Más amigos que nunca

Dos jóvenes amigos, traspasando la delgada línea de la amistad sin proponérselo.

MAS AMIGOS QUE NUNCA

En la ventana, la lluvia parecía borronear el paisaje como si fuera una acuarela que se derritiera lentamente. La habitación comenzaba a sumirse en la penumbra en esa hora mágica de la tarde que precede al ocaso. Podría haber disfrutado de la hermosa vista de las montañas, casi azules y cubiertas de bruma, si no hubiera tenido aquella rabia que parecía oprimirme el pecho, aquellas ganas locas de arremeter contra las paredes y el estúpido llanto atorado en la garganta.

Tocaron a la puerta, pero no hice el menor intento de abrir. La voz de Javier me llegó ronca a través de la madera. Lo mandé a la mierda. Era el último ser vivo en todo el planeta al que quería ver en aquellos momentos. El muy hijo de puta, pensé dolorido, tiene el descaro de venir a hablar conmigo, después de haberme traicionado el hijo de su pinche madre, de haberme bajado a mi vieja, a Susana, mi novia, mi ex novia, recordé con aquella opresión en el pecho, mas hundida, mas clavada, y los toquidos insistentes, la voz del que se decía mi mejor amigo y la pinche lluvia berreando en la ventana, como si la tarde llorara al no poder hacer yo lo mismo.

Qué quieres?, con una chingada! – le grité a la puerta, al ojete que estaba detrás de ella, a los recuerdos acumulados por año y medio con Susana, y que tan fácilmente la muy piruja había echado por la borda.

Abre – dijo Javier con la voz apagada – déjame explicarte.

Al carajo! – le grité, con ganas de que todo el puto hotel se enterara de lo que aquel par de malnacidos me habían hecho.

Javier siguió insistiendo, pero mis oídos se negaban a escucharlo. Salí al balcón, huyendo de la ofrecida explicación. No me importaba, ninguna de sus palabras, ni la lluvia fría que pronto me dejó calado hasta los huesos. Y una mierda, que me enferme, que me de pulmonía y que me muera, para que esos dos nunca puedan ser felices, pensé arrinconado en mi despecho.

Javier me jaló hacia el cuarto. No se cómo pero había logrado entrar. El encargado nocturno le había abierto la puerta con su llave maestra, seguramente preocupado con mis gritos. Y un cuerno! Que se entere el mundo entero, pensé forcejeando con Javier, mojando la alfombra, lívido de ira.

Yo me encargo – tranquilizó Javier al encargado – no se preocupe, no habrá más escándalos.

El tipo salió de la habitación mientras yo tiritaba de frío en mi humillado silencio. Javier trajo una toalla del baño. Pretendía secarme con ella pero lo empujé furioso, incapaz de permitir su cercanía.

Vete a chingar a tu madre! – le grité a la cara y vi que le dolían mis palabras. Su mamá era un encanto y yo la quería tanto como a mi propia madre. Javier y yo habíamos sido amigos desde la escuela primaria. Pasé tantas noches en su casa y él en la mía que nuestros padres ya ni sabían si tenían un hijo más o uno de menos.

Javier dejó la toalla sobre la cama.

Al menos quítate la ropa mojada – me sugirió. Como no hice el menor movimiento se acercó a desabotonarme la camisa. Le empujé las manos y comencé a arrancarme los botones con coraje. Me temblaban las manos, mas de rabia que de frío y terminé rasgando la prenda. Me arranqué los pantalones, los zapatos, los calcetines.

Contento? – le grité furioso. No me contestó. – También los putos calzones? – le dije arrancándomelos también y se los lancé a la cara.

Javier tomó la toalla nuevamente.

Venga – dijo conciliador – no te portes como un niño, ya tienes 21 años.

Y aunque tuviera 50, pendejo – le dije rencoroso – aun así lo que me hiciste es una chingadera.

Entiende – dijo retorciendo la toalla, nervioso entre sus manos – yo no lo planeé, las cosas se dieron simplemente, ella

Cállate! – le dije tapándome las orejas, igual y como lo hacen los niños de 5 años – no quiero saber nada de ella.

Como seguía hablando me tiré sobre la cama boca abajo, con las manos aun en mis oídos, con los ojos cerrados, borrándolo del mapa, excluyéndolo de mi vida, como si al no verlo ni escucharlo lograra que no existiera.

Javier aprovechó para lanzarse encima de mi cuerpo desprevenido, y comenzó a friccionarme con la toalla. Inmediatamente me retorcí debajo. No quería que me tocara. No quería tenerlo cerca. Comenzamos a luchar, a luchar en serio. Aunque él era un poco más alto que yo también era más delgado. Mis piernas son fuertes, lo mismo que mis brazos. El cabrón tenía la ventaja de estar arriba, pero yo tenía la ventaja de estar muy enojado y pronto la cama se convirtió en la furiosa arena de nuestra lucha, sin tregua y sin descanso.

No te quiero lastimar – declaró Javier en un momento en que parecía vencerme.

No más de lo que ya lo hiciste – le contestaba yo, dándole la vuelta, golpeando con fuerza, retorciendo sus brazos y sus piernas entre las mías.

Hubo un momento en que su rostro quedó pegado al mío. Los dos resoplábamos por el esfuerzo, trenzados en igualdad de condiciones, en uno de esos puntos muertos donde la lucha parece no decidirse hacia ninguno de los bandos.

Entiende, cabrón – dijo Javier aprovechando la involuntaria pausa, la maldita cercanía, su aliento en mi rostro, sus ojos sobre los míos – te juro que no quise que pasara esto.

La rabia me quemaba. Arqueé la espalda tratando de quitármelo de encima. El hizo fuerza para impedir salir expulsado, su rostro se pegó al mío, su boca a mi boca y entonces simplemente me besó.

El estupor, la sorpresa, me quedé más frío que la lluvia que seguía azotando la ventana.

Ahora se quitará, pensé en los microsegundos en que sus labios permanecían pegados a los míos. Pero no sucedió. Su boca se abrió y su lengua comenzó a tocar mis labios. Un reflejo, un espejo, que se yo, y mi lengua salió también al encuentro de la suya. En apenas segundos, en milésimas de tiempo que uno no analiza ni mastica. Un tremendo beso que a juzgar por su cara tampoco él esperaba ni planeaba.

Se separó por fin, demudado y pálido, tan confundido como yo, aunque reaccioné primero y le asesté un derechazo directo y duro a la mandíbula. Su labio inferior se abrió y comenzó a sangrar un poco y en sus ojos asustados brotó de pronto la conocida llamarada de la furia.

Ahora si te voy a partir tu madre! – me amenazó furioso, y se me fue encima, golpeándome el estómago, el pecho, mientras yo trataba de esquivar el castigo y de responderle también como pudiera.

Volvimos a quedar en la misma posición anterior, con él arriba y yo debajo, aunque esta vez ambos estábamos molestos y enojados. Su rostro tan cerca del mío, su aliento bañándome la cara, sus ojos furiosos enfrentados con los míos.

Anda, puto – le escupí en la cara – otro besito? – le provoqué – eso quieres?

Eso has de querer tú, pendejo – me contestó rabioso, y esta vez fui yo el que subió la boca, el que se prendió de sus labios aun sangrantes, sin pensar en los motivos para hacerlo.

Me respondió el beso con furia también, con esa clase de beso que suele darse en el momento más álgido de la pasión. Sentí el regusto salado de la sangre mezclándose con mi saliva, sentí la presión de su cuerpo sobre el mío, fui consciente de sus 70 kilos encima mío, fui consciente de que yo estaba desnudo y él aun vestido. La playera se le había subido en la refriega y sentí su abdomen plano y velludo sobre el mío. Sentí el calor de su cuerpo, sentí el maldito deseo.

Pinche Javier – le dije sin despegar mi boca de la suya – quítate ya la puta ropa.

Se la arrancó con prisa, sin dejar ese beso que parecía tenernos atornillados el uno al otro. Si en el proceso se despegaba por un segundo, yo le buscaba los labios y atacaba de nuevo su lengua, como si quisiera comérmelo, como si se me fuera la vida en ello.

Tan pronto quedó desnudo nos miramos ambos en silencio. Fuera la lluvia continuaba pertinaz azotando la ventana. Las montañas azules ya eran negras y a lo lejos brillaban las luces del pueblito. Pero brillaban más sus ojos con pupilas más negras que las mismas montañas.

Me permití verlo de arriba abajo. Lo conocía tanto y de tanto tiempo que pensé que no encontraría nada nuevo. Me equivoqué por supuesto. Jamás le había visto de aquella forma. No sabía que su pene fuera tan grande, ni que erguido se inclinara un poco a la derecha. No sabía que los vellitos del ombligo se le arremolinaban sedosos alrededor, ni que pudiera temblar de deseo al verme desnudo. No sabía que podía mirarme de aquella manera y que sus piernas fueran tan bonitas. No sabía nada.

Sigue lloviendo – le informé, sólo por decir algo, por romper el hechizo, si es que aún había tiempo para eso.

Y a quien putas le importa? – contestó acercándose.

Me abrazó y sentí el choque eléctrico de su desnudez junto a la mía. Su pene grueso y caliente tocó al mío y me maravilló aquella extraña sensación. Maldita sea, que rico se sentía. Volvió a besarme, y me extrañó ya no sentirlo extraño, como si toda mi pinche vida hubiera yo besado hombres. Sus manos bajaron de mi rostro al cuello, al pecho y los pezones, de pronto eléctricos y sensibles, quién iba a imaginarlo. Las manos en mi vientre, donde las mariposas revoloteaban como locas, en mis caderas donde no había mariposas, en mis nalgas, donde las putas mariposas ni falta hacían. Y luego en mi pito, mas duro que nunca, el centro mágico de un placer conocido, pero no con él, y por tanto, un placer nuevo y doblemente excitante.

Las piernas me temblaban, las rodillas de gelatina parecían no sostenerme. Caí de nuevo en la cama, revuelta y mojada del sudor de nuestra lucha, aunque esta vez no había violencia alguna. Por el contrario, la boca de Javier, alertada por las manos de Javier, quiso hacer el mismo recorrido. Cuello, pezones eléctricos, vientre y mariposas. Qué delicia, joder, que siga y siga. Caderas y muslos, la boca que siga y siga.

Javier, Javier – recé por lo bajo mientras el ascendía – Javier, Javier y la lengua en los huevos ya tenía – Javier, Javier en lo ancho de mi verga se perdía.

No era mi primera mamada, pero como si lo fuera. Sólo quien también tiene una verga puede saber hacerlo así de bien, razoné hacia dentro, pero adentro no había tiempo para andar pensando en esas pendejadas. Javier ya se había metido todo mi glande en la boca y la sensación había cortado el poco transitado camino de mis razonamientos. Su lengua y sus labios eran las únicas palabras que me importaban. Las únicas posibles, las únicas que de verdad escuchaba.

Giró sobre mi cuerpo, como una brújula buscando el norte. Pero su norte estaba hinchado y tieso y calibró perfectamente hacia mi boca. Restregué mi cara en su enorme verga, permitiéndome sentirla primero con mis mejillas, con mi nariz, con mi frente y con mis párpados. Un cálido trozo de hombre que olía y se sentía de maravilla. Le besé los huevos primero y los sentí tan suaves que comencé a lamerlos. Me incendié de deseo, lo quise entero. Jamás había mamado una verga, pero sabía hacerlo. Me metí la punta primero y disfruté del temblor de su deseo. Me metí el trasto entero, sabiéndolo mío cuando estaba dentro. Que maravilla, joder, mamarlo entero. Los minutos pasaban, la lluvia amainó, pero no mi deseo.

Me separó las piernas y su lengua llegó húmeda y calida hasta mi culo. Nadie me había hablado de aquello y alcé las piernas porque me nació hacerlo. Javier me devoraba con ansias y comencé a temblar con aquella nueva sensación, sin poder creer lo que ese pequeño y olvidado lugar de mi cuerpo podía hacerme sentir. Grité de placer y la verga de Javier se hinchó aun más entre mis labios. Entonces recodé que también él tenía ese lugar secreto, aunque no por mucho tiempo. Le abrí las nalgas, que en esa posición, arriba de mí y a horcajadas, poco era lo que podían cerrarse. El ojo de su culo me miraba atento. Lo acaricié con un dedo, y se apretó de forma inmediata, aunque sus muslos titilaron con la caricia. Ataqué de nuevo, esta vez con un dedo más seguro de sí mismo, y el pequeño ojo de su culo pareció reconocerlo. Solté su verga y estiré el cuello, para yo también lamer su ano igual que él me estaba haciendo. Las bocas en los respectivos culos, y comenzamos los dos a movernos, en una lucha sin golpes, sólo llenos de placer, descubriendo nuestros cuerpos.

Tras varios minutos, ninguno aguantaba más.

Pinche Javier – le dije resoplando, contenido y desvariado, perdido y desvencijado – no sabes cómo te deseo!

No mames, cabrón – me contestó enderezándose, volviendo a besarme, agarrándome todo el cuerpo, nalgas, chiches, pito, culo, besos – yo también!

Más vueltas en la cama, más mamadas, más besos, y aquello no tenía fin, y si lo tenía, ninguno quería llegar a proponerlo.

O te cojo o me cojes – se rindió él primero, poniendo en palabras lo que ambos pensábamos y no nos atrevíamos a decir.

Pues nos cojemos – le contesté sin dudar.

Nos quedamos mirando el uno al otro. Sin movernos, midiéndonos en el silencio.

Pero quién primero? – preguntó Javier, ganándome la frase.

Le miré los ojos negros. El cuerpo delgado, los muslos abiertos.

Tú me debes una, cabrón – le dije – y lo sabes.

Me sonrió como antes, como los mejores amigos que siempre fuimos.

Ni pedo! – contestó, dándome la espalda, acomodándose sobre la cama, con las nalgas paradas y el culo dispuesto. Jamás le vi tan bello.

Me acerqué a sus nalgas, acariciándolas suave y despacio, besando su centro tembloroso y ciego. Le llené de saliva el ano, de muchos besos. Le dije que lo deseaba como nunca desee en mi vida nada. Le dije tantas cosas, pero no le dije nada. Solo le acerqué mi verga, más dura que una roca, con la punta inflamada y el deseo de enterrársela toda. Aun así lo hice con calma, no porque recordara que podía lastimarle, sino porque deseaba retardar el placer lo más posible. Con todo, me llevo apenas un minuto traspasar el ajustado esfínter de Javier, que rápidamente se acomodó a mis caderas, ampliando las nalgas, dejándome entrar en su cuerpo como si ese fuera su lugar perfecto. Fue algo mágico, certero. Sus nalguitas calzaban a la perfección con mi vientre, mi cuerpo con su cuerpo, mi deseo con sus ganas. Comencé a arremeter incapaz de contenerme, y él me siguió los pasos, meneándose como nadie que hubiera conocido. Mi orgasmo explotó dentro de su cuerpo, y como un eco, reverberó en el suyo. Supe que gozó tanto como yo, y le amé de pronto por lograr hacer eso precisamente conmigo.

No pudo esperar demasiado, y apenas le saqué la verga, se volteó y me besó con pasión, con celo.

Me toca a mí – me susurró dentro de la boca, y mi cuerpo le entendió perfectamente desde dentro.

Puso mis piernas sobre los hombros, y mis nalgas se abrieron como si quisieran ya ser suyas y ansiaran ser penetradas por su inmensa verga. No tuve ningún miedo, ni siquiera llegué a considerarlo. Mi culito, sudado y excitado aceptó sin problemas el glande grueso y suave a la vez, abriéndose naturalmente a la presión de su empuje. Me maravilló la sensación de llenura al irse metiendo en mi cuerpo. Me maravilló no haber notado antes lo vacío que era estar sin una verga adentro. Me maravilló notar sus huevos golpeando la base de mis nalgas, señal inequívoca de que lo tenía todo adentro. Me gustó sentirlo encima, y ver sus ojos, y su boca fruncida de placer. Me gustó que gritara mi nombre en el momento de venirse, me gustó que lo hiciera dentro de mí, que su leche escurriera en mi interior, y que las mariposas dejaran de revolotear empapadas con su semen. Me gustó todo. Me gustó no sentir ya ningún enojo con Javier.

Nos adormilamos abrazados, aunque la lluvia volvió a arreciar en mitad de la noche y su interminable golpeteo logró despertarme.

Me levanté desnudo a cerrar las cortinas. Las montañas ya no podían verse y la negrura de la noche me hizo tiritar de frío. Javier me abrazó desde atrás. Sentí perfectamente su cuerpo desnudo en mis espaldas. Su pecho, su verga ahora pequeña y fría pegándose a mis nalgas, también heladas.

Me perdonas, cabrón? – susurró en mi oído, sin dejar de abrazarme.

No le contesté, pero él sabía ya que le había perdonado.

Somos amigos, cabrón – le dije dándome la vuelta, tomándolo por la cintura, adivinándole los ojos en la noche oscura.

Y ahora más – dijo sonriendo.

Y ahora más – acepté, tomándole la mano, llevándole hasta la cama.

Fuera, la lluvia continuaba, pero adentro, adentro no nos importaba.

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