Marta (2)
Nuevo capítulo sobre el despertar sexual la adolescente iniciada por su hermano.
Al día siguiente no me atrevía ni a mirarla a la cara. Marta seguía como si tal cosa, pero mi cabeza daba vueltas hasta que ni yo mismo entendía mis pensamientos. Arreglamos la casa como siempre, comimos en silencio, seguimos nuestras rutinas vespertinas.
Temía que llegara el momento de después de cenar. No sabía si irme directamente a mi habitación, evitando el peligro y cualquier pregunta. Pero decidí, y ahora sé perfectamente por qué, hacer como siempre y sentarme en rincón del sofá a ver la tele, lo que fuera, como siempre.
Dos minutos después Marta estaba a mi lado, se sentó y apoyó su cabecita en mi muslo. No sabía que hacer con mis manos. De repente, su mano se posó con una seguridad pasmosa sobre mi miembro, que comenzó a crecer sin pausa hasta alcanzar su máximo tamaño, con una fuerza casi dolorosa. Marta comenzó el ritual con sus deditos y tuve que rendirme a la evidencia: deseaba con todas mis fuerzas que siguiera sin pausa hasta hacerme alcanzar otro orgasmo maravilloso. Simplemente no era capaz de pensar en ninguna otra cosa, no queda rastro de sensatez en todo mi cuerpo. Supongo que fue en el momento que cortamos amarras y decidí no mirar atrás. Estaba aterrorizado por las posibles consecuencias, pero no podía remediarlo.
Pasaron las semanas y ambos habiamos asumido la situación sin vergüenzas ni remordimientos de ningún tipo. Me autoengañaba diciendo que al fin y al cabo no había tanta diferencia entre acariciar una u otra parte de nuestras anatomías. Que no hacíamos mal a nadie ni estaba obligando a Marta a nada que no quisiera, que era ella la que me obligaba en cierta manera. Es absurdo, pero necesitaba una alguna justificación, por idiota que fuera, para continuar con nuestros juegos sexuales sin volverme loco por la culpabilidad. Porque yo ya era adicto a las largas sesiones de masturbación que Marta me proporcionaba encantada.
No es que tuvieran lugar todas las noches, pero como siempre acabábamos en el sofá después de cenar, rara era la que no nos liábamos. A veces incluso se sentaba mientras terminaba con la fruta y me lanzaba una mirada picarona y media sonrisa, como preguntando si me iba a hacer de rogar mucho. Cosa que ni de coña, claro, a los dos minutos estaba a su lado y comenzaba el ritual, apoyando su cabecita entre mis piernas.
Una noche en la que la noté especialmente entregada a la labor, abrí los ojos para contemplarla. Estaba con la cabeza apoyada en mi muslo, apoyada sobre su vientre y mirando la tele distraída mientras su manita dedicaba toda clase de travesuras a mi glande, que relucía brillante por la inevitable lubricación. Noté sorprendido como movía su pelvis, apretándola descaradamente contra el asiento, frotando su pubis contra el mismo. Seguía un ritmo lento, pero continuado. Marta se estaba masturbando mientras me pajeaba dulcemente.
- “Marta, ¿por qué te gusta tanto acariciarme?”
- “Hum, no sé, porque te gusta y me hace gracia... Sé que disfrutas mucho y a mí no me cuesta nada”
- “Ya, pero... ¿por qué te estás rozando tanto con el sofá? ¿te molesta algo?”
- “No, es solo que cuando te acaricio... Pues no sé, pero noto algo entre mis piernas que me pone nerviosa, la única forma de calmarme un poco es así”
- “Pero... ¿te duele o algo?”
- “Que va, me da mucho gusto, por eso lo hago. Lo que pasa es que a veces estamos mucho rato, como hoy, y me quedo un poco rara cuando te corres. Esas noches me cuesta mucho dormirme, no sé”
Una idea loca cruzó mi mente y sin pensarlo dije:
- “Date la vuelta, cariño”
Obediente, dejó de masajearme y se puso boca arriba, con la cabeza mirándome. Solo llevaba puestas la camiseta y unas delicadas braguitas de algodón blanco, y justo en el medio de ellas, sobre la entrada a su vagina, vi una brillante y delatora pequeña mancha de humedad.
Marta estaba cachonda. Sonriendo, deslicé mi mano entre la goma de la braguita hasta su pubis. Con todo el cuidado que pude, posé mi mano sobre su coñito. Estaba caliente como el infierno, suave como el visón y ligeramente húmedo. Marta me miró muy seria, pero sin miedo. Alargué mi anular y con todo cariño lo dejé entre sus labios mayores. Estaba todavía más caliente y resbaló suavemente al hallarse empapado de sus jugos. Marta dio un pequeño respingo.
- “¿Te he hecho daño?”
- “¡Que va! Me gusta mucho”
Subí la yema hasta donde supuse estaría su clítoris, notando el pequeño bultito casi palpitante. Lo rocé todo lo delicadamente que pude en círculos y Marta exclamó:
- “¡Guau! ¿Qué me estás haciendo? ¡Es la hostia!”
Saqué la mano, con mi anular brillante por los jugos que había recolectado.
- “¿Ves esto? Es como el líquido ese que me sale del pene cuando comienzas a masturbarme, antes de correrme. Eso significa que estás muy, muy excitada. Ahora ya sabes cómo me pones.”
- “A ver...”
Me cogió la mano y acercó el dedo a su boca, sacó la lengua y lamió ligeramente.
- “Hum, está igual de salado, sabe igual... ¡y también me gusta!”
Entonces fui yo quien lleve mi dedo a la boca. Pero antes llegó su increíble aroma, que me golpeó el cerebro como un martillo pilón. No olía como ninguno de los pocos coños que había podido olfatear hasta entonces, aquello era una maravilla. Olía fresco, joven, salvaje, toda una promesa de juegos por practicar y pasiones por disfrutar. Enloquecí. Cualquier mínimo vestigio de serenidad, de pensar en las consecuencias que podía acarrearme fue barrido por el increíble olor del coño de mi hermana.
Lamí lentamente los jugos y aún fue mejor. Fue como el concentrado de ese olor, ligeramente salado y embriagador como ninguna bebida alcohólica. Ya no era dueño de mis actos. Decidí que era hora de devolverle un poco del placer que durante semanas me había estado proporcionando sin pedir nada a cambio.
Volví a meter la mano debajo de sus bragas. Con toda la palma de mi mano, apreté suavemente pero con firmeza su monte de venus. Marta cerró los ojos y dejó escapar un dulce gemido.
Estaba empapadisíma. Volví apoyar mi anular sobre su clítoris y volví a frotarlo, esta vez en círculos, firme pero con dulzura. Marta abrió los ojos y la boca, exclamando:
- “¡Guau! ¡Me vas a volver loca!”
- “Échate la cabeza atrás y disfruta, tonta”
Vengativo, comencé a practicarle la misma tortura que tan diligentemente ella me había venido dando las últimas semanas. Ahora suave, ahora firme, ahora en círculos, ahora de arriba abajo. Ahora paraba, y justo cuando iba a emitir una queja, retomaba las caricias. Los gemidos y suspiros fueron subiendo de tono, mi hermanita estaba recibiendo el primer pajote en condiciones de su vida. Se mordía los labios y agitaba la cabeza de lado a lado, con los ojos siempre cerrados y lanzando cada vez más aire por la boca y la nariz. Gotas de sudor comenzaban a hacer brillar su frente.
- “Espera, quítate las bragas”
Sin preguntar y con toda la rapidez que pudo, se sacó las braguitas que volaron hacía un rincón. Aproveché para volver a oler el aroma de su coño y lamer ante su mirada vidriosa todo el fluido vaginal que pude.
- “Ábrete de piernas un poco”
Obediente otra vez, separó sus muslos. Acerqué mi anular a la entrada de su vagina y le dije
- “Si te hago daño me lo dices y paro, ¿vale?”
Asintió con la cabeza y una mirada ligeramente asustada pero valiente a la vez. Su confianza en mí era ciega.
Introduje suavemente poco más de la primera falange de mi anular, pendiente de cualquier señal de que la maniobra pudiera resultarle molesta. El dedo resbaló dulce y suavemente sin problema alguno, prácticamente devorado por aquella vagina ardiendo por comenzar a disfrutar. Marta dio otro pequeño respingo, echando el cuello hacía atrás mientras volvía abrir mucho los ojos.
- “¿Duele?”
- “Ni de coña, sigue”
Empecé a meter y sacar el dedo, cada vez se iba hundiendo más en su coñito hasta que toqué algo que supuse debía ser su himen. No pensaba desvirgarla de manera tan cutre, así que cuando calculé hasta donde podía meterle el dedo sin romper nada comencé a acelerar mis movimientos. Pronto me la estaba follando con el dedito y el espectáculo era indescriptible. Ahí estaba mi hermanita, con la cabeza hacia atrás sobre mis piernas, ligeramente abierta de piernas, su vello púbico rubio y brillante por los jugos fruto de la excitación y mi dedo entrando y saliendo cada vez más rápido de su coño. Estaba totalmente empapada, y ya estaba dejando una mancha en el sofá que iba a costar Dios y ayuda quitar, pero era lo que menos me preocupaba. A la vez que la pajeaba trataba de acariciarle el clítoris para aumentar su placer, todo era poco para ella.
- “Dame más, más aprisa... más fuerte!!!”
La que hablaba no era mi hermanita Marta. Era una perra cachonda y salida, enloquecida por el placer. Noté como se abría más de piernas y decidí meterle otro dedo. Anular y corazón comenzaron a trabajar al unísono, firmes y sin pausa. Marta comenzó a gemir repetidamente y supe que su orgasmo se acercaba. Incrementé mi ritmo todo lo que pude, apretando su vulva ocasionalmente. Marta cogió mi muñeca con ambas manos y comenzó a marcar el ritmo, todavía más fuerte y salvaje. Temía que se me fuera la mano y pudiera desvirgarla pero no pude dejar de masturbarla. La escena me puso a mil, pensaba que iba a correrme yo sin necesidad de que me tocara. Y entonces, estalló.
- “Ahhhhhhh....”
Se corrió entre gemidos, suspiros y grititos, quedándose luego con los ojos abiertos y temblando. Era la escena sexualmente más excitante que jamás había presenciado. Pero algo no marchaba bien.
- “Joder, que numerito”, dijo avergonzada. “Te vas a pensar que soy una puta y una guarra”, repitió con las lágrimas pugnando por salir. “Ahí espatarrada, pringada, gritando como una perra...”
- “No seas tonta, Marta. Has disfrutado de tu cuerpo y nada más, está en nuestra naturaleza. ¿Qué te crees que siento yo cuando me aplicas uno de tus ‘tratamientos’? A mí me da también mucha vergüenza, pero me gustan tanto que en seguida se me pasan...”
Pronto se encogió, arremolinándose junto a mí como una gatita al lado del fuego.
- “Ha sido una pasada, en la vida había disfrutado tanto. Ahora que sé lo bien que se pasa, te prometo que voy a practicar para darte todavía más gusto. Claro que tú también tendrás que aplicarte, ¿eh”
Sonreí acariciándole el pelo, tratando de esconder la erección que me torturaba y que iba a acabar en un dolor de huevos acojonante si nadie ponía remedio pronto. Pero viéndola agotada no tenía valor para pedirle que me “calmara”, y tampoco quería dejarla sola en el sofá mientras iba a mi cuarto o al wáter a hacerme un pajote rápido para salir del apuro. No, ya que tantas noches se había acostado “nerviosa” después de hacerme tocar el Cielo, lo menos que podía era quedarme un ratito mimándola. Y si esa noche me tocaba a mí quedarme con las ganas, pues me jodía. Ya tendríamos tiempo de arreglar cuentas.