Masturbando a mi jefe en la oficina
Una joven abogada encuentra a su jefe masturbándose, de modo que ella decide ayudarlo.
Era tarde, y de la oficina estaban yéndose todos. Yo estaba en mi escritorio, ordenando algunas cosas, cerrando mi computador, cuando oí a mi jefe haciendo unos ruidos extraños desde la puerta del frente. Me sorprendí, y me levanté de inmediato. Su nombre, Cristián Altamirano, era de esa clase de nombres que es entre temido y respetado, tanto dentro como fuera de la oficina. Yo era una de sus abogadas de más confianza, todos lo sabían. Yo también. Pensé, con cierto miedo en ese instante, que le podría estar dando un ataque.
Sigilosamente, abrí la puerta. O, mejor dicho, la entreabrí, fue muy sutil, solo lo suficiente como para poder mirar al interior. Don Cristián, alto y fornido, medio entrado en carnes, estaba echado hacia atrás en su asiento, boca arriba y abierta, ojos cerrados, pantalón abajo, y con su tremendo pene afuera, masturbándose frenéticamente.
—Ooooh, sí. Ooooh, sí, sí, sí.
Me quedé de piedra, pero no fui capaz de salir de allí. Solo lo vi, lo observé cómo se daba placer, cómo gemía y se movía en esa silla. Me empecé a calentar. Él aún no se había percatado de mi presencia. Lentamente, llevé mis manos a mi pantalón, y por sobre éste, empecé a masajearme mi propia calentura.
—Oooooh, sí. Ooooh, ooooh, ooooh…
Altamirano estaba al borde del orgasmo. Entonces fue que él abrió los ojos. Me miró ahí, parada, caliente a morir, y sin dejar de mirarme echó un chorro de semen.
Yo me largué rápidamente, con temor a lo que pasaría al otro día. Llegué a mi apartamento con el clítoris palpitando, y lo primero que hice fue sacar un vibrador para calmarme. Necesitaba dejar de pensar en él, en su pene duro, cabezón y rojizo, bastante más grueso que el de mi exnovio. Tal vez era incluso un tanto más largo, pensé, mientras me quitaba la ropa. Me tendí sobre la cama a medio vestir, y comencé a tocarme los pezones, imaginando que era Altamirano quien lo hacía. Luego, utilicé el vibrador, pero siempre con la duda de qué pasaría al día siguiente.
El otro día amaneció como cualquiera, y siguiendo mi rutina habitual, llegué al estudio de abogados Altamirano & Vásquez, el mejor del país, según muchos decían. El día transcurrió, al menos la primera mitad, de forma normal. Pero yo estaba inquieta. Sabía, o al menos intuía, lo que podía venirse.
Serían cerca de las cuatro de la tarde cuando Altamirano me llamó a su oficina. Temblorosa, acudí. Él cerró la puerta tras él.
—Tengo un caso para usted, Carolina. Del ámbito corporativo, por supuesto; es un cliente grande, un pez gordo, como podríamos llamarlo.
Yo abrí los ojos, confundida. No imaginé que la conversación iba por ese lado. Disimuladamente, mientras él se dirigía a su silla detrás del escritorio, le miré el paquete. Estaba como poco semierecto.
—¿Un pez gordo, dice usted?
—Sí. Muy, muy gordo. Y ansioso por hacer negocios. Quiere que lo traten bien, eso sí. Sé que usted lo ha visto antes, y que le ha parecido, digamos… ¿cómo decirlo? Que precisaba de su ayuda. Sí, sí. Eso es.
—No sé por quién me toma — respondí, aunque confieso que verle la cara lasciva a mi jefe me llenaba de calentura.
Él no desvió la mirada. Simplemente dejó que sus ojos lo dijeran todo, y que los míos también hicieran lo suyo. Y así, rendida, me desabroché la blusa.
—Usted no me tocará — dije al fin. — Lo haré yo. Y lo mismo queda para usted, no se tocará. Déjemelo a mí.
—¿Y si lo hago?
—Se acaba el negocio — contesté.
Así que, frente a mi jefe, me fui sacando cada prenda de la ropa con suavidad, hasta quedar en sostenes y una húmeda tanga. Comencé a acariciar, primero, mis pechos sobre el sostén, para luego quitarle los tirantes y dejarlos al descubierto. Son grandes, turgentes, y él los miraba con la boca entreabierta, conteniéndose a duras penas. Luego, como solía hacer, metí mis dedos bajo la tanga, y busqué el clítoris con las yemas. Lo encontré, y fui pulsando los puntos críticos con movimientos circulares. Empecé a gemir.
—Por favor — suplicó él.
Yo estaba enfrascada en mi propio placer, así que seguí conmigo, queriéndome, pero mirándolo a él, desesperado por tocarme. Así que luego, justo antes de mi orgasmo, me acerqué, y me senté sobre sus piernas, de frente, como si me subiera a horcajadas sobre un caballo. Y vaya qué caballo. Sentía bajo su pantalón el hinchado y rígido miembro, como un mástil. Empecé a moverme en círculos, y él soltaba gemidos guturales. De pronto, decidí bajarme. Él me miró con súplica, y yo le desabroché el cierre del pantalón.
Arrodillada frente a él, le quité los calzoncillos, y saqué el miembro que tenía ahí atrapado. Estaba caliente, durísimo, como una estaca gorda y grande. Le pasé la lengua, y él se echó hacia atrás. Luego, se me ocurrió una idea, y lo puse entre mis pechos, lo apreté, y comencé a moverme hacia adelante y hacia atrás.
—Ahhggg, sigue, no pares, sigue, sigue.
Y entonces, en mi cara y en mi estómago, salió una chorrera de semen que dejó todo empapado.