Mark, Capítulo 1
Historia en cuatro partes. Un muchacho de origen humilde termina en compañía de otro que lo tiene todo, menos un amor con el cual compartirlo. Una historia donde nada es casualidad, más erótica que explícita y sí muy romántica.
Mark, Capítulo 1
Un secuestro voluntario
Para el que quiera creerlo, porque sucedió. Para el que no, porque pudiera parecer un gran invento, también. Se llamaba Mark, de apellido impronunciable y más dinero del que muchos de nosotros veremos junto en nuestras vidas. De rostro amable, siempre sonriente, ojos castaño claro y cabello rubio cenizo. Su acento era impecable tanto en inglés como en español, pero muy neutral en ambos casos. Parecía un muchacho de ninguna parte y a la vez del mundo. ¿Yo? Humilde, claro, de un barrio cualquiera, cuyo único mérito era el de vivir justo al lado del gran fraccionamiento.
Nos dividían algo más que los altos muros. Desde niño siempre veíamos los lujosos autos pasar frente a nuestras paupérrimas casas. Pero mis recuerdos son de felicidad; no teníamos mucho que comer pero siempre estábamos contentos. Papá trabajaba en una fábrica prácticamente día y noche. Mamá, ayudando precisamente en alguna de las tantas casas del enorme y elegante fraccionamiento. Y curiosamente, contrario a mis demás vecinos y compañeros de juego, yo no tenía hermanos ni hermanas. No es que hubiera hecho falta, pues todos en la cuadra crecíamos como hijos de una misma madre, pero había algunas tardes en las que cada quién estaba con los suyos, y yo, entonces, me quedaba solo.
Y así, solo, es que fui descubriendo también mis primeras experiencias sexuales, por cuenta propia y por lo que otros me contaban. Fue hasta los 13 años que descubrí las delicias del auto placer y desde entonces no dejé de masturbarme al menos una vez al día. Las tardes regresando de la escuela, solo en casa y después de comer, me paseaba sin ropa por la casa, encontrándolo un placer culpable pero increíblemente delicioso. Me encantaba sentir la textura de las cosas en mi piel. Siempre imaginé que invitaba a alguno de los otros vecinos, porque ya entonces sabía que eran los niños y no las niñas los que me encendían esa pequeña explosión al eyacular, pero nunca lo hice porque no tenía tanta confianza con nadie y, en realidad, le tenía mucho miedo al rechazo y a que se supiera que mis gustos eran distintos.
Fue una de esas tantas tardes solitarias que decidí comenzar a aventurarme a caminar, para matar el tedio y porque a veces sentía que me masturbaba demasiado y me entraba cierta culpa. Mis caminatas fueron primero por mi colonia, luego por las colonias vecinas e incluso a veces hasta la propia ciudad, enorme urbe llena de personas aceleradas, todos yendo y viniendo siempre de un lado para otro. Y aunque el fraccionamiento donde trabajaba mi mamá, también sorprendentemente enorme, era un lugar imponente y laberíntico, yo lo encontraba incluso divertido cuando me escabullía tras sus muros. No había ningún guardia ni persona que reparara mucho en mi presencia, puesto que mi piel blanca y mis facciones finas, aunado a la ropa de muy poco uso y de marca que los patrones de mi mamá le obsequiaban, me hacían parecer como uno de ellos. Supongo que incluso algunos sabían que yo era hijo de una de las personas de la servidumbre. Más de una tarde me divertí junto con otros chicos y chicas en los elegantes y metálicos juegos. Todos estaban ahí cuidados por sus niñeras o por familiares y un pequeño más en el alboroto no hacía mayor diferencia.
Me fui haciendo un adolescente solitario y taciturno. Tenía ya 16 años. Conforme fui creciendo mis visitas al fraccionamiento se fueron haciendo más esporádicas. Mi obsesión por la desnudez y la masturbación solitarios me confinaron a mi casa. Además, los niños de mi edad con los que llevaba cierta amistad ya no estaban ahí, todos ocupados en sus clases de piano, de artes o de deportes. Y yo seguía caminando, en todas partes. Conocía la ciudad mejor que la palma de mi mano. Cuando una navidad los patrones de mi madre le obsequiaron un viejo reproductor musical para mi, mis caminatas se hicieron aun más largas, a veces hasta que se terminaba la batería. Y entonces llegó el día en que mis padres decidieron que ya era demasiada vagancia después de la escuela (e ignoro si sabían algo de mis solitarios hábitos sexuales) y me pidieron que buscara un trabajo en serio.
Hasta entonces había tenido trabajos pequeños, cosas de unas horas o de algunos días, e incluso algunas veces llegué a ir con mi papá a limpiar piezas a la fábrica, pero nunca uno formal. Como sabía que en la ciudad había muchísimas oportunidades como esa, me aventuré a uno de los centros comerciales más grandes. Aunque ya tenía uno en mente: quería trabajar en la enorme e iluminada tienda de discos. Sabía que era un trabajo sencillo y además podía pasar las mañanas ahí entre mi otra gran obsesión: la música. Tuve que mentir sobre mi edad e incluso mi madre me vio tan entusiasmado que pidió una referencia para mi con una de sus adineradas patronas. Cuando el encargado de personal vio el nombre que signaba mi carta de recomendación, de inmediato me dio la bienvenida, me mostró mi nuevo uniforme (un chaleco negro con el logotipo de la tienda bordado en verde) y me dio un recorrido por la tienda, que yo de cualquier manera ya conocía de sobra.
Efectivamente, el trabajo era muy sencillo y la mayor parte del tiempo no había mucho que hacer. Pronto me convertí, ante la envidia de mis compañeros, en referencia de consulta para la mayoría de los clientes. Sin querer ganaba algunas propinas y bonos extra por mis ventas y, al menos en un principio, las cosas iban muy bien. Incluso por un tiempo, entre la escuela y el trabajo, no pensé en otra cosa, y dejé mis hábitos nudistas y de auto satisfacción a un lado. Sin embargo, lo que cambió todo ocurrió poco tiempo después.
La tienda me había dado unos días de descanso y por supuesto no se lo comuniqué a mis padres. En cuanto salí de la escuela pensé en hacer algo distinto. Y lo hice. Sin razón aparente, aunque luego entendería que nada es casualidad, me vestí con mis mejores ropas, me perfumé y decidí volver al fraccionamiento. Las casas seguían igual, todas ellas impecables. Poca o ninguna gente en las pulcras calles, excepto algún ocasional jardinero o servidumbre, concentrados en su labor.
Y entonces, sucedió.
Uno de los portones eléctricos de la casa más grande del fraccionamiento, se abrió con un estruendo que me sobresaltó. Y de inmediato, casi antes de que las puertas se abrieran por completo, salió él. Ya les dije su nombre, pero no su apellido. Mark Haettenschweiler (¡aprendí a escribirlo pero no a pronunciarlo!). No me pregunten cómo se dice eso, o siquiera de dónde es. Su perfecta sonrisa me miró, junto con sus ojos castaños, muy claros. No recordaba haberlo visto antes, pero eso no importaba. Era como si me estuviera esperando. O algo parecido. Y efectivamente, parecía extranjero. Se veía extraño, incluso para ese lugar. El enorme portón dejó de moverse y Mark me dijo, bien claro, como en un extraño sueño.
— Oye, ¿tienes algo que hacer esta tarde?
Fue directo, al punto, sin dudarlo. La falta de acento en un español tan… perfecto me sacó de contexto. Lo miré extrañado y solo alcancé a decir, con un suspiro más que con mi voz, que no.
—Magnífico –dijo —ven conmigo. Eres perfecto para lo que necesito.
No me moví. No sabía si sentía miedo, emoción, o incluso una leve excitación. Mark era hermoso, no hay mejor palabra que pueda describirlo. Su manera de mirarme y de hablarme me había hipnotizado. Habría hecho cualquier cosa que me hubiera pedido sin dudarlo.
—¡Acércate! –continuó hablando. Se percibía esperanzado, un poquito desesperado y sí, con una chispa de euforia. —Tú te llamas Julian –lo pronunció en inglés. No era una pregunta. —O bueno, Julián –ahora en español. —Supongo que a mis padres no les importará. De todos modos eres mexicano, ¿cierto? –asentí con la cabeza. —Excelente –continuo, sin dejarme protestar por haberme cambiado el nombre. —Aunque por un momento se podría dudar. Eres guapo, ¿sabes? –pude sentir como mis mejillas se coloreaban un poco, aunque era bastante pálido. Para ese momento estaba yo casi frente a él. No supe ni cómo había cruzado la calle o cuántos pasos me tomó. Pero lo sentí increíblemente cerca. Podía oler su delicioso perfume. Ver las pequeñas pecas de su nariz. Y entonces me tomó de la mano. —¡Vamos a mi recámara principal! Hay mucho que hacer y no hay tiempo que perder.
Un verso sin esfuerzo. ¡Era perfecto!
Me tomó de la mano y me dejé llevar. Si la casa por fuera se veía enorme, por dentro era una increíble mansión, modernísima. Todos sus muros eran blancos y parecía hecha de gigantescos cubos de azúcar, con ventanas de un tinte color verde y desniveles por todas partes. La rodeaban unos pastos perfectamente cuidados y muchas plantas que definitivamente no había visto en mi vida. La entrada principal era enorme, podrían haber entrado cuatro autos sin ningún problema. El piso, de mármol grisáceo, brillaba, perfectamente pulido. La mano de Mark era increíblemente suave, pero firme. Tenía el total control de la situación y yo en verdad no sabía qué estaba pasando. Pero algo me decía que todo esto no era ninguna coincidencia.
Subimos muchas escaleras, o bueno, unos modernos tablones de una madera oscura perfectamente cortados y alineados, adosados a la pared de una manera casi artística. En los muros, pinturas abstractas en tonos de azul y gris decoraban todo. Parecía que estábamos dentro de un enorme museo. Las puertas, del mismo color de las maderas de las escaleras, estaban todas cerradas. Y me parecía que no tenían pomos. Al final, después de una agotadora subida, llegamos a lo que parecía un cuarto nivel. Un pasillo largo con puertas a la derecha e izquierda nos recibió. Al final había una última puerta, que supuse era a donde nos dirigíamos. Y en efecto, así fue.
—Esta es mi recámara, Julian –volvíamos a la pronunciación de mi nuevo nombre en inglés. —Te pediría que te cambiaras o bañaras, pero eso le restaría credibilidad a nuestra historia. Tus maletas, por supuesto, ya están aquí; espero sean adecuadas, aunque eso es solo una precaución. Mis padres vienen poco por aquí, así que con que hoy salga bien todo, estaremos cubiertos.
Y en efecto, un enorme maleta marrón y dos pequeñas maletas a juego, no precisamente nuevas, estaban acomodadas en la habitación. Justo como si hubiera llegado de viaje.
Supongo que Mark no había notado hasta entonces la expresión en mi rostro, porque en cuanto me vio bien se detuvo. Me miró fijamente y me dijo: —Creo que te mereces una explicación.
¡Vaya que si necesitaba entender qué estaba pasando! Estábamos en un cuarto del tamaño de toda mi casa. Había un tapanco donde se podía ver una enorme cama sin base, con muchas almohadas y un edredón azul con rojo. Detrás de un muro podía verse una enorme colección de ropa, que más bien parecía el escaparate de alguna de las tiendas del centro comercial. Una enorme alfombra estaba llena de cómodos sillones y sillas de diversos colores, y dominaba la escena una enorme pantalla rodeada de toda clase de aparatos electrónicos. Era una combinación de mueblería, juguetería y habitación. No sabía para donde voltear, pero él siguió hablando.
—Bueno, para empezar, soy Mark. Y esta es la casa de mis padres en este país. Es una de las que más me gustan y donde normalmente pasamos más tiempo. Yo de negocios no entiendo mucho, pero tenemos lo que nos gusta y podríamos decir que somos felices. Pero… –hizo una pausa. En sus ojos veía yo la misma soledad y tristeza que encontraba en mi mismo. —Bueno, creo que siempre había querido a alguien con quien estar, con quien jugar a… cosas. Pero eso vendrá después. El punto es que convencí a mis padres de que había encontrado al fin un novio…
Lo interrumpí. Tenía que hacerlo. En mi mente todo comenzaba a confundirse aún más, pero sobre todo, a ilusionarse. Si lo que estaba imaginando era cierto, bueno… no sabía qué pensar ni quería hacerme ideas sin antes aclararlo todo.
—¡Espera! –le grité. Ya había sido suficiente. —¿Un novio? ¿O sea que yo soy tu… novio? ¿Cómo…? ¿Cómo sabías que yo…? ¡No te entiendo!
Mark me miraba muy divertido, con los ojos hacia arriba, a punto de reír a carcajadas. Como si todo fuera muy sencillo y lógico y fuera yo el que estaba siendo absurdo. Sin embargo, no se rió. Respiró profundamente y cuando estaba a punto de decir más, sonó una melodía que retumbó en toda la casa. Era agradable pero yo sentí que sonaba muy fuerte. Me sobresalté.
—¡Son ellos! –dijo, mirando sobresaltado hacia arriba. —Eh… no lo olvides, eres Julián Gonzalez, tienes 16 años y vives en San Juan. De allá llegaste hoy a las 3. No creo que te pregunten ninguna otra cosa, normalmente no platicamos mas que unos minutos. Incluso es posible que solo venga mi madre, ya que…
Tampoco pudo continuar. En ese momento se abrió la puerta de su cuarto. Un muchacho de poco más de veinte años, realmente guapo, muy arreglado y educado, aunque con un uniforme de servicio, se dirigió a Mark, en inglés. No entendí mucho pero sí alcancé a distinguir las palabras “mother” y “father”. Al menos eso sí lo sabía. Yo estaba aterrado. En cuanto el muchacho se retiró, Mark me tomó de las manos y me besó rápido, en los labios, que yo tenía cerrados. —Todo va a estar bien, Julian, créeme. No va a pasar nada que tu no quieras. Ven conmigo. –Y así, tomados de la mano, bajamos las múltiples escaleras al encuentro con sus padres.