Marita Dolmic

Un nombre puede evocar mil cosas. Algunas de ellas fruto de la experiencia personal; otras, aunque parezca contradictorio e incluso ridículo, evocan algo que está por ser experimentado.

Marita Dolmic.

Un nombre puede evocar mil cosas. Algunas de ellas fruto de la experiencia personal; otras, aunque parezca contradictorio e incluso ridículo, evocan algo que está por ser experimentado. Por supuesto que, en el momento en que leí el nombre escrito en el interfono del apartamento 5 del edificio ubicado en la calle Álamo número 38, me imaginaba que Marita Dolmic era un apelativo estrechamente vinclulado a la pasión, el erotismo, la sensualidad. Así lo creía y por eso me esforzaba en desencadenar lo que en mi mente creía inevitable: el encuentro entre Marita y yo. No sabía que el sentimiento que realmente albergaba era la fatalidad.

El edificio donde yo residía en ese entonces se ubicaba en la acera contraria al edificio de Marita y mi apartamento estaba justo frente al de ella, en el mismo piso. ¿Coincidencia o causalidad? ¿Azar o Necesidad? Dejemos que el lector juzgue por sí mismo.

Una semana antes de descubrir su nombre -recuerdo que era un sábado a mediodía-, me encontraba en la cocina, mandil atado a la cintura y un enorme cuchillo de chef en la mano derecha. Lo confieso, me gusta cocinar. La intrincada mezcla de sabores, de esencias, de aromas, de texturas….tan elusivas para algunos, pero tan simbólicas para mi, son parte de mi bagaje personal. Lo que no he confesado a muchos es que la cocina puede ser un arma erótica muy importante.

Lo que pudiera parecer incluso afeminado para algunos, para algun a s el hecho de que un hombre cocine –y lo haga bien- para ellas, es considerado como un aditivo erótico, un viagra degustatis . Me consta.

En fin…estando en estas lides, suena el teléfono, que descansa sobre una pequeña mesa junto a la ventana que da a la calle. Contesto y, como lo suponía, era Susana –la destinataria de mi esfuerzo culinario- preguntando sobre la botella de vino que me apetecería degustar con la comida. Estando yo elucidando entre un Chablis o un Poully-Fussé, miro por la ventana y quedo petrificado.

Admito que soy morboso –Susana puede dar constancia de ello-, pero el voyeurismo nunca fue parte de mi esquema erótico, hasta ese momento, por supuesto. Marita –que en ese momento era para mi una impactante novedad- estaba justo detrás del ventanal de su departamento. Sus brazos se recargaban en la herrería de la ventana y miraba hacia fuera, totalmente relajada. Lo sorprendente fue apreciar que, salvo una diminuta tanga de color blanco, Marita estaba frente a mí, desnuda.

He visto otras mujeres desnudas, pero ella posee cualidades que no he visto en otras. Pasemos, en primer lugar, a su físico: esbelta pero de impecables formas, piel muy blanca, cabello cobrizo, ligeramente ondulado, piernas largas y bien torneadas, unas caderas sinuosas para su esbelta figura y unas tetas magníficas, rematadas por unos pezones rozados rodeados por una gran aureola. No alcanzaba a ver el color de sus ojos, pero apreciaba que eran grandes y expresivos.

En el plano meramente físico, Marita cumplía cabalmente con mis gustos, aunque podría pensarse que chicas guapas hay muchas y ella, aunque hermosa, no tendría por qué sobresalir.

No era esto lo que más me atrajo de Marita, lo que me hizo poner atención desde el primer momento. Fue lo que ella reflejaba: aplomo, decisión, agresividad, sensualidad, lujuria, intensidad…. Su cuerpo erguido, los ojos desafiantes, la manera como su mano recogía su cabello, su expresión segura, su boca sensual… era una mujer entera y emanaba energía.

Habían pasado ya algunos minutos y muy lejos escuché una voz que gritaba mi nombre. Me di cuenta entonces que tenía el auricular del teléfono en la mano y Susana me llamaba insistentemente, ya molesta. Reaccioné y le dije que me disculpara pero la comida corría el riesgo de quemarse si no la atendía pronto. Ya más relajada me respondió que nos veríamos más al rato.

Colgué el teléfono sin desviar la mirada de Marita. Pude apreciar cómo ésta acercaba una cómoda silla, sin dejar de ubicarse tras la ventana –para mi fortuna- y encendía un cigarrillo, cruzando delicadamente las piernas. Así permaneció, la mirada fija al frente, no de una manera ausente sino reflexiva, hasta que se terminó el cigarrillo. Se paró de la silla y se dirigió a una de las puertas al fondo del departamento. La perdí de vista y sentí un incómodo vacío. Como he dicho, no había practicado el voyeurismo –descontando las aventuras de la pubertad cuando los chicos de secundaria espiábamos las piernas, y si había suerte, las pantaletas de las muchachas de preparatoria- pero en esta ocasión Marita había provocado en mí un revuelo inusitado. Una mezcla de deseo, ansiedad e interés.

Estaba a punto de regresar a la cocina, cuando observo que Marita regresa, pero esta vez, para mi deleite, completamente desnuda. Pude observar la pequeña línea de vello púbico que desaparecía en su entrepierna. Se acercó lentamente a la ventana, con elegancia, echó el cabello hacia atrás con un grácil movimiento y se sentó nuevamente. Yo había tomado la precaución de cerrar ligeramente las persianas verticales de la ventana por la que estaba mirando. No quería por ninguna circunstancia que Marita pudiera percatarse de mi presencia.

Como no perdía detalle de lo que sucedía frente a mi, pude apreciar que Marita llevaba en la mano derecha un objeto brillante. Parecía a lo lejos un cilindro delgado de metal, pero no podía distinguir exactamente qué era. Bueno, al menos no pude hasta que volví a ver a Marita en movimiento. Inesperadamente, pasó una de sus hermosas y largas piernas por encima del brazo de la silla, dejando a la vista su rosado sexo. Sólo entonces pude constatar que el vello púbico se limitaba a una delgada línea sobre éste, pero estaba completamente depilada alrededor. Cuando me di cuenta de lo que estaba a punto de presenciar, fui corriendo a mi cuarto, abrí el cajón de la cómoda y saqué unos buenos binoculares que me había regalado mi padre y regresé sin aliento a la ventana.

Afortunadamente, Marita parecía no tener prisa, pues seguía en la misma postura que la había dejado, sólo que ahora yo tenía un acercamiento estupendo de su cuerpo. Pude observar ahora que sus ojos eran color miel, su piel muy blanca y tersa, su cuerpo en general era esbelto y bien torneado, sus pechos grandes y erguidos apuntaban agresivos hacia mi, enarbolando su extensa aureola rosada y sus hermosos pezones. Su sexo era invitante: sus labios externos eran abultados y obscuros, premonitoriamente acogedores para dedos, labios, lengua, pene….

Para ese momento, mi miembro ya estaba completamente rígido. Sin más, abrí la bragueta y lo saqué a respirar. Pude sentir como la punta del glande estaba ya húmeda…me sorprendió lo excitado que estaba.

Cuando regresé los binoculares a la dirección deseada, vi como Marita bajaba el brazo con el que sostenía el objeto metálico, -que ahora podía apreciar bien que no era un tubo o cilindro, sino un consolador metálico de buen tamaño- y con éste empezó a deslizarlo suavemente sobre su vulva. Al mismo tiempo, su mano izquierda tocaba sus hermosos senos, apretaba sus pezones

No podía creer que estuviera presenciando esto, pero no podía dejar de ver…Enfoqué hacia su sexo y observé que sus abultados labios se abrían, dejando ver su húmedo y rosado interior. La punta del consolador hurgaba delicadamente, confirmando que Marita estaba disfrutando la estimulación, sin prisas, esperando el momento perfecto para introducirlo.

Su mano izquierda ya no tocaba sus pezones, sino que se llevó la punta de sus dedos a la boca, humedeciéndolos, para luego bajarlos a su delicioso coño. Con ellos, empezó a dar un suave masaje a su clítoris. Para este momento, sujeté los binoculares con la mano derecha y con la izquierda procedí a masturbarme, recorriendo la longitud de mi polla primero despacio, siguiendo su ritmo, imaginándome dentro de ella. Mi glande estaba enorme, abultado, avisando la imperiosa necesidad de eyacular.

De pronto, Marita echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y entreabrió su boca…al mismo tiempo, introdujo totalmente el consolador en su vagina que ya rezumaba de humedad y empezó a mover hábilmente el instrumento, adentro y afuera, a veces rápidamente, otras en círculos, buscando las paredes internas. Simultáneamente, sus dedos frotaban su clítoris, que aún con los binoculares era difícil apreciar, pero fácil de imaginar.

Mi mano izquierda empezó a moverse también rápidamente, restregando mi miembro con fuerza….

Ella ahora utilizaba el consolador frenéticamente, entrando y saliendo con velocidad y la precisión de quien sabe bien como tocar los puntos adecuados para darse placer. En un instante, la espalda de Marita se arqueó, su boca se abrió expulsando un gemido que no pude escuchar y sus caderas se movieron en pequeñas convulsiones que pude emular, porque en ese momento mi semen salía expulsado directamente al vidrio de la ventana y mi enrojecido falo latía con ímpetu. Yo tampoco pude evitar un gemido de placer.

Cuando pude colocar de nuevo los binoculares frente a mis ojos, Marita llevó sus dedos al sexo y los regresó a su boca, chupando el producto de su orgasmo. Luego de esto esbozó una maravillosa sonrisa de picardía y lujuria, se levantó de la silla y se fue a su cuarto.

Cuando reaccioné, voltee a ver el reloj y vi que era casi la hora a la que había citado a Susana. Rápidamente me asee, limpié el semen de la ventana, las persianas y el piso y corrí a la cocina para terminar la comida.

Mientras preparaba todo, fui recordando a Marita y lo que ésta involuntariamente me había mostrado. No pude evitar tener nuevamente una tremenda erección. Justo entonces, Susana llamó a la puerta. Le abrí. Susana era completamente diferente a Marita: también delgada, pero más bajita, cabello obscuro y ojos grandes. Tenía una boca curiosa, que hacía parecer que siempre estaba a punto de sonreir, aún en los momentos más serios. Tenía buenas formas, aunque sus tetas eran pequeñas. El cabello lo llevaba ahora recogido en una coleta, lo que le daba cierto aire infantil. Llevaba puesta una minifalda negra, con una bonita blusa blanca con delicados encajes en el cuello y mangas.

En ese momento yo estaba excitadísimo y actué intempestivamente. Con un solo movimiento, la jalé del brazo introduciéndola al departamento, cerré la puerta y la empujé a la pared.

¡Qué te sucede!, fue lo que gritó, en un tono más de sorpresa que de reclamo. No dejé que hablara más…violentamente la besé en la boca, introduciendo mi lengua, recorriendo su interior con desesperación. Con una mano alcé su falda y rápidamente bajé sus bragas, mientras la otra literalmente exprimía sus tetas. Susana no podía hablar porque mi lengua reptaba por su boca pero sus ojos desorbitados daban cuenta de lo inesperado de esta conducta. He de acotar que hacer el amor con Susana era todo un ritual delicado y prolongado y no existía antecedente de esto.

Sin embargo, no me rechazó, sino que se asió a mi espalda, dejando que yo expusiera toda mi intención. Lo que no esperaba fue que de repente la izara, sujetándola de las nalgas, y la penetrara brutalmente. Susana lanzó un grito agudo, mezcla de dolor y nuevamente sorpresa. Me dijo de todo: animal, cabrón, bruto, salvaje, pendejo….

Pero yo estaba desatado y no atendía razones. Haciendo caso omiso de sus gritos, la levantaba y dejaba caer sobre mi polla, impulsando mis caderas hacia delante con gran velocidad y fuerza, mientras hundía mi cara en su blusa, entre sus tetas.

Al principio, Susana siguió gritando, pero conforme se lubricaba y excitaba, los gritos fueron sustituidos por gemidos entrecortados. Yo no podía parar, entraba y salía empujándola contra la pared y sosteniéndola en el aire con mis brazos en sus nalgas. Ella ahora gritaba de placer. Mi eyaculación anterior prolongó la venida de un nuevo orgasmo, por lo que, a pesar de la intensidad de la acometida, pude proporcionarle un buen tiempo de gozo a Susana. Sentía el sudor escurrir por mi espalda, cuando dejé escapar mi semen con un grito ahogado, empujando mi pene hasta el fondo. Susana mordía el cuello de mi camisa.

Cuando la última convulsión de mi falo terminó, cargué a Susana hasta el sofá, la deposité delicadamente en él y yo me senté junto a ella.

Pasado un minuto, Susana volteó a verme con el seño fruncido y me espetó: ¡Qué coños te pasa! ¡Casi me matas, animal! Entramos en una discusión un tanto artificial, pues sabía que en el fondo, aunque no lo admitiera, Susana lo había disfrutado mucho.

Ya pasada la tormenta cenamos, bebimos el vino que Susana había llevado y que había quedado en el piso, ante la escena anterior y pasamos el rato platicando y viendo una película. Bueno, esto es un decir, ya que mi mente no podía apartarse de la ventana.

Nunca antes de ese día había visto a Marita. Y, por supuesto, pensé que un evento como el que atisbé desde la ventana, no se volvería a repetir. Estaba equivocado.

Al día siguiente, al mediodía, estaba en la sala leyendo y levanté la mirada hacia la ventana en un gesto que creía vano pues no esperaba observar nada. Sin embargo, allí estaba Marita, nuevamente desnuda, otra vez en la silla.

No relataré de nuevo el proceso. Lo que he de decir es que éste se repetía diario, y yo me volví adicto. No podía despegarme de esa ventana. Pedí una semana de vacaciones para poder estar allí todos los días. Se había convertido en una obsesión, estaba muriendo de deseo, de morbo, de lujuria. Lo peor del caso es que la víctima de todo esto era Susana, porque cada día era más brutal la forma de desahogarme. Lo curioso es que a ella parecía gustarle esta transformación.

Pero yo no quería poseer a Susana, quería a Marita. Entonces me hice un propósito: estuve observando todos sus movimientos, ya no sólo sus faenas sexuales. Pude aprenderme su rutina y sabía a qué hora usualmente salía. Me había propuesto abordarla e iniciar una conversación…aún no sabía qué decirle ni cómo reaccionaría, pero tenía que hacerlo o me volvería loco.

Para el jueves me decidí a a bajar y asomarme al edificio donde vivía Marita. Llegando a la puerta, observé que el conserje estaba aseando la planta baja del edificio. Lo llamé y este se acercó un tanto desconfiado. Para no despertar sospechas le pregunté si el apartamento 8 (inventé el número), el que daba a la calle en el segundo piso, estaba en renta. Hoscamente me dijo que no era el 8 sino el 5 y se encontraba ocupado. Me disculpe, diciendo que a simple vista no se veían muebles y pensé que estaba libre. Le agradecí, pero antes eché una mirada al interfono. Allí lo vi: Marita Dolmic, su nombre claramente anotado al lado del número 5.

Exultante de alegría, regresé a mi apartamento, habiendo ya tomado una decisión: al día siguiente, a las 10 de la mañana cuando Marita saliera como usualmente lo hacía, la abordaría usando su nombre, inventando una historia de cómo ya antes me la habían presentado, y dejando que mi encanto personal hiciera el resto. Fácil, me dijo el demonio al oído.

Prácticamente no pude dormir esa noche. A las 6 de la mañana del viernes ya estaba bañado. Me vestí con sumo cuidado, tomando en cuenta todos los detalles. Me puse la camisa que me había costado un ojo de la cara, de diseñador por supuesto y unos pantalones ajustados, también de marca. Tenía buen cuerpo, trabajado en gimnasio y quería lucirlo. Me eché colonia en la cara y esperé.

El tiempo fue eterno. A las nueve y media ya estaba en la calle, parado como estúpido. Miraba el reloj y empezaba a transpirar. .

A las 10:02 salió Marita y se encaminó hacia la esquina. Iba a llamarla por su nombre, pero dudé. Maldición, pensé, qué te pasa. Seguí caminando tras ella. Dobló la esquina y siguió caminando. Iba rápido, con el porte y seguridad que la caracterizaban, y yo me sentía ridículo caminando deprisa detrás de ella, no sabiendo qué hacer, si llamarla o esperar a que parara.

Entonces, atravesó la calle y se detuvo en la contraesquina. Allí se quedó parada. Pensé que ése era mi momento. Me ajusté la chaqueta, disminuí el paso y sin perderla de vista avancé para atravesar la calle.

Fue cosa de un segundo: una mujer morena, de rasgos agresivos se acercó por detrás a Marita y la tomó de la cintura. Ésta volteó, sonrió ampliamente, con esa sonrisa de lujuria que veía todos los días a través de la ventana y la besó apasionadamente.

Sentí como si un rayo me atravesara y mis piernas se negaron a seguir. En una fracción de segundo me di cuenta que estaba a mitad de la calle y sólo pude ver una figura acercarse velozmente hacia mi.


Ahora estoy frente a la ventana, sentado en mi silla de ruedas. Los doctores dijeron que tuve suerte, dado que por reflejo, encogí mi cuerpo y protegí mis órganos vitales. Ello no me salvó de tener 7 costillas rotas, el fémur, cúbito y radio destrozados, mi cadera fisurada y contusiones generalizadas. El motociclista no pudo ni frenar, salió a toda velocidad detrás de un camión y se impactó conmigo.

Parezco una estatua de yeso. Una grotesca figura que despreciaría Fidias. Escucho movimiento a mis espaldas, pero no puedo voltear. Sé que es Susana. Mueve sus caderas para todos lados llevando y trayendo cosas, atendiéndome. Me dice que sólo espera que me ponga bien para hacer las cosas más pervertidas y morbosas que me pueda imaginar.

Y yo que no puedo hacerme ni una paja porque me disloco el alma. Le digo que por favor no se ponga esos escotes ni esas faldas que dejan ver sus muslos y cuando se agacha, hasta el inicio de sus generosas nalgas. Sé que si tengo una erección, probablemente me de una apoplejía.

Miro por la ventana y veo una silla vacía en el apartamento de enfrente. Cierro los ojos apesadumbrado y le digo a Susana que me ayude para ir al baño. Con todo el dolor de mi corazón tengo que orinar.