Marta
Marta...
Marta es la hija de mis vecinos.
La deseo desde el primer día que la vi. Pero como soy tan tímido y apocado, me azoraba incluso cuando nos cruzábamos en el rellano.
Ella siempre saludaba con energía. “¡Buenos días, Pablo! ¿Qué, a trabajar?” Yo me sonrojaba y asentía tímidamente. “Tú a estudiar, ¿no?”, lograba articular a veces. “¡Claro! ¿Qué voy a hacer si no?” Y salía del ascensor. Cuando avanzaba delante de mí, admiraba su figura y su inocente contoneo; porque estoy seguro de que no era consciente de lo buena que estaba. Yo suspiraba internamente, deseándola, pero sin atreverme a nada que no fuera masturbarme pensando en ella.
Se habían mudado a principios de otoño. Estábamos en primavera. A mediados de mayo, una tarde soleada, sonó el timbre de la puerta. Pensando en algún pesado de IberTrola, Pazztel o Castigos de Jehová, abrí con la frase puesta en la boca: “No, gracias. No me interesa.”
Era Marta.
Intenté disimular mi estupor y mi alegría. Y mi apuro.
“¿Puedo pasar?”
Yo no sé qué entendí, pero recuerdo que estábamos en el vestíbulo (¡de mi casa!) y que ella hablaba y hablaba, mientras yo miraba su boca moverse. ¡Estaba tan aturdido!
Aislé algunas palabras: padres fuera, sin internet, el móvil en huelga (“Llama desde aquí”, ofrecí. Ni caso). Total, que si podía estar un par de horas conmigo porque no había quedado hasta las nueve con sus amigos.
“Cl… Claro, claro que puedes”, acerté a decir, después de carraspear un par de veces.
Marta conocía la distribución de mi casa perfectamente porque el piso de sus padres y el mío son simétricos respecto al rellano. Fuimos hasta el final del pasillo, que desemboca en el salón-comedor. Pasó revista a los dibujos que colgaban de las paredes. Descolgó un pequeño cuadro con marco dorado y lo puso a la luz.
“Es un Callot, ¿verdad? Es muy bonito .”
Luego fijó su atención en una menuda cabeza, al pastel, debida a Van Mieris.
“Me gusta mucho”, dijo. Y silbó admirativamente.
Desenvuelta como era, preguntó que qué estaba haciendo.
“Na… Nada. Leía.”
“¡Ah! ¿Qué estás leyendo?”
Su voz, siempre jovial, potente, inquisitiva, me agobiaba. Esos días estaba leyendo Consideraciones acerca del fin del mundo , de Marian Rostenkowski. Para vacilar, le dije el título original ( Überlegungen über das Ende der Welt ). Sus pupilas se dilataron, asombrada por mis conocimientos. Dudó un segundo.
“¡Ni de coña sabes tú alemán!”
Yo sí sé alemán. Pero me notaba más rojo que un tomate.
Se puso delante de mí.
“Pablo, he venido para que me folles.”
Juro por dios que esas fueron sus palabras. Más que atónito, estaba asustado.
“Pablo, quiero que me tengas. Necesito que me poseas. Pero tienes que hacerlo a mi manera. Me tienes que tener .”
Pausa.
“ Tengo que ser tuya .”
La entonación estaba más que clara. Aparte de no entender nada, yo alucinaba en colores.
“¿No quieres el cuadro?”, balbuceé.
Su mirada, intensa, me taladró.
“Tú eres imbécil, ¿no?”
Confieso que me sentí aliviado. Si me tomaba por tonto, se iría, me dejaría solo y no tendría que estar pendiente de todas sus palabras, de todos sus movimientos. Estaba muy asustado.
Cabeceó como si no pudiera creer lo que estaba ocurriendo. Había ido a mi casa para dejarse dominar por un hombre, y se encontraba con un pelele que ni siquiera entendía la situación. De aprovecharse de ella, ni hablamos.
Reconozco que se me había puesto dura. Volvió a hablar. Marta, digo.
“Pablo. Me gustas. Quiero tener un rollo contigo, joder. No es tan difícil. Echamos un polvo. Si bien, repetimos. Que no, lo dejamos. Otra cosa. Me gusta que me jodan .”
Y dale con la entonación. Esto último me descolocó del todo. “Que me jodan”, dice la muy.
Yo estaba tan confuso que me corrí allí mismo. Así lo digo.
Llevaba tanto tiempo sin una mujer, que sus palabras obraron el maleficio; el calzoncillo y el pantalón absorbieron la humedad, pero por dentro me quedó la sensación de vergüenza.
Marta cabeceó decepcionada, pero noté su intención de ocultarlo.
“Lo siento”, dije.
Me miró, comprensiva.
“No te preocupes”.
Silencio.
“Yo había venido a…”
Dudó unos instantes.
“Bueno, ya sabes. Quería que tú…”
Nueva interrupción. Yo estaba tan acojonado que no me salían las palabras. En mi mente tenía muy claro lo que quería: “¡Ponte de rodillas y chúpamela!”
“En fin, que quiero… que quería… que fueras mi amo”
Frunció el gesto, decepcionada, y se volvió hacia la salida. Yo estaba hecho un lío: tenía delante de mí a una tía a la que deseaba, y que se me ofrecía, y yo parecía un patito miedoso. ¡Pablo!, me dije. ¡La tienes delante de ti! ¡Hazlo! ¡Tíratela!
Me estaba más quieto que la momia de Ramsés.
Marta pareció darse cuenta de mi conflicto.
Pese a su edad —no le echaba más de 23 años—, parecía muy madura. Dijo, repitiendo sus palabras de antes: “Quiero follar. Contigo. Ahora."
Su mirada era pura verdad.
Mi lamentable estado también era pura verdad. Hice un último esfuerzo.
“Si me la chupas, luego te follo.”
Ni yo mismo me creí esas palabras. No sé ni cómo pude articularlas. Las mejillas me ardían. Me miró casi con misericordia.
“Pablo, ahora no te follarías ni a una abeja. Adiós.”
Se fue hacia la puerta. Se me nubló la vista. Empujé su cabeza contra la pared y luego contra el armario empotrado del dormitorio donde estábamos. Oí sus quejidos, pero seguí sujetándola por el pelo.
“¿Qué has dicho?”
Silencio. Me pareció que Marta dudaba entre rebelarse o someterse. Se rebeló. Se volvió hasta quedar frente a mí.
“Hijo de puta. No tienes ni media hostia.”
Lo de hijo de puta no me afectó. Pero lo de la media hostia… No pude contenerme. Planté la palma de mi mano derecha en su mejilla izquierda. Fue un bofetón, no una hostia. Me miró desafiante.
“Eres un maricón. No sabes ni pegar a una mujer.”
Eso dijo.
Algo pasó dentro de mi cabeza. No sé qué fue. Sólo sé que un segundo después mi puño izquierdo había salido lanzado hacia su hígado. En su rostro se cruzaron dos emociones, la sorpresa y el dolor. Un dolor tan intenso que tuvo que doblar la rodilla hasta el suelo.
La cogí por el pelo y tiré hacia arriba. De pie, frente a mí, ahora su rostro mostraba indignación. Me empujó con sus manos, queriendo apartarme.
“Suéltame, hijo de puta”, gritó.
Temiendo que la pudieran oír los vecinos, le metí el pulgar en la boca. ¡No va la tía y me muerde! Le mostré el puño ante su cara y aflojó la presión de los dientes.
“Cabrona. Te vas a enterar de lo que es bueno.”
Juro que no sé qué es lo que me estaba pasando. Estaba asistiendo a mi propia transformación. Saqué el dedo de su boca y con esa misma mano le apreté el cuello, como si quisiera estrangularla.
“¿Quieres que te folle, dices? Te voy a matar, hija de puta.”
¡Me cago en sos! Sus ojos decían “Sí”. Yo estaba tan aturdido (ya lo he dicho, ¿no?) que no sabía qué pensar. Supongo que la mala conciencia, mi propia naturaleza, mis inseguridades, mi complejo de inferioridad, es lo que hizo que hiciera lo que hice.
La golpeé con ganas. Con fuerza. En el torso, en las costillas; en la espalda. Había sangre en mis nudillos. Se me puso dura. Lo juro.
Los hombres se inquietan cuando olfatean una gloria al alcance de la mano. Algo así me pasaba.
“Tú me harás santa”, y no pudo decirlo de forma más natural.
Si ya estaba confuso, al oír sus palabras me quedé del revés. Antes que permitir que se diera cuenta de mi estado, volví a golpearla. Ahí donde mis puños habían dejado huella, los hundí otra vez. Oía sus gemidos. Parecía disfrutar y eso me encabronaba más, por lo que le pegaba con más fuerza. Más fuerza, más placer; más placer, más furia; más furia, más violencia. Y así.
Me detuve, jadeando. En la refriega habíamos salido al pasillo. Le sangraba el labio inferior. Me miró a los ojos. Respiraba con dificultad. Se acercó a mí, apoyó la cabeza en mi pecho y me abrazó.
“Pablo. Hazlo. Házmelo. Ahora.” Me empujó de vuelta al dormitorio.
Después del subidón de la paliza, ahora estaba como desorientado. Para colmo, Marta comenzó a desnudarse. La violencia había hecho que me empalmara. Y ahora, al ver su cuerpo, tantas veces deseado, desnudo, noté el aguijón moverse dentro de la ropa. Me bajé los pantalones y quedó a la vista la mancha de mi precoz eyaculación, para vergüenza mía y mirada compasiva de ella. Se agachó y sujetó el miembro con restos resecos de semen. Con la mayor naturalidad, pasó la lengua sobre el glande. Lo hizo varias veces, logrando ponerme muy nervioso. Me descalcé y acabé de quitarme la ropa.
Marta se había subido a la cama, poniéndose a cuatro patas, con las rodillas sobre el borde, ofreciéndome su trasero. Yo tenía miedo. Miedo a no dar la talla y que ella se riera de mí. “No tengas miedo, que vas a saber cumplir”. Parecía leerme la mente. Yo seguía totalmente ido. No podía dejar de mirar la línea que separaba aquellas nalgas, ni la raja de su sexo, brillante por la humedad. Era evidente que Marta estaba muy excitada.
“Pégame”, dijo. Como yo no reaccionaba, lanzó una patada que a punto estuvo de darme en los testículos. “¡Que me pegues!”.
Le di un cachete. “¡Serás marica!” Se bajó de la cama. “¿Es que no sabes pegar?” Ahora fue ella la que me soltó una hostia en la cara. Yo estaba rojo de vergüenza y de ira. Volvió a invadirme la rabia de antes. Le pellizqué uno de los pezones. Con tanta fuerza que lanzó un gritito. Sus ojos se humedecieron y a sus labios asomó una sonrisa. Repetí lo mismo con el otro pezón. “Ponte ahí”, le dije señalando la cama. Se puso como antes, con la grupa en pompa. Abrí el armario y saqué un cinturón. Lo doblé como hacía mi padre cuando iba a darme una paliza, y comencé a azotarla. El primer golpe fue sobre la nalga derecha. Oí un gruñido. Otro golpe en la misma zona. “¡Más fuerte, cabrón!” Se sucedieron los golpes y los gemidos.
Aquel no era yo. No podía ser yo. Yo tengo mis fantasías, como todo el mundo. Pero aquello no era fantasía, aquello estaba pasando. Yo me había imaginado muchas veces que me tiraba a Marta, pero de una forma normal, por así decir. A veces le echaba un par de polvos y ya; otras, teníamos un romance; las más de las veces ella estaba prendada de mí y yo la satisfacía descubriéndole un mundo de placer que ella desconocía…
¡Joder! Y ahora esto. Los golpes seguían cayendo. Tenía las nalgas de un color rojo intenso. Había inclinado la espalda hasta tocar con la cara la colcha, a la que se había agarrado con fuerza. Tenía los ojos cerrados, pero su expresión era casi beatífica. La tía estaba disfrutando. Me detuve a coger aire.
Marta rodó sobre la cama hasta quedar tumbada boca arriba. Me miró. Se levantó con alguna dificultad. “No ha sido tan complicado, ¿eh? Por cierto, también puedes insultarme.” Me puso una mano en los testículos y con la otra me acarició el pene. “Ahora vas a ser bueno y me vas a follar.” Yo no sabía qué hacer, si obedecerla y tirármela (que lo estaba deseando), o seguir golpeándola, algo a lo que podía acostumbrarme muy fácilmente.
Otra vez alguien que no era Pablo me sustituyó. “De momento, vas a dejar de darme órdenes”, dije, y le di un manotazo en los senos. Noté que le había hecho daño, pero no se movió. Al contrario, me miró desafiante. Hice que se girara. Aún tenía el cinto en la mano. Le di en las caderas: derecha, izquierda; derecha, izquierda. Oía su respiración agitada. Le sujeté la cara y la giré hacia mí. Jadeaba por el dolor y por el placer que le daban los golpes. Qué hija de puta. Que disfrutara me hacía rabiar, y la rabia me hacía golpearla con más saña, y eso hacía que siguiera gozando… Volví a darle fuerte.
“Ahora ya puedes ser mi amo, Pablo. Señor Pablo, perdone”, dijo al cabo de un par de minutos.
Recordé sus palabras: Tengo que ser tuya . Me tienes que tener . Sé que una de las parafilias sexuales es la dominación, el sometimiento de una de las partes a la otra. Me costaba creer que Marta, desenvuelta y con aspecto de conocer mundo, quisiera ser la parte sometida y que me hubiera elegido a mí para ser su amo.
Mientras la golpeaba, había estado empalmado. Pero ahora tenía el pito más bien alicaído. Marta se dio cuenta de mi estado, y sin darle importancia dijo que su señor Pablo podía disponer de ella cuando quisiera y en la forma que quisiera. Oírla decir “mi señor Pablo” me sonaba, más que extraño, ridículo. Cogí aire. “Tu señor Pablo quiere que se la chupes.”
Confieso que no las tenía todas conmigo, y que temía una reacción airada por su parte. Pero no. Se puso de rodillas delante de mí, sujetó el miembro y se lo metió enterito en la boca. Poco a poco recuperé el estado de ánimo y el pene creció hasta un tamaño adecuado para mis intenciones: tirármela. Aunque tengo que reconocer que no me hubiera importado dejar que continuara con la felación hasta el final.
Le dije lo que quería. Me miró con timidez. “¿No quiere mi señor darme otra vez con el cinturón?” La empuje con fuerza y cayó sobre la cama. Cogí el cinto y la azoté en los muslos. Mientras la golpeaba, sentí cómo la sangre me llenaba el miembro y cómo la deseaba. Seguí dándole cintarazos. No sabía lo cansado que es pegar a alguien.
Me detuve, jadeante y a punto de reventar. “Ábrete de piernas.” “Zorra”, añadí. Al oír esa palabra, sonrió, os lo juro. Me puse sobre ella y la penetré. Fue lo más fácil del mundo: su sexo estaba encharcado con los flujos que el placer había generado.
No me podía creer lo que estaba haciendo. ¡Estaba con Marta, y se la había metido! Un sueño hecho realidad. Acaricié sus senos, los besé y los chupé delicadamente. “Muérdelos”, dijo con un hilillo de voz. Seguí copulando y mordiendo. Estaba tan ansioso, tan desorientado por lo que estaba pasando, tan ido de mí, que realmente no sabía ya si aquello estaba teniendo lugar.
Lo que sí es verdad es que me corrí enseguida. Fue un polvo abrupto, torpe, acelerado. Después de eyacular, me salí de ella y me quedé tumbado a su lado, mirando el techo, incapaz de pensar coherentemente en nada. Noté que se movía. Se puso de rodillas a mi lado. Colocó la mano derecha en su entrepierna y se hurgó dentro del coño. Cuando retiró la mano, la tenía toda mojada con mi esperma. Comenzó a lamer la palma y luego todos los dedos, uno por uno, hasta no dejar ni rastro. Todo esto sin dejar de mirarme. Yo alucinaba.
“Relájese”, dijo. Se inclinó y comenzó a pasar la lengua a lo largo del pene, retirando cualquier resto de semen. Terminada la operación limpieza, se puso a horcajadas sobre mi estómago, ofreciéndome sus senos. “Muérdeme”, pidió.
Yo ya estaba satisfecho; estaba cansado, y aquello ya comenzaba a aburrirme. Pero la tentación de aquellas dos maravillas era superior a mí, y dediqué a acariciarlos. “¿Mi señor no quiere morder?” Apreté los dientes sobre la areola del pezón. Noté el sabor de su sangre en mis labios. La miré: había echado la cabeza hacia atrás, arqueando la espalda; noté que su piel estaba erizada y que su cuerpo temblaba: ligeramente, primero, convulsionando después. Estaba teniendo un orgasmo a cuenta del mordisco. No me lo podía creer. Su cuerpo pareció aflojarse. Sostenía mi cabeza contra su pecho. Repetí con el otro pezón. Con la misma fuerza. Con el mismo resultado. Esta tía tiene que estar loca, pensé.
Lo sorprendente es que yo me había vuelto a empalmar. Nunca hubiera pensado que la violencia produjera en mí estos efectos. Notó la erección y se apartó. Tumbados sobre la colcha revuelta, me acarició el miembro con delicadeza y suavidad. “¿Quiere mi señor poseerme?” Dejé pasar unos segundos. “Quiero que me hagas una paja… con la boca.” Sin titubear ni un momento, se inclinó sobre el falo y se metió la punta entre los labios, acariciando con la lengua la superficie. Luego comenzó a bajar y a subir la cabeza. ¿Tengo que decir que me moría de gusto? Las tetas se bamboleaban sin control y yo, de vez en cuando, las golpeaba. O le tiraba con fuerza del pelo. O la insultaba con palabras que ahora tengo dificultades para repetir.
Había recuperado parte de la cordura, porque era plenamente consciente de Marta, mi vecina Marta, me la estaba chupando. Y porque yo se lo había pedido. Intenté disfrutar al máximo de la situación. La visión de su cabeza subiendo y bajando, mostrando y ocultado el miembro viril, no hacía sino acentuar mi disfrute.
Todo tiene su fin, y al cabo de varios minutos noté que las pelotas bullían y el chorro de semen buscaba salir. Me estremecí de gozo. Marta no pudo, o no quiso, contener las efusiones y parte del blanco y espeso líquido resbalaba por su barbilla hasta el pubis y los testículos. Después de vaciarme, sujetó el miembro, agitándolo. Unas últimas gotas aparecieron en la punta, y las rebañó con la lengua. Luego hundió su cara en la maraña del vello púbico, rastreando con la punta de la lengua y los labios hasta la última gota. Lo mismo hizo en el escroto.
Agotado, me quedé medio dormido.
Cuando desperté, Marta no estaba.
Al día siguiente encontré en el buzón una nota que decía “No eres lo que busco. M.”