los tacones, la falda y la blusa, y despojándome de la ropa interior, para cubrirme con un albornoz. En un bolsillo eché un consolador y un plug anal, pues pensaba divertirme un poco después, en el jacuzzi. Una chica tiene que divertirse.
Bajé y abrí la puerta que daba a la instalación de la piscina. Ésta estaba iluminada con luces interiores y una tenue iluminación exterior. Una gran claraboya permitía ver el cielo nocturno perforado de estrellas frías e insensibles, y el calor del agua del jacuzzi arrojaba una neblina en la estancia, atenuando las luces indirectas y las velas que el servicio había encendido cuando comuniqué mi intención de bajar. La humedad del recinto me recibió, y dejé que acariciara mi cuerpo, una vez que dejé el albornoz en una de las tumbonas.
Mi cuerpo desnudo fue reflejado por el agua quieta de la piscina grande, me agaché, remojé las manos. Mis pezones se endurecieron al instante por la diferencia de temperatura. Me levanté y me sumergí en la piscina para hacer unos de largos. Al principio el agua estaba fría pero mi cuerpo se habituó rápidamente, y empecé a nadar mecánicamente. No sé cuánto tiempo estuve ahí dentro, pero salí con el cuerpo dolorido y entumecido por el esfuerzo. Al parecer hice más ejercicio del que pretendía. Esperé un poco para atemperarme, y después me acerqué al jacuzzi.
El agua caliente y burbujeante calmó mi cuerpo, no así mi mente. Y, claro, una cosa llevó a la otra. Mis manos se deslizaron por mi cuerpo. Se encontraron con mis pezones endurecidos y los apreté, escuchándome gemir, como si fuera otra persona; continué hacia abajo, despacio, sintiendo mi vientre y llegando a mi entrepierna que estaba hinchada.
Recordé los besos de Armand por toda mi piel bajo el sol dorado del amanecer adriático, cómo me recorría la espalda con la lengua y me la besaba, cómo seguía, acariciaba mis glúteos, los separaba, y su juguetona lengua me acariciaba el ano lo provocaba, lo penetraba, para luego bajar hasta mis labios. Esos que yo ahora tocaba en la pequeña piscina. Separé los labios, como hacía Armand con la lengua, ya que éstos sobresalían ligeramente, rosados e hinchados por la excitación.
Me masturbé con energía, entreteniéndome en cada pliegue, retirando ligeramente el capuchón de mi hinchadísimo clítoris y acariciándolo, incluso dándole algunas palmadas, que me excitaban mucho. Cerré los ojos. Vi las deliciosas manos de mi marido acariciarme, y otro hombre (cualquiera de la familia, ese podía ser un recuerdo no demasiado exótico en este momento), que se arrodillaba en la cama y cuyo miembro inundaba mi boca mientras Armand hacía lo propio reclamando mis orificios. La polla resultaba deliciosa, y la chupé con ansia, sintiendo la tersura de la piel, la dureza del miembro y la textura de las venas al pasar mis labios por ellas conforme la ensalivaba. Mi boca se abrió más, me crujió levemente la mandíbula y la polla entró más profundamente, casi entera. Empezó a follarme mientras hilos de mi saliva, espesa, densa y glutinosa caían sobre la cama desde mi boca y desde el humedecido miembro, del glande a la raíz. Mi coño, mientras tanto era horadado sin piedad por mi marido, que, conocedor de cómo me gustaba el seo, empezó una penetración fuerte y rápida, sin piedad, chocando su cadera y sus testículos contra mí, sintiéndome fieramente follada. Cuando las dos pollas empezaron a palpitar para llenarme con su semen, mis dedos alcanzaron la profundidad de mi sexo y mi clítoris estalló, haciéndome que me corriera. Sentí que me orinaba encima: había eyaculado.
Un sonido bramante llegó hasta mis oídos, donde aún retumbaban mis gemidos.
Mi teléfono móvil daba saltos en la lujosa hamaca blanca.
Salí del jacuzzi y lo descolgué. La entrepierna me palpitaba.
—Alice, soy Armand.
—¿Qué tal cariño? —le pregunté—. ¿Todo bien con los socios?
—Mejor de lo que esperaba. Pero te llamo por otra cosa.
—Tú dirás… —le dije con la voz, lo reconozco, de zorrón verbenero—. Yo aquí estoy, en la piscina. Desnuda, tocándome, ya sabes… echando de menos que vengas y me folles en condiciones…
Escuché cómo gruñía y eso me gustó.
—La Cesión. Hoy. Tendrás que ir. No puedo hacer nada. Debo cederte. 24 horas. Con… mi padre.
Me quedé helada.
*
Cedida.
Resulta que entre otras perversiones de esta familia, que no eran ya pocas, existía una llamada “la Cesión”. Ésta consistía en una especie pernada, durante 24 horas, en las que yo “pertenecería” al Padre de la Casa Orsini-Ducovic.
A ver, recontemos: orgías, lesbianismo, sodomía, bisexualidad, dominación/sumisión, tríos, exhibicionismo, fetichismos varios… y ahora cesión.
Armand y yo habíamos encajado muy bien. No podía decir que estuviese enamorada de él, pero era uno de los hombres con los que más cómoda me había sentido, era pervertido y un follador de primera, y cada vez me sentía más unida a él. No lo veía “cediéndome” a su padre alegremente. El tono en que me había hablado por teléfono era oscuro y quedo, como cuando cavilaba una acción grave. Y aquello era indicativo de que no le agradaba.
Pero no quedaba más remedio: así eran las reglas de esta familia y con ellas teníamos que jugar, sobre todo si queríamos prosperar. Y yo quería. Mi padre, con su estupidez me lo había arrebatado todo, le habían disparado y me habían vendido como garantía a esta familia. Y si bien mi vida quedaría enmarcada en los asuntos de ésta por un compromiso que era garante de que los míos no serían tocados, nada me impedía desatar mi ambición y buscarme una vida mejor. Que la familia fuera criminal sólo era un aspecto del asunto. No era algo que me preocupara. Algunos debían morir y otros vivir. Y quizás me tocara a mí, así que prefería vivir todo lo que pudiera, disfrutar, follar, divertirme y quemar la existencia hasta que me tocara.
Dos días después me dirigía a los puertos adriáticos vestida con unas sencillas zapatillas de lona blancas y azules, pantalones blancos y una blusa de cuello barca y motivo marinero a rayas. Llevaba toda mi melena pelirroja suelta, tan solo apartándola de mi cara con una felpa, y unas gafas de sol para protegerme de la fuerte luz matutina.
El coche blindado se dirigió hasta el embarcadero privado, y allí subí en el Ambición , el yate del jefe de la familia, una lujosa embarcación enorme y autónoma con un mínimo de personal.
No vi a Mircea, el jefe de la familia, padre de Armand, hasta pasado casi medio día.
El yate había salido hacia costas italianas. Bueno, unas cuantas horas de mi “cesión” ya habían pasado, y aún no había sucedido nada… desagradable.
Yo me había subido a la plataforma superior (no conseguía retener los nombres de las cosas marineras), y disfrutaba de la pequeña piscina de que disponía el yate, sin preocuparme por llevar bikini. Total, tanto el servicio como Mircea ya me habían visto desnuda y haciendo cosas peores que tomar un baño…
Fue entonces cuando el cabeza de familia decidió aparecer. Era un hombre imponente, como ya he dicho antes, alto, de aspecto fibroso e interesante. Se sentó en una silla cerca de la mesa donde había un cuenco de fruta y una jarra de zumo tropical. Entabló una conversación intrascendente conmigo, hablándome de mi llegada a la familia y de algunos recuerdos sobre Armand. Hasta que decidí salir. Entonces me di cuenta de que realmente le causaba interés. Vamos, que me fijé en que su entrepierna se abultó en cuanto me vio desnuda. Los pezones endurecidos y el agua se deslizaba por mi cuerpo y mi rasurado pubis le llamaron la atención. Me quedé retadoramente de pie ante él. Si aquello iba de ser cedida y demás, no iba a hacerle esperar. Pero vi cómo se quedaba mirándome largamente, memorizando mi cuerpo. Y la perversa idea cruzó mi mente.
—¿Te gusta lo que ves, viejo? —dije jugándomela.
Él me miró, por primera vez, a los ojos. Había un brillo de interés mayor que el que le había visto en la orgía de la familia.
Asintió. Yo levanté mi pierna derecha y la apoyé en la mesa de la fruta, dejando a la vista mi sexo rosado, abriéndolo más con dos dedos, ofrecido, cercano y lejano a la vez.
—Sí.
Me empecé a tocar delante de él. Mis dedos recorrieron los pliegues protuberantes de mi coño, mis labios ligeramente prominentes y mi clítoris erecto, pues me había excitado la misma idea que me había cruzado previamente por la mente. Gemí suavemente, una de mis manos tocó mis pechos y retorció uno de mis pezones, excitándome más. Vi que Mircea iba a hacer un gesto, y lo paré. La pierna que tenía apoyada en la mesa la coloqué en su pecho.
—No. No podrás tocarme hasta que yo te diga. Estaré cedida, viejo, pero si me tocas será con mis reglas. Porque la mujer de tu hijo no es cualquier mujer —le dije, acercándome, inclinándome sobre mi propia pierna—, es la diosa que te acompañará en este viaje y que tendrás la suerte de que te conceda el follarla si lo considero adecuado.
Creo que nunca nadie le había ni hablado así ni negado algo directamente. Y eso estaba suscitando su interés. Debía caminar por un cable muy fino si no quería excederme, y mantenerlo interesado y excitado.
Me apoyé con la mano en la mesa y subí mi pie hasta su boca, despacio, lentamente, acariciando su camisa y su cuello hasta llegar a sus labios. Él abrió la boca para recibirme, y su lengua salió al encuentro de mis delicados dedos con las uñas simplemente esmaltadas. Empujé un poco más, y si el pie se introdujo, sintiendo su lengua juguetona, dentro de la boca. Chupó lentamente, provocándome, sabía hacerlo. Mordisqueaba suavemente el pulpejo, hasta que casi me dolía, acariciando con la lengua sinuosa el espacio interdigital. Saqué el pie y le dejé disfrutar del otro, cuya planta lamió delicadamente, tomándolo por el tobillo con las manos. Di gracias a mis años de ballet, siendo pequeña, que me permitió conservar el equilibrio con cierta dignidad.
Saqué el pie mientras él disfrutaba. El asomo de una mirada dura brilló por un momento hasta que hablé.
—¿Quieres probarme? ¿Quieres probar a tu hija, a tu diosa, a la mujer de tu hijo? —dije suavemente.
Mircea asintió. Hombre de pocas palabras. Y mejor si no le arrancaba ninguna más. Prefería hablar yo. Al principio la situación me resultaba algo violenta. Ahora empezaba a disfrutarla.
Me di la vuelta. Me coloqué a gatas sobre la cubierta, y me dirigí hacia una de las lujosas tumbonas. Allí me subí, y dejé mi culo expuesto.
—Deléitate, viejo, y lame el culo de tu hija… y su coño. Quiero sentir esa lengua experta… pero nada de penetrarme… no, todavía.
—Mmm…
Él me siguió. Sentí unas manos cálidas y grandes que abrieron más mis nalgas, casi innecesariamente, puesto que ya lo estaba y mucho.
Su vello facial acarició la parte interna de mi culo mientras escuché cómo me olía y pasaba a lamerle. La lengua realmente era experta, tal como le dije, y recorrió mi orificio, jugando a entrar y salir, como su hijo hacía, y me lo dejó excitantemente ensalivado antes de hacerse cargo de mi coño donde introdujo la lengua hasta el tope. Sentí cómo acariciaba mi interior, cómo se ensanchaba y disfrutaba mi palpitante sexo. Me lamió el clítoris con intensidad desde el pliegue de mis labios interiores, que mordisqueó suavemente, volviéndome loca de placer, hasta el capuchón del propio clítoris, que apretó con fuerza con la lengua.
Me di la vuelta con un giro que quedó casi elegante, pasando una pierna sobre su cabeza y abriendo bien las piernas, llevándomelas hacia arriba, tensando desde las rodillas y usando las manos para ayudarme.
—Cómete eso, es el coño de una diosa, viejo. Como no has probado nunca. Habrás comido muchos, pero ninguno era el coño donde tu hijo se ha corrido y lo ha llenado de semen, igual que este culo que tanto te gusta. Su polla ha reventado dentro de mí una y otra vez. Y la de Marko. Y la de a saber quién más… pero no has probado otro igual…
Aquella provocación pareció gustarle aún más. Aplicó la boca con intensidad chupando labios, interiores y exteriores, el orificio de mi vagina y mi ano. Me corrí. No sé cuántas veces. Me corrí con mi vagina y mi clítoris. Mi culo palpitaba cada vez que me corría y él aprovechaba para meter su dedo dentro. Leí su deseo en los ojos y su apretada boca. Iba a tirar de la bragueta cuando lo detuve.
—No. Así no. Te lo he dicho —me incorporé levemente, y le di una sonora bofetada en la cara—. Me follarás como yo te diga. Soy tu diosa esclava. Y yo decido cómo abusarás de mí.
Su polla abultaba enormemente en su pantalón blanco. Me senté, sintiendo cómo toda mi entrepierna estaba plagada de jugos y saliva. Apliqué las manos sobre su cinturón y tiré de él. Bajé el pantalón y los calzoncillos para descubrir una enorme e hinchada polla cuya punta emanaba perladas gotas de fluido preseminal, y no pude evitar sentir cómo mi boca salivaba.
La acerqué despacio a mis labios, jugosos. Los apliqué en la punta, besándola, y sacando la lengua suavemente, experimentando el deseo de chupar como una loca. Pero no, lo contuve, sólo besé y lamí lentamente, con la lengua ensanchada y recorriendo todo el glande con ella. Vi cómo Mircea, la estatua humana, cerraba los puños y respiraba agitadamente. Abrí la boca y me metí sólo el glande totalmente expuesto entre mis labios, sintiendo su olor penetrante y su sabor, más fuerte que el de Armand. “Normal. Si el hijo sabe bien, el padre debe ser Gran Reserva” hizo mi mente el chiste y no pude evitar sonreír. Entonces, tras dar varias chupadas a la polla de Mircea, me la metí dentro de la boca tan profundamente como pude y la mantuve todo el tiempo que fui capaz. Sentí cómo me palpitaba dentro de la boca dos, tres, cinco veces, hasta que sentí la tercera arcada, y la saqué. Densos hilos de saliva y fluido salieron y colgaron como un rosario transparente de lujuria y perversión. Con una mano los recogí, haciendo que lo viera, con ellos humedecí sus testículos contraídos, mientras volvía a metérmela en la boca, esta vez para chuparla rápidamente, sacándola de vez en cuando para pasar los labios y lamer todo el cuerpo hinchado de aquel miembro tumefacto y palpitante. Lo masturbé con fuerza, recorrí todo su miembro, lamí sus testículos duros y contraídos. Hasta que me detuve.
Me levanté, y lo besé profundamente, haciendo que conociera su sabor unido a mi lengua. Besaba bien. Era exigente y masculino, fuerte, dominante. Así que me separé.
—No, no… a ver si te vas a creer que vas a poder seguir como tú quieras, viejo —le dije acariciándole esa polla que se moría por penetrarme y, sinceramente, yo por que lo hiciera: no solo por el pollón que era, sino porque algo en su masculinidad me gustaba e impelía a ello—. Me follarás, sí. Cuando yo te diga.
Me levanté, y lo llevé, cogido de la polla, hasta la balaustrada desde la que se veía el mar, en la cubierta. Me acodé en ella, y abrí bien las piernas para dejar tanto mi culo como mi coño preparados. Acerqué su polla a este último y me la metí un poco. No tuve que hacer más. Lo miré por encima del hombro.
—Vamos, Mircea, viejo pervertido, fóllate este coño, esta delicia de coño que has estado deseando desde que viste cómo me follé a Marko y a su mujer… Vamos, fóllate a esta diosa que has estado esperando, sé que tu polla se muere por enterrarse dentro de mí…
Y lo hizo. Sin mudar el gesto, me la metió con fuerza. Yo me tiré de los pezones, y sentí cómo él aumentaba la velocidad. Aquel miembro se abría paso en mi interior implacablemente, una de sus manos me asió la cadera mientras la otra introducía un pulgar en mi ano palpitante. Me estaba encantando. Ya sabía a quién había salido mi marido. Desde luego el padre era todo un ejemplar. Sentí que se tensaba. Mis orgasmos se habían sucedido progresivamente hasta un total de cinco, que grité en cada ocasión. Con el último orgasmo dejé las paredes de mi vagina contraídas y empecé a controlar los embates de Mircea. Se iba a correr, lo sabía, pero el orgasmo se lo arrancaría yo. Quiso salirse, quizás correrse en mi espalda, o en mi culo, pero no, sería lo que yo dijese.
Controlé ese orgasmo, moviéndome para marcarle el ritmo. De pronto una de sus manos me recogió el pelo, tiró con fuerza y gruñó, y sentí cómo palpitaba con fuerza y me llenaba el interior del coño con sus sucesivos manguerazos de semen. Joder, cómo descargaba…
Se me había llenado la vagina totalmente, lo sentía. Mircea se agitaba. Llevé mi mano a su muñeca y la retorcí rápidamente en una llave que me enseñó Armand alguna vez. Mircea se retorció en el sentido de la llave. Apreté mis músculos vaginales, y lo empujé hacia la tumbona. Se tumbó, efectivamente, y yo arqueé una de mis piernas. Relajé los músculos y el semen empezó a brota, cayendo sobre el pecho desnudo de Mircea. Él boqueó cuando sintió las gotas ardientes sobre sus pectorales. Hice fuerza, que viera que lo estaba expulsando todo, que era yo quien decía lo que hacer.
Bajé volví a besarle, sin dejar de mirarle, bajé la lengua por su barbilla hasta llegar a su semilla derramada y procedí a lamerla entera. Su sabor agrio y dulce a la vez mezclado con el salado de su piel, mordisqueé sus pezones, compuse mi cara de diosa-zorra mientras lo limpiaba con la lengua. Toqué su miembro ahora fláccido, y lo lamí también para limpiarlo. Después, a gatas, me volví a la piscina.
Había sido cedida, sí, pero Mircea en ningún momento me puso la mano encima: yo mandé. Cuando me folló el culo en la piscina, cuando su polla se corrió en mi cara mientras lo masturbaba con mis pechos, cuando yo lo follé a él atándolo a una tumbona, o cuando lo obligué a ponerme un cuchillo en el cuello mientras me enculaba de nuevo.
Aquello terminó donde empezó, en el muelle de atraque. Me dolía exageradamente mi pezón derecho. En el último polvo, mientras yo me corría incontrolablemente, con un plug metido en mi trasero y eyaculaba entre gritos contra el cuerpo de Mircea, éste, por sorpresa, me colocó un piercing de aro en ese pezón. Ahora estaba marcada para la familia. Ahora, era una de ellos.
Mircea me sonrió, y murmuró un “gracias” que nadie más oyó, besándome en los labios.
—Pídeme lo que quieras… —empezó a decir con su fuerte acento, en inglés.
Yo le sellé los labios con dos dedos.
—Ssshh… lo que quiera ya lo conseguiré. Por lo pronto, seguir con Armand. Y ayudar a la familia todo lo que pueda.
Él sonrió con una mirada de inteligencia y asintió.
Un coche me llevó de vuelta a casa, por esa carretera que tan bien empezaba a conocer, llena de curvas. Empezaba a tener un presentimiento que más tarde se confirmaría.
*
Informe de Interpol. Canal privado. Verificación 88-52, agente encubierto.
El objetivo de la investigación, Alice, recién entrada en la familia, ha tenido una reunión con el jefe de la familia, Mircea Orsini-Ducovic. No he podido acceder a ella, pero creo que se están preparando nuevos movimientos para con las organizaciones del este.
17:05 horas.
Informo desde las cocinas.
Alice ha llegado. Nuevos movimientos se están preparando de forma efectiva. Me acaba de llamar a sus habitaciones. Por ahora me he ganado la confianza de un par de sus guardaespaldas más acérrimos, y creo que podré acercarme un poco más.
Lo que no contó en el informe fue cómo se ganó la confianza de esos guardaespaldas. Cómo lo disfrutó, estando en medio de sus atenciones. Cómo, en una de las habitaciones, los complació a la vez, cómo masturbó sus duras vergas, cómo recorrieron su cuerpo con sus manos callosas de las armas, y cómo lo disfrutó cuando uno de ellos la penetró sobre la cama, a cuatro patas, mientras su boca era tomada por la otra polla endurecida. Follada, ensartada, y corriéndose una y otra vez, Carol, disfrutó su misión de infiltración. Aquellos dos hombres casi anónimos, de cuerpos curtidos por el entrenamiento militar y la guerra, aquellas dos máquinas letales eran ahora objeto de su placer.
Con uno de ellos tumbado y cabalgándolo y el otro a su lado siendo objeto de sus atenciones con su boca Carol no solo miró al Abismo, sino que el Abismo tocó su alma. No solo por follar, por acostarse con dos hombres, sino por el hecho de encontrar un lugar donde ser “ella misma”, aún con un nombre falso y una misión secreta.
La penetraron doblemente, pero no fueron bruscos, ni violentos. Ni siquiera cuando la movían o cambiaban de posición: antes le preguntaban si quería seguir. Algo extraño, esa gente no solía ser tan… amable.
Carol se sentía estallar, también buscaban su placer y la masturbaron, lamieron todo su coño, su ano, y sus pechos, sus pezones fueron mordisqueados y chupados, su boca besada y lamida.
Se despertó aquella tarde, desnuda. Los cabellos negros, desordenados. Su piel blanca manchada de semen, pues recordaba que les pidió a aquellos dos Hombres que lo hicieran, que se corrieran sobre ella. Los dos se habían ido sin hacer ruido dejándola descansar.
Fue después de la ducha, en la que notó que sus partes estaban bastante sensibles cuando escuchó la llamada de teléfono. Alice había vuelto. Y la estaba llamando.
Descolgó, desnuda, mirando por la ventana, sintiendo la brisa del mar acariciar su cuerpo.
—¿Sí?
—Carol, ven a mis habitaciones. Tenemos que hablar. Partimos para Hungría en unos días y quiero que me acompañes.
Pero eso no constó en el informe. Ni lo que siguió.