Masaje sin límites (I)
Era ligeramente temprano sobre la hora acordada en la mancebía. No pude contener un ligero temblor en la voz al llamar al timbre y dar mi nombre falso.
Era ligeramente temprano sobre la hora acordada en la mancebía. No pude contener un ligero temblor en la voz al llamar al timbre y dar mi nombre falso. Un gigantesco segurata abrió la puerta.
Nadie diría que tras ese sobrio portal aparecería un chalet de lujo. Una mansión. Unos cuantos hombres negociaban acuerdos. Algunas mujeres miraban sus móviles, aburridas.
Al final de las escaleras del muy conseguido jardín artificial, la madame esperaba. Se presentó y saludó amablemente. “Es algo pronto, la habitación que pediste no está lista todavía. Ahí está la barra, avisaré cuando esté todo preparado.”
Allí comenzó todo. Ante la atenta mirada de una figura de un caballo -supuestamente elegante, pero en realidad bastante hortera- brindamos por el giro que iba a dar nuestra vida. Dimos un largo trago y nos besamos. Su lengua helada se movió nerviosa en mi boca. “Te quiero”, le dije. Me contestó con las mismas palabras, reforzando nuestro vínculo. Nos miramos y reímos como niños que están a punto de ejecutar una travesura largo tiempo anticipada. Noté cómo apretó nuestra alianza.
“Venid conmigo”, dijo la madame al acercarse a la barra. El resto de clientes nos miró salir, comentando la jugada al oído de sus profesionales pretendientes.
Los focos en el agua de la piscina bañaban la sala de un tono azul. Nos invitó a ponernos más cómodos. “Esperad unos minutos en el agua”, nos dijo.
Nos sentamos dentro tras ponernos los bañadores. Le pasé un brazo por encima de los hombros y nos besamos. “Te quiero”, me dijo.
Cuando entró, portaba una cubitera. Nos miró y sonrió. Mi mujer apretó mi pierna con su mano. Cogió unas copas de un mueble próximo y nos las tendió. Se sirvió otra y entró en el agua, frente a nosotros. Propuso un brindis. “Por una noche inolvidable”. Nosotros dimos un largo sorbo. Mi mujer, que en esos momentos ya estaba histérica, se bebió la copa de un solo trago. Los tres reímos a carcajadas.
Me tendió la mano y nos presentamos. “Es un hombre con suerte”, dijo a continuación, antes de dar a mi mujer dos besos. Largos. Apretando sus mejillas con sus labios, recfreándose en su piel. Apoyando una mano sobre su hombro, controlando la distancia, acercándola.
Rellenó las copas y se sentó. Ella quedó entre los dos. Su mano se movía nerviosa sobre mi pierna mientras hablábamos con nuestro recién contratado amigo sobre vanalidades. Halagamos el sitio, tan adecuadamente decorado. Él halagó el rojo pelo de mi esposa, apartándolo un poco para poder rozar su cuello desnudo, provocándola un respingo. Le sonrió tímidamente y dio otro sorbo, intentando mantener la calma. Halagó el tatuaje, que sobresalía del bañador. Él lo apartó un poco para mostrarlo entero. Eso incluyó la base de su verga.
La puerta se abrió de nuevo, dando paso a una escultural morena. Se metió en el agua grácilmente, salpicándose ligeramente la corta camiseta que le tapaba el pecho. Nos dio dos suaves besos al presentarse.
“¿No me vas a poner una copa, mi amor?”, me dijo. Me levanté para servirla. Al hacerlo, vi que él ya acariciaba la pierna derecha de mi mujer, cerca del bikini. “¿Por qué brindamos?”, dijo la recién llegada, alzando la copa. “Por disfrutar de la vida”, dije yo. Miré a mi mujer y nos besamos tras beber otro poco. Sus labios temblaban.
“¡Chica, te veo muy tensa!”, le dijo ella a mi mujer, cogiéndola de la mano y atrayéndola hacia ella. Dejó ambas copas en el suelo, fuera de la piscina, y la dio la vuelta, dejándola de cara a nosotros. Comenzó a masajear sus hombros. Le susurró algo y cerró los ojos. Ella no dejó de mirarme a mi, coqueta, analizando mi reacción a las caricias sobre mi mujer. La dio un suave beso en el cuello. La dijo algo al oído y mi mujer comenzó a reir.
“¿Os parece bien si sigo yo?”, me preguntó él. Ella también lo oyó, y abrió los ojos, mirándome. Estaba evidentemente excitada, pero algo más tranquila. La sonreí. “Sí”, le respondí, sin dejar de mirar a mi mujer.
Ella dejó un beso en su mejilla y le cedió su posición. Él la llevó de la mano por el agua, alejándose de nosotros, hasta que la espalda de él quedó apoyada al otro extremo de la piscina. Sus fuertes manos apretaron sus hombros. Ella se estremeció.
- No nos llaman parejas muy a menudo, y ninguna como vosotros - me dijo ella, en voz baja para que no nos escuchasen. - Quienes vienen ya saben lo que quieren.
Pensé en todo el tiempo que habíamos hablado sobre esto. Los nervios, las bromas, la complicidad.
- Nunca hemos hecho algo así. - expliqué.
Ella sonrió y brindó conmigo. Él susurraba algo a mi mujer, con sus manos acariciando sus brazos.
- ¿Crees que se conformará con un masaje? - me preguntó.
Mi mujer, siempre tímida, sólo se había decidido a esto tras años jugueteando con la idea. Yo organicé todo cuando ella, en una noche de sexo brutal, dijo que quería probar. Contrataríamos un masaje erótico y ella decidiría hasta dónde llegar. Elegí un hombre para ella. Ella, una mujer para mi. La dije que no era necesario, que quería verla disfrutar, pero insistió. “O follamos todos, o la puta al río”, dijo. Reímos a carcajadas.
En el otro extremo, ella asentía. Él desabrochó el bikini, dejando su pecho al descubierto. Sus pezones estaban a punto de estallar.
- No - respondí.
Las manos de él comenzaron a acariciar sus tetas. Primero suavemente, rozando los pezones con la palma de la mano. Después apretando un poco más.
Mi compañera introdujo la mano dentro de mi bañador. “Te gusta lo que ves”, dijo, notando mi dureza. No era una pregunta.
Él seguía hablándola. Abrió los ojos. Vió cómo me limitaba a observar, casi sin interactuar con mi pareja, paladeando la escena. Noté que en su mirada había una interrogación. Un ruego. Una duda. Me estaba pidiendo permiso.
Levanté mi copa y la mandé un beso. Ella sonrió. También inclinó su cabeza, indicándome que podía hacer lo que quisiese. La hice un gesto. Estaba bien así.
El cuerpo de él tapó la visión de mi mujer por un momento. Después se arrodilló en el agua. Su boca quedó a la altura de los pezones. Gimió al notar sus labios apretándolos.
Sus manos desaparecieron bajo el agua. Poco después, sacaban su bañador del agua y volvían a desaparecer. Ella me miró con los ojos desencajados. Abrió la boca sin emitir ningún sonido.
Mi compañera llevaba un rato ganándose el sueldo. Detrás de mi, besaba mi cuello y mi espalda. Acariciaba mi piel. Me masturbaba. Me provocaba. “Seguro que tiene dos dedos dentro de tu mujercita”, me susurraba. Pero casi no le prestaba atención, concentrado en la visión de otro hombre trabajándose a mi mujer. “Y uno en su culo, lo hace muy bien”.
Se levantó. Cogió a mi mujer por el rostro y la besó. Las manos de ella fueron a su culo.
“Pasemos a la cama”, dijo, separándose de mi sonriente mujer.
Ella se acercó a mi mientras ellos se secaban. Me besó apasionadamente, agarrando mi polla.
- Te amo - me dijo. La abracé contra mi. Mi bañador rozaba su desnudo pubis. - Te amo - insistió. - No sé si aguantar.
- Haz lo que quieras, cielo - la dije, besándola. - Disfruta. - Me miró casi con sentimiento de culpa. - Tienes ganas de hacerlo, ¿verdad? - Ella apretó los labios y asintió nerviosa.
Los miramos. Él se había puesto una toalla alrededor de la cintura. Ella, un minúsculo tanga. La visión era espectacular.
La miré, y ella volvió a asentir. La besé.