Marriage story 1
Capítulo 1. El final es el principio Cualquier historia ha de empezarse por el principio. En este caso, por el final. O casi el final, es decir, hace unos meses, de hecho, poco más de un año.
Cualquier historia ha de empezarse por el principio. En este caso, por el final. O casi el final, es decir, hace unos meses, de hecho, poco más de un año.
Martina había empezado la guardería unas semanas atrás; nuestra única hija, por el momento, se hacía mayor, había llegado a los dos añitos y, como entenderán quienes tienen hijos, con esa edad de darle un poco de socialización con otros críos de su tiempo. Lo que ocurre cuando dejas a tu hija en su primera clase es, primero, que se te rompe un poco el alma, y segundo, que hay otra docena de padres, madres, abuelos o abuelas como tú, con el alma un poco rota y con toda la mañana por delante para trabajar, irte a casa a hacer las cosas de casa o, como fue el caso, socializar también. Socializan los hijos, socializan los padres. O, en este caso, un padre -yo- y una madre, Andrea.
No fue un flechazo, ni una atracción irrefrenable. Fue, simplemente, un café. Nuestros retoños habían sido los más llorones, los que más habían tardado en entrar, los que más se habían aferrado a nuestros brazos y los últimos en acercarse a su nueva profesora. Tras dos semanas de adaptación, éramos los últimos padres en dejar el aula, y después de habernos mirado las lagrimillas durante ese tiempo, cuando por fin conseguimos separarlos ella de su falda, yo de mis pantalones, nos fuimos juntos a compartir un poco la pena y un poco el orgullo de que Martina y Hugo -su hijo- por fin eran un poco más mayores.
Me venía bien tener alguien con quien hablar, la verdad. Dos años antes mi mujer y yo habíamos decidido que ella echaría el resto para levantar su consulta y que yo trabajaría en casa y llevaría un poco el peso de la crianza. Todo bien, pero a veces la casa y sus obligaciones se hacían cuesta arriba, y sobre todo, una cuesta muy solitaria y silenciosa. Para Andrea, como me contó en la segunda o tercera semana en que compartimos una taza de té, de café -una caña, en los días muy buenos, o muy malos-, el camino era más bien una cuesta abajo, una inercia. La maternidad, como el matrimonio, como la hipoteca, como las vacaciones familiares, como el sexo, como las costumbres y ciertos afectos, como el barrio en el que vivía, le habían venido dadas por unos padres protectores hasta rayar el chantaje emocional y una relación -rollo, noviazgo, comprimiso, matrimonio- en la que llevaba quince de sus treinta y cuatro años.
Un día de los últimos que parecen de verano, ya en otoño, Hugo se despertó tarde. No había, me dijo Andrea, forma humana de despertarlo. Gritos, nervios, vestirse deprisa y salir de casa sin desayunar. Cuando llegó a las nueve, corriendo con el carrito del pequeño a punto de volcar al tomar la curva de la guardería, Hugo llevaba un cartón de zumo en la mano y Andrea un agobio rayano en el ataque de ansiedad, que terminó de estallar al apretar el niño fuerte el zumo y manchar toda la ropa de su madre. No pasó nada más. Hugo entró y Andrea me abrazó aliviada.
-Acompañamé a casa a cambiarme y nos tomamos el café allí, anda- me propuso Andrea.
Si he de ser sincero, después de tantos años de monogamía y estabilidad no se me pasó nada raro por la cabeza. Subimos a su casa -un piso normal, un poco más lujoso de lo normal, un poco más céntrico que el mío, un poco más algo, pero un algo que no supe definir hasta bastante tiempo después- y yo me quedé en el salón, ojeando una revista, mientras Andrea ponía la cafetera en el fuego y se iba a cambiar.
Es extraño como a veces los detalles más insignificantes lo cambian todo. Por ejemplo: si Andrea hubiera preferido preparar los cafés con la Nespresso en lugar de la cafetera italiana, yo no me habría levantado del sofá cuando oí como empezaba a salir el café. Tampoco me hubiera encontrado a Andrea -que también había acudido a la llamada del café- en bragas y sujetador en su cocina; y probablemente no me habría acercado -casi en trance, como alguien que maneja tu cuerpo mientras tu miras desde un punto muy dentro de tí- a ella después de sostenernos la mirada unos interminables segundos ni le habría empezado a besar.
No quiero ser hipócrita ni engañar a nadie: era yo quien se acercó, era yo quién besó. Pero no fue hasta que la agarré del pelo con suavidad y la aparté para mirarle a los ojos que volví en mí y empecé a cobrar conciencia de lo que estaba ocurriendo.
Ahí va otro apunte de sinceridad. Nadie dijo "esto no está bien". Ninguno dijimos "para, estoy casado, para estoy casada". No. Nos miramos y ella inmediatamente dirigió su mano a mi entrepierna. Es cierto que hubo un momento de espera, de duda, mientras ella acariciaba mi pene por encima del pantalón y me miraba, como expectante, como preguntándome como iba a seguir aquello.
Pues aquello siguió muy bien; o más concretamente, muy cerdo. Mi respuesta a la pregunta que me hacía con los ojos y con las manos fue bajar la cremallera de mi pantalón.
Eso fue todo lo que hizo falta para activar algo que había estado en estado durmiente dentro de mí durante los últimos años. Mi cuerpo, mi mente, habituados al sexo cómplice, divertido, cariñoso, pero al fin y al cabo monógamo y previsible que tenía con Isa -mi mujer- no habían olvidado todo lo aprendido sobre cómo es follar por primera vez con un cuerpo que no conoces, sin más sentimientos que el disfrute.
Esto quiere decir, sobre todo, explorar límites y buscar placer. Yo había vuelto a ese juego y, por lo que estaba viendo Andrea también.
Su reacción cuando abrí la cremallera de mis vaqueros no fue meter la mano, si no ponerse de rodillas, en bragas y sujetador -y unos estridentes calcetines color pistacho, nadie ni nada es perfecto- en mitad de su cocina, para sacarme la polla y metérsela en mi boca sin más ceremonias mientras me miraba a los ojos. Por desentrenado que estés en materia de sexo cerdo, eso es una señal inequívoca de que puedes forzar la máquina.
Empecé a mover suavemente las caderas al tiempo que ella chupaba y mi rabo seguía creciendo; en un momento dado agarré con fuerza sus muñecas y las puse en mis glúteos, para acto seguido desabrocharme cinturón y pantalón. Viendo que el tema iba bien me arriesgué y cogí su cabeza con mis manos, haciendo que mi pene llegara cada vez más hondo en su boca y su garganta, algo a lo que, lejos de mostrar incomodidad, Andrea respondía atrayéndome con más fuerza hacia ella.
A esas alturas yo ya tenía claro que mi querida Andrea, la madre de la guardería, o bien tenía ganas o bien recorrido en el sexo -no era o no iba a contenerse, al contrario-, por lo que después de llegar a rozar un par de ocasiones su barbilla con mis huevos, la invité a ponerse de pie y la besé.
-Creo que esto va a ser la hostia- le dije.
-Ya lo creo-, respondió.
Y es que las conversaciones de cama -o de cocina, en este caso- no tienen porque ser memorables ni especialmente ingeniosas. Tienden, de hecho, a ser estúpidas. En ese sentido, los guionistas del porno con frecuencia mejoran la realidad, por mucho que nos ríamos de ellos.
Sin más decidí corresponder su generosidad con una buena comida de coño, con ella recostada sobre la encimera y yo de rodillas en el suelo, lamiendo, comiendo, mordiendo y metiendo dedos en una vagina que empezaba casi a gotear a chorro. En esos momentos, tanteas. ¿Dos dedos? Bien. ¿Tres? Un "ummm" como respuesta. ¿Cuatro? Mirada de ella hacia tí, nervios, se muerde los labios y cierra los ojos y otro "ummm". ¿Lamer el ojete con casi toda tu mano -que no es pequeña- en el coño? "Sí, joder, sí". Esto pinta bien, pero no fuerces, ponte de pié y follad.
-Vamos al dormitorio- pidió ella.
Apunte: en una casa como la suya, hay un salón espacioso con grandes sofás y chaise longue, un dormitorio de invitados y un dormitorio de matrimonio. "Rápido, vamos a mi cama", insistió, dejando claro que era su cama, que en ese momento no había nadie más en su cabeza ni ninguna cortapisa moral a lo que fuéramos a hacer.
Hay cosas que a uno siempre le han apetecido hacer, como por ejemplo andar con una mujer a horcajadas mientras follamos, y así recorrimos todo el pasillo hasta su dormitorio, con ella agarrada a mis hombros, yo a su culo y dando tumbos mientras lo hacíamos lentamente. Por fortuna, mi espalda es fuerte, Andrea es ligera -no menuda, pero si ligera- y el camino no era muy largo.
Caímos a peso sobre su cama, nos besamos, nos acariciamos, nos aferramos el uno al otro con fuerza, casi desesperación, arañando y pellizando nuestros pechos, nuestros culos, nuestros pelos, en una cama que si no era nuestra, al menos en ese momento era suya. De repente, alargó la mano hacia la mesilla de noche. Pensé que iba a sacar un preservativo, algo que a pesar de la euforia del momento me pareció lógico y razonable; pero lo que salió del cajón fue un vibrador.
-Cómemelo con esto dentro- me pidió, y me pasó el artilugio, un cilindro suave y morado.
-No- respondí, y la giré sobre sí misma para ponerla a cuatro patas. -Úsalo mientras te follo-, le pedí, casi le ordené, ya metido en un papel más dominante que nos sorprendió a ambos pero que no nos desagradó a ninguno.
-Vale-, me concedió mientras apoyaba su cabeza en el colchón y me miraba con una sonrisa que se fue transformando en mueca de placer mientras volvía a follarla, lento y profundo al principio, duro y rápido en cuanto ella se sintió cómoda y el vibrador y yo empezamos a hacer nuestro trabajo.
Desde esa posición creo todos tenemos la tentación de, en cuanto tenemos un poco de confianza, empezar a explorar el ano de nuestra compañera. Yo al menos no me pude retener y empecé a tantearlo con un pulgar mientras que con la otra mano agarraba una de sus nalgas. Como he dicho, el sexo más cerdo con desconocidas -o desconocidos- tiene mucho de explorar límites; o de hablarlos, pero visto lo visto, no era nuestro rollo.
Así que mientras la embestía cada vez más rápido y con el pulgar cada vez más dentro de su ano, me arriesgué a dar algún azote. La respuesta, de nuevo, no podía ser más positiva, Andrea reaccionaba a cada manotazo en su culo metiéndose mi polla más hondo, y pasaba de sus gemidos y sus gritos quedos a un "sí, joder, sí", que se había transformado en el "frío" o "caliente" que yo usaba para saber qué le gustaba. Todo lo que le hacía, vamos. De hecho, cuando ella se quiso dar cuenta, había dejado los azotes y tenía los dos pulgares metidos en su agujerito trasero.
-¿Tienes lubricante?- le pregunté, como dando por hecho lo que iba a pasar.
-Venía un botecito con los preservativos- me respondió-, pero, oye, ¿qué crees que vas a hacer? Que yo esto no lo he hecho hace mil años.
-Yo nada. Qué vamos a hacer en todo caso-, le corregí mientras me acercaba a su mesilla y cogía el frasco que asomaba entre todas libros, cargadores, preservativos,....-Ponte de pie-, le ordené, esta vez sí. Me miró con una expresión que no supe entender durante un instante, para después rodar sobre la cama y levantarse mientras cambiaba el gesto de su cara a una sonrisa.
No soy particularmente dominante ni mandón, pero en ese momento me sentía cómodo en ese papel, porque no dejaba de ser eso, un papel, o mejor dos -dominante, tajante yo, complaciente, arrebolada ella- que habíamos decidido interpretar. "Hacía tiempo de todo esto", recuerdo haber pensado.
Me senté en el borde de la cama y le hice doblarse apoyando las manos sobre el silloncito que había junto a la cama; me dediqué en cuerpo, alma, dedos y lengua, con la ayuda del gel, a dejar su culo listo para lo que venía después. Me puse un preservativo de los de la mesilla y le puse un poco de lubricante también
-Siéntate sobre mi polla, poco a poco-, le dije. -Tú llevas el ritmo-.
Y así fue: la cogió y fue doblando poco a poco sus rodillas, mientras su cara, que veía de refilón en un espejo de tocador, seguía el proceso que ya me empezaba a resultar familiar. Ummmm. Morderse los labios, mirar atrás. Cerrar los ojos. Ummm, otra vez. Morderse los labios, mirar atrás. "Cabrón, que bueno" (eso era nuevo).
"Sí, joder, sí".
Una vez que estuvimos acoplados y cómodos, rodamos sin separarnos hasta estar los dos tumbados en la cama sobre nuestros costados. Empezamos a movernos. Lentamente al principio, sin salir ni entrar demasiado. Más rápido. Más rápido. Tócate el coño.
"Sí, joder, sí"
Para. Ponte otra vez a cuatro patas. Así. Espera, otra vez poco a poco. Cogerla del pelo, acercarla a mi pecho. "Te gusta, ¿verdad, Andrea?".
"Sí, joder sí"
Cachetazo. Cachetazo. Notar como te corres. Como no dejas de correrte.
"No pares, no pares"
Coger el vibrador, acercarlo a tu coño. Acariciarlo.
"Sí, joder, sí".
Meterlo. "Espera, más suave otra vez". Más suave, más suave. Otra vez más fuerte, mientras el vibrador entra y sale de tu coño a toda potencia y a toda velocidad. Notar como ya da igual todo, se han abierto las puertas de algo que, al menos durante los próximos segundos o los próximos minutos, va a ser incontenible. Arrollador. "Así te gusta más, ¿verdad?"
"Sí, joder, sí"
"Qué cerdo me pones", Andrea, qué cerdo. "Esto tendrías que probarlo con dos pollas de verdad"
"Dos pollas, sí joder, dos pollas, sí"
Es irrefrenable, es irrefrenable. Hay un momento en el sexo en el que todo da igual y todo vale. Suele ser cuando te corres, o de modo más preciso, durante todo el tiempo en el que el orgasmo está a punto de llegar y cuando llega, ya sean unos segundos o, como entonces, unos minutos. Unos minutos en los que una imagen toma forma en tu cabeza, y llena y da un sentido -si es que eso es posible- a la fabulosa corrida que estás teniendo, ¿verdad, Andrea?
"Búscame otra polla, cabrón, quiero dos pollas, quiero que me ensarten dos pollas"
"Sí, joder, sí"
Que vacío y que oscuro se queda todo a veces cuando te corres, y que vergüenza sientes cuando pasan esas oleadas, esas mareas, y las imágenes de tu cabeza (y las que has tenido ante tus ojos) de repente se encuentran con esos principios morales en la cama de tu matrimonio. Y qué falta hace entonces una ráfaga de tiempo, o un poco de espacio, o algo de cariño, o un tierno abrazo, o un quizá todo eso (a la vez, o mejor, una cosa después de otra) para que todo se recomponga y que puedan convivir el deseo y la costumbre otra vez, ¿verdad, Andrea?
Imagino que sí, que era verdad.
Eran las diez y media de la mañana, es decir, apenas hacía una hora que había entrado por la puerta de su casa y ahora ya estábamos tumbados en su cama después de ese polvo. Polvazo, sí, pero también conflictivo. Andrea se levantó y fue al baño, envuelta en una bata, sin mirar atrás; tardó en volver unos minutos. Cuando se tumbó en la cama, se arrebujó contra mí, dándome la espalda, y sin darme tiempo a reaccionar cogió mi brazo y se lo pasó por debajo del suyo. Estuvimos en silencio, un silencio casi tenso, pero también amable, como si una casa se hubiera caído y estuviéramos esperando para asegurarnos de que ya no iban a caer más cascotes y así poder entrar entre las ruinas. O algo así.
-Esto no ha pasado- y su voz resonaba entre afirmación y súplica.
-No, tranquila- y volvimos durante un instante al silencio, hasta que se dio la vuelta y me miró.
-No ha pasado, solo es que quería saber cosas- decía, mientras ponía su mano en mi mejilla -no sabía que esto iba a pasar, pero ha pasado, he querido saber cosas, y ahora me gustaría pensar que no ha pasado, porque lo que hemos hecho, bueno,...- calló, mientras bajaba la mirada.
-¿No sabes qué quiere decir?-
-Eso, no sé qué quiere decir, digámoslo así-
-Vale.
-Vale- repitió, mientras me volvía a acariciar la mejilla y acurrucaba su cabeza contra mi brazo y mi pecho.
Era verdad. Yo tampoco tenía claro qué acababa de pasar. Es decir, sexo, sí, claro. Pero durante todos los años que había pasado con Isa nunca había sentido la necesidad de follar con otra. Podía mirar con ganas a una mujer, podía incluso sentir atracción, pero el hecho es que nunca en todo ese tiempo había oído ese click en mi cabeza que sí había oído cuando me acercaba a Andrea en su cocina, el click que te dice "quiero hacerlo, he de hacerlo". Y no, más allá de la empatía y del aprecio en las semanas anteriores no había pensado en ella en ese sentido. Sin embargo, ahí estábamos, en la cama que compartía con su marido, solo que le había sustituído por mí y yo, en agradecimiento, me la había follado en plan guarro, como hacía tiempo que no hacía.
-Eres el tercer hombre con el que me acuesto,- me soltó de sopetón- Marcos fue el segundo.
Se volvió a dar la vuelta y a darme la espalda, buscando de nuevo mi abrazo, y ahí se abrieron las puertas. De par en par.
"Le conocí en la universidad, y desde entonces, desde los diecinueve. Es difícil, sabes. O sea, está bien, nos queremos, nos divertimos, el sexo está bien, incluso bastante bien. O al menos lo estaba hasta Hugo. Pero son quince años, Gabriel, quince, y durante todo ese tiempo ves como la gente cambia de pareja, besa a gente nueva, folla, folla mucho, te lo cuentan. ¿Sabes lo que es? Quedas con tus amigas, te cuentan sus viajes, sus polvos, sus rollos, sus trabajos tan estupendas; algunas sus líos y sus cuernos, y por supuesto te dicen "qué suerte tienes con Álvaro, se os ve tan bien siempre". Siempre bien, siempre bien. Claro que estamos siempre bien, en qué cabeza cabría que estuviéramos mal".
"Es que es tan bueno. Es que es tan atento. Es que es tan guapo. Te dicen eso después de contarte que han estado de viaje en el Caribe y se lo ha montado con dos mulatos en la playa. Zorra. O comparando tu situación con la suya, porque está muy mal con su novio y se ha líado con el cabrón de su jefe que se la folla a placer en cuanto se va todo el mundo de la oficina, y que el muy cerdo solo se la mete por el culo. Será puta. Y yo cogía a Álvaro y le hacía que me follara por el culo, pero nada. Porque Álvaro es tan bueno, y tan atento que es incapaz de ponerme el culo rojo a azotes y decirme que me deberían ensartar dos pollas, como has hecho hoy".
"No te creas: se lo he insinuado, incluso alguna cosa se la he pedido abiertamente. Pero es tan atento, sobre todo desde que nació el crío. Mierda. Quince putos años para follar como quiero. Bueno, no sé si es "como quiero", pero, ¿sabes?, hasta nos fuímos juntos de Erasmus. Al final de la carrera, estábamos regular. Yo le dije que quería irme de Erasmus, que me apetecía vivir esa experiencia, y el muy capullo se vino a la misma ciudad que yo, como gesto romántico de mierda. No me malinterpretes, no es que quisiera irme para hartarme de ponerle los cuernos, pero quería tener esa posibilidad, al menos. Pero nada. Luego ya vinieron los máster, los trabajos, la hipoteca, la boda, los tratamientos para tener hijos, el hijo,..."
A mí me estaba sorprendiendo esta Andrea. De cotidiano, no era modosa a la hora de hablar o de comportarse, más bien correcta, por así decirlo, con un cierto brillo y una cierta alegría, pero correcta. Esa rabia y esa forma de hablar gruesa y descarnada, me descolocaba. Para bien. No había tristeza, o al menos no era el tono preponderante, sino una rabia cuarteada y pulida por la rutina y el cansancio. Con el paso del tiempo, me he cansado de la tristeza, y he aprendido a valorar la rabia, supongo.
"Quince putos años, Gabriel. Con mi familia al lado, la de Álvaro al lado, y Álvaro siempre pegado. Solo dos veces me he enrollado con otros hombres. Cuatro besos y cuatro magreos mal dados por el maldito complejo de culpa. Al día siguiente, otra vez Álvaro al lado. Siempre al lado. Y por eso ahora, bueno, ha pasado lo que ha pasado. Cuando has entrado en la cocina ha sido un "a la mierda, a ver qué pasa".
-Ha pasado mucho, bastante al menos- le interrumpí, aprovechando un momento de silencio.
-Sí, demasiado,- me enmendó -tanto que no sé muy bien que dice de mí lo que hemos hecho, sobre todo lo que hemos hecho.
-Bueno, a lo mejor es pronto para saberlo, ¿no?
-A lo mejor sí- repitió, para quedarse un momento pensativa. -¿Me preparas algo de comer, por favor? Tengo hambre- me pidió con una sonrisa, como si volviera a ser la Andrea que había conocido hasta hacía poco más de dos horas.
Me levanté y recogí mi camiseta y mis calzoncillos del suelo, pensando en lo extraño que resulta pasear medio desnudo por una casa ajena. Las bragas de Andrea seguían en el suelo de la cocina, como un hito que insinuara lo que había pasado unas horas antes. Pero la casa, o al menos la cocina, habia dejado de ser un espacio nuevo, primero, y un sitio donde follar, después, para convertirse en un espacio casi familiar. Me sentí casi cómodo preparando una ensalada y unos huevos revueltos, de entrada porque era un detalle de normalidad para Andrea, de cotidianeidad, de despejar un poco las nubes que tenía en la cabeza, y segundo, mucho más trivial, porque el sexo me abre el apetito y cocinar me tranquiliza.
Estaba poniendo la comida en platos cuando llegó Andrea envuelta en su bata. "¡Qué festín!", dijo, y la verdad que gusta que me alaben lo que cocino. Comimos en silencio, sonriéndonos con una cierta complicidad, pero sin saber muy bien qué hacer o qué decir; aún quedaban horas para que salieran los pequeños de la guardería, y todavía más para que su Álvaro y mi Isa volvieran a casa.
-¿Vino?- se aventuró ella a romper el silencio - ¿Un blanco?
-¡Claro!- respondí, puede que demasiado entusiasta, no por el vino, sino por recuperar la conversación.
Abrió la puerta y sacó una botella de Chardonnay.
-Sobre lo que ha pasado...- empezó a decir.
-De verdad, Andrea, no es necesario, si no qui...- empecé a contestar, aunque Andrea me cortó de inmediato.
-No que no es eso, calla, que no-, me riñó riéndose.- No, es que quería preguntarte algo, algo sobre tí.
-Dispara- y al decirlo me sentí ridículo por emplear esa expresión con tono de actor americano de los cincuenta.
Creo que a ella le pareció graciosa esa palabra, y también que yo casi me hubiera puesto colorado por usarla así. "No, verás, es por lo que has hecho, y has dicho, y como lo has dicho, antes, cuando lo estábamos haciendo", continuó. En ese momento estaba un poco confuso, ya que, bueno, habíamos dicho y hecho muchas cosas.
-¿Te refieres a...?- dejé la pregunta en el aire.
-A lo de las dos...
-A lo de ensartarte con dos...- la veía nerviosa, y no pretendía que se sintiera incómoda, lo cual era un cambio casi bipolar por mi parte, teniendo en cuenta como me había comportado; pero, como dije, eso no era más que un papel, y mi yo real, o habitual, es bastante más cortado.
-Sí, eso, bueno, y lo de antes también- confirmó- Es que, verás, me ha parecido que todo el rato has tenido bastante claro lo que hacías. Como que sabías hacia donde me llevabas.
-Ya. Entiendo. Pero no te creas, es algo que me ha salido; de hecho, no es que fuera muy yo mismo, si me entiende lo que quiero decir.- le respondí, aunque tampoco sabía muy bien cuál era la pregunta.
-No, no te preocupes, no me siento usada, o manipulada, ni nada de eso, o al menos no de una manera mala, sino más como algo que hemos hecho, que era un poco un juego, y mucho disfrutar.- a medida que hablaba me sentía aliviado, ya que, por un segundo, me había sentido visto como el típico cabrón manipulador- No, es que, y no te sientas juzgado, ¿eh?, pero es que... ¿Tú esto lo haces a menudo?
Incluso en situaciones como esta, es bueno sentirse decente, en la medida en que dos infieles con mucho remordimiento y recién estrenados pueden sentirse decentes:
-No, no. Es la primera vez que, en fin, que le soy infiel a Isa.- noté que, de alguna manera, esto reconfortaba a Andrea, aunque no a mí, en absoluto.- De hecho, hacía mucho tiempo que ni con Isa ni con nadie me comportaba así.
Fue ahí, cuando dije eso -y lo hice de la forma más inocente y poco nostálgica que se pueda imaginar- cuando ví el brillo en sus ojos, parecido al que había visto apenas tres horas antes en esa misma cocina mientras me acercaba a ella, semidesnuda y expectante, justo antes de besarla.
-¿Y cuándo te comportabas así?- preguntó con un tono que se alejaba de lo sensual y se metía de lleno en lo obsceno.
-¿De verdad quieres saberlo?- "Claro que quería saberlo", pensé, "después de tantos años oyendo historias de sus amigas y amigos sin poder decir o hacer nada al respecto siquiera por refrenarse ante los demás, conmigo puede disfrutar realmente, al menos, de escuchar esas historias"
-¿Por qué no? Quiero decir, yo te he contado mucho ya y tú no has soltado prenda. Y un poco si me has usado, ¿no? Creo que me merezco una compensación.- Mientras lo decía se reía detrás de la copa y me guiñaba un ojo.
-Vale, de acuerdo- admití divertido, pero haciendo falso ademán de indignación- ¿Versión larga o versión corta?
-Versión larga, ¿no? No sé tú, pero yo tengo muchas horas libres por delante.
Así es como empecé a contarle a Andrea mi historia. Por el principio, que ahora es el final. Y el principio.
"Bueno, ahí va. Lyon, Francia, 2002..."