Más allá de la oficina 4
Confusión, deseo y un ligero cambio de planes.
Colocó sus manos sobre mi cara. Tenía unos labios tan suaves. Me dio un suave beso y se apartó unos centímetros. Quedamos en silencio, nuestras bocas casi se rozaban y yo quería más. La besé con infinita ternura y nuestras respiraciones se entremezclaron. Nuestras lenguas jugaban lentamente y ella respondió con un gemido de agradecimiento.
Creía estar soñando; su olor, su piel, su pelo entre mis manos, sus caricias y su sabor me hacían perder la cabeza. No me había sentido así desde hacía años. Pero unos golpes en la puerta nos interrumpieron. Nos separamos con gran pesar sin dejar de mirarnos.
-¿Sí? –pregunté.
Al otro lado de la puerta se escuchó, con una voz débil y rocosa, a un hombre mayor, de unos setenta años, como supimos más tarde:
-Señoritas, ¿se encuentran bien? Hemos escuchado gritos.
A Clara le dio la risa y yo no pude evitar acompañarla.
-Estamos perfectamente –Tras decir esto se mordió el labio.
“Cómo la deseo” pensé mientras acariciaba su mejilla.
- Está bien, si necesitan algo llamen a recepción.
Después de esta interrupción siguieron incontables besos y caricias. Tumbadas en la cama; susurros, sonrisas y suspiros de placer.
No sabría decir el tiempo que transcurrió desde el comienzo de nuestras adoraciones pero cuando el estómago, con sus rugidos, empezó a recordarnos que llevaba horas sin probar bocado decidimos ir a comer algo.
-Será mejor que vayamos al bar de la esquina, el del hotel estará cerrado ya.
-¿Qué hora es?
-Las doce y cuarto.
-¡Vaya! ¡El tiempo se ha vuelto loco!
Aquel bar no era, ni mucho menos, un local lujoso. Cuatro o cinco mesas, una barra adornada por algún borracho que lloraba sus penas al camarero y un viejo radiocasete que hacía sonar una canción de los 80, “Lust for life” de Iggy Pop una y otra vez. Pero el sitio tenía su encanto, la pulcritud y el buen servicio de los camareros bastaba para hacer de ese antro, nuestro refugio.
Pedimos unas tortas de jamón y unas cervezas.
-Bueno, ¿sigues enfadada por lo de Schopenhauer? –sonreí burlona.
-Que va, creo que podré perdonarte tu falta de gusto por los filósofos. ¿Odias a alguien más? Es por saber si solo estás equivocada en eso.
-Bueno, también odio a Freud.
-No lo conozco bien, la psiquiatría no me atrae mucho.
-¡Ni falta que hace! Era otro cretino.
-Para ti todos son cretinos.
Ambas carcajeamos al unísono hasta que al fin ella alcanzo a decir:
-Perdona por lo que te dije antes, estaba enfada, supongo. Para nada pienso todas esas cosas de ti.
-No importa, yo no tendría que haberte gritado, además, un poco pedante sí que soy. –sonreí intentando quitar hierro al asunto.
Me devolvió una sonrisa vaga.
-No me pareces pedante, tal vez un poco apasionada y con una gran elocuencia al hablar.
-Gracias.
Quedamos en silencio unos minutos. Yo reflexionaba sobre lo que había ocurrido después de la disputa y ella miraba a la nada con cara pensativa.
-¿Por qué estabas enfadada? –aunque me hacía una ligera idea, necesitaba cerciorarme.
Se encogió de hombros pero no comentó nada. El ambiente se tersaba y preferí cambiar el rumbo de la conversación.
-¿Vives sola?
-No, con mis padres, pero es algo temporal, ya sabes.
¿Ya sabes? ¿Se refería a lo que sabía de Alex o era un “ya sabes, en cuanto pueda me largaré”?
-Claro.
-Antes compartía piso con una compañera de la universidad pero ella se fue a Canadá con su novio y vendió el piso, sin avisar si quiera, de un día para otro.
-¿Te dejó en la calle?
-Podría decirse que sí. Pero con mamá y papá no se está nada mal. –sonreía, el aire era más armonioso.
Parecía tan inocente y vulnerable.
-¿Tú vives sola?
-Sí. Mis padres viven en un pueblo de Ciudad Real y yo vine aquí huyendo de la monótona y asquerosa vida rural.
-¡Ala! No será para tanto, ni que tuvieras que convivir con cabras o puercos.
-A eso me refiero.
-¿En serio? –no cabía en sí de asombro.
-Y tan en serio. Me he criado rodeada de animales, no puedo negar que fue divertido pero un día dejé de soportarlo.
-Me encantaría ir algún día.
¿Conmigo?
-¿Estás segura? Mira que las gallinas conviven con nosotros en el salón.
-¡Ahora sí que estoy segurísima!
Entre varias cervezas estuvimos hablando de nuestras infancias, de las familias, la vida en el instituto y de los primero amores. No sé si fue por el alcohol o porque teníamos empatía, pero terminé contándole secretos vergonzosos y anécdotas que no la dejaban parar de reír.
-¿¡La pillaste desnuda?!
-¡Sí! No te rías, ¿sabes lo traumático que es ver a tu profesora de cincuenta y seis años y ochenta kilos denuda ? –lo cierto es que yo tampoco podía parar.
-¡Es que te imagino luego en clase sin poder mirarla a la cara!
Seguimos un par de horas hasta que el camarero nos echó. Subimos al hotel casi sin poder andar, todo nos hacía gracia.
Una vez en la puerta de su habitación:
-Lo he pasado genial, Adri.
“Adri” Era imposible disimular mi felicidad.
-Yo también. Me encanta estar así contigo.
Su risa se sosegó quedando en una expresión de simpatía.
-Y a mí. Tenías razón, había una conexión especial .
No sabía que decir y preferí quedar callada.
-¿Verás a tu ex al volver?
-¿No quieres que lo haga?
Su expresión denotaba tristeza y resignación.
-Si no quieres no lo haré.
Se acercó lentamente y me dio el más intenso de los besos.
-¿Quieres entrar?
Asentí y con un leve tirón en mi brazo me metió dentro del cuarto.
Llegamos a la cama dejando atrás una cadena de besos y sin mucho esfuerzo, me empujó dejándome sentada sobre el colchón. Se sentó encima de mí con las piernas abiertas. Su lengua casi tocaba mi campanilla y yo notaba la humedad entre el hueco de su falda y mi pantalón. Acariciaba mi pelo con sus dos manos sujetando con firmeza mi cabeza y controlando mis labios. Mis manos acariciaban sus caderas atrayéndolas lo máximo posible a mí. Comencé a subir las manos por dentro de su preciosa camisa blanca de Chanel pero antes de llegar a mi objetivo nos interrumpió el sonido del móvil. Clara resopló y yo sacudí la cabeza hacia atrás para mostrar mí desazón.
Era Vázquez
-Te juro que voy a deshacerme de este trasto.
Rió y yo respondí.
-Hola, señor.
-Buenas días, o noches, según se mire. ¿Te he despertado?
-No se preocupe, no podía conciliar el sueño.
Clara se metió en el baño.
-Te llamo tan temprano porque me urge tener los exámenes de evaluación. ¿Están hechos?
¿Cómo podía ser tan tocapelotas?
-Sí, y creo que Cla… la señorita Abellán las ha enviado por fax ya.
-¿Crees?
-Es decir, estoy segura.
-Vale, entonces miraré los resultados al llegar a la oficina y si todo está en orden volveréis la semana que viene. Podéis recoger los billetes pasado mañana.
-¡¿Mañana?! –No podía creerlo, justo ahora que las cosas empezaban a ir mejor. – Pero usted dijo que estaríamos aquí tres meses.
-Lo sé, pero el supervisor me ha hablado maravillas de ti y creo que serás más útil aquí.
Resumiendo, estaba cansado de hacer mi trabajo.
-Vale, señor. Mañana le llamaré para confirmarlo.
Colgué atónita. Esto no podía acabar tan pronto. Sólo llevábamos un mes en México, dónde conectábamos y nos encontrábamos lejos del mundo real, de Alex y Anas, de jerarquías empresariales (más o menos) y de gente que nos conociera y que la hiciese sentirse violenta. Era imposible.
En ese momento Clara salió del baño. Se había retocado y estaba rodeada de gran sensualidad.
-¿Ocurre algo?
-No, nada, el señor Vázquez sólo quería saber si las evaluaciones estaban enviadas.
No podía decirle que en una semana volveríamos a nuestra rutina y arriesgarme a que este sueño desapareciera.
-¿A las cuatro y media de la madrugada?
Suspiré nerviosa.
-Es un valiente hijo de puta, no sé por qué me odia tanto.
Se acercó a mí y volvió a sentarse en la misma postura.
-Señorita Casals, la empresa se desmorona si no está, es usted una profesional envidiable.
La rodeé con mis brazos.
-No sabes cómo me excita lo de señorita Casals.
Sonrió con picardía y añadió:
-Pues debes pasarte el día a cien porque te lo dice todo el mundo.
Reí mientras me echaba hacia atrás tirando de ella, dejándola sobre mí. Empezó a darme pequeños y dispersos besos en el cuello, recorriendo mis brazos con sus manos, enseguida noté el antojo de poseerla y giré para situarme encima de su cuerpo, aprisionando sus muñecas la miré a los ojos y ella susurró: Hazme el amor.
Le desabroché la camisa despacio y seguí con el sujetador. Sus pechos se movían al compás de su ajetreada respiración. Estaba nerviosa y permanecía inmóvil. Me senté sobre ella y me deshice de la camiseta dejando los senos al descubierto.
-Así mejor . –dije discretamente.
- Mucho mejor.
Me agarró del cuello y me atrajo hacia ella abrazándome. Bajó las manos acariciando mi espalda hasta quitarme el pantalón mientras yo estudiaba su boca con mi lengua.
Mi mano recorrió su muslo acompañada de sus leves gemidos terminando en la ingle. Me libré de su falda y llené su cuerpo de caricias y besos.
Pero estos no tardaron en subir de tono.
Clara acarició mis nalgas mientras yo comenzaba a frotarme contra su muslo. El deseo aumentaba a medida que nos besábamos de manera descontrolada.
Bajó mi tanga dejándome al descubierto, me incorporé para que pudiera librarse de él.
Noté su respiración entrecortada y acaricié su rostro.
-Quítamelo . –dijo mirando mis pechos.
Obedecí rauda y sumisa. Le acaricié el abdomen y continué bajando hasta acariciar la humedad que emanaba de su deseo.
Al llegar al clítoris hinchado con el dedo, Clara dejó escapar un pequeño gritó. La miré.
-¿Tan perceptiva?
Tartamudeó
-No te haces una idea del tiempo que llevo sin disfrutar del sexo.
No supe cómo tomarme eso, pero tampoco estaba en condiciones de replanteármelo. Volví a su boca mientras le introducía el dedo con suavidad. Cerró los ojos, podía sentir la aceleración de su pulso. Retiré el dedo y lo metí más hondo. Repartí varios besos por su pecho. Con la respiración entre cortada me pidió que metiera otro dedo.
Retiré el que estaba dentro y regresé con dos lentamente, escuchando como jadeaba. Entraba y salía con excesiva calma.
-Ha…hazlo más rá…pido…
Aceleré el ritmo y curvé los dedos y le susurré al oído.
-Me encantas.
Clara gritó con fuerza cuando toqué cierta zona que la hizo acelerarse más.
Fue entonces cuando acaricié su clítoris con el pulgar y seguí unos movimientos concordados entre sí hasta llegar al paroxismo que concluyó con los gemidos más altos y mi nombre repetido varias veces. Cerró los muslos y me atrapó dentro hasta que se relajó.
Los ósculos volvían a ser interminables, como una muestra de agradecimiento o algo así. Acarició mi pelo y musitó:
-Ahora te toca a ti.