Más sexo con la hermana de mi mujer

Después del polvo bestial en la playa nudista, Javier vuelve a caer en la red de su cuñadita, Carolina. En la ducha, con su esposa y sus padres, y en el coche, enfrente del chalé...

La vuelta en coche a casa resultó de lo más incómodo. Después de la excitación vivida en la playa, que me había enajenado por completo hasta el punto de olvidar que me estaba tirando a la hermana de mi mujer y encima en un espacio público, empecé a sentir un intenso sentimiento de culpa, además de estar convencido de haber cometido un error irreparable. Vale, el polvo había sido colosal, increíble, mi orgasmo había sido de dimensiones cósmicas, pero era una traición en toda regla a la mujer que amaba, y además con el agravante de que era la única persona en el mundo con la que Ana no podría perdonarme, de eso estaba seguro.

Primero porque tanto ella como sus padres la consideraban una niña y como niña la trataban, sobreprotegiéndola y consintiéndola demasiado. Y la niña resultaba que ya iba a cumplir 21 años, había pasado casi los dos últimos en el extranjero, era completamente independiente a su familia (salvo en el hecho de recibir el dinero necesario para subsistir) y estaba no ya iniciada en el sexo, sino graduada cum laude . Yo era el único que había sabido verlo, pero del modo equivocado. Su componente marcadamente sexual me había arrebatado y mi cabeza era un hervidero de contradicciones.

Carolina debió de darse cuenta, porque se encerró en el hieratismo que solía dedicar a sus padres. Era como si no hubiéramos follado en la playa hacía menos de media hora. Yo no me atrevía a girarme hacia ella, mientras que por su parte, la única preocupación visible era ponerse al día con su iphone casi nuevo. Para ella yo no existía y no sabía si atribuirlo a que también se sentía culpable de haber traicionado a su hermana o a que la indiferencia con que a veces se ensañaba con sus padres me la estaba dedicando a mí.

El caso es que llegamos a casa y su laconismo no extrañó a nadie. Si yo le daba connotaciones diferentes era porque tenía más información que el resto, pero lo cierto es que lo raro hubiera sido que no hubiera dado un portazo en su habitación y se hubiera puesto a contar qué tal en la playa conmigo.

Para adelantarme a las más que evidentes preguntas que yo tendría que contestar, y dado que quería aplazarlas en todo lo posible, pregunté por su día y dejé que me contaran con todo detalle sus aventuras. Pese a que les interrogaba por muchos detalles, mi cabeza estaba lejos de lo que me estaban diciendo. Un terror fue creciendo dentro de mí: que Carolina se fuese de la lengua. Tenía que hablar con ella para que lo que había sucedido quedase sellado y no saliese nunca a la luz.

Me tuvieron que repetir la pregunta temida:

–Que cómo lo habéis pasado –repitió Ana por lo que su padre ya había interrogado. Habían terminado y era turno de saciar la curiosidad de nuestro día. O, para ser exactos, qué tal lo había pasado Carolina.

Les expliqué por encima que había estado durmiendo toda la mañana, que fui solo a la playa (y me daba cuenta de que las partes que no incluían a Carolina no les interesaba, así que me salté la comida) y luego ya por la tarde me propuso ir a tomar el sol. Obvié, claro está, la parte del nudismo, la parte de su despelote sin pudor, del intercambio de crema solar y el polvo salvaje delante de los ojos de varios nudistas.

Sorteé como pude las preguntas acomodándolas a una conveniente verdad y sólo cuando estábamos a punto de pasar a la cena, me entró un nuevo temor: que le preguntaran a Carolina y sus respuestas no coincidieran con las mías. Por suerte, su presencia en la cena fue casi testimonial. Eso sí, me dio tiempo para comprobar que yo había pasado al rincón de su indiferencia más profunda: ni una mirada, ni una palabra, ni un signo de que mi existencia contara para ella. Ahí mi orgullo se sintió afectado: ¿habría ella puesto más expectativas en mí y no las había satisfecho? ¿No se había ella corrido con tanto entusiasmo como yo? ¿Había sido simplemente un mero instrumento para quitarse la calentura? Por más que trataba de que no me afectasen las respuestas, mis dudas me fueron corroyendo.

Después de la cena volvió a aparecer al comedor para ver el concurso que echaban por la tele. Hizo un par de bromas de las suyas, asintió de forma concisa y negó más rotundamente a las preguntas de sus padres deshaciendo así los varios intentos de entablar conversación y se volvió a meter en su cueva. Previamente, avisó de que no iría a la playa por la mañana y no quería que la despertaran porque iba a salir por la noche.

¿Con quién? ¿Conoces a alguien? ¿Y eso? ¿Por dónde? ¿Hasta qué hora?, y no sé si alguna cuestión más pronunciadas por ellos no fueron contestadas de ninguna manera. Carolina simplemente descargó la bomba y se largó egoístamente, inmune a las preocupaciones que ocasionaba a sus padres.

Vale, quizá estaba demasiado sensible con todo lo que hacía Carolina. Y quizá por eso me pilló desprevenido la observación de Ana una vez que estuvimos a solas:

–¿Ha pasado algo entre Carolina y tú?

Casi me da un infarto. Perdí la respiración, el aliento, y puede que el color de mi cara (menos mal que ya estábamos acostados y con la luz apagada). Juraría que Ana apenas habría podido hablar con Carolina y por tanto la pregunta carecía de las implicaciones que yo podría darle, pero no estaba totalmente seguro:

–¿A qué te refieres? –logré articular.

–Juraría que mi hermana estaba enfadada contigo.

–¿Por? –volví a preguntar, aunque volviendo a la tranquilidad poco a poco.

–No sé, impresiones mías. Me he dado cuenta de que no te ha dirigido ni una mirada y he pensado que lo mismo habíais discutido. Lo que te faltaba, que encima que te abandonamos tengas que cargar con ella y que aguantarla.

–No, no… No ha pasado nada… Ya sabes cómo es.

Me dio las gracias por mi paciencia con ella y me dijo que era el mejor marido del mundo, con lo que mis remordimientos me dificultaron el sueño hasta mucho después. Encima esa noche tuve sueños eróticos (por no decir que pornográficos) en los que Carolina era la protagonista. En uno de ellos, de hecho, me desperté sobresaltado: Carolina entraba en la habitación, a oscuras, se metía entre las sábanas, me bajaba el pantalón del pijama y el slip y comenzaba una mamada de campeonato. Cuando estaba al borde de correrme, Ana se movía y preguntaba qué estaba pasando. El susto me duró hasta casi el desayuno, al igual que la erección, aunque logré disimularla.


A pesar de que por fuera trataba de mostrarme como siempre, lo cierto es que por dentro me confluían cientos de preocupaciones. Pasaba del sentimiento de culpa a la rabia por el desinterés de Carolina de una manera pasmosa. Si algo sospechó Ana, no me lo dijo. Hasta pasada la hora de la siesta pude más o menos respirar tranquilo, algo muy diferente a cuando la hermana pequeña se personó en el comedor con su camiseta como única prenda y su pelo enmarañado como señal de que acababa de despertarse. Temía que mi lujuriosa mirada pudiera ser captada por Ana o por sus padres, pero creo que sólo la percibió la propia Carolina, aunque fue en el único vistazo que me dedicó, porque luego pasó a comerse los restos de lo que habíamos comido sin dedicarme la menor atención.

Nosotros estábamos en el butacón mientras que ella estaba en la mesa, cerca de la terraza. Mientras ella miraba distraídamente hacia fuera y los demás no le quitaban ojo a la tele, yo, aprovechando que estaba al fondo y que podía colocarme de forma lateral, repasaba los interminables muslos de Carolina, que, gracias a la camiseta, llegaban casi hasta la cadera. Incluso desarreglada como estaba me proporcionaba placer mirarla. Tuve que volver la vista a la tele para no vivir otro desagradable suceso con la hinchazón de mi pantalón corto.

Tras la horita de sopor y modorra que tuvimos (salvo Carolina, que se enganchó, cómo no, a su iphone ), propusimos ir a la playa y Carolina se apuntó. Por más que me esforcé, no conseguí distraerme ni despreocuparme de ella. Fue quitarse el pareo y quedarse en bikini y venírseme al recuerdo sus pequeños y abultados pezones oscuros, y cuando regresó de darse un chapuzón todavía más, pues se le marcaban en la tela blanca (con lunares negros) muchísimo. También procuré no bajar la vista a su entrepierna, donde no sabía si la raja que se intuía era algo de verdad o mi sugestión me hacía ver lo que no existía.

Al cabo de media hora, me rendí a la evidencia y dejé de luchar contra el libro que estaba tratando de leer. Apenas pasaba hojas y no me enteraba de nada. Por eso cuando Ana propuso darse un baño y Carolina se apuntó, no la rehuí. Incluso le pregunté nada más entrar al mar, ya que ella era más decidida que Ana y yo, si la temperatura del agua estaba buena. Un ramalazo de intenciones cargadas precedió a su respuesta, aunque ya no sabía si mis percepciones eran válidas. Apenas tuvimos un par de roces (ella nadaba por su cuenta alejándose de nosotros), y fueron bastante casuales (un par de olas con más intensidad de la que parecía), pero bastaron para que mi polla volviera a ponerse dura y por eso estuve más tiempo que ellas en el agua.

Me maldecía por mi debilidad y por el dominio que ejercía sobre mí aquella niñata que pasaba de mí. Al volver tuve una oportunidad idónea para encarar mis preocupaciones, ya que los padres de Ana se encontraron con unos viejos conocidos y Ana iba por delante hablando con una amiga por teléfono.

–Carolina, tenemos que hablar…

–¿De qué, de tu facilidad para empalmarte?

Pensé que nadie se había dado cuenta… Me ruboricé a mi pesar y la odié un poco más. Me trastabillé al continuar hablándole:

–No… De lo que pasó ayer.

–¿Pasó algo acaso? –preguntó, desafiante.

–Tú sabrás si pasó algo en la playa nudista… El caso es que nunca se lo contarás a tu hermana, me lo tienes que jurar.

–¿Te crees que soy idiota? Por un calentón tuyo no voy a fastidiar la relación con mi hermana y de paso su matrimonio contándoselo a las primeras de cambio.

Buff, qué alivio sentí.

–Eso sí –prosiguió–, puede que alguien que no sea yo se lo diga, quién sabe.

–¿Qué quieres decir?

–Nada, cuñado, me gusta hacerte sufrir.

Y me guiñó el ojo antes de volver a su maldito iphone . Seguramente no era más que una tontería de las suyas, pero algo me decía que debía andarme con ojo si no quería resultar perjudicado por Carolina. De todos sus defectos, nunca pensé que tuviera aquella vena maquiavélica. Había cometido un grave error abandonándome a mis deseos y quién me decía a mí que a aquella niña retorcida no le gustara hacer sufrir a los demás.

No tardaron en llegar los padres de Ana y Carolina. Ellas ya se habían duchado, una arriba y otra abajo, y les cedí el turno a ellos. Así que cuando me tocó a mí, Ana y su madre ya iban a empezar a preparar la cena y su padre se enfrascó en la lectura de unas revistas de pesca. Carolina estaba, para variar, encerrada en su cuarto.

O eso pensaba yo, porque me llevé un buen susto cuando de pronto, mientras yo estaba enjabonándome, se abrió la puerta (aunque de esto no me enteré) y descorrió la cortina de la ducha.

–Vaya, no recordaba cómo era tu polla en ese estado…

(La tenía, claro está, en reposo, en uno de esos escasos momentos en los que había conseguido apartar a Carolina de mis pensamientos).

–¿¿¿Qué haces aquí???? –no tardé en reaccionar, tapándome con una mano de manera un poco absurda.

–¿Ya no te acuerdas de que no sólo te la he visto, sino que la he disfrutado? Por cierto, que quién diría que esa cosita tan chuchurría luego se ponga tan grande y gorda…

–¡¡¡Vete de aquí!!! ¿Estás loca? ¿Y si alguien sube?

–Si alguien sube, la puerta de mi cuarto está cerrada y esta también. No creo que a mi madre le dé por entrar sabiendo que estás tú dentro, y a Anita tampoco, con lo mojigata que es…

–¿Qué pretendes, Carolina?

–¿No está claro?

Y se sacó la camiseta por encima de la cabeza, quedando sus tiesas tetitas al descubierto. Si ya había empezado a empalmarme, eso hizo que mi mano resultara insuficiente para tapar mi polla. Daba igual que me repitiera que Carolina no iba sino a traerme problemas, es difícil resistirse a tener a una mujer así delante de ti y con ganas de marcha.

–Cuñado, no hago más que empaparme pensando en tu pollón, quiero probarlo otra vez…

–Carolina, no puede ser, eres la hermana de mi mujer…

–Venga, no te hagas de rogar, que lo estás deseando… Joder, ya la tienes enorme. Qué suerte tiene mi hermanita, debe de tener el coño bien dilatado, no como yo, que lo tengo estrechito y cerrado…

Entró en el plato de ducha, sin importarle que sus pantaloncitos se empaparan. Fui incapaz de seguir rechazándola. Su cara se aproximó lentamente a la mía y mi respuesta, en vez de echarla de allí, fue la de agarrarle del pelo, por detrás, y empujarla a mis labios. Ella me devolvió el beso con un entusiasmo similar al mío, paseando su jugosa y sabia lengua por mi paladar y buscando mi propia lengua. La niña sabía besar, vaya que sí.

De pronto, Carolina se separó.

–¿A que no sabes las ganas que tengo de hacerte una buena mamada?

Dicho y hecho. Se arrodilló y, sin dejar de mirarme fijamente, me agarró por la base de mi verga, retiró la piel del prepucio y se llevó mi enrojecido e hinchado glande a su boca, cuidándose de no meterse más que la cabeza de mi rabo dentro. Lamió con delicadeza sus contornos y lo sacó. Empezó a recorrer con la punta de su lengua mi tronco, hasta que llegó a los testículos. Los tenía bastante duros y juntos por la excitación, pero no dudó en metérselos en la boca. Mientras, me pajeaba de manera pausada y torturante.

–¿Dónde has aprendido tú a hacer mamadas como esta, cacho puta? –me salió, de manera ronca, casi entrecortada.

Su respuesta fue volver a mi glande, lamerlo de plano por detrás, agarrarme fuerte por la base tirando de mi polla hacia abajo y hacer lo mismo por delante, murmurando “qué pollón tienes, cuñadito”. Tras esto, al fin, enterró la mitad en su boca. Ahí empezó lo realmente bueno, sacando y metiendo un buen cacho de carne a un ritmo frenético. Hasta notaba que la cabeza de mi polla tocaba el fondo de su garganta. Pensar que tenía a aquella chiquilla de 21 años, a la hermana de mi mujer, de rodillas en la ducha, recibiendo el chorro de agua al mismo tiempo que yo, me disparaba la libido. Y no sólo eso, sino que tenía a una mujer escultural, con una cabellera oscura, empapada y ondulada a un lado de su carita de zorra, chupándomela como pocas putas podrían hacer. No sé cómo no llegué a correrme ahí mismo, bajo el influjo de la experta y lasciva chupada de mi cuñadita.

En un momento dado, después de haberse introducido casi la totalidad de mi verga dentro de su boca, se la sacó, creo yo que para volver a respirar sin sofoco y retomar el aliento, paró sus movimientos y me preguntó si le estaba gustando.

–Sí, no pares…

–No voy a seguir hasta que me digas que te gusta más que las mamadas de Ana.

–¿Qué dices?...

–Quiero que me digas que prefieres mis mamadas a las suyas, no es tan difícil –y me apretaba de tal manera que notaba el glande a punto de caramelo.

–Me gustan más tus mamadas que las de Ana.

–Dime que me deseas porque soy la hermana de tu mujer.

–Joder, Carol, no es por eso, es…

–Dilo o me voy a hora mismo.

–Vale, vale. Te deseo porque eres la hermana de mi mujer.

–¿Te pone follarme mientras mi hermana y mis padres están en casa sin enterarse de nada?

No tuvo que obligarme a responder ni a dirigirme la respuesta:

–Sí, me pone muchísimo.

–Así me gusta. Sabía yo que eras un degenerado…

No pude protestar, porque volvió a engullirme la tranca. La saliva y el agua facilitaban que pudiera introducírsela bastante dentro. También ayudaba que ella tuviera una trayectoria de comepollas de cuidado, claro. No me esperaba su siguiente movimiento, sin embargo, cuando un dedo suyo me profanó mi ano. Como tenía las manos apoyadas en mis nalgas, el recorrido fue mínimo y cuando me quise dar cuenta, el respingo que di lo único que favoreció es que Carolina se ensartase más mi manubrio. Traté de protestar, pero noté que me había estimulado más todavía, y más cachondo me ponía cuanto más lo iba introduciendo en mi ano.

–Me voy a correr –anuncié.

Me miró con satisfacción y leí en su mirada una especie de orden: “adelante, córrete, voy a recibir toda tu leche en mi boca”. La sacudida fue bestial. No pude reprimir un grito con el primer chorro. Ya con los posteriores, pese a que también fueron muy poderosos, conseguí reprimirme y ni siquiera gemir, por más que Carolina se afanaba en no aflojar ni soltar ni una gota de semen, algo que me redoblaba el placer.

Cuando terminaron mis sacudidas, se incorporó y se puso a una distancia mínima de mi cara. Un goterón espeso le recorría por la comisura de su boca. Se llevó el dedo y lo limpió, pero en vez de llevárselo a la boca como creía, me lo metió en la mía. Lo chupé como si tal cosa porque en esos momentos habría hecho cualquier cosa que me hubiera pedido.  Hasta entonces no había probado mi propio semen. Se ve que la excitación contribuyó a que no me pareciera asqueroso, sino estimulante. Luego volvimos a unir nuestras bocas. El sabor a semen me encendía, o simplemente la presencia juvenil y provocativa de Carolina. Sentía que mi virilidad estaba en su apogeo y me la hubiera follado allí mismo si ella no me hubiera parado.

–Entérate de una cosa, cuñadito. Esto –se señaló– lo tendrás cuando y donde yo quiera.

Agarró una toalla, se secó a una distancia prudencial de mí (provocativamente, cómo no), se asomó a la puerta y se alargó.


Es complicado llevar una doble vida. Era complicado aparentar una cosa y sentir algo completamente diferente. Lo que me estaba pasando con Carolina me desbordaba por completo. Tenía que fingir con sus padres y con Ana que me interesaban sus bromas, sus charlas y lo que hasta entonces me había parecido divertido, cuando en realidad mi cabeza estaba en el piso de arriba, deseando proseguir la mamada y darle continuación al polvo de la playa.

Le preguntaron si bajaría a cenar, pero la contestación fue, como se esperaba, negativa. Se estaba arreglando para salir y que no la rallaran con preguntas que no iba a contestar. Luego nos enganchamos a una peli y serían casi las once cuando, en unos anuncios, nos dijimos, en voz baja, que Carolina no saldría. Era lo lógico: no conocía a nadie y le gustaba provocar (vaya si le gustaba, pensé yo cuando Ana lo comentó). Pero nos equivocamos. Encima, antes de marcharse, se puso chulita:

–Y papá, esta vez no quiero que te acerques por la zona de marcha cuando te llame. Si me vienes a buscar, dame aire.

Ana protestó, poniéndose en contra de su hermana. Yo hubiera hecho lo mismo de haberme atrevido.

–Peo bueno, ya está bien, ¿quién te crees que eres? ¿Te crees que todos tenemos que bailar en torno tuyo? Papá y mamá se van a ir a la cama y no van a estar pendientes de que llames o no…

–Ana, no digas eso. Sí que te vamos a buscar, cariño, no te preocupes.

–Mira, no hace falta, ya me apaño yo sola.

Ahí los padres protestaron y se preocuparon mucho, aunque por más que insistían, Carolina ahora estaba empeñada en reafirmarse. Ana vio que sus padres se alarmaban tanto que soltó la siguiente bomba:

–Llama a Javier mejor, y que él te vaya a buscar, ¿va? –y me miró a mí y buscó mi aprobación–: ¿No te importa, verdad?

Negué y la cosa se tranquilizó. Carolina cruzó conmigo una sonrisa satisfecha y sus padres me agradecieron el detalle hasta la saciedad. Nos fuimos a la cama casi a la una, pero yo no podía pegar ojo. A eso de las tres, sonó el móvil. Era un sms. Me indicaba una dirección y me decía que fuera. Le di un beso en la mejilla a Ana, le susurré que me iba a buscar a Carolina y eso hice.

Era una noche tórrida y por eso me puse nada más que unas bermudas, las alpargatas y la primera camiseta que pillé. A mí me pillaba lejana la mala impresión que pudiera dar en la zona de marcha, contrastando con la fastuosidad de Carolina, que se había marchado pintarrajeada con una exagerada sombra de ojos, barra roja de labios y un conjunto provocativo, aunque tampoco en exceso: un conjunto de falda corta y top con escote por la espalda.

No me costó encontrar el local, pero sí aparcar, así que tuve que llamar a Carolina para que se asomara. No me contestó, con lo que tuve que dejar el coche algo alejado. Me sentía ridículo rodeado de gente joven, ebria y super arreglada. Entré en el bar que me había dicho y vi que Carolina estaba bailando con un maromo. Cuando me vio, se arrimó más a él. Temí que fuera muy bebida y que fuera a hacer alguna tontería. De todos modos, no me acerqué, entre otras cosas porque el puerta, al ver mi indumentaria, me dijo que me largara.

Al poco tiempo, salió Carolina, sola, con el fastidio dibujado en su rostro.

–¿Y el coche?

Le dije que un par de calles más abajo. Bufó. Le costaba mantener la vertical, a partes iguales por el punto que llevaba y por los tacones, que la elevaban casi a mi misma altura. Para romper el hielo, le pregunté si lo había pasado bien. Le costó unos segundos contestarme:

–Mejor me lo hubiera pasado si el imbécil del puerta no te hubiera echado.

–¿Por?

–Te tenía preparado un numerito en el baño.

–¿Eh?

–Otra vez será, Javi.

Entramos en el coche. Arranqué y salimos del centro. Cuando las luces empezaron a escasear, noté que se quitaba el cinturón y se arrimaba a mí. Me susurró al oído que estaba muy caliente. Mi parte racional le dijo que había que parar con aquella situación que Ana no se merecía.

–Vale, en eso estoy contigo. Ana no te merece.

Y al mismo tiempo palpó mi entrepierna, dura como una barra de hierro.

–Joder, cuñado. Si ni te he tocado.

Me bajó la cremallera de la bragueta y me sacó el pene. No protesté. Ella empezó a pajearme, lentamente.

–Necesito que me comas el coño… Aparca donde puedas.

A escasos doscientos metros de nuestro chalé, tomé una salida a un terraplén y obedecí. No podía hacer otra cosa. Ella se las arregló para reclinar su asiento. Levantó su culo y se subió la faldita. El resto lo hice yo: le rasgué el tanga de un tirón y me lancé como un poseso a su rajita. Destilaba sudor y humedad, pero no me importaba. Necesitaba comerme el coño de la hermana de mi esposa. No había por qué negarlo: me excitaba que ella fuera quien fuera y hacer lo que estaba haciendo precisamente por esa razón.

Mi lengua recorrió toda su entrepierna, mientras mi dedo se introducía en su ano, como había aprendido de ella. Lametazos, mordiscos, succiones en el clítoris. Carolina se corrió al menos dos veces y me prometió que nadie se lo había comido tan bien.

–Ahora te estoy muy agradecida.

Se levantó del asiento y se sentó sobre mí. Debía de estar muy necesitada, porque se dirigió mi polla a su entrada y se fue sentando. Dios, ese coño estrecho y cálido era mi perdición. Empecé a gemir nada más metérsela, al igual que ella. El recital de gritos e insultos fue creciendo. Podrían habernos oído hasta Ana y sus padres. Me ponía a mil que me gritase lo gorda que la tenía y lo mucho y bien que la llenaba. A ella, a su vez, le encantaba oírme decir que gozaba más que nunca con la hermana de mi esposa.

–Quiero follarte por detrás –le dije.

–El perrito, pero por la vagina –me advirtió ella.

–Vale.

Se fue al asiento trasero y me ofreció su culo, apoyando sus manos en dicho asiento trasero. Al principio obedecí, pero necesitaba desquitarme por todo lo que me había hecho sufrir aquella zorra y saqué mi herramienta y la dirigí al agujero oscuro y diminuto. Costó mucho que mi glande penetrara, y los gritos y sus amenazas me disuadieron de seguir. Como me había prometido dejar que me corriera encima de ella, desistí.

Con su vestido arrugado por el ombligo, dirigí mi paja a su cara. Estalló mi orgasmo y mis chorros de semen impactaron en su cara y por su pecho. Ella empezó a restregárselos por sus pezones y a llevárselos a la boca.

–¿Sabes lo que más me gusta? –Me dijo cuando nos estábamos arreglando, después de que me dijera que diríamos en casa que me costó encontrarla–. El sexo con peligros.

–Lo he notado –le contesté. Estaba aparcando en el garaje y me alivió ver que nadie se había levantado. El coche apestaba a sexo y flujos, a pesar de que había bajado las ventanillas. Y nosotros teníamos la ropa hecha un guiñapo. Eso sí, estábamos la mar de relajaditos y satisfechos.