Maseratis y Princesas

Un padre Humillado y orgulloso se ve envuelto en el hechizo de la hija que no es su hija.

De maseratis y princesas.

Aquel día, Mario y Sofía celebraban un nuevo aniversario de matrimonio. Eran treinta y un años de matrimonio. Mario observó a Sofía con cautela. La rubia y madura mujer ordenaba a cocineros y mozos con la determinación de alguien que se sentía la dueña y señora de su hogar. Su esposa, a los cuarenta y seis años, se mantenía magnífica con su curvilíneo cuerpo que alcanzaba el metro setenta y tres, sus cabellos claros y los ojos celestes. Con un cuerpo que recordaba a esas sensuales actrices de finales de los setenta. Esa belleza había sido completamente suya desde los quince años, edad en que Mario (que en esa época contaba con veinte años) la había desposado. Había sido un matrimonio a la antigua. Sofía no había tardado en darle hijos y con veintiuno había terminado la producción, como ella decía. Un varón y dos niñas. Un varón que continuaría la tradición familiar en el ejército y que perpetuaría el apellido Bauman, además de dos hijas que Mario esperaba que cuidaran de sus padres en la vejez. Además, siempre había esperado que sus dos hijas se casaran y forjaran firmes lazos con reconocidas familias. Aquello había quedado a medias. Tábata, su hija mayor, se había casado con el hijo de un reconocido empresario. El tipo era un vividor y un bueno para nada, pero Mario se había beneficiado de los contactos de su pariente. Ana en tanto, la menor y su princesita, había resultado un hueso duro de roer. Se había casado con un abogado. Un tipo presuntuoso cuya familia no era de la capital.

  • Preocúpate de sacar el vino –le dijo su mujer, haciéndolo volver a la realidad-. Iré a recibir a Tábata y Mario. Ana y Tomás deben estar por llegar también.

Mario se preguntó cómo Dios podía permitir en la tierra demonios con cara de ángel. Una esposa servicial e hijos que prolongaran la estirpe familiar era todo lo que había pedido. Pero todo se había ido al infierno hace tres años, el día en que había descubierto que su mujer le había sido infiel y que su hija menor no era su hija biológica. El escándalo no había traspasado los muros de su hogar. Todo fue acallado, más por proteger la hombría y el orgullo de Mario que por otros motivos que esgrimió en aquella época. Mario perdonó a su mujer, por lo menos eso fue lo que le dijo. Si se conocían las razones de un hipotético divorcio su hombría hubiera quedado destrozada. Mario había decidido vivir con la humillación por dentro. Lo que más le dolía era que Ana, su hija menor, la hija de sus ojos y su princesita, era fruto de aquella humillación.

  • Hola, mamá –se escuchó en el pasillo la voz de su hija menor.

Desde hace tres años cada vez que veía o escuchaba a Ana, su hija menor, Mario recordaba su humillación. Aquello había terminado en otra tragedia. Pues estando borracho, había confesado la verdad a Ana.

Mario nunca hubiera querido decirle sobre su concepción extraconyugal y de la infidelidad de su madre que manchaba su honor y su hombría. Pero su hija menor era una mujer muy rebelde y terca con su padre. Desde que empezó la edad adolescente parecía querer contradecirlo. Mario tuvo que ser muy duro con Ana para enderezarla. Su hija menor era su preferida. Una criatura hermosa que podía encandilar los corazones con facilidad y que, en opinión de Mario, debía ser protegida y guiada. Haberle roto el corazón al contarle la verdad había sido muy duro para él.

  • Si yo no me hubiera acallado mi orgullo y mi hombría no serías más que una bastarda de una puta infiel –le había dicho esa trágica noche.

Mario se había arrepentido de sus palabras. El había luchado siempre por el bien de su familia. Todo lo que había hecho en su vida era para que todos tuvieran un futuro mejor. Ciertamente a veces se veía sofocado y sobrepasado. En esas ocasiones, buscaba una amante, ojalá joven, para desatar las tensiones. Sin embargo, no había buscado otra mujer desde que se había obsesionado con una enmascarada que había conocido en una fiesta de disfraces. Habían tenido sexo salvaje en su automóvil, pero al final la desconocida había terminado huyendo. Mario nunca había sabido porque huyó. La buscaba desde entonces, pero sin saber su nombre ni conocer su rostro era tarea imposible. El hombre sintió que deseaba volver encontrarla y desatar todas las tensiones a través del sexo.

Mario, ciertamente, se había arrepentido de llamar bastarda a su hija. Ana se había alejado de él y se había refugiado en su matrimonio. Se refugió en los brazos de su esposo. Tomás no era del agrado de Mario. Ningún hombre sería suficiente para su hija de ojos turquesas. Esos mismos ojos turquesas que tenía el hombre que había sido amante de su mujer. Mario daba por perdida a su hija, pero hace unos seis meses o algo más Ana había vuelto a aparecer en las reuniones familiares. Pero había cambiado. Había obtenido un empleo en una importante firma de abogados y parecía disfrutar de su momento. Parecía más resuelta y segura. La noche en que apareció de improviso por el antiguo hogar, Mario pensó que la vestimenta de Ana era algo descarada. La falda gris y la blusa roja eran prendas bastante ajustadas y con esos tacos altos seguramente la observarían lascivamente en la oficina, pensó el humillado hombre.

  • Pero la hija pródiga está de vuelta -dijo Sofía, su mujer-. Contentémonos con eso.

Era verdad. Más allá de las vestimentas de su hija, Ana había vuelto y no había traído a colación aquella terrible discusión ni el tema de la infidelidad de su madre o su concepción. El reencuentro no significó que la conflictiva relación entre Ana y sus padres marchara por buen rumbo. Las discusiones continuaron, pero había cierta tolerancia. Tal vez por qué se veían cada vez más como extraños que han sido forzados a convivir y vivir una mentira. Y no es tan fácil herir a un extraño como a la gente que comparte nuestra sangre.

Mario se acercó para saludar primero a Mario, su orgullo. Luego saludo a Tábata y Antonio. Finalmente, con cierto pesar fue a saludar a Ana y Tomás. Ambos se veían radiantes. Sin duda era la envidia de toda la familia, pero Mario hacía bien en no demostrarse impresionado por los logros de la pareja.

  • ¿Qué tal, Ana? –saludó-. Has visto el Masserati.

Mario evitaba en lo posible decirle hija a Ana desde el día en que había revelado el secreto.

  • Hola, Mario –Ana hacía lo propio por su parte-. Está muy bonito.

La escueta respuesta y el frío abrazo eran parte de la extraña relación entre Mario y Ana desde que sabían que no compartían la misma sangre.

  • Hola, Mario –Mario hizo una mueca de desagrado al escuchar la masculina voz del marido de Ana.

  • Hola, Tommy –saludó Mario-. ¿Qué tal todo?

  • Muy bien.

La conversación no prosperó. Nunca se habían llevado bien. Mario había hecho lo imposible para que Ana no se casara con el abogado y Tomás nunca había hecho demasiado por caerle bien a su suegro. El esposo de Ana sabía que sería imposible congeniar con un hombre arribista y conservador como Mario.

La cena fue abundante en comida, con las botellas de vino descorchándose de forma frecuente. Toda la familia conversaba. Las discusiones de economía y política no tardaron en comenzar, al principio con moderación y con más vehemencia a medida que el número de copas ingeridas aumentaba. Ana, que en años anteriores se mostraba más reservada en sus comentarios, había demostrado una elocuencia y una vehemencia que sorprendió a sus hermanos. Sin duda, la abogacía la había dotado de presencia y elocuencia. Mario, que usualmente hubiera rebatido los argumentos liberales de su hija, esa noche se sentía abatido y se mantuvo en silencio. Bebió vino y se sumió en un mutismo muy impropio de él. A tal punto, que en algún momento todos se callaron para observarlo.

  • ¿Qué pasa, papá? –preguntó Tabata.

  • Nada –dijo, mientras forzaba una sonrisa-. Es que el vino se me ha subido a la cabeza.

  • Vamos a servir el postre y luego vamos a bailar a Fly me to the moon –lo salvó su mujer.

Fly me to the moon era un viejo restorán donde la familia solía ir a comer y bailar. Tomás odiaba el lugar casi tanto como su mujer, pero todo el resto parecía adorar el lugar.

Mario se retiró a apesadumbrado fumar un puro antes del postre. Estaba melancólico con el aniversario de bodas. Recordó toda su vida. Había cometido muchos errores. Se había acostado con otras mujeres, incluso algunas amigas de su mujer. Había sido duro y a veces injusto con Sofía y sus hijos. Pero no tenía dudas que todo lo que había hecho era por el bien de la familia.

Mientras repasaba su vida el recuerdo de la traición alimentó el odio que sentía por su esposa y el amante que la había seducido. La memoria le arruinó el sabor del postre.

Mientras todos se paraban de la mesa a hacer algo: Sofía y Tábata a llevar los platos sucios a la cocina, Antonio y Mario Jr. se escapaban a la piscina a fumar y Tomás salía a hablar por teléfono al pasillo. Mario caminó hasta su despacho y se sirvió una copa de whisky.

  • ¿Me sirves una copa a mi también, Mario? –escuchó decir a su espalda.

Mario vio aparecer a Ana en la habitación. Por primera vez en la noche, observó su vestimenta. Un vestido morado de tonos oscuros, tirantes gruesos sobre los hombros que enmarcaban un provocador escote. Mario pensó que Ana parecía una puta que exponía sus dos grandes tetas. Además, el vestido era a medio muslo, por lo que las piernas italianas (a Mario le gustaba llamar así las piernas largas, carnosas y moldeadas) quedaban bastante a la vista, especialmente con las medias negras y las sandalias doradas que su hija usaba esa noche.

  • No creo que una señorita deba beber whisky –le dijo.

  • ¿Y quién te dijo que yo era un señorita? –respondió desafiante Ana.

Mario se mordió la lengua y sirvió la copa de su hija. Se sentía malhumorado. Ana se sentó despreocupadamente en un sillón frente al escritorio, dejando buena parte de sus muslos a la vista de Mario.

  • Veo que no eres una señorita –Mario no pudo aguantarse-. Hasta te sientas como una zorra.

  • No te cortas con llamar a tu hija zorra, cabrón cornudo –respondió hiriente Ana.

Mario iba a responder y darle una bofetada a Ana, pero en ese instante Sofía y Tomás entraron al despacho.

  • ¿Todo bien, mis amores? –se anunció Sofía, sonriente y algo achispada por el vino.

  • Si, estábamos conversando de cuándo van a tener hijos –mintió Mario.

  • ¡Mario! Eso no es asunto tuyo… –empezó a contestar Ana.

Pero Sofía los acalló a todos.

  • ¿Qué tal si le muestras el maserati a Ana? Lleva a tu hija a dar una vuelta antes de ir al restorán –sugirió Sofía, conocedora que ambos gustaban del lujo-. Tomás me llevará en su automóvil ¿cierto?

Tomás miró a su esposa.

  • Está bien. Como desees, Sofía –respondió el esposo de Ana-. De todas maneras quería conversar contigo.

Sofía y el esposo de Ana se marcharon con el resto de la familia. Ana se acomodó en el sillón y bebió su copa. Toda su actitud parecía revelarse ante Mario. Estaba seguro que esa actitud rebelde la había heredado del desgraciado que se había follado a su esposa a su espalda. El hombre respiró profundo para no iniciar una nueva pelea con su hija.

  • ¿Quieres conocer el maserati? –le preguntó a Ana, finalmente.

  • Primero sírveme otra copa –le pidió Ana, que no zanjaba en su actitud provocadora.

Mario agarró la botella y fue a servirle a su hija aguantando la rabia. Mira que faltarme el respeto en mi casa, pensó. La rabia le hizo temblar el brazo y mientras servía parte del líquido fue a parar fuera del vaso, sobre las piernas de Ana, que lanzó un grito.

  • ¡Pero qué haces! –Ana lanzó una frase ahogada.

  • Lo siento –respondió Mario.

En la premura del momento, Mario tomó su pañuelo y empezó a secar el líquido derramado en las piernas de Ana. Sin proponerse, Mario llevó el pañuelo desde el tobillo hasta la rodilla y de ahí subió hasta el borde de la falda de su hija. En ese instante se dio cuenta de lo que hacía y al comprobar la mirada divertida de Ana, dejó de hacer lo que hacía y le pasó el pañuelo a su hija. Finalmente, Ana le pidió que sirviera una nueva copa mientras se limpiaba. Por suerte, sólo las medias sufrieron el embate del licor. La mujer no tuvo más remedio que sacarse las medias de liga.

Mario, acongojado por lo sucedido, observó a su hija sacarse las medias con cuidado puesto tenía que desatarlas del liguero. Sin embargo, dado que el alcohol había nublado el buen juicio de ambos, Ana no tuvo el suficiente cuidado y Mario pudo ver el calzón morado que cubría la entrepierna de su sensual hija.

  • Oye, me traes mi vaso de whisky –le pidió Ana mientras empezaba a desatar el liguero de la otra pierna.

Mario se acercó intentando no mirar. Pero no pudo evitar observar, esta vez de manera más clara, los sensuales muslos y el triangulo morado que escondía la intimidad de la mujer. Mario giró la cabeza hacia otro lado cuando notó que Ana le miraba de manera extraña.

  • ¿Me vas a mostrar el maserati o no? –le preguntó Ana.

  • Por supuesto.

Salieron al salón. Ya todo el resto de la familia había partido al restorán. Ana fue al baño con su cartera y su chaqueta en la mano mientras Mario buscaba sus cosas. Cuando salieron, Ana había dejado la chaqueta en la casa, pero ninguno de los dos se percató mientras observaban con emoción el Maserati Grancabrio.

  • Está precioso, Mario –dijo Ana, girando en torno al auto -. ¿Qué tipo de rojo es la pintura?

  • Rojo Rionfale lo llamó el vendedor –respondió Mario.

  • Bueno, ¿Me invitas a dar una vuelta? –pidió su hermosa hija.

Mario asintió. Salieron a través de las calles más rápido de lo permitido. Mario iba al volante y mientras le conversaba a Ana de los detalles del carro no podía evitar darse cuenta de las piernas largas que le recordaban a las actrices italianas que tanto adoraba. No había ningún gramo de grasa, estrías ni celulitis. Piernas a la italiana, como le gustaban. Sin duda, heredadas de su madre. Pero era el rostro de Ana lo que verdaderamente lo torturaba en ese momento. Sus otros hijos habían heredado en parte su nariz aguileña, ojos verde-grisáceos y sus orejas desproporcionadas. Pero Ana, lo había heredado todo de su madre y su amante: un rostro armónico, con una nariz recta y unas orejas delicadas. Todo en Ana era fino y proporcionado, de una armonía que sólo se entendía en los misterios de la naturaleza. Asimismo poseía dos rasgos que la destacaban a pesar de tener cierta contradicción: sus ojos turquesas le daban un aspecto angelical y sus labios carnosos que le daban un toque de diablesa. Además, ciertas actitudes que parecían ser inocentes despertaban algo primigenio en el sexo opuesto. A Ana se le admiraba y se le quería casi de inmediato, pero al mismo tiempo se le deseaba con lujuria. Ana Beatriz era una tentación de los hombres. Incluido para Mario y su perdición.

Sin proponérselo, Mario le preguntó lo que siempre le preguntaba a Ana.

  • ¿Está todo bien entre Matías y tú?

Mario siempre esperaba que su hija se divorciara y rehiciera su vida con un hombre de su gusto. Pero aquel era un sueño imposible al parecer. Sin embargo, su hija lo sorprendería esa noche.

  • No lo sé –le dijo con voz alicaída.

Mario se sorprendió del tono de voz que cobraba Ana.

  • Te ha hecho algo malo –le preguntó.

  • No, pero… -Ana calló, dando entender miles de cosas en la mente de Mario.

  • ¿Qué te hizo ese desgraciado? –dijo Mario, fuera de sí.

  • Nada, Mario –Ana trató de calmarlo, pues el vehículo perdió un poco el control-. Llévame a un lugar a tomar una copa y te contaré.

Encontraron un bar donde Ana pidió una botella de champaña que compartieron mientras le contaba que creía que Tomás tenía una amante. Ana no soportaba la ignorancia, la humillación y sobre todo los celos. Mientras bebía y relataba sus sentimientos por su esposo le asomaron las primeras lágrimas. Mario no había visto llorar a su hija en quince años o quizás más, lo que le choqueó terriblemente. Sin embargo, Mario estaba sufriendo doblemente. Durante la conversación, quizás por el exceso de alcohol, no había podido evitar mirar el escote pletórico y las piernas deseables. Se sintió un malhechor, pero la culpa se hizo mayor cuando abrazando a Ana para consolarla sintió una erección. Sentir los grandes senos de su hija y rozar la piel de sus piernas había sido superior a su voluntad.

  • Vamos de vuelta –le dijo, tratando de no hacer notar su erección.

  • No quiero ver a Tomás Matías –reclamó Ana, algo más que borracha-. No quiero que me vea después de llorar. Quiero que me lleves a dar una vuelta. Muéstrame lo que hace el Masserati.

La cara de Ana se le iluminó con la sonrisa y Mario fue incapaz de decirle que no.

Marcharon por una gran avenida al límite de la velocidad y se encaminaron a la carretera. Ana reía, quizás era el alcohol o quizás simplemente quería esconder sus penas. Mario le contaba cosas graciosas de cuando era pequeña, de los viajes fuera del país y de los hombres que había tenido que espantar para que su hija conservara su inocencia.

  • Nunca fui mala, Mario –aseguró Ana.

  • Lo sé –contestó Mario-. Sólo eras algo rebelde.

  • Hay que rebelarse y luchar con todas nuestras armas para lograr el éxito –aseguró Ana-. Debemos ser lobos no corderos.

  • ¿Y tú eres una loba? –preguntó Marió.

  • Lo soy… vieras como aúllo –Ana contestó bromista antes aullar como loba.

Ambos rieron mientras entraban a la carretera y Mario empezaba a aumentar la velocidad.  Cuando pasaron los doscientos kilómetros por hora una patrulla de policías los empezó a seguir. Mario pensó en parar, pero Ana le pidió que no lo hiciera.

  • No pares, Mario –imploró Ana-. No puedo caer en la cárcel. Huye y esconde el automóvil en alguna parte.

Mario, luego de sacarle varios kilómetros de ventaja al vehículo policial, metió el auto en un camino interior. Apagó las luces mientras circulaba por el camino rural rodeado de árboles y en la oscuridad avanzaron en silencio. Ana se mantenía agazapada en su asiento, Mario podía ver que respiraba agitada por la adrenalina de la carrera. Estaba pálida y las blancas piernas parecían resaltar en la penumbra. Ana, de pronto, se desató el cinturón y abrazó a Mario.

  • Oh papá. Gracias –le dijo Ana y empezó a llorar.

El llanto de su hija lo dejó descompuesto. Sentía una gran necesidad de proteger a Ana. Mario podía sentir el corazón de Ana saltando contra su pecho y sus senos pegados a su torso. La abrazó y la atrajo más hacia él. Ana lo miró un segundo y le dio un beso en la comisura de los labios.

  • Te amo, Mario –le dijo Ana.

  • Yo también te amo, Ana –respondió.

Ella le dio otro beso, esta vez en la boca. El beso hizo que viniera otro y luego otro, hasta que sin darse cuenta estuvieron fundidos en un morreo lascivo.

  • Te amo, Mario –le repetía Ana.

  • Yo te amo también, Ana -repetía a su vez Mario.

De pronto Ana entreabrió la boca y su lengua, como un animalito rojo y húmedo, empezó a aventurarse a probar los labios y el interior de la boca de Mario. Él estaba sorprendido. No supo cómo actuar hasta que unos dedos rozaron un segundo su entrepierna. Su lujuria despertó y también su locura. Besó a Ana. Besó a la que había sido su hija como si fuera una de sus conquistas nocturnas. La besó convidándole su lengua por los dientes y lamiéndole los carnosos labios y la cara. Mario no tardó en comenzar a descubrir el cuerpo ya maduro y sensual de su hija. Con su mano empezó a acariciar la cadera sinuosa y la baja espalda. Fue un instante de terror, de miedo irracional. No obstante, los besos lascivos y los dedos lisonjeros de su hija lo llamaban a apartar el miedo y celebrar la locura. Con más torpeza que tacto, Mario acarició la grupa de Ana y luego bajó con desespero hasta el glúteo. Ahí se detuvo y espero una reacción de Ana. El rechazo nunca llegó. Entonces, la mano masculina apretó y probó las carnes. Ana gimió y se acomodó para que ambos consiguieran su objetivo: Comenzar a desvestirse.

Ana empezó a desabotonar la camisa de Mario, pero él la detuvo.

  • No, esto no puede ser –dijo Mario, tratando de ser racional.

  • ¿Por qué no? –le respondió Ana.

  • Soy tu padre y tú mi hija.

  • No, no es así –respondió Ana, acariciando a Mario -. Mi padre es el amante de mi madre. De ti no tengo nada salvo recuerdos.

Ana estaba caliente. Le acarició el abdomen y bajó para agarrarle el pene por sobre el pantalón. El masaje lo dejó inmóvil.

  • Vamos, Mario… Te necesito –dijo Ana, besando al que había considerado por casi veinte años como su padre-. Te amo. Te deseo.

  • Pero… -Mario trató de encontrar un argumento, pero el masaje en su verga le nublaba el pensamiento.

  • Además, sabes bien que esta no es nuestra primera vez.

  • ¿Cómo? –preguntó confundido, pero excitado.

Ana continuaba masajeando su pene por sobre el pantalón.

  • Tal vez recuerdas bien a una enmascarada que llevaste también a conocer uno de tus automóviles –le sorprendió Ana-. ¿Lo recuerdas?

Claro que lo recordaba. Aquella mujer lo había obsesionado por mucho tiempo. Acaso decía que…

  • Era yo… -le reveló Ana-. Aquel día tuve miedo, pero hoy no.

Ana se inclinó mientras con “expertise” abría el cinturón y el cierre del pantalón de Mario. El maduro hombre estaba impactado, no sólo por la revelación sino por la actitud de la que había considerado su hija. Iba a detenerla, pero en ese minuto sintió que su pene se hundía en la boca de Ana. Fue una sensación sublime, maravillosa. Su mujer nunca le había dedicado esa clase de atención. Ana parecía ser una experta. Su lengua se paseó por su pene, lamiendo sus testículos y ensalivando su glande. En tanto, su pene crecía, como lo hacía su lujuria y se perdía la cordura. Estaba en el más dulce infierno.

El rostro hermoso de Ana subía y bajaba sobre su pelvis, el movimiento era lento al principio, dedicándole atenciones jamás experimentadas por Mario.  La excitación aumentó en el hombre y así lo hizo notar la lasciva hembra.

  • Está grande ahora, papi –dijo Ana-. Así me gusta.

Mario no supo que decir, salvo quedarse inmóvil mientras su hija volvía a su trabajo. La mamada era extraordinaria y se hizo mejor cuando la fémina aumento el ritmo. Mario no podía creer lo “hábil” que era su hija en las “artes amatorias”.

-Llévame a algún motel –le pidió Ana-. No quiero hacerlo en el auto de nuevo.

Partieron a gran velocidad al motel más cercano. Ana le masajeaba la entrepierna y le besaba la boca arriegándose a producir un accidente. La mujer parecía fuera de sí. Demasiado caliente, excitada de una forma en que jamás había visto a ninguna mujer, pensó Mario. Pero lejos de asustarle la situación o avergonzarlo, estaba excitado. Ella era hermosa y sensual, además de terriblemente libidinosa.

Tuvieron suerte y no se encontraron con ningún carro de policías. Llegaron al motel más cercano y pidieron una habitación. Ahí, en una oscura habitación, volvieron a besarse. Las lenguas se encontraban mientras sus manos recorrían sus cuerpos. Era una perversión, al menos él estaba consciente de eso. Pero no le importó. Quizás por el alcohol. Quizás porque en el fondo siempre había visto lo atractivo del cuerpo de su hija. Quizás simplemente porque ambos estaban locos. Simplemente siguieron besándose, quitándose la ropa hasta quedar desnudos.

Ver a Ana desnuda le produjo a Mario una erección inmediata. Su cuerpo estaba lleno de curvas, sin una gota de grasa. Era una femme fatale con unas piernas larguísimas y un culo de ensueño. De las tetas ni hablar. Mario las empezó a besar y manosear como un becerro. Sus manos agarraban el culo como si fuera el punto más sólido del mundo. Ella volvió a comerle la polla. La verga entraba y salía desde los labios carnosos. Era como estar en medio de un ciclón, pensó Mario.

Poco después, el no pudo aguantar más y la penetró. Lo hizo montándose sobre ella y besando sus grandes y firmes senos. Ella gimió. Le pidió que lo hiciera una y otra vez.

  • Más adentro, papi –le dijo Ana.

La penetración fue total. El entraba y salía de ella con regularidad, aprovechando lo humeda que estaba Ana. Ella continuaba gimiéndole al oído y pedía más. Ana era insaciable. Aquello le excitó y se corrió, pero misteriosamente el pene se mantuvo duro. Era la lujuria de perversión que lo espoleaba a seguir follando a esa sensual hembra.

  • Así… si… más… dame más… -le susurraba ella al oído.

  • Haz tuya a tu hija, pervertido –le decía también.

La folló más fuerte y más rápido. Su pene era una ráfaga que entraba y salía del coño de Ana. Ella no conseguía lo que quería a pesar de dos orgasmos pequeños y pedía más.

  • Fóllame, cabrón –le dijo-. Dame más duro. Más… Más.

Mario empezaba a ver a su hija de otra forma.

  • Así te gusta, puta –le respondió.

  • Si… ah… ah… Así… Más rápido, papi… fóllate a tu perra… así… aaaaahhhh… -le seguía el juego Ana.

  • Eres una putita –le dijo a ella-. Te gusta ser una putita.

  • Si… mmmmmmmmhgggggg…. Me encanta ser una puta… me gusta que me revienten el coño con una buena verga… dame más fuerte, cabrón. Entiérramela en el culo si quieres.

Aquel ofrecimiento era inusitado para Mario. Pensaba que lo había vivido todo, pero aquella oferta era irrechazable. Movió la verga unas cuantas veces más sobre el coño de Ana y luego, sin previo aviso, dirigió el carnoso miembro al ano de la deliciosa femina.

  • AAAAaaaaaayyyyyhhhh… AAAAaaaaaahhhhh –gritó su hija.

Pero a pesar del dolor que parecía sentir su hija, Mario no se detuvo. Poco después la tenía completamente sodomizada. No era la primera vez de Mario (ni la de Ana), pero ninguno de los dos estaba tan excitado como en aquel minuto.

  • ¡Dios! Estoy en el cielo –se atrevió a decir Mario.

  • Esto no es el cielo –lo contradijo Ana-. Esto es mi cuerpo. Un infierno de placer.

El padre empezó a sodomizar lentamente a su hija. Luego hizo cambiar de posición a su hija y de perrito la continuó enculando. Ahora, veía claramente como su pene entraba y salía del ano de la fémina. Ana, que no paraba de lanzar murmullos y palabras soeces, con una mano jugueteaba con su clítoris mientras Mario la follaba. Cada vez el ritmo aumentaba. Haciendo gemir y gritar a la mujer.

  • ¡Oh! Me estás partiendo, cabrón… dame… encula a esta hembra… encula a tu perra… -le decía Ana.

  • Eres una perra –le dijo Mario a su hija-. Tan perra como tu madre.

  • Si… soy una bastarda como mi madre… y tu eres un cabrón cornudo… ¡ah! –fue la cruel respuesta de Ana.

Mario empezó a follar el culo de Ana con más fuerza. No quería parar. Ella gemía y se quejaba, pero se le notaba que le gustaba.

  • ¡Vamos, puto… más fuerte… rómpeme el ano… hazme tuya, cabrón! –gritaba Ana.

Follar con su hija era una experiencia nueva. Una experiencia que le hacía latir el corazón de una forma irregular. Estaba cansado y, en medio de una nueva corrida de Ana, Mario empezó a eyacular mientras sentía que la vista se le nublaba. Se desvaneció en medio del placer y cayó en la cama.

Mario se desvaneció. Su corazón latiendo a mil por hora y su cerebro a mil revoluciones por minuto no pudieron soportar el ritmo de aquella cogida.

Su hija y un asustado dueño del motel tuvieron que atenderlo. Mario revivió en medio de una ambulancia. Estaba vivo, pensó. Estoy vivo. Ese fue su primer pensamiento. Su segundo pensamiento vino cuando vio a su hermosa hija a su lado. Iba vestida, pero no pudo dejar de notar las largas piernas y las redondeces de su cuerpo. Estoy vivo, pensó de nuevo. “Voy a poder follármela de nuevo”. Sonrió.