Más o menos, un metro.
Cosas que pueden pasar de madrugada.
Está a menos de un metro de mí. Ahora mismo no le veo pero puedo escuchar su respiración, pesada y sonora, a mi derecha. Mi vista, de momento, está fijada en la luz anaranjada de alguna farola cercana, que se cuela a través de la ventana; esta vez no he cometido el error de dejar el cuarto completamente a oscuras. Suspiro, entrecortado, como si el aire chocara contra algo en lo alto de mi pecho antes de llegar a la garganta. Llevo tanto tiempo inmóvil, mirando fijamente la sombra de la persiana en la luz naranja del techo, que me fijo en detalles absurdos.
Hace rato que sólo escucho su respiración lenta y pausada, debe estar profundamente dormido. Giro el cuello tan lento como soy capaz, procurando ser silencioso, pero tengo la sensación de que cada uno de los pelos de mi cabeza se ha enganchado a la sábana y murmullan como si acabara de pasar una lija sobre madera. No tardo en sentir el tirón de un tendón tenso cerca de las cervicales; la posición es incómoda, pero vuelvo a quedarme tan quieto como soy capaz, procurando no hacer ningún ruido. Por él arriesgaría mucho más que el cuello.
Su pálida silueta resalta en la penumbra, sobre su cama, apenas separada de la mía. Su cuello alargado, sus hombros anchos, sus brazos esbeltos, su espalda amplia... sin darme cuenta, mi mirada recorre su figura disfrutando de cada pequeño detalle: sus orejas son redondeadas y apenas tienen lóbulo, unas cuantas pecas pequeñas se agrupan sobre su omoplato izquierdo y las sombras dibujan un profundo valle en el centro de su espalda, que desciende hasta adentrarse y perderse bajo su sábana.
Ahogo un nuevo suspiro en mi garganta y dejo escapar el aliento por mis labios entreabiertos. Siento cómo se enfrían y resecan, no me atrevo a humedecerlos por no hacer más ruido. Parece dormir profundamente, sí, y es mejor así porque puedo mirarle tanto como me gustaría poder hacer cada día sin que él se sintiese incómodo o molesto. Es ridículo, lo sé, incluso un poco siniestro. Pero... en realidad no se me ocurre ningún modo de disculparme, es una suerte que no tenga que explicarme ante nadie; eso nunca fue mi fuerte.
Se gira. Cierro los ojos. Permanezco inmóvil.
Los segundos pasan. Sería más adecuado pensar que permanezco quieto, pero es que quieto no se ajusta a la realidad. El cuarto se ha quedado en silencio. Una persona se puede sentar en un bus y quedarse quieta, pero su cuerpo sigue bamboleándose en cada curva; incluso, sobre una cama, una persona gira de vez en cuando, se acomoda. Escucho la sábana rozando su piel. Yo, ahora mismo, no me atrevo a mover ni un solo músculo del cuerpo. Ni siquiera estoy seguro de si estoy respirando. A lo mejor, ya han pasado minutos. Es difícil saberlo cuando estás tan concentrado en no hacer ningún ruido, en la completa oscuridad, sin nada, ningún movimiento o sonido, al que compararte.
Un sonido como un silbido grave, breve, fuerte y repetitivo.
Abro los ojos con timidez. La luz escasa vuelve a perfilar los pies de su cama. A medida que mis párpados se apartan, mi mirada se desliza sobre la sábana blanca con diminutos lunares negros que cubre sus piernas. La tela comienza a subir en una pronunciada curva, como el techo de una carpa. El techo de una carpa zarandeada por el viento. Continúo observando, bajando por la temblorosa tela hasta su abdomen plano, ahora descubierto; mientras el brazo izquierdo está arqueado sobre su cara, cubriendo sus ojos, el brazo derecho se esconde debajo de la sábana.
Diría que no me lo puedo creer, pero no hay nadie a quien pueda engañar.
Un momento, se me está descontrolando la imaginación. Sabe que estoy durmiendo aquí, con él. Sabe que me atrae desde hace tiempo. No haría eso conmigo al lado.
Miro mejor.
Su pierna derecha está arqueada, su rodilla sostiene la sábana, manteniendo oculta las formas de su cuerpo. Y tiembla. A un ritmo lento, constante, continuado. Su antebrazo escapa a mi vista, pero se distingue bajo la tela, y su brazo sube y baja con la misma cadencia. Su pecho sube y baja al mismo ritmo que resuenan los silbidos graves y breves. Sus labios, carnosos y rosados, están entreabiertos. Las aletas de su nariz se dilatan y contraen constantemente.
Empiezo a temblar y el calor se acumula bajo mi abdomen. No puede ser cierto.
Aparta el brazo izquierdo y cierro los ojos, pero no del todo. Su mano ahueca la sábana y se desliza sobre su abdomen, abultando la tela a su paso, hasta perderse bajo la improvisada carpa que oculta su cadera. Abro los ojos por completo, él los tiene cerrados y su brazo izquierdo coge el mismo ritmo que el derecho.
Joder.
Estoy temblando como una gelatina, y no de frío, precisamente. El corazón se me sacude entre las costillas. Las manos y los pies se me están quedando fríos, pero el vientre empieza a calentarse y siento vibrar mi cadera. No me creo lo que estoy viendo y lo he imaginado un montón de veces. No así, claro, pero joder, dios, esto me encanta y nunca, jamás, había pensado en cuánto necesitaba verle de esta guisa.
Me estoy poniendo cachondísimo. Pero no siento nada comprimirse en mis calzoncillos. Estoy demasiado nervioso y sorprendido como para saber cómo reaccionar a esto.
Le observo en absoluto silencio. Expectante. Analizando cada detalle. La luz es escasa, pero le arranca destellos cobrizos a su cabello. Sus largas pestañas. Su nariz triangular, algo agrandada, dilatándose y contrayéndose cada vez más rápido. Sus carnosos y sonrosados labios dejando escapar el aliento cada vez de forma más sonora, sin dejar de ser un susurro. La nuez inmóvil en mitad de su largo cuello, grande e irregular, es como una montaña; siempre he querido morderla. Su pecho, plano, sin definir, subiendo y bajando con ritmo acelerador. Su abdomen, ahora abultado, inflándose y desinflándose; no tiene los músculos marcados, pero, por lo que a mí respecta, tampoco los necesita.
La sábana cubre su ombligo, apenas se lo he visto un par de veces. Los ombligos casi nunca tienen nada de sexy, pero daría lo que fuera por besar éste. Sería como llamar a la puerta antes de entrar en casa, para él, o como terminarme los entrantes antes de empezar el primer plato, para mí.
Dios. ¿Las alegorías eróticas siempre suenan tan ridículas? Bueno, tampoco tengo la sangre donde debería tenerla. Muevo la mano lentamente y procuro que roce lo menos posible contra las sábanas. Intento forzar el elástico de mi calzoncillo en silencio, sin lograrlo, pero él no se detiene, así que mis dedos se tensan entorno a mi miembro, que está más duro de lo que jamás he sentido. Aprieto un poco más y mi cuerpo se arquea involuntariamente, doblándome sobre mí mismo, ahogando por los pelos un suspiro de placer. Mi pulgar se desliza sobre mis dedos y resbala sobre mi glande: suave, húmedo, ardiente; casi me quema al contacto. Tiene ese tacto tan peculiar que siempre me ha recordado al glaseado de los donuts, una extraña comparación que siempre me ha excitado aún más; qué puedo decir, me encantan los dulces.
Mientras tanto, él sigue ahí, a un metro escaso, con ambas manos ocultas bajo la sábana, masturbándose.
Imbécil. Si me lo pidieras, estaría...
Imagino que le echo huevos. Me arrastro hasta el borde de mi cama y tiendo mi mano hasta su entrepierna. Siento sus nudillos a través de la sábana, apartándose reticentes, dejando que mis dedos ciñan la tela a su polla. Y es enorme. Asciendo y desciendo la muñeca un par de veces, intentando recorrer desde la punta hasta la base, pero la sábana estorba y retiro la mano, tanteando en busca del borde.
Me arrimo un poco más y deslizo mis dedos bajo la tela, tocando la suave y caliente piel de su cadera. Mi caricia recorre su muslo, rozando el vello basto y recio, cerrándose alrededor de su rabo. Es grueso y tan ardiente que mis propios dedos me parecen fríos. No agarro con fuerza, sólo lo envuelvo con suavidad, disfrutando del tacto aterciopelado con calma, hasta que llego al extremo, donde mis dedos se empapan y patinan alrededor de su inflamada carne.
La mano que tengo bajo mis propios calzoncillos, mientras tanto, imita esos mismos gestos pero con mucho más ímpetu.
Le agarro con tenacidad y continúo su trabajo, sin llegar a rozar su pelvis. Él suspira. Dos sacudidas después, avienta su sábana a un lado. Puedo ver mi mano aferrada alrededor de su gruesa polla, agitándola con todo el brío que puedo desde esta posición, y escuchar sus susurros de placer suplicando silenciosamente más y más. Se recuesta de costado, hacia mí. Levanto la mirada sin detenerme un instante, cruzándola con la suya; sus ojos verdes brillan en la penumbra y sus labios entreabiertos se curvan, dibujando, a cada lado, esos delgados, alargados y angulosos hoyuelos que siempre me han atrapado.
Pero esta sonrisa y esta mirada son nuevas. Y me duele el brazo.
Sin soltarle, me incorporo para tenderme sobre su cama, apoyando el brazo y parte del torso. Mi cara se inclina sobre su glande y mi respiración se acelera. Me detengo un momento, mientras ese aroma me inunda las fosas nasales. Ni siquiera sé cómo describirlo. Ni el aroma, ni las ganas que tenía de que llegara este momento.
Instantes después, mi mandíbula se desencaja, mis labios se cierran entorno a su rabo, su sabor salado inunda mi lengua y siento el calor de la punta de su capullo provocándome arcadas al chocar contra el fondo del paladar. Escucho como se ríe. Llevo tiempo preguntándome si sería capaz de comérsela entera, pero me falta habilidad. Aparto mi rostro un momento, pero apenas me estoy reponiendo y ya sacudo ese magnífico trozo de carne contra mi cara. Me giro para dedicarle una mirada mientras mi lengua recorre su miembro lentamente, de abajo a arriba, rodeando con calma la circunferencia de su salobre y ardoroso capullo.
Siento cómo se estremece. Cierra los ojos. Se le escapa un gemido.
Me masturbo tan rápido como me permite el brazo.
Me lanzo una segunda vez. Tampoco logro engullir su mástil esta vez, pero sí evito atragantarme. Me conformo con arquear mi lengua alrededor de su rabo, empapándolo de mi saliva, mientras su capullo choca una y otra vez, incesantemente, contra mi paladar. De vez en cuando le miro; sonríe, gime, tiembla. Su mano se posa sobre mi nuca y siento sus delgados y huesudos dedos rodear mi cabeza. Empuja. Me obligar a acelerar el ritmo. Y su polla chasquea húmeda y viscosa en mi boca, inundándome a medida que levanta más y más la cadera temblorosa, tensando cada músculo y tendón, exhalando notas cada vez más agudas y sonoras...
Se hace el silencio.
Abro los ojos.
Él se ha detenido repentinamente. Retira los brazos, estira la pierna, se gira de nuevo y acomoda la sábana, esta vez cubriéndose hasta el cuello. De repente, vuelve a estar de espaldas a mí, pero esta vez ni siquiera su respiración habitual rompe el absoluto silencio.
Yo permanezco inmóvil, tumbado bocarriba, con el cuello torcido hacia la derecha para poder observarle, con el brazo bajo la sábana y la mano bajo el calzoncillo, agarrando mi pene. Siento cómo, poco a poco e inevitablemente, se ablanda.
Pasan unos minutos antes de que su respiración vuelva a ser lenta, sonora y pausada. Vuelve a dormir profundamente, o al menos eso parece. Me atrevo a hacer el menor ruido posible y retiro la mano, de vuelta sobre mi sábana. El calor se extiende y regula poco a poco por todo mi cuerpo, salvo en el pecho, donde empiezo a sentir una presión fría, que me empuja de dentro a fuera.
Trago saliva.
Puede que se haya masturbado en sueños.
O puede que se haya dado cuenta de que si se corría lo pondría todo perdido y no podría disimular que no ha pasado nada de nada.
Estoy intentando pensar por qué se ha parado con tanta brusquedad. Mejor dicho, estoy intentando pensar una excusa, porque tengo una idea bastante clara de por qué lo ha hecho. Me he emocionado. Estoy casi seguro de que he hecho ruido. ¿Te imaginas estar tocándote de madrugada y descubrir que tu amigo marica, el que se te quiere tirar, te usa de espectáculo para masturbarse?
El frío invade todo mi cuerpo. Me giro sobre mi costado izquierdo, quedando de espaldas a él. Me siento como un gilipollas, la verdad. No sé qué coño estaba pensando. A ver, él tampoco tiene derecho a compartir un cuarto por voluntad propia y luego ponerse a machacársela sólo porque crea que estoy dormido. Sabe cómo me siento cundo estoy cerca de él, o eso se supone.
Al menos podría haberme invitado a la fiesta.
No puedo cabrearme, no con él. Ni siquiera estoy seguro de que realmente se haya masturbado. Está muy oscuro y tengo demasiada imaginación. Y aunque lo haya hecho. Puede hacer lo que quiera, y con quien quiera. Y yo debería meterme esa puta idea ya en la cabeza y olvidarme de tonterías. Él es hetero. Y punto. A este ritmo, voy a acabar jodiendo mi amistad con una de las personas más simpáticas y amables que he conocido en mi vida, sólo porque no soy capaz de controlar mis estúpidos calentones.
Me arrastro al borde de la cama, junto a la pared, y me hago un ovillo. Cierro los ojos, suspiro y, como me cuesta dormirme mientras estoy cerca de él, intento pensar en cualquier cosa salvo la más obvia: está a más de un metro de mí.