Mascota Humana - Capítulo 1 - Llegada

En un mundo distópico en el que la población ha vuelto a aceptar la esclavitud, Dau, un muchacho que vive en una tienda dedicada al tráfico de personas, será comprado por un joven deseoso de tener una mascota humana.

Aún faltaba un buen rato para el alba, pero la negrura del cielo ya comenzaba a clarear por el este con los tonos verdosos característicos de la llamada hora del gallo. Desvelado, Dau contemplaba las estrellas con aire taciturno, atesorando el silencio solo roto por los ronquidos de Meep, antes de que Cheren comenzase la ronda matutina. Contemplar el cielo nocturno a través del escaparate de la tienda siempre le hacía pensar en su familia. Hacía ya casi tres años que no los veía, pero no podía decirse que los echase de menos. Su padre se había arruinado por el juego y había recurrido a lo impensable, vender a su propio hijo a una de las múltiples empresas encargadas de comerciar con personas.

«Hijo de puta —pensó, sintiendo un conato de rabia—. Espero que te aprovechase la pasta...»

A decir verdad, su vida había mejorado desde entonces. Había pasado a ser una mera posesión material, como una mesa o un coche, pero al menos comía tres veces al día y Cheren casi nunca lo golpeaba, a menos que se lo mereciese. Por lo que la había escuchado a través de los barrotes, la vieja había sido una comerciante textil de éxito décadas atrás, pero se había reinventado como empresaria cuando los gobiernos del mundo legalizaron la posesión de seres humanos en carácter de esclavitud, especializándose en el comercio de muchachos jóvenes. Cheren los buscaba y seleccionaba personalmente, peinando cada día los barrios más pobres de la ciudad, y de vez en cuando volvía con una nueva adquisición. Algún crío berreante que no paraba de llamar a sus padres y tardaba varios días en entender la situación. La mayoría terminaban por aceptar su nueva vida al cabo de unas semanas. Como empresaria, Cheren sabía que la mercancía era valiosa en tanto en cuanto estuviese en buenas condiciones, de modo que procuraba que sus queridas mascotas estuviesen sanas y bien alimentadas.

«Lo peor es este harapo», se dijo, mirando el escueto calzoncillo blanco con el logotipo de la tienda que usaban todas las mascotas. La ropa normal estaba prohibida, como medida para deshumanizarlos. Cheren solía decirles que los clientes se mostraban más reacios a comprar si los percibían como niños normales.

El sonido de las llaves de la tienda sacó a Dau de sus pensamientos. La vieja llegaba temprano, como casi siempre, canturreando la misma canción. La mayoría de mascotas se desperezó con parsimonia, al tiempo que proferían bostezos y pegaban las caras a los barrotes de sus jaulas.

—¡Buenos días, tesoritos! —gritó la anciana, agitando la bolsa que llevaba en la mano izquierda—. ¡Espero que hayáis dormido bien! ¡Os traigo el desayuno!

Los muchachos abrían la boca con gesto obediente y sacaban la lengua a través de las rejas, mientras Cheren se paseaba por la tienda, echando puñados de avena endulzada en las bocas de sus mascotas. Dau lo encontraba humillante, pero había aprendido hacía tiempo que cualquier vestigio de dignidad humana no servía más que para recibir una paliza de la vieja, así que se tragó el orgullo y aceptó su ración cuando le llegó su turno.

—Buenos días, Dau —escuchó murmurar a Meep, la mascota de la jaula contigua a la suya. El chico era un año menor que él, pero llevaba en la tienda más tiempo que él. Durante sus primeras semanas como mascota, Meep le había enseñado cómo debía comportarse si quería salir adelante—. ¿Has dormido bien?

—La paja se clava por todas partes y huele mal, como siempre —comentó con desgana—. A ver si la bruja termina pronto —añadió con un susurro—; me estoy meando.

Meep asintió. A juzgar por el bultito que mostraban sus calzoncillos, éste también tenía que ir al baño. Cheren siempre les dejaba salir de sus jaulas durante media hora por la mañana, momento que todos aprovechaban para vaciar la vejiga.

El resto de la mañana aconteció como el resto. Una interminable sucesión de nada, solo rota por la entrada ocasional de algún cliente con más ganas de curiosear que otra cosa. La mercancía de Cheren siempre era cara; los humanos jóvenes podían ser utilizados como trabajadores y eran más fácilmente moldeables que los adultos, de modo que se pedían sumas desorbitadas por ellos.

«Cada día es como una fotocopia del anterior», pensó Dau, aburrido por demás en el interior de su jaula. En ocasiones pensaba sobre cómo sería eso de ser comprado y vivir en una casa con dueños de verdad, aunque casi siempre prefería que no lo comprase nadie. En alguna ocasión, algún cliente se había interesado por él, pero siempre se había mostrado arisco, temeroso ante la posibilidad de dar con alguien que lo golpease a la mínima.

La puerta se abrió con suavidad, captando la atención de todas las mascotas. Cheren se levantó de su silla con aire diligente para recibir al recién llegado.

—¡Buenos días! —se apresuró a decir, poniendo su mejor tono de vendedora.

Un chico joven le devolvió el saludo con una sonrisa. Debía rondar los treinta años, aunque Dau no habría sabido decirlo a ciencia cierta. Tenía el pelo corto y moreno, rapado en las sienes y con un abundante tupé repeinado hacia un lado. La ropa era sencilla, una camisa de lino blanco remangada hasta los codos y un vaquero grisáceo y roto por las rodillas, pero el reloj de oro que lucía en la muñeca izquierda evidenciaba su posición económica.

«Este no viene sólo a mirar —supo Dau en cuanto lo vio. Después de tres años, sabía distinguir bien a los compradores potenciales de los simples cotillas—. Al menos no tiene mala pinta...»

Aquello era cierto. En opinión de Dau, aquel hombre parecía bastante atractivo. Tenía una barba de varios días recortándole la mandíbula cuadrada, así como unas cejas gruesas y unos ojos claros y de mirada limpia. Bajo la ropa se intuía un físico musculado y bien proporcionado. Antes de darse cuenta, Dau se lo estaba imaginando desnudo. Hacía menos de un año que le venía sucediendo con algunos clientes, aunque solo con los hombres. En otra circunstancia aquello le habría preocupado, pero a menos que sus posibles amos pensasen cruzarlo, poco importaban ya sus inclinaciones.

El desconocido se acercó a la mesa de Cheren y comenzó a charlar con ella. Dau no podía escucharlos desde allí, pero contempló cómo la vieja le señalaba las jaulas y el chico contemplaba las mascotas con interés. En determinado momento, ambos se levantaron y examinaron las jaulas una a una.

—Este es Dau —dijo Cheren cuando ambos llegaron a la suya—. Tiene trece años. Hijo de un borrachuzo de los suburbios que..., bueno, ya sabe. —El desconocido asintió con gesto cómplice—. Pero es bastante simpático, ¿verdad, Dau? ¡Venga, saluda!

Dau se quedó plantado, sin saber qué hacer. Normalmente acostumbraba a dar la espalda a cualquiera que barajase la opción de comprarlo, pero en aquella ocasión algo le incitó a acercar la cara a los barrotes.

—Hola —dijo con timidez.

El desconocido le dedicó una sonrisa, mostrándole unos dientes blancos y rectos.

—Veo que te tienen muy bien educado —dijo antes de girarse hacia Cheren—. ¿Está sano?

La mujer asintió con gesto vehemente.

—¡Por supuesto! ¡Todas mis mascotas gozan de excelente salud! Puede revisar su historial sanitario, si quiere.

—¿Puede sacarlo de ahí? —preguntó él, dando por zanjado el tema—. Quiero examinarlo de cerca.

Cheren asintió de manera servil, introduciendo la clave de seguridad en el cuadro de mandos de la jaula. La puerta soltó un chasquido metálico y se abrió.

—Ven, vamos sal —le dijo el desconocido, golpeándose los muslos con las palmas de las manos—. No te voy a hacer daño.

«¿Será verdad? ¿Me quiere comprar?»

Dau salió de la jaula con aire precavido, ante la mirada expectante de aquel chico. Al plantarse ante él, éste le acarició la cabeza con gesto cariñoso.

—Tiene el pelo muy suave —observó.

—Dau es una de mis mascotas más bonitas —se apresuró a decir Cheren—. Mire qué estructura ósea —añadió, levantándole los brazos—. Cuando crezca será ancho de espaldas y tendrá unos brazos muy fuertes. Además es muy listo. Puede desempeñar tanto tareas físicas como trabajos más complejos. Una mascota como Dau es sinónimo de porte y distinción.

—Ya veo —comentó el desconocido, desoyendo a Cheren—. Tu ama sabe venderte muy bien, ¿no? —Le guiñó un ojo.

Dau esbozó una tímida sonrisa ante aquel gesto de complicidad. El desconocido le pidió abrir la boca para contarle los fientes, así como le examinó el vientre plano, las manos y los pies, dándole un tironcito de cada dedo del pie. Dau no pudo evitar reírse.

«Parece buena persona...», pensó, cada vez más cómodo.

—Ahora quítate los calzoncillos —le pidió de pronto.

—¿Qué? —Dau retrocedió de pronto.

—Necesito comprobar una cosa -insistió el desconocido, sonriéndole.

—¿Qué quiere compro...? Oh... —dijo Cheren, intercambiando una mirada con el desconocido que Dau no supo interpretar—. Venga, Dau, haz caso a este señor.

—Pero... ¿Aquí? —preguntó él, mirando de soslayo al resto de las jaulas. Las otras mascotas miraban con curiosidad y algunas soltaban risitas nerviosas—. ¿Delante de todos?

—No pasa nada —replicó el desconocido, sin perder la sonrisa—. Vamos, no seas tímido.

Dau notó cómo se le encendían las mejillas y las orejas.

—Pero todos me verán la...

—¡Vamos, Dau! —gritó Cheren—. ¡No le hagas esperar!

Dau asintió, rojo como un tomate, bajándose los calzoncillos y tapándose a toda prisa la entrepierna con las manos. El resto de mascotas profirieron en carcajadas en sus jaulas, pero Cheren los mandó callar con un siseo. El desconocido sonrió de forma paternal, agachándose ligeramente para mirarlo cara a cara.

—Quita las manos, Dau —le pidió en tono amable.

Muy lentamente, Dau retiró las manos agachando la cabeza para no establecer contacto visual con su comprador. En el último año le había crecido una matita de vello negro y rizado en el pubis, y aunque la colita también le había crecido un poco, todavía no se diferenciaba mucho de las de las mascotas más pequeñas de la tienda. En aquel momento, debido a la vergüenza y el miedo de la situación, lucía ridículamente pequeña.

—Es perfecto —observó el desconocido, alargando la mano y acariciándole el vello de pubis—. Es muy suave. —Bajó un poco más, manipulando el pequeño trocito de carne con los dedos—. ¿Qué tenemos aquí? ¿Un gusanito? —Rió juguetón. También le palpó los huevos, sopesándonos con la mano.

Dau se mantuvo inmóvil, paralizado por la vergüenza y sin saber cómo debía reaccionar. En cualquier caso las caricias de aquel hombre no lo desagradaron; más bien al contrario. La mano, suave y cálida contra su piel, parecía conocer su atanomía perfectamente. La reacción no se hizo esperar y Dau vivió uno de los momentos más embarazosos de su vida cuando su diminuto miembro comenzo a palpitar, apuntando directamente hacia la cara del desconocido, que por algún motivo consideraba aquello de lo más divertido.

—Date la vuelta, pequeño —le dijo el desconocido, con un tono de voz ligeramente diferente. Más grave y con un punto autoritario.

Dau obedeció, aprovechando para cubrirse la erección con ambas manos. El desconocido le acarició las nalgas, dándole un pellizquito en la izquierda.

«¿Pero qué quiere hacerme ahí?», se preguntó cuando el individuo le separó con los gluteos con ambas manos. Le parecía increíble haber dado con un posible dueño al que le gustasen los chicos de aquella manera, pero toda reflexión se detuvo de golpe cuando aquel hombre pasó el dedo por el interior de sus nalgas, acariciándole el agujero.

—Uhmmm... —Sin saber por qué, el muchacho dejó escapar algo a medio camino entre un quejido y un maullido cuando el desconocido presionó ligeramente el dedo. Su hoyito se contrajo de manera automática al contacto con aquel cuerpo extraño, al tiempo que un escalofrío le recorría la columna, erizándole el fino vello rubio de los brazos y la nuca.

—Decidido, me lo quedo.

El hombre se incorporó, dejándolo de espaldas, sin atreverse a darse la vuelta para mirarlo. ¿Acababa de decir que lo compraba? Toda mezcla de sensaciones se le pasó por la cabeza. El tipo parecía amable, pero era indudablemente un pervertido. ¿Qué pensaría hacer con él? La idea le causó rechazo de entrada, pero aquel hombre le daba curiosidad.

«Podría haber sido un viejo, un borracho o un asesino —se dijo, tratando de consolarse y ver el lado bueno—. Tiene dinero y parece dispuesto a tratarte bien; seguro que él no te tiene metido en una jaula.»

—No se arrepentirá —oyó decir a Cheren.

—Pu... ¿Puedo vestirme? —se atrevió a preguntar, girándose levemente.

—Como quieras —dijo el desconocido, encogiéndose de hombros antes de dirigirse con Cheren a la mesa donde solían cerrar los negocios.

Dau se subió los calzoncillos a toda prisa, tratando de no mirar a ninguna de las otras mascotas y centrándose en el acuerdo que la propietaria de la tienda firmaba con su nuevo dueño.

—Son seiscientos cuarenta y dos mil unidades —decía la anciana. Su zalamería había desaparecido ante lo que acababa de presenciar, pero pese a lo incómodo de la situación, un acuerdo era un acuerdo—. Recuerde que cuenta con un plazo de garantía de dos semanas, pero este no cubre los daños y desperfectos ocasionados tras la transa usted. Si el crío se rompe una pierna o  si lo deja tullido tras una paliza, la tienda no aceptará cambios ni devoluciones.

—Me parece justo —comentó su dueño, lejos de sorprenderse por la suma desorbitada que Cheren acababa de proponerle.

«¿Tanto?», pensó Dau, sorprendido e indignado a partes iguales. Sabía que el negocio era lucrativo, pero no se había imaginado que tanto. La vieja no había pagado ni una décima parte por él.

Después de hacer el papeleo y de estampar su firma en multitud de documentos que acreditaban la posesión de aquel tipo sobre Dau, éste descubrió una serie de datos acerca de su ahora dueño. Se llamaba Tiaro, tenía treinta y dos años y acababa de comprarse una casa. Cuando por fin hubieron cerrado el trato, Tiaro se acercó de nuevo a él, con los documentos guardados en una carpeta.

—Bueno... Pues ahora eres mío —dijo—. Me llamo Tiaro, por cierto.

Sin más dilación, Tiaro se encaminó hacia la salida, haciéndole un ademán con la cabeza para que lo siguiese. Dau se atrevió a volverse ligeramente para echar un rápido vistazo a Meep, pero no se detuvo a despedirse de Cheren ni de ninguna otra mascota, sino que corrió en pos de su dueño, abandonando la tienda por primera vez en tres años. La luz del sol le acarició la piel desnuda por primera vez en muchísimo tiempo. Allí fuera, el aire era fresco y no estaba cargado del leve olor a orina y cuerpos hacinados que impregnaba siempre la tienda, pese a los intentos de Cheren de evitarlo pulverizando un ambientador cada hora. Una carcajada, súbita como el vuelo de un pajarillo, se escapó de sus labios ante la falsa sensación de libertad, provocando que Tiaro se girase y lo mirase con curiosidad.

—Veo que estás contento —dijo, aparentemente complacido—. ¿Te gusta la idea de vivir conmigo?

—No es eso... ¡Quiero decir! Sí, me gusta —se apresuró a corregirse—. Pero hacía mucho que no salía de ahí y...

—Lo entiendo —replicó Tiaro—. La verdad es que os podían tener en mejores condiciones. En fin, ese es mi coche. —Señaló un deportivo rojo estacionado en el aparcamiento de la tienda.

«Está forrado...»

Tiaro abrió el vehículo, indicándole que pasase al asiento trasero. Dau obedeció con docilidad, sentándose y acariciando la tapicería con los dedos, era suave y agradable contra la piel.

—Procura no manchar nada con los pies —le pidió su dueño—. Cuando lleguemos a casa tendré que darte un baño. ¿Cuánto hace que no te bañas?

—Se... se nos baña una vez cada tres días —replicó él, ligeramente avergonzado.

—Eso se acabó —convino Tiaro—. Conmigo te bañarás a diario, ¿queda claro?

Tiaro arrancó el coche y ambos dejaron atrás el aparcamiento, atravesando una avenida ancha, con aceras a ambos lados plagadas de plataneros. Dau se maravilló con la calle, contemplando a la gente que caminaba por las aceras. Algunas llevaban a sus mascotas con ellas, reconocibles por el collar que llevaban al cuello. Aquello le hizo pensar en que él no tenía más posesión que el calzoncillo de la empresa.

«¿Pretenderá sacarme desnudo a la calle?», se preguntó aterrorizado. Conociendo los gustos de aquel hombre, no podía descartarlo del todo, pero no sabía si debía preguntar al respecto.

—Voy... ¿Voy a poder llevar ropa? —se atrevió a preguntar.

Tiaro se demoró un instante en la respuesta, pendiente de girar por una calle.

—No puedes caminar descalzo por la calle —dijo al final—. Podrías cortarte y lo pondrás todo perdido cada vez que entres en casa. Tendré que comprarte unos zapatos, sí.

«¿Zapatos? ¿Nada más?»

—Y... ¿y el resto de la ropa?

A través del retrovisor vio cómo su amo lo miraba y sonreía.

—Ya veremos.

El trayecto duró algo más de veinte minutos. Dau miraba por la ventana, rehuyendo el contacto visual con su dueño a través del espejo, quien de vez en cuando le hacía alguna pregunta casual, como sus gustos alimenticios o si tenía alergia a algo. También le habló de su casa, así como de su trabajo.

—Hace un mes escrituré —comentaba—. Llevaba tiempo queriendo una mascota, pero no tenía tiempo para ello y es una inversión muy grande como para tomar la decisión a la ligera. Ahora que tengo una casa más grande, creo que es el momento. Creo que una como tú podrá aportar mucha alegría a la casa.

—Como mi señor quiera.

Aquello le hizo reír.

—No me llames "señor", Dau, que no soy tan mayor —comentó—. Llámame Tiaro, ¿de acuerdo? Mejor prescinde de formalidades.

—¿Está seguro, se... digo, Tiaro?

—Naturalmente —respondió él—. Un trato cercano hará todo esto mucho más fácil, ¿no crees? ¿Cómo te gustaría llamarme si no?

Dau se tomó un momento para meditar la respuesta.

—Tiaro está bien —decidió.

—Estupendo. ¡Mira, hemos llegado!

Ante ellos se erigía una urbanización de ladrillo blanco con acabados de color negro, consistente en varios edificios altos y de aspecto lujoso. Desde fuera de la valla, Dau contempló que contaba con bastantes espacios verdes y plagados de árboles.

«Igual hasta tiene piscina —se atrevió a soñar. Hacía años que no se bañaba en una piscina, y nunca en una privada—. Pero aunque tengan una, lo más probable es que no te dejen bañarte», se dijo, recordando su condición de mascota con resignación.

El deportivo se internó en el parking subterráneo y Tiaro aparcó en una plaza con los números 23 y 8 grabados, seguidos de la letra "A".

—Mi casa es el octavo A del portal veintitrés, el ático —le indicó—. Recuérdalo por si alguna vez te pierdes.

Al atravesar el parking en dirección al ascensor, ambos se cruzaron con una señora de mediana edad, cargada con bolsas de la compra, que intentaba cerrar su coche sin dejar las bolsas en el suelo.

—¡Buenos días, Manda! —saludó Tiaro—. ¡Déjeme ayudarla con eso!

Tiaro le dio una palmadita en la espalda y le hizo un gesto con la cabeza para que le sostuviese las bolsas a la mujer. Dau asintió de manera mecánica y corrió a ayudarla.

—Permítame, señora —dijo, cogiéndole las tres bolsas. Aparentaban estar llenas, pero tampoco pesaban tanto.

—Ay, gracias, bonito  —dijo la tal Manda, antes de dar un respingo al percatarse de su desnudez—. Oh... eres una mascota.

—Al final me he decidido  —se apresuró a decir Tiago, sonriente—. Acabo de comprarlo; se llama Dau.

—Pues es precioso —convino ella, alargando la mano para pellizcarle la mejilla—. Y está muy bien educado para ser un cachorro, que no siempre es fácil. Mi viejo Barr ya no tiene el vigor de antaño, pero es muy dócil y jamás me ha dado un problema. ¿Piensas castrarlo?

Dau retrocedió un paso de manera instintiva, girándose para dedicarle a su dueño una mirada de terror. Tiaro negó con la cabeza.

—No va a ser necesario —dijo—. Dau es muy bueno, ¿verdad? —Dau asintió vehementemente— Confio en que se porte bien.

—Tú verás, Tiaro, pero yo me quitaría de problemas —le dijo la mujer, encogiéndose de hombros—. Todavía es muy pequeño, pero crecerá. El vecindario está lleno de hembras muy bonitas. ¡Imagínate que preña a alguna! O aún peor, ¡A la hija de algún vecino! ¿Te imaginas?

«No soy pequeño —pensó Dau, cuya antipatía por aquella señora estaba llegando a límites insospechados—. Y nunca haría nada como eso», le habría gustado responder, si bien logró mantener la boca cerrada.

Después de cargar las bolsas de la señora Manda hasta el ascensor, Tiaro condujo a Dau por una escalera hacia el portal para enseñarle las zonas comunes. Tal y como había sospechado, la urbanización contaba con multitud de zonas verdes y parques, e incluso con una pequeña plazoleta con bancos y una fuente en el centro. Tiaro lo llevó hasta un enorme arenero rejado.

—Tenemos un espacio reservado para que nuestras mascotas hagan sus necesidades —dijo, apoyando la mano en la verja—. ¿Tienes ganas ahora?

Dau negó con la cabeza.

—¿Seguro? Aprovecha ahora, porque después hace mucho calor.

—Podré aguantar —aseguró él.

—Entonces, vamos a casa.

Ambos entraron al portal veintitrés, subiendo por el ascensor hasta el ático. Dau contempló en silenció cómo su año introducía la llave en la puerta lacada en blanco, y entró con cautela cuando éste lo invitó a pasar.

—Bienvenido.

El recibidor daba paso a un enorme salón con la cocina integrada en el mismo. Dau contempló maravillado la estancia, pensando que aquel salón ya era más grande que la vieja casa de sus padres, donde había vivido hacinado con sus tres hermanos. El sofá tenía forma de "ele" y parecía lo suficientemente espacioso para dos hombres adultos, aunque Dau no sabía si Tiaro le permitiría subirse. También tenía una enorme televisión de pantalla plana. La terraza era enorme y llena de plantas, perfecta para tomar el sol por las mañanas.

—La casa es preciosa —concedió Dau.

Tiaro sonrió.

—Ven, vamos a ver la habitación.

«¿Una habitación?», se preguntó. Había esperado que no lo encerrasen en una jaula, pero una habitación para él era más de lo que se había atrevido a soñar.

Pero la vivienda solo contaba con un dormitorio, el de Tiaro. Tenía una cama enorme, demasiado grande para una única persona, con otra televisión de plasma atornillada a la pared y un balcón que conectaba con la terraza. En un rinconcito, había un enorme puff y varios almohadones, lo suficientemente grandes para que cupiera un niño acurrucado.

—Ese es tu rincón —le dijo, señalando el puff—. Si te portas bien, alguna noche te dejaré subirte a la cama.

Dau asintió obediente, acercándose a su cama y acurrucándose sobre ella. Era mucho más cómoda que el jergón de paja sobre el que solía dormir en la tienda, y desde ahí le entraba una brisa procedente del exterior de lo más agradable.

—Es muy buen sitio —dijo, sinceramente complacido.

—Venga, levanta de ahí —respondió Tiaro—. Vas a ponerlo todo perdido con esos pies.

Dau se apresuró a levantarse.

—Lo siento —dijo avergonzado.

—Nada, tranquilo —Tiaro le sonrió—. Mañana iremos a comprarte unos zapatos, decidido. Ahora estoy de vacaciones y tenemos tiempo. Ahora, lo primero es darte un baño.

—Vale...

Cheren los regaba cada tres días con una manguera de agua fría, por lo que la perspectiva del baño diario no le hacía demasiado gracia. Sin embargo, el cuarto de baño no tenía nada que ver con el patio en el que la vieja los hacinaba. Apenas vio la enorme bañera, Dau quiso meterse dentro. Tiaro comenzó a llenar la bañera con agua tibia.

—Vamos, quítate ese trapo —le dijo.

En aquella ocasión le resultó más fácil que delante de la vieja y las otras mascotas. Dau se desnudó, cubriendo instintivamente su cosita con las manos. Tiaro lo contemplaba como fascinado. Dau se sonrojó ante aquella mirada. Lo miraba como él había mirado a un bollo de chocolate cuando todavía podía comerlos.

—Eres muy bonito —le dijo, acariciándole la cara—. Me voy a bañar contigo, que yo también vengo sudado del camino.

«¿Qué? ¿Se va a meter conmigo en la bañera? ¿Desnudo?», Dau comenzó a sudar ante aquella idea. No podía decir que la idea lo desagradase en absoluto, pero una parte de él no lograba bajar la guardia ante aquel desconocido.

—Yo no veo suciedad —dijo Dau, lamiéndole la mano con un gesto felino «Está salado», pensó, notando cómo la pollita volvía a ponérsele de punta bajo las manos al imaginar cómo sería lamerle todo el cuerpo.

Sin decir nada, Tiaro comenzó a desabrocharse la camisa, mostrando un torso musculado pero de formas suaves y cubierto una fina capa de vello. Dau contempló la escena boquiabierto, y su mirada se encontró con la de Tiaro.

—Parece que te gusta lo que ves —dijo su amo con una sonrisa pícara—. Supongo que estas alturas sabes que tú y yo somos más parecidos de lo que cualquiera pudiera pensar.

—N... no sé a qué se refiere, se... digo, Tiago.

—No te hagas el tonto. Me he dado cuenta de que a ti te gustan los hombres, ¿verdad?

En cualquier otra circunstancia, Dau habría negado con vehemencia aquella afirmación, pero no tenía ningún sentido mentir en aquella situación. Tiago era su dueño y debía conocerlo a la perfección.

—Sí... —concedió avergonzado, descubriéndose el pito con las manos. Tiaro agachó al instante la mirada para mirarlo.

—Esa cosita parece muy alterada —comentó juguetón—. ¿Se te pone así a menudo?

—Sólo a veces... Cuando me imagino... cosas.

Tiaro se empezó a reír.

—A mí me pasa igual —dijo, bajándose los pantalones y los calzoncillos de un tirón. Un miembro enorme y duro rebotó arriba y abajo, golpeando el vientre de su propietario con un sonido sordo antes de quedarse apuntando directamente hacia adelante. Dau ahogó un grito al verlo.

«Es enorme», comparada con la suya, aquella polla era inmensa. El pequeño se quedó embobado mirándola, acuclillándose para verla mejor. Tenía la cabeza a medio descubrir, a diferencia de la suya, donde él tenía que retraer la piel manualmente si quería que le asomase el capullito, y una mata espesa e vello muy negro y rizado sobre la misma. También tenía venas gruesas surcando el tronco oscuro. Los huevos también eran enormes, mientras que los suyos eran como dos canicas.

—¿Te gusta? —preguntó Tiaro, moviendo las caderas de manera rítmica para que la polla bambolease delante de la cara del muchacho, que no acertaba a hacer o decir nada. De manera instintiva, Dau alargó la mano, haciendo ademásn de tocarla. Por un momento se le había olvidado su condición de mascota, quién era y por qué estaba allí. Todo su mundo se había visto reducido a aquel trozo de carne. Quería cogerlo con ambas manos y frotar todo el cuerpo contra él. Quería que le golpease la cara y metérselo en la boca. Quería lamerlo, morderlo y tragárselo entero, pero el miedo y la precaución ante lo desconocido se lo impedía.

Al ver que no se decidía, Tiaro avanzó un paso y la polla chocó contra la mano del muchacho, que se cerró automáticamente como un garfio en torno al tronco. Dau notaba el calor que emanaba, la sangre palpitando en su interior y haciéndola latir.

—¿Sabes lo que tienes que hacer?

Dau alzó la mirada, inseguro. Su amo tenía la boca entreabierta en una sonrisa hambrienta. Estaba sudando, pero no le quitaba los ojos de encima. Movido más por su instinto que por conocimiento, el muchacho acercó la cara al glande, olfateando. Un olor acre le invadió las fosas nasales. No era un aroma objetivamente agradable, pero por alguna razón lo volvía loco. Al final no puedo evitar abrir la boca y dar un rápido lengüetazo.

—Uhm... —Tiaro dio un respingo.

A aquel primer lametón le siguió un segundo y un tercero, y antes de darse cuenta, tenía media polla metida en la boca, succionándola sin control, como si esperase sacar algo delicioso de su interior. La rodeaba con la lengua, la presionaba contra el paladar y tenía que hacer gala de todo su autocontrol para no clavarle los dientes. Era rígida, pero suave y esponjosa al mismo tiempo, lo más delicioso que había probado jamás. Al final soltó la mano e intentó engullirla entera, atragantándose cuando ésta le tocó la úvula. Le sobrevino una arcada y comenzó a toser.

—¡Oye! —exclamó Tiaro, divertido—. Más despacio, tragoncete. Aún no estás acostumbrado.

Le acarició la cabeza, al tiempo que Dau se recuperaba, volviendo a su labor. En aquella ocasión se la tragó poco a poco, procurando adaptar su cavidad bucal a la talla de aquella barra de hierro. Tiaro comenzó a mover las caderas levemente y su polla empezó a moverse dentro de la boca de Dau, entrando y saliendo de manera rítmica, rozando sus labios y chocándose contra el paladar. Sin darse cuenta, Dau se llevó la mano derecha a su pollita y comenzó a agitarla. A diferencia de la de su dueño, era demasiado pequeña para poder cerrar el puño en torno a ella, de modo que tuvo que hacerlo con dos dedos.

—Sigue, sigue —susurró Tiaro, con la respiración entrecortada.

Dau no le entendió. Su cerebro no era capaz de procesar nada más que el juego de texturas que tenía en el interior de su boca, así como una sensación de bienestar hasta entonces desconocida que le llegaba de su pequeña colita. Aún con la boca llena, dejó escapar un gemido, que su dueño correspondió con otro. De pronto, notó cómo el cuerpo de su amo se tensaba y su rabo comenzaba a palpitar más fuerte que antes.

—Ya viene... ¡Ya viene!

Un chorro de una sustancia amarga le invadió la boca. Dau se retiró, cayéndose de culo entre sorprendido y asqueado, boqueando mientras la polla disparaba varios chorros que le impactaron en la cara y en el pecho.

—ugh... —Dau también tenía la boca llena de aquello y lo escupió—. ¡Qué asco! ¡Te has meado encima! —chilló, olvidando cómo debía digirirse a su amo.

En lugar de responder, Tiaro soltó un profundo suspiro, relajándose de golpe, como despertando de un trance. Recuperada la compostura, Dau recordó quién era y por qué estaba allí y sintió miedo ante la idea de haber hecho algo mal.

—Yo... lo siento mucho —se apresuró a decir—. No he debido hablarle así... Si mi amo quiere hacerse pis en mi boca, es libre de hacerlo.

Tiaro tardó un instante en reaccionar. Dau creyó que le golpearía o cuanto menos le gritaría por su atrevimiento, pero en lugar de eso, su amo soltó una risita.

—No es pis —dijo—. ¿No te han explicado eso?

Dau negó con la cabeza, aliviado ante la reacción su amo.

—Es semen —le explicó—. Es el líquido que permite crear bebés. Todos los hombres lo tienen en sus huevos y de vez en cuando sale.

Dau alzó una ceja ante aquella explicación. Nunca había escuchado nada como aquello y le costaba creérselo.

—¿Yo también? —preguntó confuso.

—Me parece que voy a tener que enseñarte muchas cosas, cachorro. —Tiaro le guiñó un ojo antes de bajar la mirada en dirección a la entrepierna del chico—. Veo que alguien sigue alterado.

—Ya... lo siento... en un rato se pasará.

—Y tanto —convino su amo de manera enigmática—. Mira, la bañera ya está lista.

Tiaro se quizó los zapatos y los calcetines y se terminó de desprender de los pantalones y los calzoncillos, quedando totalmente desnudo. Su pene ahora colgaba pesado e inerte, bamboleándose con los movimientos de su propietario.

«Hasta así es bonita», pensó Dau, deseando tocarlo de nuevo, aunque no quería que volviese a escupirle aquella cosa blanca.

Tiaro entró en la bañera y se sentó, soltando un suspiro de satisfacción y apoyando los brazos en los bordes.

—Ven, ¿no quieres lavarte un poco?

Dau asintió con un gesto servil, tratando de compensar en exabrupto anterior. Metió un pie y luego el otro, sentándose sobre la superficie de la bañera, mirando frente a frente a su amo. El tacto del agua caliente era de lo más agradable y relajante, hasta el punto de que su pito volvió a reducirse al cabo de un minuto. Se retiró los restos de semen del pecho y sumergió la cabeza para limpiarse también los de la cara. Se sentía pletórico, más cómodo de lo que se había sentido nunca, y también más atendido. Pese a ser su posesión, Tiaro era la persona que mejor se había portado con él en toda su vida. Inseguro, Dau se deslizó por la bañera hasta recostarse sobre su dueño, con la espalda apoyada en su pecho.

—¿Puedo?

—Claro que sí —le susurró Tiaro al oído desde atrás antes de darle un mordisquito en el lóbulo de la oreja, lo que provocó que se le pusiese la piel de gallina.

—Gracias... De verdad.

—¿Por dejar que te apoyes? —preguntó Tiaro, sin comprender.

—Por comprarme... por este sitio... por todo.