Mario, un tranquilo profesor

El encuentro casual de un profesor tranquilo y serio con un joven experto de la seducción, dispuesto a cumplir su fantasía con él.

MARIO, UN TRANQUILO PROFESOR

MARIO

He aprendido que las cosas no suelen terminar nunca como uno lo imagina, y que muchas veces se tuercen por donde uno menos lo espera. Tal vez sea una forma negativa de ver las cosas, pero que Felipe Torrero estuviera encima mío, violándome, no hacia sino confirmar mi absurda teoría.

Pero me estoy adelantando tal vez demasiado a la historia, a la mía y a la de Felipe, que por azahares del destino terminaron confluyendo la una con la otra, si es que puedo llamar "confluir" a terminar con su verga metida en mi culo por la fuerza.

Yo a Felipe no lo conocí sino apenas hace un par de semanas. Mi vida discurría entre claustros de estudio y bibliotecas silenciosas. Me dedico a la investigación. Soy uno de esos tipos tranquilos, aburridos si quieren calificarlo así, cuyo momento más apasionante del día puede ser sentarse frente a un vodka tonic y un buen libro mientras afuera la lluvia borronea la existencia de ese mundo que no parece ser el nuestro.

La universidad para la cual investigo se encarga de mantenerme en ese limbo académico, en esa burbuja protectora, porque le conviene a sus intereses. Se encargan de todo, desde proveerme de comida, limpiarme la casa y pagarme un buen salario, que sin ser exorbitante me permite vivir como yo quiero. Y en realidad no quiero tanto. Mis apetitos, incluidos los sexuales, son tan controlados, que un par de escapadas al año me son suficientes para mantener a raya al tigre. Nunca he necesitado de una mujer a mi lado de forma permanente, por mucho que disfrute de su eventual compañía en la cama.

Felipe en cambio, es otra historia, y será él mismo quien lo cuente.

FELIPE

Las retumbantes bocinas, alcohol y humo de cigarrillos, el sudor de la gente bailando, chicos y chicas en plan de juerga, meneando sus traseros al compás de la música de moda, todo, todo eso era vital para Felipe. Cazador innato, revisó las presas con la rapidez de un profesional, sin perder el estilo ni soltar el trago y el cigarrillo. Una chica rubia, senos llenos, nalgas perfectamente delineadas, con la mirada un poco perdida y ebria llamó su atención. Estaba por lanzarse cuando descubrió en una esquina a un joven terriblemente guapo, hermosos ojos miopes tras las gafas graduadas, camisa abierta mostrando una tetilla oscura y tiesa, nalguitas paradas y piernas a juego. Se debatió entre ambos. La rubia y el chico miope. Cualquiera le vendría bien esa noche y mejor aún si conseguía a ambos, decidió Felipe.

Se acercó a la pista, bailando sin perder de vista sus dos objetivos. El primero en responder al contacto visual fue el chico. Los hermosos ojos enfocaron su mirada con cierto esfuerzo, lo que no hacía sino acentuar su excepcional hermosura. Felipe, felino y sonriente se llegó hasta su lado. La multitud y el juego de luces lo hacía todo más sencillo. Nadie vio nada raro en la forma en que Felipe se acercó desde atrás, ni percibió la mano veloz rozando la cintura del muchacho.

Viniste solo? – preguntó Felipe al oído del chico, muy cerca para que su voz no se perdiera entre el barullo y la música, muy cerca como para que el otro sintiera su cálido aliento en la oreja.

No – contestó el chico sin voltear del todo – con algunos amigos, pero los he perdido.

Te ayudaré a encontrarlos – dijo Felipe, tan buen samaritano.

El chico sonrió, aceptando la ayuda y la cercanía del cuerpo. La sonrisa se borró un poco al notar la mano que apoyada en su cintura resbalaba suavemente a sus caderas. No dijo nada. Felipe bebía y fumaba mientras la mano extraviada reconocía la perfecta curva de una nalga. Siguió bebiendo mientras empujaba la pelvis sobre el bien formado trasero y dejaba que el chico sintiera la dureza de su miembro. El chico comenzó a ponerse nervioso, temiendo tal vez que sus amigos extraviados aparecieran de pronto, por lo que Felipe, mucho mas ducho en estas lides lo tomó de la mano y lo jaló hacia un rincón más obscuro.

Te gusta la verga? – preguntó a bocajarro y en un susurro mientras arrinconaba al chico.

No – contestó el muchacho, pero sin mucha convicción, mirando a todos lados.

Yo creo que sí – dijo Felipe seguro, tomando la mano del chico y llevándola hasta su hinchada bragueta, donde la tímida mano se dejó guiar sobre el contorno del bulto tal y como Felipe esperaba.

Al amparo de las sombras y el ruido, estuvieron magreándose por un rato. La gente iba y venía, poniendo las cosas un poco difíciles.

Venga – decidió Felipe tomando al chico de la mano – salgamos afuera un rato.

Lo llevó hasta su auto, estacionado convenientemente en una zona oscura y alejada del tránsito de la gente. El amplio asiento trasero, tantas veces utilizado por Felipe rindió una vez más sus frutos. El chico se dejó abrazar y quitar los anteojos.

Tienes uno ojos preciosos – dijo Felipe mirándolo con estudiada intensidad. El chico sonrió apenado y halagado, correspondiendo con entusiasmo acariciando la abultada entrepierna de Felipe, que no tardó en bajarse el ziper, liberando a la bestia contenida.

El chico lo acarició ansioso, sobándolo con ímpetus cada vez mayores.

Ya sabía yo que te gustaba la verga – dictaminó el conocedor Felipe, empujando al muchacho hacia abajo, llevando sus labios jugosos a la punta de su grueso miembro.

El chico esta vez no lo negó. Se la metió completa, tratando de abarcar lo más posible del enorme miembro. Felipe se reclinó en el asiento, disfrutando de la enloquecedora caricia. Tras un rato de buena mamada, Felipe abrazó al chico y le buscó la boca con un beso. Sabía a verga, a macho, y lo deseó más todavía.

Venga – le dijo – vamos a mi departamento.

No, no puedo – dijo el muchacho sin querer desprenderse de su beso – mis amigos estarán buscándome, no puedo ir.

Pero mira cómo me tienes! – se quejó Felipe mostrándole la tranca dura y cabezona – no puedes dejarme así, cabrón, no se vale!

El chico estaba igual de caliente, era notorio, pero pudo mas el miedo de que sus amigos notaran su ausencia. Felipe se dio cuenta y pasó a la acción antes de que se le terminara arrepintiendo.

De acuerdo – aceptó Felipe – una mamada entonces y te regresas con tus amigos.

Empujó de nuevo al muchacho hacia su entrepierna, y éste tomó la verga goloso nuevamente. Felipe le acarició la espalda y después las nalgas, soberbiamente duras y bien formadas. Hábilmente introdujo la mano y le desabrochó los pantalones, descubriendo el juvenil y respingón trasero.

Qué rico culito tienes – le dijo mientras deslizaba los dedos entre la suculenta raja de sus nalguitas.

El chico alzó la grupa, dejándole espacio suficiente para que le toqueteara el culo. Felipe rozó su ano y el chico alzó aun más las nalgas.

Pero si eres una pequeña putita! – le dijo cariñosamente.

El chico iba tal vez a protestar, pero Felipe lo mantuvo en lo suyo, sin dejar que soltara la enorme reata y continuó toqueteándole el culo. Se ensalivó los dedos y volvió a la carga. El pequeño agujerito pronto se vio asaltado por uno y luego dos dedos.

Pero si se te van como agua – se burló todavía Felipe, metiéndole ya tres dedos profundamente en el distendido ano.

El chico boca abajo y sin dejar de mamar la verga poco podía hacer para desmentirle. Tampoco dijo nada cuando Felipe lo jaló hacia arriba, obligándolo a sentarse sobre su regazo. Entre los muslos desnudos, sintió la caricia sedosa de la verga.

Levanta las nalgas – dijo Felipe sin la menor cortesía – que así no puedo atinarle a tu agujero.

El chico estaba caliente, de eso no había ninguna duda. Deseaba sentir dentro aquella dureza, por lo que no contestó y simplemente subió las caderas de modo tal que Felipe pudiera sostener la verga en la posición adecuada y con un poco de reacomodo la punta de la tiesa herramienta tocó puerto en el apretado anillo de su ano. Sin miramientos ni sensiblerías, Felipe jaló al muchacho hacia abajo, ensartándolo como el arpón al pez.

El suspiro de placer fue mutuo. Uno por conquistar, el otro por dejarse invadir, y ambos comenzaron a menearse, no con facilidad en el reducido espacio del coche, pero sí con insuperable pasión. El auto se mecía con las feroces acometidas y sentones, y minutos después Felipe le regaba las entrañas con su abundante y líquida venida. El chico se apresuró a masturbarse, teniendo dentro aún el miembro del otro, queriendo conservarlo allí lo más posible y en cuestión de segundos arrojó sus buenos chorros de leche al igual que el otro.

La despedida fue más breve aun. Los anteojos cubrieron otra vez los hermosos ojos y Felipe satisfecho se subió la cremallera mientras veía alejarse por la calle las prietas nalguitas del muchacho. Se pasó al volante y encendió un cigarrillo. Consideró la posibilidad de volver al bar para buscar a la rubia tetona, pero después de pensárselo decidió irse a su casa y recuperar algo de las horas robadas al sueño. Tenía trabajo al día siguiente y no quería tener a su jefe chingándolo por llegar tarde y con cara de desvelo.

MARIO

Tal vez las cosas hubieran sido distintas de no haber recibido la última y mejor de las promociones. Claro, en su momento casi brinqué de júbilo, por muy inapropiado que parezca en alguien de mi carácter, pero no era para menos, no cualquiera consigue en su primer año de investigación el reconocimiento de una de las mejores universidades extranjeras. El premio traía consigo algunas responsabilidades, entre ellas la de dirigir una recopilación literaria de algunos valiosos volúmenes por los principales museos y casas de historia del país.

El caso es que debía reunir esa información en apenas una semana, por lo que se me proveería de un ayudante que serviría mas que nada de chofer y mandadero. Y así conocí a Felipe.

La primera vez que lo vi pensé que seguramente el joven andaría perdido. Alto y delgado, cuerpo atlético y piel bronceada, destacándose aun más por el inmaculado pantalón blanco y las gafas oscuras, parecía más un actor de telenovelas que un chofer, si es que los chóferes tienen alguna pinta en particular.

El profesor Mario Barbieri? – preguntó con voz segura.

Soy yo – contesté aun preguntándome quién sería.

Mi nombre es Felipe Torrero – dijo alargando la mano – su chofer y ayudante por una semana.

En fin, quién era yo para cuestionar sus habilidades como chofer simplemente por su apariencia. Le expliqué la naturaleza del trabajo y le di el itinerario, que incluía varias ciudades del país, viajes por carretera y algunas conexiones por avión. Le di el presupuesto para la renta de los vehículos y le detallé cuáles serían sus obligaciones más elementales. Y me olvidé de él. Tenía muchas cosas en mi mente como para preocuparme por aquel muchacho demasiado apuesto y tan seguro de sí mismo.

FELIPE

De entrada el profesor no me cayó tan mal. No suelo ser de esos que juzgan a la primera impresión, pero reconozco que existe algo llamado "química" que simplemente se da, o no se da. Por lo pronto no sentí nada cuando lo conocí, ni bueno ni malo. El tipo no era de los que me gustan. A mí me van los jovencitos, de nalguitas turgentes y piel suave, listos para ser seducidos y dejarse corromper. Sin embargo, el tipo era masculinamente atractivo, con esa piel morena, casi aceitunada, ojos obscuros y pelo crespo. Brazos ligeramente velludos, de esos que te hacen preguntarte si debajo de la hermosa corbata azul habrá también un pecho velludo haciéndoles juego.

Comencé a conducir para él a la mañana siguiente. Museos, casa de arte, bodegas de universidades, sitios aburridos donde a fuerza de no tener otra cosa que hacer comencé a observar al profesor mientras trabajaba. Un hombre serio que rara vez sonreía, como no fuera debido a alguna rara pieza encontrada, o un añoso volumen impreso en el siglo pasado. Un tipo raro, sin duda. Pronto comencé a darme cuenta que debajo del severo traje marrón y la infaltable corbata, había un cuerpo armoniosamente bien formado. Comencé a fijarme en él cuando quitándose el saco quedaba en mangas de camisa. La sombra de un par de tetillas marrones se filtraba por la clara tela de sus camisas de seda blanca. Comencé a notar las manos largas y finas, rematadas en dedos chatos y gruesos, el cuello ancho y la nariz proporcionada. Me fijé en sus labios, llenos y plenos bajo la tenue sombra de un bigote bien recortado, y sobre todo, me fijé en su trasero, que al caminar siempre frente a mi comenzó a ser una pequeña, pero divertida obsesión.

El profesor, Mario como me pedía que le llamara, hablaba realmente muy poco conmigo, apenas lo elemental. Eso me dejaba mucho tiempo y oportunidad para observarlo. Su trasero, adivinado apenas por la costosa y suave tela de sus pantalones, comenzó entonces a ser objeto de mi total atención. Lo miraba al caminar, al agacharse buscando objetos en cajones inferiores, al estirarse tratando de alcanzar las ultimas vitrinas, y sin darme cuenta comencé a imaginármelo sin ropa.

Terminaba el día siempre caliente, excitado, sin poder desfogar las ganas con una buena revolcada, pues estaba siempre con él, de arriba para abajo, sin oportunidad de ir a mi casa, o de buscar a alguno de mis acostumbrados ligues. Solía terminar en mi cuarto de hotel masturbándome furiosamente, pero quedando de todas formas siempre insatisfecho.

Finalmente, tras una semana de lo mismo, el profesor, especialmente contento por el increíble hallazgo de algo que no entendí, decidió celebrar de alguna forma, y al no tener a nadie mas a mano, me invitó a unas copas antes de irnos como cada noche a nuestras respectivas habitaciones.

A mí me valía madres su valioso descubrimiento, pero me encantó la idea de tomarme unas copas con él, de tenerlo cerca y conocerlo en un plan más personal.

MARIO

El chico después de todo resultó ser simpático. Apenas había cruzado un par de palabras con él, por lo que decidí invitarle unas copas para celebrar mi buena suerte. Me sentía especialmente eufórico, y más aun después de tres o cuatro vodkas. Felipe se veía muy a sus anchas en la penumbrosa mesa del restaurante. Me miraba fijamente, ponía atención a cada una de mis palabras, y en ese momento pensé que me equivocaba, pero había descubierto sus penetrantes ojos verdes un par de veces fijos en mi entrepierna. Como sea, seguí bebiendo para aflojar el estrés acumulado y me dejé llevar por la música tranquila y relajante del lugar, bebiendo copa tras copa, hasta que sentí la mano de Felipe en mi espalda.

Profesor – dijo con su aliento rozando mi oreja – será mejor que nos vayamos, ya ha bebido suficiente.

Por supuesto lo negué categóricamente. A ningún hombre le gusta que le digan que ha perdido el control con la bebida. Pero Felipe insistió, y de alguna forma sentí que debía obedecerle, y que lo hacía únicamente porque se preocupaba por mí. Qué inocente fui. En realidad el cerco se cerraba y no supe reconocer el brillo letal en los ojos del victimario que ha decidido que el momento ha llegado. Seguí a Felipe por los pasillos del hotel, dando traspiés de forma poco elegante, por mas que intenté mantener el control de mis pasos.

Será mejor que se apoye en mí – dijo mi solícito ayudante tomándome por la cintura, y el contacto de sus dedos en mi persona, por primera y única vez activó una alarma que no sabía que existía.

Yo puedo solo – le dije apartándome, pero él no hizo caso y me llevó inflexible al matadero.

FELIPE

Copa tras copa, Mario se me hacía cada vez más deseable. Las capas de seria sobriedad iban cayendo una a una, aflorando una seductora sonrisa bajo el cuidado bigote, una mirada pícara en los ojos negros y un relajamiento en todo su cuerpo que no hizo sino encender aun más mi excitada imaginación.

Me mantuve en control, bebiendo apenas lo indispensable, mientras el profesor bebía como cosaco. Llegado el momento le sugerí que nos marcháramos, y tras una pequeña discusión enfilé con él a las habitaciones. Me costaba trabajo mantener las manos lejos de su cuerpo. De verdad lo deseaba como pocas veces he deseado otro cuerpo. Tal vez por las largas jornadas privadas de sexo, o por lo inalcanzable que me parecía, pero lo deseaba furiosamente. Lo tomé de la cintura, con el pretexto de ayudarle, y el contacto, incluso a través de la ropa fue casi eléctrico. Se resistió un poco, pero yo se como tratar a personas en ese estado. Me mantuve firme y lo tomé de la cintura. Deslicé la mano bajo el saco, palpando su espalda, mientras hacía lo mismo por el frente. Me sorprendió encontrar un vientre duro y firme, y tras un traspié, lo apoyé contra la pared para no caer los dos al piso. Mi rostro sobre el suyo, su boca a escasos centímetros, y tuve que contenerme para no meterle la lengua en la boca en pleno pasillo.

Mario se rió simplemente, como todo borracho y llamó el elevador. Apenas entramos, lo apoyé contra la pared posterior, de cara a ella, mis ingles se pegaron a su trasero y me fue imposible no pegarle mi tiesa erección en su hermoso trasero. Mario no dijo nada ni hizo nada. Tan caliente como estaba, le acaricié las nalgas sobre la tela de sus pantalones. Hubiera querido cogérmelo allí mismo, pero algún rastro de cordura le quedaba y me miró sobre el hombro como preguntándome qué me pasaba. El timbre anunció que estábamos en nuestro piso y me salvé de tener que explicar mi atrevida conducta.

Frente a su habitación, el buen profesor hizo su mejor intento para introducir la llave en la cerradura.

Déjame meterla – dije con sobrada mala intención.

El profesor me miró de nuevo con esos ojos oscuros de pobladas y rizadas pestañas. Me lo comería vivo, pensé decidido, y le arranqué la llave de las manos, empujándolo dentro.

Será mejor que te vayas – sugirió dando torpes tirones a la corbata.

Y yo creo que será mejor que te ayude – le contesté tomando la corbata y aflojándole el nudo, tan cerca de él que el aroma de su colonia llenó todos mis sentidos.

Le desabroché la camisa, tan suave como la línea perfecta de sus de sus labios. El pecho, varias veces imaginado, era tal como lo suponía. Ligeramente marcado, con pezones marrones rodeados de suave vello oscuro, que arremolinándose en el centro descendían suavemente hasta su ombligo, donde de nuevo formaban un nido de vellos que se perdían por debajo de la línea del cinturón.

Venga – le indiqué – sube las manos.

Me obedeció con algo de calma, pero lo hizo. Le saqué los faldones de la camisa y lo empujé sobre la cama, donde cayó pesadamente como piedra. Cerró los ojos y suspiró, imagino que algo mareado y cansado. Le quité los zapatos y los calcetines. Sus pies eran grandes y de bella forma. Los acaricié suavemente y el profesor suspiró de nuevo, esta vez de placer. Metí entonces la mano por la pernera de sus pantalones, acariciando también sus peludas pantorrillas. Nunca antes me había tomado tantas atenciones con ningún amante, fuera hombre o mujer. Solía irme directo a lo mío, a buscar done meter mi ansioso pene y el resto lo olvidaba. De alguna forma comprendí que no podía ser tan directo con el profesor.

Deja – dijo de pronto – me haces cosquillas.

Mis dedos acariciaban distraídos la blanca planta de sus pies. Me incliné para besar la punta de sus largos dedos y sin pensarlo me metí uno en la boca. Era una caricia extraña que nunca le había dado a nadie, y de alguna forma me excitó mas todavía. Mis manos bajo los pantalones no podían llegar más allá de la rodilla, por lo que decidí dar un paso más arriesgado. Mi mano empezó a ascender sobre la tela, traspasando las rodillas hasta casi rozar su entrepierna. El bulto, desde abajo se me antojaba grande y prohibido, pero mi calentura iba en aumento y decidido lo tomé.

Pero qué haces? – dijo entre la bruma mi alcoholizado profesor.

Te quito los pantalones – contesté con el cinismo que me caracteriza – que más?

Luchando con el cinturón no dejé pasar la oportunidad de acariciar a mis anchas el sexo del profesor, suave bajo la tela y definitivamente nada excitado. Y que?, pensé para mí mismo, si conmigo basta. Desesperado, terminé de quitarle el cinturón y bajar la cremallera de sus pantalones. De un tirón, se lo saqué, dejándole en calzoncillos. Me puse de pie para mirarlo a mis anchas. El profesor continuaba con los ojos cerrados, negándose a mirar que lo miraba, y mis ojos viajaron por su bien formado cuerpo, tal y como lo había imaginado tantas veces, si no es que mejor aun.

Los calzoncillos eran del tipo boxers, como cabría esperarse en una persona tan seria como él, de un catedrático azul marino que nada dejaban transparentar. Volví al ataque, esta vez con la suave seda de su ropa interior como única protección entre su sexo y mi deseo. El profesor se revolvió un poco al sentirme toqueteándolo, pero no volvió a quejarse, ni siquiera cuando le separé las piernas para dejar libre el camino hacia sus huevos, que sentí mucho más grandes de lo esperado.

Separando un poco las orillas de sus bóxers me asomé dentro, como un niño que sabe que le aguarda una sorpresa pero quiere alargar lo más posible su descubrimiento. El aroma de su sexo ascendió como el de las flores al agitar sus capullos. Vislumbré la sombra oscura de sus vellos y el contorno palpable de sus huevos. Para entonces tenía una erección que casi me dolía. Me desnudé sin dejar de mirar mi codiciada presa, aunque esta permaneció ajena a mi desnudez. Volví a la cama, a su cuerpo, y a ese pedazo de tela que era ya simplemente un estorbo. Sin él, finalmente admiré en su total desnudez a Mario, el serio y recatado profesor.

MARIO

Algo pasaba y yo sabía que lo sabía. Pero no quería saberlo. Felipe estaba conmigo, ayudándome, pero también me tocaba. Y no debería estarlo haciendo. Es mi chofer. Mi ayudante. Debe ayudarme, aunque no necesariamente a desvestirme. Se lo expliqué?. Creo que se lo expliqué. Y sus manos son suaves, sobre todo en mis pies. Nadie me ha chupado jamás los dedos de los pies. De verdad lo estará haciendo?. Debo dormir.

FELIPE

Su sexo es grande, incluso en reposo. El glande está cubierto por la piel del prepucio y una enmarañada selva de vellos negros rodea sus ingles. Le separo las piernas y sus huevos cuelgan entre los muslos abiertos. Son enormes, y parecen desentonar con lo fino y estilizado de sus miembros. Acaricio sus muslos, sobrellevando los dedos en el rizado mar de claros vellitos que los cubren. Tan cerca de sus huevos, mis dedos juguetean con la idea de acariciarlos hasta que finalmente lo consigo. Los siento calientes al tacto, y la suave piel se estremece con la leve caricia. Los tomo entonces en la palma de mi mano, sopesándolos, como un par de frutas maduras que pensara comprar. El profesor se mueve y le aprieto un poco los huevos, y entonces se detiene. Abre los ojos y me mira. No me dice nada. Parece extrañado de verse desnudo y a mí entre sus piernas, toqueteándole los huevos.

Felipe – dice por fin – no está bien eso que haces.

Ni siquiera le contesto. Me inclino para lamer las joyas que tengo en mi mano. Su sabor es intoxicante y puro. Lamo las peludas bolas sin importarme su incrédula mirada. Un poco más arriba, su pene da un ligero respingo, respondiendo a mis lengueteos más abajo. Se me antoja de pronto lamer también ese pene, aunque es algo que generalmente no acostumbro. El profesor es mi juguete y esa sensación me da la libertad de hacer con él cosas que probablemente no haría con otros. Me meto su verga dormida en la boca, paladeando la sensación de tener su arrugado prepucio entre mis labios. Me mira sorprendido mientras lo engullo completo, aprovechando que tiene por ahora un tamaño manejable.

No puede ser – dice tomando mi cabeza entre sus hermosas manos de anchos dedos.

Las dejo sobre mi cabeza, pero no tienen la fuerza ni la determinación suficientes como para alejarme de mi objetivo, que para sorpresa de ambos comienza a crecer dentro de mi boca. El flujo sanguíneo comenzó a llenar aquella suave y gorda manguera de carne, haciéndola crecer dentro de mi paladar, hasta que tuve que dejar salir una parte para poder respirar. Me retiré para observarla, y me gustó su tamaño y su dureza. Ahora el glande estaba descubierto, rosa y carmesí, como una corona perfecta para la gruesa y morena verga que la sostenía. Ahora sí mi buen profesor estaba excitado, y lo supe no sólo por la imponente erección que tenía entre mis labios sino por los audibles susurros de placer que emitía ante mis toqueteos.

Aléjate de mí, pervertido – me decía aun con las manos sobre mi cabeza, pero sus piernas se abrían y sus caderas se elevaban, buscando el húmedo refugio de mi boca, buscando su caricia con anhelo.

Me despegué entonces, en parte para exasperarlo un poco, y también para verlo de cuerpo entero, esta vez excitado. Su pecho subía y bajaba en agitada respiración. Noté sus pupilas dilatadas y las pequeñas puntas de sus pezones erizadas. Me lancé a ellas, lamiendo ahora sus tetillas mientras continuaba acariciando su inflamado miembro.

Debes detenerte ahora – dijo apagadamente, y no supe si me lo decía a mí o se lo repetía a sí mismo.

Lo callé con un beso. Sus labios estaban frescos, casi fríos, y noté la caricia de su bigote en mi rostro. Le busqué la lengua, pero mantenía la boca casi cerrada. Le apreté los huevos con la mano que abajo seguía acariciándole, y aproveché el quejido de protesta para meterle la lengua entre los labios. Sentí inmediatamente su respingo. Como cualquier hombre que es besado por primera vez por otro, noté la sorpresa en su rostro y sus movimientos. Descubría que no era tan malo, descubría que era grandioso. Su lengua se unió a la mía, tímida, explorando, conociendo, renuente y escandalizada, y aflojé el apretón de sus huevos.

Había obtenido ya bastante del tímido profesor, pero había aun algo que deseaba incluso más que todo lo conseguido. Lo había dejado para el final, lo había postergado lo más posible, pero ya no podía aguantarme ni un segundo más. Boca arriba hasta ese momento no había podido verle aun las nalgas, y era en eso en lo único que podía pensar. Había llegado por fin el momento. Dejé sus labios fríos y le di la media vuelta.

MARIO

No es mas que un sueño. Solo eso, un mal sueño. Esos dedos no existen. No es posible que los sienta, y mucho menos en esa parte de mi cuerpo. Eso pasa cuando uno bebe demasiado.

Pero seguían allí, y ni todo el alcohol del mundo podía hacer que no lo supiera. Tuve que incorporarme para ver con mis propios ojos, por muy perdidos que estuvieran que era Felipe quien me estaba acariciando los huevos. Mi sorpresa fue mayúscula, y más todavía al ver su rostro acercarse y lamerlos, y más aun al darme cuenta de lo bien que eso se sentía. Y no paró allí, luego siguió con mi pene, y se lo tragó como si fuera el mejor de los manjares, y su lengua se sentía caliente, y mi cuerpo respondió hambriento con un ansia que no sabía que existía.

Felipe continuó devorando mi miembro mientras yo no sabía qué hacer para detenerlo. Era fuerte, era joven, y para mi desgracia, sabía hacer muy bien lo que me estaba haciendo. Pero estaba mal, y no podía quitármelo de la cabeza. Traté entonces de empujarle, pero con poca fuerza, y para mi mayor vergüenza, a mi pene parecía encantarle lo que hacía. Entonces me besó y un cúmulo de sensaciones confluyeron en mi cabeza. Era asqueroso ser besado por otro hombre, era insultante, era inaudito. Su lengua entró en mi boca para aumentar aun mi desconcierto, un beso apasionado y libidinoso que de tan pecaminoso comenzó a excitarme.

Y apenas acostumbrándome a todo esto, tratando de digerirlo, me dio la media vuelta, y si hasta ese momento me había sentido sorprendido, no fue nada comparado a sentir de pronto sus manos bajando por mi espalda hasta mis nalgas y la humillante sensación de sentir que alguien, un completo extraño, te las abre y te mira un lugar de tu cuerpo jamás antes observado por nadie. Traté de resistirme pero él apoyó entonces todo su peso sobre mí y me mantuvo en mi sitio. Dejé de luchar, pensando que de esa forma la pesadilla terminaría, pero no fue así. Apenas comenzaba.

FELIPE

Boca abajo, por fin el profesor desnudo y boca abajo. Ante mis ojos, la gloriosa visión ya tantas veces imaginada. Una espalda fina, ligeramente arqueada, con la columna dibujada bajo la piel oliva, el camino perfecto hacia un hermoso par de nalgas. Me quedé extasiado en su contemplación. Llenándome los ojos con la perfecta curva de sus glúteos, la carnosa base donde sus largas piernas remataban y remontaban en dos perfectas montañas de pálida piel cubiertas también de un fino vello.

Acaricié su cuello, su nuca sensible ya a mis caricias, solo con el fin de tener un punto de partida. Descendí lentamente, bajando por el valle de su espalda. Traté de hacerlo lento, pero ansiaba con prisa llegar a mi destino. La pequeña depresión de sus riñones me llevó al comienzo mismo de su trasero. Allí el caminito de vellos parecía comenzar a nacer y los recorrí suave como una pluma, ascendiendo por la curva que elevaba sus hermosas nalgas y descendí rápidamente por sus laderas. Repetí la cuesta, una y muchas veces, mientras Mario me miraba de reojo, como sin entender el porqué de mi extraña fascinación.

Tras aprenderme las líneas de memoria, con una mano en cada nalga, las separé para mirar dentro de la oscura raja. El ojo de su culo pareció temblar en mi mirada. Mario se revolvió escandalizado. Vi en sus ojos el horror de verse tan expuesto y descubierto, y peor aun al sentir que mi dedo se deslizaba entre sus nalgas para una primera y rápida caricia justo en el centro de su apretado ano.

No – gritó escandalizado tratando de darse vuelta y alejarse de mí lo más posible.

Me recosté sobre su espalda, presionando con mi peso para mantenerlo sobre la cama. Sus nalgas eran mías y ni sobrio ni borracho me iba a impedir que las gozara. Volví a la carga, separándole las nalgas, sobando sus carnes suaves y su pilosa raja. Se las abrí de nuevo y me excité de ver su ojete peludo casi pulsando ante mis ávidos ojos. Cuando dejó de luchar, seguí acariciándolo, tanto y durante tanto tiempo que terminó rindiéndose escondiendo el rostro bajo la almohada, como si eso pudiera distanciarlo de lo que le hacía. A mí no me importaba. Si quería meter la cabeza entera debajo de la tierra por mí estaba bien. Siempre que siguiera teniendo sus nalgas a mi alcance.

Con el culo tan abierto, decidí darme el gusto de probarlo. Acerqué la lengua y la nariz a su hermoso trasero. Quería su olor y su sabor al mismo tiempo. Lo quería todo. Lo quería mío. Y de nuevo brincó al sentir que mi lengua repasaba los albores del pequeño circulo mágico de su ano.

No, no, no – volvió a decir o gemir o ambas cosas.

Mi rostro entre sus nalgas no quería escucharlo y continué implacable con mi ataque. Su ano, ahora suave y resbaladizo nada podía hacer para impedir que mi lengua lo penetrara. Continué en lo mío, repasando sus bordes, sus pliegues y sus bandas, sin tregua y sin respiro. Mario, rendido, con el cuerpo laxo parecía sometido a su destino. Aproveché para acariciarlo con un húmedo dedo empapado de saliva. Dedo que rápidamente fue entrando en la oscura cavidad sin que esta vez el profesor emitiera queja alguna.

Envalentonado y esperanzado, le metí dos dedos y sentí el temblor en sus nalgas y en todo su cuerpo. Tal vez Mario considerara aquello demasiado. Comenzó a incorporarse, a tratar de luchar de nuevo con aquello que evidentemente había terminado gustándole. Era el momento. Había llegado la hora. Me incorporé, con mi verga tan dura como mi determinación de cogérmelo y Mario volteó en ese momento y me miró a los ojos. Sabía lo que pretendía y sabía que lo conseguiría. Enterró la cara en la almohada y dejó a mi disposición aquella parte de su cuerpo que tanto anhelaba.

Entonces le metí la verga.

El aire pareció condensarse de pronto en sus pulmones. Ni un quejido. Ni una palabra ni un movimiento. Sólo mi verga abriéndose paso en su cuerpo. Lo hice lento, tan lento como mi acumulada excitación me lo permitió. Quería no solo sentirlo, también quería verlo. Quería ver mi grueso e hinchado glande desaparecer en aquella apretada oquedad morena. Quería ver su ano abriéndose poco a poco, dilatándose para dejar pasar mi carne excitada y extasiada. Quería ver sus nalgas abiertas, totalmente abiertas, tan abiertas como para dejar pasar mi grueso garrote entre sus delicadas paredes.

Y lo vi. Lo vi todo. Vi mi verga entrando en su cuerpo, mi carne dentro de su carne, mi deseo abriéndose paso en su cuerpo, rellenándolo, conteniéndolo, subyugándolo, y después de tenerlo todo dentro, solo entonces Mario gritó.

MARIO

Nada, nada de lo aprendido y discurrido desde mi adolescencia, mi juventud y mi vida adulta me había preparado para entender o asimilar lo que estaba ahora sucediéndome. Felipe me estaba violando.

Decidí mantenerme distante, como si fuera a otro a quien le sucediera. No era yo el que estaba en esa cama, desnudo y despatarrado mientras otro hombre le picaba el culo con un dedo, mucho menos con dos y ni hablar de su lengua. No era yo. No podía tratarse de mí.

Tampoco fui yo el que esperó paciente a que el hombre se cansara de su juego, y menos el que empezó a encontrar placentero sentir una lengua caliente y hábil acariciando una zona tan olvidada y poco reconocida de mi cuerpo. No fui yo el sorprendido con el calor que esas caricias generaban, ni fui yo el que permaneció quieto, aun al darse cuenta de que el tipo se estaba acomodando entre las piernas abiertas y que enfilaba su verga, como si fuera un arma, directo a su culo.

Traté de permanecer callado, total, no era yo, aun cuando el dolor de la penetración era inadmisible y prácticamente inaguantable. No era yo, no era yo.

La verga, gruesa y dura, enterrada en un cuerpo que finalmente reconocí como el mío, comenzó a moverse, y entonces si grité, porque era yo, y porque dolía y ese dolor se parecía tanto al placer que comencé a gritar para tratar de diferenciarlo y arrancarlo de mi cuerpo.

FELIPE Y MARIO

Los cuerpos, sudorosos y agitados, uno encima del otro, tratando de robarse el uno al otro, un pedazo de placer que de prohibido, sabían aun más precioso.

Tu culo es delicioso – gemía Felipe empujando con fuerza dentro del otro.

Quítate de encima – gemía Mario arañando las sábanas, y abriendo las piernas para permitir que el otro penetrara mas adentro.

Y continuaron así. Apenas unos minutos, un espacio de tiempo que la noche engulló de un solo bocado.

Felipe terminó dentro del cuerpo, conseguido el placer, se mantuvo dentro, recobrando el aliento satisfecho.

El profesor se calmó también y buscó con la mano el roce de su pene sin hacer ningún intento de quitarse a Felipe de encima. Alzó las nalgas para que su mano pudiera entrar bajo su cuerpo y comenzó a masturbarse lentamente. No hacía ningún sonido, y Felipe le dejó un silencioso espacio para que encontrara su propio placer a su manera. Apenas un par de minutos después, el profesor se venía también copiosamente, empapándose el vientre y la cama con su caliente semen.

Se separaron entonces y Felipe tomó sus ropas y se marchó silencioso, mientras el profesor caía en un sueño feliz e inconsciente.

Se encontraron de nuevo en el desayuno a la mañana siguiente. No hubo represalias ni comentario alguno del incidente. Las visitas a museos continuaron por unos días más. Si en algún momento del día el profesor descubría a Felipe mirando su cuerpo, simplemente bajaba la vista y continuaba sus tareas, aunque con un revoloteo de excitación que se cuidaba mucho de ocultar.

Felipe, cazador consumado, sabía que la presa volvería a sus linderos. Esperaba paciente su momento.

La última noche antes de volver a la universidad, Mario llevó a Felipe al bar.

Tomemos una copa – dijo simplemente.

Solo una? – preguntó Felipe, ladino de ojos verdes y sonrisa torcida.

Solo una – contestó el profesor – el alcohol desinhibe, pero también adormece.

Como digas, profesor – aceptó Felipe chocando su copa.

Esa noche fue aun más intensa que la anterior. Ambos sabían lo que podían esperar uno del otro y los límites estaban también dispuestos a descubrirlos. Las cosas nunca se sabe cómo puedan terminar.

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