Marisa: séptimo mes de embarazo

Aquí estamos de nuevo para contaros cómo va el embarazo que entre mi marido y su hermano me regalaron aquella tarde gloriosa.

Marisa:  séptimo mes de embarazo

He de reconocer qué los meses de mi embarazo son los más ardientes y maravillosos de mi vida conyugal. Mis hormonas están muy, muy alteradas, no sé si por la preñez o por el hecho de tener dos maridos; dos machos que vapulean mi cuerpo a todas horas sin consideración alguna, pues mi barriga parece un barril de, al menos 100 litros. Como anoche mismo, cuándo mi marido 1 me despatarró y hundió la polla hasta el fondo, machacándome durante más de una hora, arrancándome muchísimos orgasmos hasta que él se escurrió. Yo abrí la boca para tomar aire, estaba realmente derrengada, aunque, inesperadamente, el marido 2 me empotró contra el colchón y ocupó con su enorme barra el agujero que un minuto antes ocupaba su hermano. Volví a correrme nosecuántas veces, porque la polla de Berto es gordísima —cómo ya os dije anteriormente — y cuándo me la clava en la vagina tengo dos certezas: que nada ni nadie consiguió hacerme sentir la mezcla de dolor y placer que él me da cada día y, también, que Berto es el único responsable de mi embarazo. El padre de mi hij@, aunque eso jamás lo diré en voz alta.

—Tenemos que hablar, chicos— digo mientras desayunamos en la cocina—Esto no puede continuar así, cada noche me folláis más intensamente a la vez que golpeáis con furia mi barriga, mientras que yo no paro de correrme, ciega de lujuria. Eso me preocupa, pues la brutalidad con que lo hacemos puede perjudicar a la criatura.

—¿Qué hacemos, Marisa? ¿Dejamos de follar? —pregunta Juan.

—¡Claro, y después la cuarentena post parto! —añade Berto.

—¡De eso nada! apenas me saquen del paritorio os quiero a los dos dentro de mí, como lo hemos hecho muchas veces, porque entonces ya podréis hacerme el doble vaginal sin temor a dañar al bebé. —protesté alterada, pues la sola idea de estar cuarenta días sin que mis maridos me partan en dos, ya siento escalofríos en mi espalda — Me refiero a que desde ésta misma noche hasta el parto, habréis de organizaros. Lo justo es que me monte uno cada día, con un tiempo máximo de dos horas.

—Después del parto estarás muy desgarrada, nena — Berto acariciaba mi mano.

—Dudo estar más desgarrada de lo que ya lo estoy, cielo —lo miré con ternura— parece qué, por mi vagina haya galopado el séptimo de caballería . Me apostaría el culo a que no hay mujer alguna que disfrute tanto de su matrimonio como lo hago yo, pues cada noche entra en mí el marido 1 que me la clava hasta la garganta y, a continuación, sin dejarme respirar, entra el marido 2 que ensancha hasta el límite las paredes vaginales, reventándome de puro placer.

—¡Pues no estoy de acuerdo con el reparto! —Bramó Juan alzándose de la silla — Tú follarás a diario, pero mi hermano y yo ¿qué hacemos los días de libranza?  ¿estar de mirones?

—¡Os recuerdo que la que aporta los agujeros, precisamente, soy yo! —intentaba responder a su absurda pregunta, aunque de reojo vi a Berto levantarse de la silla y asentía mirando a su hermano, dándole la razón.

Cuando me vi rodeada por mis dos maridos, temblé. Temblé porque sabía qué, pese a mis razonamientos, me iban a forzar a hacer lo contrario de lo que les había propuesto, y así fue; cuatro manos me estiraban la camiseta sacándola por la cabeza y allí mismo, en el suelo de la cocina me ponen a cuatro patas, dos manos separan las nalgas y noto el capullo de Juan apoyado en el esfínter —sé que es la de él, no solo por el tamaño sino porque a estas alturas distingo, aún con los ojos cerrados, las pollas de uno u otro — de un empujón me la clava hasta el fondo sin lubricar ni preliminar alguno. Me sorprendo por la facilidad con la que ha entrado toda, aunque aún me sorprendo más cuando con un movimiento brusco él queda de espaldas en el suelo y yo encima empalada con las piernas abiertas.

Berto se arrodilla entre las piernas de su hermano, coge mis tobillos los pone sobre sus hombros y noto el glande restregarse entre mis labios vaginales y sus manos amasando mis pechos —que están inflamados debido a la pre lactancia, supongo —, agarro sus costados con las manos tirando de él, pero se resiste a tumbarse en mi barriga, aunque la gruesa polla abre camino en el dilatado coño, entra en el cuello uterino y ahí se queda. Justo en ese momento empezamos a acompasar nuestros movimientos, yo apretando el esfínter y los músculos vaginales para intensificar el roce, a la vez que las dos pollas se retuercen en el recto y coño buscando lo mismo. Fue en ese momento cuándo explotó mi primer orgasmo al que siguieron muchos otros durante la hora larga que seguimos amarrados, hasta que, rotos de placer, nos corremos los tres a la vez.

Quedé tumbada en el suelo jadeando, ebria por un sentimiento que me ahogaba, porque esa entrega en el más absoluto silencio dejó en mi boca un sabor agridulce: mis labios están huérfanos de los besos de mis hombres. Es verdad que nuestras noches son increíbles, que me follan con intensidad, pero yo necesito algo más; necesito hacer el amor, porque no soy un pedazo de carne con patas, soy la mujer de los dos hermanos y, en ese momento, descubro aterrada qué estoy enamorada de ellos, qué mis maridos no son una ficción, qué ambos son los dueños, no solo de mi cuerpo, también de mi corazón. ¡Qué Berto llegó para quedarse, siempre entre los dos!

*

Una vez saciados de sexo —por el momento— continuamos discutiendo mi propuesta y, al fin, la aceptamos los tres. Esta noche le tocaba el turno a Berto y así sucesivamente, aunque ya no es lo mismo: nos falta tiempo, carne y ... besos. Pero todos entendemos que debemos sacrificarnos por el bebé que respira en mi vientre y que ya da pataditas.

Tres días después, cenábamos Juan y yo una triste ensalada.   Esa noche le tocaba a él acostarse conmigo, era una obligación que nos habíamos autoimpuesto. Tan solo eso, una obligación rutinaria.

—¿Qué te ocurre, Marisa?  —pregunta Juan— hace días que te siento triste, cómo desganada.

—No pasa nada, cielo —susurro mientras escarbo la ensalada con el tenedor—, es solo qué, desde que alcanzamos el acuerdo del día de abstinencia, nada es lo mismo. —lo miro directamente a los ojos— ¡Y tú lo sabes, Juan!, seguís follándome cada noche descargando en mis entrañas vuestro deseo sexual, pero cuando se corre tu hermano yo pienso en ti y cuándo tú arrancas mis orgasmos pienso que es Berto el que está entre mis piernas —tomo aire y sigo— Necesito más, Juan. Ansío vuestro amor: el de los dos. Ya no me conformo con nuestros maratones sexuales. Estoy profundamente enamorada de ...  de mis dos maridos.

—¡Vaya, ahora resulta qué .....!

Justo en ese momento Berto entró en escena. Aunque no habíamos escuchado el sonido de las puertas se plantó bajo el dintel de la del comedor, enlazando con el brazo derecho la estrecha cintura de una criatura rubia, ojos azules y rostro de adolescente. Del resto del cuerpo, mejor no os hablo. De momento.