Marisa preñada: ¿de quién?
Será maravilloso sentirme empalada por mis dos cabroncitos, uno por delante y otro por detrás, ¿eh?
A partir de esa lujuriosa tarde en la que el cornudo consentido de mi marido, Juan, permitió que su hermano, Berto, entrase en mi más profunda intimidad, nuestra vida dio un giro radical; para bien, conste. Los tres formamos una mini familia en la que lo compartimos todo, – y cuando os digo todo es todo – tal vez recordéis que entonces mi marido estaba bastante mustio, aunque cuándo vio a su hermano arrancarme múltiples orgasmos recargando mi depósito de combustible espeso y blanco, él reaccionó como lo que es: un machote. Bueno, el caso es que desde entonces no paramos de follar los tres, no solo por el placer que cada noche nos damos, que también, sino porque yo sigo con mi manía de aumentar la familia. Quedar preñada.
-Bufff ... estoy rendido, Juanito – resopla Berto mientras mira a mi marido. Los tres tomamos café en la mesa de la cocina, ellos enfrentados y yo sentada entre mis dos hombres – este ritmo no hay Dios que lo aguante. ¡Necesito dormir, joder!, me van a echar del trabajo porque me paso el día dando cabezadas.
-Eso lo arreglas explicándole a tu jefe lo que hacemos cada noche con la sana intención de preñarme. Estoy segurísima de que él se hará cargo y comprenderá tu cansancio, es más ...
-Sí. Le cuento a mi jefe que me paso las noches follando a la mujer de mi hermano – me miró enfurruñado – no solo se haría cargo, sino que se apuntaría al festival.
-No sé de que te quejas, Berto. Anoche jugaste con Marisa tan solo una hora, hasta que te quedaste dormido y tuve que tomar el relevo las dos horas siguientes. – habló Juan – y eso por que aproveché que ella se quedó tiesa tomando aire y yo aproveché la pausa para desmontarla y empezar a roncar, que si no ...
-Y tu culito, ¿qué? - Berto pellizcaba el pezón de mi pecho derecho que se había asomado curioso por el escote de la blusa, lo que provocó de inmediato una descarga en mi espalda que se extendía justo hasta ahí: al culito.
- Mi culo bien. Gracias. Anoche mismo te dije que mi culito estaría a vuestra entera disposición en cuanto confirme mi embarazo – miré al techo con una sonrisa ilusionada – será maravilloso sentirme empalada por mis dos cabroncitos, uno por delante y otro por detrás, ¿eh?
-Y eso ¿para cuándo será? – Juan frunció el cejo – porque a mí nunca me dejaste hacerte el culito.
-Espero qué en tres o cuatro días, cuando comprobemos que no me baja la regla – expliqué – En cuanto a mi negativa de que entrases por ahí, las normas han cambiado, antes no alcanzabas a saciarme, cariño, pero ahora tengo la vagina destrozada y necesito un refuerzo para contentar a los dos hombres de mi vida, los que cada noche me entregáis vuestro amor y me insemináis hasta enloquecer de puro placer.
En mala hora les hablé de mi locura porque los dos saltaron sobre mí y sin siquiera quitarme la blusa me tumbaron en la mesa de la cocina de tal modo que mi cabeza colgaba del extremo de la mesa y a mi cornudo le faltó tiempo para llenar mi boca de carne dura a la vez que abría mis rodillas con sus manazas mostrando el camino expedito a mi entrepierna para su hermano, quién me arrancó la braga de un tirón pese a mis protestas y mi pataleo porque la braguita la había comprado ayer, o sea, que la estrenaba hoy. La verdad es que me sentí humillada, sometida, maltratada por los dos energúmenos que estaban abusando de la chica vulnerable que únicamente quería darles un hijo, mas cuando noté la polla de Berto arrasando mi vagina de un violento empellón se me escapó un gemido (yo hubiese preferido dar un alarido, pero como la boca la tenía tan llena tampoco era cuestión de elegir). En resumen, para no ser pesada, que siguieron con el maltrato durante más de una hora y yo gemía sin parar, abriendo mis piernas cada vez más.
-Tampoco era necesario ser tan animales – los miré muy enfadada mientras sorbíamos otro café – si lo que os apetecía era echarme un polvo tan solo teníais que pedirlo amablemente, pero vosotros ¡hala como es gratis! a follar a Marisa. Pues que sepáis que el polvo no os va a salir gratis, me habéis desgarrado la braguita que compré ayer y me costó 20 pavos, así qué, tenéis que aflojar 10 pavos por barba.
-¿Quieres decir que nos vas a cobrar 20 pavos por un miserable polvo? – bramó Berto.
-¡Eso faltaba! ... – completó Juan.
-Pues sí, aunque los 20 incluyen reventarme hasta el lunes por la mañana – como era sábado, yo había sacado cuentas y les salía a 40 céntimos por polvo, más o menos.
-Pues te va a preñar tu tío el de Cuenca, putón. ¡Habrase visto! – farfulló Berto
-Primero: no tengo ningún tío en Cuenca, que yo sepa. Segundo: tendréis que apechar con los daños colaterales, so cabrito, ¿no? – estaba furiosa, principalmente porque me habían chafado el negocio y también porque el tiempo para fecundar se agotaba y ... ¡jo! también porque yo quería pasar el finde apareándonos como animales y estábamos perdiendo el tiempo discutiendo en vez de hacer todas las guarradas que yo imaginaba.
-Vale, Marisa, no te enfades. Cobrarás tus 20 pavos, pero te los pagaremos en carne, ¿vale? – Juan me abrazaba al tiempo que deslizaba su mano bajo la blusa arrugada y con la yema del dedo me acariciaba el pezón. Yo encogí los hombros en respuesta a su oferta y nos metimos los tres en la cama.
Alcancé mi propósito – sí, ese de aparearnos y hacer guarradas todo el finde, como ya os comenté antes – apenas parábamos para comer buscando posturas nuevas, incluso hice el pino abriendo las piernas a tope para que me la metieran así, pero la verdad es que resultaba algo incómodo, aunque he de reconocer que de vez en vez degustábamos nuestro postre favorito: masticar sus pollas mientras ellos se peleaban por ser el primero en amorrarse a mi chorrosa vagina. No podéis ni imaginaros lo que sacia y alimenta tanto sus chorros de leche cremosa cómo mis abundantes jugos que ellos no paraban de sorber. Llegó el crepúsculo y tras él la noche, como es natural, (joder, no creo necesario que os explique también esto ... ¿verdad?).
Total, que el apareamiento animal creció en intensidad hasta bien entrada la madrugada del lunes pues Berto, inesperadamente, y de malos modos me empujó al colchón tumbándome junto a mi cornudo favorito que en ese momento intentábamos respirar los dos ahogados por los majestuosos orgasmos que habíamos disfrutado en la última hora, pero mi cuñado decidió, así por las buenas, montarme, abrir mis piernas y colarse entre ellas. Yo protestaba por su indecente ataque, aunque nada pude hacer ante los casi dos metros de hombre que me empotraba contra la sábana y cuándo noté su duro bulto alojarse entre los labios mayores, me rendí. Él buscó mis labios y yo busqué su lengua con los cuerpos apretados como adheridos con masilla; si de algo habían servido mis abundantes horas de sexo familiar era enseñarme que debía controlar mis orgasmos adecuándolos a los suyos para evitar ser un pelele extenuado entre sus brazos porque los chicos eran especialistas en control mental y aguantaban horas sin correrse, así que, cruzando mis piernas sobre sus rodillas adapté los movimientos de mis caderas a los suyos, mi ritmo al suyo, de tal modo que si él empujaba yo me contraía, si él paraba yo permanecía inmóvil y así durante casi una hora, aunque he de confesar que en distintos momentos estuve tentada de arrojar la toalla, pues Berto me hacía sentir llena frotando la vagina y hundiéndose en mis entrañas con maestría inusual; recordé su fama de depredador sexual al que mi marido se había referido en distintas ocasiones y eso me animó a seguir tal cual, mas cuando noté su espalda envararse con el prepucio hinchado cabeceando en el cuello uterino ambos nos desatamos a la vez, recibí sus chorros de esperma al tiempo que los dos nos convulsionábamos presos de un orgasmo brutal, mezclando sus líquidos con los míos que fluían a chorros. Pero él no la sacaba y yo no quería que lo hiciese, de tal modo que, así como estábamos con sus labios en el hueco de mi cuello y mis manos enredadas en su pelo nos quedamos dormidos. Los tres.
Tres días más tarde, jueves, mirábamos la compresa blanca que mi marido compró con el fin de avisarnos de cualquier goteo rojo que la ensuciase, pero nada, había un ligero círculo entre blanco y amarillo, pero de sangre, nada.
-¡Nada! – exclamé feliz – esto pasa de ser un retraso. Soy muy regular en las menstruaciones y no hemos parado de follar en mis días fértiles, bueno, ni en los otros tampoco.
Berto corrió hacia la puerta de la habitación y escuchamos el portazo de la calle. Minutos después se plantó ante nosotros con una bolsita en la mano.
-¿Eso qué es, Berto?
-Un Predictor, una prueba de embarazo. Anda, mueve el culito, Marisa, que vas a hacer pis.
-Pues en este momento no tengo ganas de mear – él me agarró por la cintura y me arrastró hasta el baño donde me sentó en el bidé con el cacharro de la prueba bajo mi vulva; por no discutir hice varios esfuerzos y enseguida empezó a fluir un chorro de pipí
-Para ya, Marisa, que me estás mojando los dedos de pis. Menos mal que no tenías ganas de mear – apoyó el predictor rebosante de orina en el mármol del lavabo – Tardará un par de minutos en darnos el resultado. – Los tres nos mirábamos uno al otro con ansiedad, mientras pasaban los minutos.
-Míralo tú, Berto – le miré a los ojos en modo suplicante; él giró la cabeza observando las líneas rojas que estaban a tope. Devolvió la mirada, muy serio.
-¡Estás súper embarazadísima, cariño! ¡Vamos a tener un hijo! – nos abrazamos los tres dichosos por el bebé que empezaba a latir en un rinconcito de mi ser.
-A ver, Berto – avisó Juan – Serás su tío Berto, pero los padres seremos nosotros, Marisa y yo
-¡Y un huevo! – exclamó mi cuñado – o sea, que he preñado a tu mujer y ahora pretendes darme la patada.
-No discutáis, por favor – los abracé a los dos con ternura – nuestro niño tendrá dos papis y una mami, ¿qué más da cual de los dos me haya preñado? no pienso renunciar a ninguno de mis amantes o de mis maridos, como queráis; además tendremos que ir pensando en la parejita, ¿no?