Masada

Empujé un poco más mi pie, deslizándome en el asiento y conseguí traspasar la inquebrantable barrera de sus muslos. Ella podría haberse levantado y podría haber salido corriendo. Pero no lo hizo. Mi pie desnudo se deslizó entre sus piernas, deliciosamente tibias y temblorosas, hasta dar con su sexo. Solo la tela me separaba de la victoria.

Masada

-Déjame amarte –la dije mirándole a los ojos.

-No es posible, he amado tanto que ahora estoy cansada para seguir amando un día mas –respondió ella desviando la vista.

Sentado y atormentado me encontraba de esta guisa frente a ella, intentado derribar la infranqueabilidad de un pétreo muro que se extendía más allá de lo que yo era capaz de imaginar. Me sentía un romano frente a las murallas de Masada. Desconozco si era eso lo que me atraía de ella, precisamente esa absoluta imposibilidad de conseguirla. Sabedor de que la única manera de entrar allí era no querer entrar. Pero sea como fuere, la necesitaba. Necesitaba oler su perfume dulzón y embelesarme en su pelo ondulado cayendo graciosamente por detrás de sus orejas. Aunque fuese imposible. Lo necesitaba. He aprendido que necesitar y poseer son cosas opuestas en mi mundo.

-Entonces déjame poseerte –dije yo.

-Tampoco es posible, solo puede poseerme aquel que me ame. Lo supistes, lo sabes y lo sabrás.

-Pero yo te amo.

-Pero yo ahora no quiero que tu me ames.

Al menos había dicho "ahora". Hubiese sonreído, pero no lo hice. No imagino a los romanos sonriendo mientras intentaban conquistar la fortaleza de Masada.

-Déjame besarte. Solo eso.

-Ya me has besado. Antes.

-Entonces déjame tocarte. Solo eso.

-Si dejo que me toques querrás poseerme.

-Si quiero poseerte tendré que tocarte antes. ¿No crees?

-No quiero que me poseas, no quiero que me ames.

Después de decir esto ella encendió un cigarrillo. Era uno de esos cigarrillos largos con boquilla que solamente fuman las mujeres fatales. Ella no era una mujer fatal, solo una mujer normal, espléndidamente normal. Pero a mis ojos, más que fatal, resultaba letal. Odiaba profundamente su negativa a permitirme el acercamiento y amaba profundamente su media sonrisa. Era la contradicción fumando con boquilla.

-¿Me quisiste en algún momento? –pregunté yo.

-Me hubiese gustado descubrirlo. No lo niego. Pero ahora no es posible. Ahora solo quiero reposar mi cabeza en la almohada y descansar. Nada más.

-No hay sitio para mí en tu vida, entonces.

-Claro que lo hay, pero no de la manera que tu querrías. Tu deseas cogerme de la cintura y besarme. Deseas llevarme a cenar y hacerme beber mas vino de la cuenta. Querrías desinhibirme y hacerme el amor. Todo eso y aun más. Yo ahora no quiero eso. Quizás lo deseé en el pasado y si así sucedió, entonces volveré a desearlo. Pero ahora no lo quiero.

Yo estaba comenzando a casarme de tantos juegos de palabras así que me descalcé, después deslicé mi pie bajo la mesa y toque una de sus pantorrillas con mi pie desnudo. Habíamos quedado en un café céntrico y estábamos sentados separados por una mesa y dos cafés. El resto de los que habían allí podían vernos o no. Pero esa era la situación y yo ya no podía cambiarla.

-No hagas eso –dijo ella entre protestando y ordenando.

Siempre le había pedido que acudiese con falda y siempre había venido con pantalones. El porque hoy se había decidido por una falda era algo que escapaba a mi entendimiento. Quizás era solo una casualidad. La miré a los ojos, esos ojos que tantas veces me habían vuelto loco. Seguían volviéndome loco. Seguirían volviéndome loco siempre, sucediese lo que sucediese entre nosotros. Pero no, no iba a retirar mi pie. Cuando un legionario romano conquista un asentamiento, resiste hasta la muerte. Seguí subiendo mi pie por su pantorrilla hasta llegar a su rodilla. Ella cerró con fuerza las piernas capturando mi pie.

-Basta –dijo.

-Dame un buen motivo.

-Porque no está bien.

-Dame un buen motivo.

-Porque no quiero.

-Lo deseas. Pero crees que no debo hacerlo. Abre las piernas. Ahora.

-No has entendido nada.

-Tienes razón. Ahora abre las piernas.

Empujé un poco más mi pie, deslizándome en el asiento y conseguí traspasar la inquebrantable barrera de sus muslos. Ella podría haberse levantado y podría haber salido corriendo. Pero no lo hizo. Mi pie desnudo se deslizó entre sus piernas, deliciosamente tibias y temblorosas, hasta dar con su sexo. Solo la tela me separaba de la victoria. Ella no dejaba de mirarme a los ojos, directamente, con una expresión mezcla de furia y excitación. Yo la conocía perfectamente, había aprendido a conocerla. "Conoce a tu enemigo y a ti mismo y no serás derrotado en cientos de batallas. Cuando no conoces a tu enemigo pero te conoces a ti mismo, tus posibilidades para ganar o perder están igualadas. Si no conoces a tu enemigo ni a ti mismo, con certeza perderás cada batalla" Todo esto lo dijo Sun Tzu en ese maravilloso libro "El arte de la guerra", un libro que he leído cientos de veces. Yo creía conocer a mi enemigo y también creía conocerme a mi mismo. Ella tenía claro lo que quería pero su placer por los juegos enturbiaban su vista. Ella creía que podría detener eso así. Algo tan imposible como detener a los legionarios romanos cuando ya habían penetrado en la fortaleza.

El dedo gordo de mi pie consiguió finalmente capturar, no sin cierta dificultad, el borde de su tanga y se introdujo bajo la tela, rozando su vello púbico y bajando un poco para adentrarme en la humedad de la fortaleza. Ella suspiró y agarró con fuerza un borde de la mesa mientras miraba a su alrededor. A continuación mi dedo se deslizó por lo que imaginaba como los labios de su vagina y de esta manera entré un poco más dentro de ella, comenzando a deslizarlo suavemente arriba y abajo, dentro y fuera, en círculos, describiendo cualquier figura geométrica conocida alrededor de su clítoris mientras ella abría un poco las piernas permitiéndome la conquista. La miré a los ojos. El cigarrillo había sido aplastado contra un cenicero de vidrio y ahora ella me devolvía la mirada de manera auténticamente fiera. Sin dudas. Me odiaba. Pero no hacia nada por impedirlo. Quizás se odiase a si misma. Ella se mordió el labio y comenzó a respirar cada vez con más fuerza mientras mi dedo la masturbaba sin compasión. Notaba su calor, sentía su piel, su tibieza, nunca la había visto desnuda pero ahora tenia su sexo en la punta de mis dedos –y nunca mejor dicho- ese sexo que tantas y tantas veces había imaginado masturbándome en el silencio de la noche con su recuerdo. Había imaginado cientos de situaciones, incluso algunas las había escrito en un papel para recordarlas después. Pero nunca había imaginado entrar en su sexo sin ver su sexo. ¿Cómo seria? No podía dejar de preguntarme como sería su sexo mientras el dedo gordo de mi pie derecho entraba y salía de el.

-¿Cómo es tu sexo? –le pregunté.

-Te odio –acertó a contestar ella mientras se corría cerrando los ojos con fuerza y convulsionando la parte inferior de su cuerpo.

Después devolví mi pie mojado por sus jugos más íntimos a mi zapato. Pagamos la cuenta y salimos de allí. En la calle ella me dijo que no quería volver a verme. Lo hizo con una expresión que yo no acertaba a descifrar. No estaba enfadada, tampoco contenta, me odiaba pero continuaba excitada. La había derrotado y eso solo tenía un significado. Ella hubiese preferido morir en la batalla, como habían hecho los habitantes de la fortaleza de Masada casi dos mil años antes.

Yo había ganado una batalla pero había perdido la guerra. Esa guerra. Algo me decía que ella y yo libraríamos aun muchas más guerras en diferentes frentes. Sucedió no mucho después, en un metro abarrotado de gente… aunque esa es otra historia

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Nota:

MASADA es una montaña de cumbre plana y aislada que se encuentra en el desierto de Judea, en Israel. Masada ha tenido históricamente grandes ventajas como fortaleza: su posición geográfica y topográfica, alejada de cualquier lugar poblado, así como su aislamiento y sus defensas naturales. La cumbre de esa montaña fue fortificada por el rey Herodes el Grande, que construyó un muro alrededor del perímetro de la meseta, torres de defensa, depósitos, cisternas para almacenar el agua y un magnífico palacio. En el 73, tres años después de la destrucción de Jerusalén a manos del general romano Tito, novecientos sesenta zelotes encabezados por el líder judío Elazar ben Yair prefirieron matarse mutuamente antes que rendirse a los romanos que asediaban Masada. Los hombres mataron a sus familias, y posteriormente eligieron por suertes a diez de ellos para quitar la vida al resto, suicidándose después tras prender fuego a la fortaleza, excepto a los depósitos de víveres, para demostrar a sus enemigos que actuaban por resolución, no por desesperación. Cuando llegaron los legionarios romanos de la Legio X Gemina, no quedaba ni un sólo judío con vida en la explanada. Hallaron tan sólo siete supervivientes que se habían refugiado en una cisterna (dos mujeres y cinco niños), que fueron perdonados debido al asombro y horror de los romanos ante semejante espectáculo.

"Cuando los romanos contemplaron las hileras de cadáveres no prorrumpieron en gritos de alegría, sino que admiraron con respeto la noble resolución y el modo en que la habían realizado, sin vacilaciones y con desprecio absoluto por la muerte".