Matrimonio Obligado II. Iniciación: Dominación
En esta ocasión Alice es iniciada en las costumbres de la familia. Ahora deberá afrontar la Dominación... para la que ya tiene ciertas aptitudes...
Continuación de Matrimonio Obligado I: http://todorelatos.com/relato/123299/
LA INICIACIÓN: DOMINACIÓN
Amaneció sobre el litoral, bañando con rayos anaranjados y cálidos el océano frío por la noche. El sol tomó posesión del cielo matutino, y despejó las brumas y nieblas de la oscura noche adriática.
Armand y yo nos desplazamos después de aquella noche increíble y pervertida, hasta una de sus mansiones, en Dalmacia. No quería pararme mucho a pensar en cómo habían obtenido el dinero para todo aquello, en cuánta gente había tenido que sufrir lo indecible. La moral sólo me mataría, si tenía que nadar y sobrevivir entre aquellos tiburones.
Los tres días que pasamos en el hotel francés, después de aquella noche de bodas, lo dedicamos a hablar —sí, hablaba y todo. No solo era un hombre de vasta cultura, sino también un hábil conversador—. Y conectamos. Aún quedaba mucho trabajo entre nosotros, pues éramos prácticos desconocidos, pero la primera chispa estaba ahí. Y para colmo follamos como descosidos. Experimentamos diversas cosas. Prolongamos más el sexo anal con mi culo, me dio algunos azotes y comprobó que el dolor me ponía como una moto. Me dejaba hacer, pero también usé mi iniciativa. Me lo follé contra el ventanal, comiéndosela de espaldas a él, para que pudiera ver el paisaje mientras mi boca se llenaba de su enorme miembro, para que luego me tomara por detrás, contra el cristal, cosa que pareció ponerle más.
Mis tetas probaron también su miembro, masturbándolo con ellas, y varias veces se corrió en mi boca. La mayoría de las veces me lo tragué con deleite. Su olor me volvía loca, y hacía que perdiera el sentido de todo, del bien y del mal, del tiempo, de mí misma. En una de las ocasiones le besé, con su semen en la boca, y lo compartimos. Aquello le puso aún más, y se le endureció del golpe, así que me alzó —tenía una fuerza considerable—, me la clavó y me folló contra una pared, a pulso, sin apoyarme yo más que en su polla mientras me follaba con fuerza y violencia.
Me corrí en la cama, en el sofá, en la bañera, en la alfombra, contra la puerta, ventanas y paredes. Me corrí de rodillas, tumbada, de espaldas, a pulso y en el suelo. Aquel hombre, ese marido de conveniencia, follaba como un maldito dios del sexo.
Quise preguntarle con quién habíamos follado la noche de bodas, pero se limitó a sonreír enigmáticamente, y sólo una de las veces me dijo: ya lo descubrirás a su debido momento.
Aquella mañana, al desperezarme, me encontré con que Armand ya se había levantado. Tenía ya el pantalón puesto, y en aquellos momentos se estaba poniendo la camisa. Desnuda en la cama, hice un poco la croqueta, dando un par de vueltas, para mirarlo más de cerca. Volví a ver las marcas de su cuerpo. La piel estaba surcada de cicatrices por las que no me pareció oportuno preguntar. Las circulares era obvio que se trataba de señales de bala, y tenía varias. Conté hasta nueve por diversas partes del cuerpo. Luego tenía varias más alargadas, y otras más irregulares en la espalda, piernas y brazos. En el torso tenía varias, de bala y de las alargadas, en los pectorales y los abdominales.
En el brazo derecho, —lo pude ver a la mañana siguiente de la noche de bodas—, tenía una serie de palabras en un idioma que no entendía, formando frases, en espiral, desde el hombro hasta la muñeca.
Suspiré. Joder. Ya me había mojado viendo esa espalda, sabiendo cómo esos músculos se tensaban cuando bombeaban la cadera mientras me follaba. Aún tenía un par de arañazos que le hice en los omoplatos la noche anterior. Giró la cabeza y me vio tal como estaba, totalmente desnuda, con el culo a la vista, toda mi cabellera desordenada a mi alrededor y con la barbilla apoyada en las manos. Se dio la vuelta y sonrió oscuramente. Ufff… me ponía mucho cuando me sonreía así, pues era indicativo de que me esperaba alguna sorpresa.
—Hoy probaremos algo nuevo. También hay mucha tradición de esto en mi familia, y deberás pasarlo, si quieres integrarte, pues puede que algún día, en algún momento, se reclame eso.
—Pero… ¿qué es?
—Te espera en la mesa del salón. Yo bajaré ya a desayunar. Tú… buff, bueno, espero que lo entiendas, porque me encantas y eres muy prometedora. Follas increíblemente, y además eres bastante pervertida. Aquí puedes encajar muy bien, me gustas mucho, y… espero que… bueno. Ya veremos.
Dicho esto, Armand se cerró la camisa, me besó profundamente, provocándome con la lengua. Cogió varios pertrechos de una silla, y salió de la habitación.
Ésta era amplia, con alfombras y suelos de cerámica que se entibiaban durante el día. Varias columnas con argollas se distribuían en varios puntos. La habitación era abovedada, en lugar de los habituales techos planos, lo que, unido a los frescos de la techumbre, le daba un aspecto francamente majestuoso.
La habitación se dividía en dos partes, una antesala con un saloncito de estar, con una enorme televisión plana, una mesa para seis servicios, varios muebles antiguos, italianos, un escritorio con ordenador, y luego la habitación propiamente dicha, presidida por una enorme cama un gran cuarto de baño antiguo, con una bañera de patas de león y una ducha directamente en el suelo con una mampara de cristal separándola donde ya había tomado algunas laaargas duchas revitalizantes que mis carnes, extremadamente sensibles por las sesiones de sexo, y comprobado su eficacia.
Me levanté, desperezándome, y me di una ducha rápida. Desnuda, fui a ver qué había preparado para mí, en la salita. Sobre la mesa encontré algo que hizo que me diera un golpe frío. Un collar de metal, de dos dedos de ancho, con un forro de cuero interior y una argolla. Una larga cadena, un arnés para el cuerpo con dos consoladores, un bote de lubricante, muñequeras y tobilleras con argolla. Dios. La que me esperaba. Todo ello indicaba que… que me iba a hacer su sumisa…
Yo ya había practicado antes juegos de sumisión y dominación. Pero eran eso, juegos. No soy una sumisa vocacional, solo puntual. A veces se me apetece desconectar, que otro tome el mando, sentir que me dominan, que dependo de la otra persona. Ponerme totalmente en sus manos (lógicamente hacía falta mucha, mucha confianza) y… bueno, luego estaba la parte del dolor. Me gustaba, para qué negarlo. No solo unos pocos azotes, sino fusta, varas… me gustaba, sí. Me ponía muy cachonda que me castigaran, sin posibilidad de otra cosa, en sus manos… Después, buen sexo, que me usaran, que tomaran mi cuerpo, me dieran órdenes, me tiraran del pelo y siguieran azotando. Luego, cada uno a su casa. No era una práctica habitual en mí, como he dicho, sino más bien puntual, muy de tanto en tanto. Cada tres meses o cosa así. Pero últimamente se me estaba apeteciendo.
Solo que ahora estaba en manos de alguien a quien había conocido hacía pocos días, me habían casado con él, me habían hecho practicar sexo con más miembros de su familia a quienes ni siquiera había visto, y de hecho pertenecían a una familia del crimen organizado. Y eso me daba miedo, porque no sabía hasta dónde íbamos a llegar… o me iban a hacer llegar. Y algo me decía que “palabra de control” no estaba en su vocabulario.
Me puse lo que me habían dejado. Pura supervivencia. Debía hacerlo si quería sobrevivir y además estaba el asunto de mi familia…
Cuatro días casada, y ya era la sumisa de mi marido. Alice, la independiente se había convertido en… mejor ni pensarlo. Todo aquello me pasaría factura más tarde, estaba segura, pero ahora mismo sentía… sentía… bueno, venga, confieso. Sentía una mezcla entre curiosidad y excitación. Y, para qué negarlo, aquel arnés con consoladores, tanto anal como vaginal me había puesto cachonda. No podía evitarlo. Por muy trágico, difícil y dura que fuera la situación, a mi cuerpo le daba absolutamente igual. El arnés se me ajustó perfectamente. Los pechos quedaban entre varias tiras del cuero, y eran realzados por éstas. La excitación aplastó el miedo. Soy una mujer tremendamente sexual y a veces esa parte de mí me hacía no sólo perder la vergüenza sino lanzarme a situaciones raras. Me ajusté las muñequeras. Empezaba a respirar rápido de pensarme atada, amordazada, usada. Los consoladores horadaban mis carnes con fuerza, provocando la tirantez de las demás tiras de cuero.
Y así, con el collar, las muñequeras y tobilleras y el arnés completo, salí de la habitación: hecha una perra sumisa en potencia. ´
Sentía que esa parte de mí, la parte con la que disfrutaba en esas sesiones esporádicas, tomaba el control. Y me excité aún más. No sabía cómo podía estar disfrutando en una situación así, pero, puestos a sufrir y a necesitar sacar algo que me hiciera luchar, que me hiciera sobrevivir, que fuera eso. Sexo. Y lo que fuera menester. Quizás acabara desarrollando síndrome de Estocolmo, quién sabe… pero la cuestión es que necesitaba algo en lo que ocuparme antes de que me cerebro me creara una crisis de ansiedad tan brutal que me dejara inútil perdida en un rincón.
*
Bajé la lujosa escalera de baldosas de arcilla toscana, sintiéndome a medias rara y excitada, para llegar hasta la sala central. Allí, fui al comedor del desayuno, que estaba a la derecha, cerca del solárium. Allí, ante la gran mesa de madera, me encontré a Armand. Tomaba un café, despacio, como siempre hacía.
—Alice, hoy serás mi esclava. Mi sumisa. Mi perra. Para que yo te use a placer…
Me miró, calibrando mi reacción. Un error, y puede que no le sirviera como esposa, recuerdo que pensé. Y mi familia estaría perdida. Y a la vez, seguía excitada. Hice lo que sabía de mis sesiones, lo que otros dominantes me habían enseñado: obedecer, someterme, y disfrutarlo.
Me puse de rodillas, talones arriba, piernas abiertas, sacando pecho, manos sobre los muslos, hacia arriba, vista al suelo. Joder, me ponía.
—Sí, Señor. Lo que desees. Tu deseo será una orden. Y tus ordenes serán mi deseo.
Supe que sonreía.
—Ven.
Lo hice, a cuatro patas, como una buena perra, sintiéndome sumisa, sometida en ese hombre. Por voluntad propia… y un poco por la de él. Llegué hasta él, oliéndolo de nuevo, sintiendo el tirón que me producía su presencia y el ansia viva de sexo que me daba.
Cogió la cadena que llevaba pendiendo del cuello, y, levantándose, me llevó hasta el medio del salón donde había dispuesto aperos para jugar con mi cuerpo y mi voluntad. Y la sumisa que era en ese momento lo deseaba. Sí, era apenas un desconocido del que sabía más de su cuerpo que de otra cosa, pero aquello debía reconocer que me excitaba tremendamente. ¿Qué tendría preparado para mí? La pregunta me rondaba en algún recoveco de mi mente. Me paseó, como su perra, obediente, hasta una zona del salón donde vi un par de columnas con argollas, con un amplio espacio tanto delante como detrás. Antes había ahí un sofá, pero al parecer había sido desplazado, y ahora quedaba mucho espacio entre la chimenea y la otra pared, con las dos columnas en medio.
De las puertas abiertas entraba el aire de la mañana, arrastrando aromas de tomillo y romero, y el olor del agua de la piscina donde la fuente en forma de sirena arrojaba agua interminablemente. Mis pies descalzos, con las uñas pintadas de un morado profundo, arrastraron un poco al incorporarme. Vi los pistones con los que sujetó las tobilleras y muñequeras a las columnas, dejándome indefensa y vulnerable, mis pezones erectos por la emoción de lo que estaba por venir (habiéndome olvidado de mi situación, mi cuerpo y sensaciones tomaron un control que no admitía réplicas). Entonces reparé en el mueble pegado a la pared, un viejo secreter, que sin dirigirme la palabra, Armand abrió, para mostrar en su interior un montón variopinto de fustas, azotes, disciplinas, varas y látigos.
—Has de saber —empezó a decir sin dirigirme la mirada, dándome la espalda—, que ahora perteneces a la familia. Y la palabra “pertenecer”, aquí tiene un sentido muy amplio.
»Veo que no has opuesto resistencia a vestirte como una sumisa, como una perra, lo que me hace pensar que ya tienes experiencia en esto. Y eso me agrada. No tenía ganas de doblegarte, de tener que trabajar para someterte y demostrarte que puedes ser una perra necesitada bajo mi mano… El trabajo en Dominación y sumisión es algo que se estila en nuestra familia, en algunos de nuestros encuentros. No preguntes por qué. Nadie te responderá. Viene de antiguo. Simplemente se hace. Y tienes que estar lista para ser reclamada como esclava, como mi puta, cuando yo lo diga… nadie más que yo y algunos hombres más de la familia tienen autoridad para hacerlo, y deberás acatar y ofrecerte a dichos hombres si quieres… integrarte.
Estaba confusa, pero también seguía excitada. Que otros hombres podían reclamarme como esclava… eso no me gustaba… normalmente no me dejaba si no tenía mucha confianza con esa persona. Pero era algo más que yo o mis gustos… mucho más grande e importante. Si iba a jugar en ese mundo, a sobrevivir, lo haría jugándomelo todo.
—Sí, Señor. Haré como desees —murmuré, mirando al suelo—, siempre que lleve el collar.
La respuesta hubo de agradarle, porque se dio la vuelta de improviso, y lo sentí sonreír. Llevaba en sus manos una fusta y se acercó a mí. También algo tintineaba en su mano derecha. Colgando, vi unas pinzas para pezones. Lo sujetó todo con la mano izquierda, y su diestra empezó a acariciarme. La cara, el cuello… su pulgar pasó por mis labios, y no dudé en abrir la boca y ofrecerla. El dedo entró, y lo chupé despacio, deleitándome despacio en su sabor. Lo noté respirar con más fuerza. Al parecer la química funcionaba entre nosotros dos. Lo retiró despacio, bajando por mi cuello, y llenó la mano con mis pechos. Primero el derecho, acariciándolo en su pesadez, estrujándolo suavemente, y retirando la mano sólo después de pasar el pulgar por mi pezón. Pero esta vez no era el acostumbrado pellizco con el que solía provocarme y excitarme cuando follábamos, no. Esta vez apretó. Despacio, pero progresivamente. El dolor acudió rápidamente, pero mis pezones me transmiten muchísimo placer, y me gustan los pellizcos duros y exigentes, y así lo hizo. Presionó cada vez más fuerte para acabar retorciéndolo con fuerza. Gemí, y cuando empecé a sentir bastante dolor, noté la punzada en mi vientre y sentí que lubricaba más. Cambió de pecho, al izquierdo y repitió la operación, apretando con fuerza el pezón. Después, vi cómo agachaba la cabeza y sus labios se encontraron con los pezones, por turnos. Los besó y chupó, recorriendo mis pesados pechos y los apuntados pezones con la lengua, para luego morder aumentando la presión cruelmente. Apreté los puños, pero él no se detuvo y me hizo gritar. Respiré con fuerza, y en ese momento sentí la fuerte y constante presión de las pinzas japonesas, grandes y potentes. La cadena pesaba, y mis pezones colgaron antinaturalmente, tirándome con fuerza… y aquello me puso el doble de cachonda.
Después, Armand soltó las presillas bajas del arnés, y noté cómo retiraba la parte de tanga de cuero que llevaba instalados los consoladores. Retiró del agujero el que había tenido clavado en la vagina y me lo metió en la boca.
—Ni se te ocurra dejarlo caer, perra. Lo sostendrás ahí hasta que te lo diga.
Asentí y abrí la boca, obedientemente. El salado sabor de mi flujo llenó mi boca, y me deleité en él. Me encantaba mi propio sabor. Chupar ese consolador me hizo sentir muy perra, sometida, indefensa y vulnerable.
Sus fuertes manos me tocaron los muslos, subieron y clavó sus dedos en mi interior, totalmente hinchado y lubricado. Dio la vuelta, y sobó mi culo. Probó mi ano, y repitió la operación, clavando los dedos. Mi culo se dilató y se abrió para acogerlos y gemí. Empezó a usarlos despacio y me dilaté aún más. Aquello me provocaba mucho placer, y su otra mano me masturbó el clítoris con rapidez, exigencia, fuerza… me noto, de tan excitada, muy cerca del orgasmo. Me empecé a mover, sintiendo latir mi vientre con intensidad, y, de pronto, se detuvo.
— ¡No! —grité— No pares ahora, Armand, me voy a correr…
Y de pronto me di cuenta: había dejado caer el consolador al suelo. Escuché su voz susurrarme al oído.
—Lo has dejado caer, mi querida perra, mi esposa esclava… y vas a pagar por ello.
No se hizo esperar. La fusta se estrelló, mordió la carne de mi trasero de improviso y sentí el dolor una fracción de segundo después del golpe, como una oleada que me tensó todo el cuerpo. Su mano me cogió el cuello y volvió a susurrar oscuramente.
—¿Qué se dice cuando tu Señor te azota, perra?
Dios, cómo me excitó que me humillara así… era la primera vez que sentía tanta sumisión y tanta excitación a la vez.
—Gra… Gracias, Señor…
Se retiró, tras apretar unos segundos, provocando que no pudiera respirar momentáneamente, sintiéndome totalmente en sus manos.
La fusta volvió a cortar el aire y me azotó de nuevo. A cada golpe, le daba las gracias, como una puta y una perra humillada por la falta cometida. Ni en mi mejor sesión me había sentido así de bien, de realizada cuando el deseo de sumisión me atenazaba. Cada azote hacía arder mi piel, me sentía más y más profundamente sometida. Escuchaba cómo cortaba el aire, y después el golpe.
Perdí la cuenta. Estaba excitada, mucho. El flujo me caía por los muslos. La fusta dejó de castigarme, y escuché la ropa de Armand caer al suelo. Aun deseaba correrme, mucho, mi clítoris pulsaba con tiranía y mi vagina se comprimía, así como mi ano.
Me soltó de las ataduras, retirando los pistones y volviendo a coger la correa.
—Al suelo. A cuatro patas. Sígueme perra.
—Sí Amo… —musité, excitada y temblando.
Me llevó hasta el jardín. Ya no pensaba: sentía. Todo había quedado atrás. Mi preocupación por la familia, por mí misma. Ahora sólo sentía; era la mejor sesión que había tenido en la vida, y no había hecho más que empezar.
Me dejó al lado de la piscina. Y para mi sorpresa… había más gente allí. Joder. Media puta familia. Pero Alice, yo, estaba demasiado sumida en su ensueño de dominación. Cuando me sometía, cuando me entregaba, lo hacía de verdad.
Multitud de pantalones blancos y varios vestidos también en blancos y azules, me recibieron con algunas exclamaciones. Nadie me habló directamente. Y lo que pasó a continuación aún está borroso en mi mente. Sé que sentía mi trasero arder con fuerza, que Armand me cogió del pelo. No vi ningún rostro, sólo llegaba a la cintura de los presentes. La correa pasó de mano en mano. Cada uno de los presentes me acarició la cara, y me propinó un fuerte par de bofetadas en la cara, para después hacer que les besara la entrepierna. Supe lo que se esperaba de mí, de la sumisa, y besé a través de la ropa duros penes y fragantes coños que prometían deleites. Las mejillas me ardían con fuerza. Una de las mujeres bajó una mano con las uñas lacadas en rojo sangre, y tiró de la cadena de mis pezones. Su cabellera negra que olía a orquídeas me acarició el rostro, y elevé el pecho, los pechos, conforme me tiraba con fuerza y empezó a dolerme con más intensidad conforme las pinzas resbalaban de mis pezones. Finalmente, con los “click” que hicieron al soltarse, me arrancaron un grito intenso, y escuché un coro de voces. Unas palabras en un idioma que no reconocí, y no hablo pocos, u una risa cruda siguió entre los congregados. Tiraron de mi pelo y la mujer que había arrancado las pinzas me acercó para que besara su entrepierna, remangándose la falda. Llevaba una pieza ropa interior azul oscuro de encaje. No había rastro de vello púbico, pero tampoco podía usar las manos: Armand me las aprisionó por las muñequeras, rápidamente, y hube de esforzarme sin ellas.
Primer capté el olor, dulce, embriagador. Jamás había olido algo así de atrayente en una mujer. Un aroma seductor, profundo… Mis besos presionaron los labios de su sexo con fuerza, y mi lengua empapó la ropa interior rápidamente, haciendo gemir a la mujer, que separó más las piernas y atrajo mi cabeza cruelmente, aprisionando mi pelo y envolviéndolo en su puño. Lamí con fuerza, notando la separación de sus labios y cómo se endurecía su clítoris palpitante. Su ropa interior era un mar encharcado de mi saliva y sus flujos que manaban en cantidad. Sentí cómo se estremecía, una, dos, tres veces… y hubo un silencio. Su presa se aflojó un momento. De pronto, su pie, calzado con unas bonitas sandalias azul profundo, y de uñas perfectamente lacadas en púrpura, se posó sobre mi hombro. Soltó mi pelo y me hizo caer al suelo, apoyando la cara, humillada, sucia de sus fluidos que seguía lamiendo.
Me dolían los pezones, que palpitaban con fuerza, y necesitaba correrme como si mi vida dependiera de ello. Todo mi ser latía deseando la dicha de un orgasmo que pudiera dejarme descansar… pero me era negado, y ahora estaba allí, de rodillas y con las manos atadas, con la cara en el suelo y los flujos de la corrida de una mujer desconocida, una probable familiar, en toda mi boca y mi cara. Me sentía así, humillada, y a la vez extrañamente muy, muy excitada.
Hubo algunos comentarios, y de nuevo me alzaron del pelo, para que siguiera besando y lamiendo las ropas de los allí congregados, siempre en sus partes sexuales. Ellos siguieron abofeteando mi cara y murmurando palabras que no reconocí. Acabé de dar la vuelta, y me encontré de frente a Armand. Un criado se acercó y le susurró algo al oído, asintiendo.
—Familia —dijo en voz suave y calma—, por favor, vamos a tomar algo.
Dicho esto me puso la correa y me llevó pegada a su lado.
Estaba tremendamente cachonda y necesitaba correrme. Instintivamente froté mi mejilla contra su pernera antes de empezar a andar, y él me acarició la cabeza. Mis mejillas ardían, tenía algunas lágrimas provocadas por la intensidad de las bofetadas. Me desató, y lo acompañé a cuatro patas. En la terraza habían dispuesto unas mesitas donde varios camareros servían bebidas frías. En el centro, habían puesto una estructura adintelada, dos columnas y una viga que las unía por arriba, en las que había varias argollas, y de ésta, varias cuerdas colgando, ya preparadas, para mi próxima tortura.
Todos miraban. Muchos rostros. No los recuerdo todos. Sí recuerdo que primero Armand me ató las manos en alto a la estructura, las piernas abiertas, y con los tobillos enganchados a las cadenas laterales. Me empezó a masturbar, me besó profundamente y lamió mis pechos. Yo no tardé más de dos minutos en correrme cuatro veces, sintiendo latir mi corazón, mi clítoris y mi interior. La mezcla de humillación, encontrarme allí expuesta como una puta, y el sexo latiendo en mis venas me hizo centrarme solamente en lo que veía, y eso era Armand. Su sonrisa hechicera, su olor especiado y penetrante… joder, lo necesitaba, y lo necesitaba dentro de mí, clavado, tomándome como su perra.
Agotada por la tensión y los orgasmos, me cambió de posición. Me elevó una pierna, más de lo que creía que era capaz, por detrás de la espalda. Menos mal que soy flexible. Y las manos unidas en alto, la cabeza más baja… sentía mi coño y mi culo expuestos, y ahora podía ver a todos los congregados. Yo era como una estatua viviente allí atada. Ninguno me prestaba atención, me ignoraban. Me sentía abandonada, humillada y muy, muy zorra. Expuesta, vulnerable…
Hasta que me prestaron atención… varios se me acercaron, y de una bandeja lateral, cogieron diversos artilugios y empezaron a usar mi culo, mi coño y mi boca. Me pusieron pinzas en los pezones y otras partes de mi cuerpo, bajo los pezones, a lo largo de los pechos, en los costados, en mis labios del coño y en la lengua. Habían inmovilizado mi boca con un aro de plástico atado con una correa que se unía a mi nuca. Mi saliva caía, estaba totalmente humillada. Me provocaron varios orgasmos, mi culo fue taladrado con varios dildos, y cambiaron mi postura a la de castigo, en X.
Procedieron a azotar mi cuerpo. Al principio con varios azotes de varias colas, después con fustas y poco a poco con varas. Mientras lo hacían, siempre había alguien masturbándome.
Hasta que por fin, conforme se ponía el sol, pedí piedad.
No sé por qué no lo había hecho antes. Pero así fue. Inmediatamente se detuvieron. Mi cuerpo no admitía más orgasmos. La humillación que sentía, sintiéndome un guiñapo me hacía sentir tan culpable que apenas me tenía en pie, porque estaba tremendamente mojada, y no había parado de correrme en toda la tarde, gritando, y siendo coreada y llamada perra —me enteré posteriormente—, en varios idiomas.
*
No sé cómo fui transportada a la habitación. Me sentí desnuda. Estaba tumbada en la cama. El aroma del aceite de masaje de azahar y unos dedos cálidos que cuidaban mi piel en masajes circulares y profundos. Un ungüento fresco fue depositado en mi ano y mi irritado coño. Las pinzas, que habían estado unidas por una cuerda fina y me las arrancaron de un brusco tirón, habían dejado huellas en mi piel y los morados ya asomaban, en costado, pechos y otros puntos.
Me di cuenta de que aún llevaba puesto el collar, y temí que aquello no hubiera acabado.
—No te preocupes —dijo la voz de Armand, leyéndome la mente—, hemos acabado. Por hoy. Por esta vez. Has pasado bien la prueba. No vamos a hacer mucho más por esta noche… a menos que se te apetezca, claro…
—Mmmm… estoy… agotada… pero me encantaría hacer algo contigo…
Rodé suavemente, y vi a Armand a la luz de las velas. Su cuerpo moreno y trabajado, las cicatrices, y su mirada oscura y turbia reclamándome. ¿Qué tenía aquél hombre? Yo era un rehén, y con solo mirarme me incendiaba y me hacía arder por dentro de ganas de follar alocadamente, de que me tocara y me lamiera, que me penetrara…
—¿Siempre es así con tu familia? Siempre en público, todo... no sé, orgías y sexo en grupo…
—No, no siempre es así. En este caso se debe a que eres una recién llegada a la familia, y hay cierto ritos que se han de pasar, pruebas a superar para saber cuánto podemos integrarte…
Aquello era confuso… pero empezaba a ver por dónde iban los tiros: cuando más follaras con todos, cuanto más te dieras, más podrías integrarte en su estructura. Ahora quedaba ensamblar lo que conocía… y tratar de mejorar. Si ese era el camino para llegar a la familia, había encontrado una nueva ambición, que satisfacer… Sonreí perezosamente. Con lo que me gustaba el sexo, quizás aquello no estuviera tan mal. Vale que había sido todo bastante duro, agotador… me había puesto a prueba en una semana más de lo que había hecho en toda mi vida… pero ya dentro del vientre de la bestia, debía rehacer mi vida como pudiera.
*
División de Crimen Organizado
Interpol
Bruselas
Lucy Sutherland miró las fotos de satélite que había desparramadas sobre su mesa. No sabía por dónde empezar. Los Tigres de Dalmacia eran conocidos por su brutalidad, por lo cerrado de su organización y sus recelos ante todo el mundo.
Pero se le estaba ocurriendo una forma de poder obtener la información que necesitaba… Aunque para ello necesitaba más información. Quizás las subastas de Berna pudieran ser una buena forma de entrar…