Maricona en bragas en la mili V
Experiencias de una maricona en la mili que le gustaba exhibirse en bragas
En el almacén de la Plana Mayor las horas iban pasando entre tragos, porros, y las historias del sargento Mendi.
“Vaya circo que se debió montar ese día en la tienda del moro” “Él mismo me lo contó”
Mendi y Abdalá habían entablado relación de amistad, fruto de los trapicheos del moro con el hachis a través de la Cipriana. Enterado de los trueques de esta, el sargento no tardó mucho en conseguir contactar con él. Al moro le convenía, pues así extendía su red, y el sargento obtenía lo que más le interesaba en aquellos momentos: información. Aún le faltaban datos que recabar para dar por terminado el informe que debía presentar a el brigada. Las incursiones de las dos mariconas en la calle del puterío ya habían llegado a sus oídos. Atisbaban señales de peligro para sus intereses, por lo que decidieron tomar cartas en el asunto. No estaban dispuestos a permitir que siguieran haciendo la competencia a sus negocios, ni más ni menos.
“Mediante Abdalá le encargué a Mohamed que las siguiera para saber en qué andaban"
Tal y como había acordado la Cipriana con el moro, hecho el traslado en su coche hasta la Milla del Vicio, las dos se apeaban unas decenas de metros más allá de El Gato Negro, uno de los locales que proporcionaban sustanciosas ganancias a Mendi y a el brigada, y seguidamente se dirigían a la esquina contigua al mismo. Allí, con el trasiego de hombres buscando desfogue, siempre había quien se interesaba por lo que ellas ofrecían. Llamaban la atención a los que se acercaban apoyadas en la pared, fumando y poniendo poses, o dando unos pasos por el centro de la acera haciendo gala de sus encantos. La Cipriana con peluca, corpiño, unas mallas semitransparentes que dejaban ver su minúsculo tanga rojo, maquillada en exceso y con tacones. La socia, por su parte, solo difería de su compañera en que vestía camiseta de tirantes sobre sostén con relleno y minifalda color salmón, muy mini, vaporosa y con volantes. Sin nada debajo. Podía verse el principio de sus nalgas por la parte inferior. Así y todo, se la recogía sin ningún pudor para que se viese más carne.
En plena labor detectivesca, Mohamed había advertido cómo “la socia” se dejaba meter mano por debajo de la falda, incluso que se la levantasen del todo, por un grupo de ocho jóvenes que aparentemente celebraban la despedida de soltero de uno de ellos. Y se perdían con ellas por un callejón en la parte trasera del edificio. A la espera de que reapareciesen de nuevo, se quedó al acecho, confiando en completar más tarde la información que pretendía. Mientras, pudo interrogar amablemente a una fulana de un puticlub colindante, a la que con muy poco esfuerzo sonsacó más detalles sobre las investigadas. No dudó en proporcionárselos, al saberse afectada por la reciente irrupción de rivales, y en desventaja, sabedora ya de las tarifas que manejaban. Detalles confirmados por el grupo de solteros al cabo de una media hora. Al verlos de nuevo, Mohamed se aproximó a ellos haciéndose el simpático. Admitiendo haber presenciado su movida con las dos mariconas travestidas y mostrándoles su interés por el tipo de servicios prestaban, pues él y sus amigos querían darse una fiesta próximamente, se inventó. Así como la prosti con la que antes había hablado, ellos también le dijeron que a los ocho les habían comido la polla y todos se las habían follado por menos de la mitad de lo que se exigía en los burdeles de la zona, por el mismo servicio y para un solo cliente.
Por el considerable ahorro que representaba para posibles usuarios, aunque aportando ciertas dosis de imaginación, muchas de las putas de verdad podían verse suplidas a no mucho tardar. Quedaba claro que la competencia estaba servida y en pleno desarrollo.
La operación venía repitiéndose desde varias semanas atrás. Pero fue el día de la juerga en la tienda del moro cuando las cosas empezarían a cambiar. Mejor dicho, cambiarían radicalmente.
“Esa noche fuimos a ver si las encontrábamos para invitarlas al guateque que les habíamos preparado”, contaba Mendi.
La expectación entre la concurrencia creció al instante. El relato auguraba nuevos vericuetos por los que discurrir. Uno de los veteranos preguntó, “Y se fueron de fiesta con ellas?” “Sí, jaja, ahora te cuento”, respondió el sargento con tono irónico.
En una especie de chabola o cobertizo prestado, cercano a la calle de los prostíbulos, amplio y repleto de listones de madera, palets y sacos de serrín, organizaron una merienda. Bien avituallados de comida y bebida, amenizándose con música española en un tocadiscos destartalado pero con sonido más que aceptable. A la merendola habían sido invitados cuatro legionarios, muy legionarios, subordinados de los anfitriones. De características propias al cuerpo, es decir, aguerridos. Bravos y corpulentos machos dispuestos a todo. Aunque vestidos de paisano, todos tenían traza de ser hombres preparados para el combate.
El que más destacaba era el brigada. También conocido como “el oso”, o “el manazas”. Y no era para menos. Con sus 1,90 metros de altura y más de 100 kilos de peso, sus manos eran como palas. Capaz de levantar pesos con una mano para lo que muchos necesitarían las dos. Solo su presencia impresionaba. Viejo camarada del sargento, se habían enrolado juntos en La Legión. Compartían lugar de origen, tribulaciones de juventud y otras aventuras. Los devenires de la vida les habían mantenido unidos y unidos permanecían. De carácter afable, pero si un día se levantaba con el pie izquierdo más valía no acercarse mucho a él. Baqueteado por los años de milicia, su mal genio afloraba siempre que las circunstancias lo requerían. No cumplir de inmediato las órdenes que impartía podía acarrear consecuencias nada deseables. En el Campamento se le refería simplemente como “el brigada”, sin más, ya que era de sobra conocido y el único de ese rango para un batallón que comprendía más de mil reclutas.
Concluida la merienda, había llegado el momento de iniciar la expedición en busca de las dos bujarronas. Mientras, los soldados invitados permanecerían en el puesto dándole al frasco. A la espera.
“Antes de pasarnos por El Gato Negro nos tomamos unas copas en un par de antros, donde encontramos a otros colegas que también regentaban negocios de prostitución” “Les pusimos al tanto del operativo y se ofrecieron a echarnos una mano, pero les dijimos que no hacía falta"
En palabras del sargento, los hechos se produjeron así:
Entonados con varias copas encima, se encaminaron hacia el puticlub en cuestión. En la esquina, la Cipriana y su socia mantenían lo que parecía una negociación monetaria con dos viejos bastantes beodos, sin llegar a acuerdo alguno. Los viejos se fueron, y pocos segundos después se produjo el encontronazo entre los legionarios y las mariconas. Mendi, con sonrisa embaucadora las saludó: “Hombre, si estabais por aquí” “Mira que os andábamos buscando el brigada y yo para invitaros a una fiesta aquí cerca con otros compañeros” “Qué, os animáis, no?”, a la vez que empezaba a sobarle el trasero a la socia. Y el brigada: “Venga, y echamos unos bailes” “Tenemos música, priva, porros y de todo”. Ante las expectativas que se presentaban, no solo aceptaron la invitación sino que se fueron del brazo con ellos. Convencidas de que era mejor idea que seguir mariconeando más tiempo la calle. La tarde había sido suficientemente fructífera.
Ya en el lugar, cediéndoles el paso caballerosamente por el portón de la chabola y cerrarse este a sus espaldas, lo primero que la socia notó fue la mano del sargento agarrando la cintura de su falda por detrás, arrancándosela de un tirón y dejándola con el culo expuesto, seguido de un fuerte azote y un empujón hacia adelante entre las risas y rechifla de los allí congregados. Trastabillando por efecto de los tacones y con expresión de asombro.
El brigada, atenazó con su manaza una oreja de la Cipriana, tirando de ella hacia arriba y obligándola a andar de puntillas, haciendo caso omiso de sus quejas y arrastrándola hasta el fondo de la chabola, donde se amontonaban gran cantidad de sacos de serrín. La otra siguió la misma dirección a empellones, como continuación al primero que recibió al entrar. En su desplazamiento, apenas pudieron volver la mirada un par de veces para poder ver una tabla sobre dos bidones a modo de mesa con restos de pan, cortezas de queso, latas de sardinas, encurtidos varios y botellas semivacías de vino y coñac. Y a los cuatro legionarios de refuerzo repantigados sobre sacos, con una copa en la mano, fumando, mirándolas con sonrisa burlona.
Como ambientación, en el tocadiscos sonaban pasodobles taurinos interpretados por una banda municipal.
“Yo me encargué de la estrategia de contención, y el brigada del plan de ataque”
Lo que se traducía en que las dos golfas fueron inmovilizadas sobre una pila de sacos de serrín que alcanzaban una altura de poco más de un metro, reclinadas en ángulo recto con los pies en el suelo, y sobre sus espaldas sentados dos de los soldados, presionando, trabándoles el cuello con las manos. De ellas solo visibles dos grandes culazos, las piernas abiertas y sus zapatos de tacón. Con audibles sollozos rogando que las soltaran. El brigada, armado con el cinturón negro de cuero, parte del uniforme de gala que apenas utilizaba, de apreciable grosor y con ocho centímetros de anchura, ensayaba parábolas en el aire aferrando el cinto por la hebilla, ya doblado.
Sin ninguna clase de precalentamiento, mallas hechas jirones y tanga desaparecido de cuajo, los primeros trallazos que recibió la Cipriana resonaron de tal manera que para atenuar el sonido tuvieron que aumentar el volumen de la música. Al son del “España cañí”, con el ritmo de las trompetas, los fuertes correazos accionados por el brigada se sucedían sin misericordia. Restallaban uno tras otro por encima de los aullidos y berridos de la Cipriana pidiendo que parasen. Su culo ardía. Siguiendo el compás, los latigazos continuaban sin pausa, cada vez más fuertes. El brigada, vehementemente, siguió marcando a la Cipriana con intensidad in crescendo hasta el final de la canción. Fueron más de treinta cintarazos los que aguantó. Las súplicas y lloros de la azotada apenas podían ser apagados por la sintonía ambiental. Pero no era el final de la paliza. Fue solo la primera zurra. zurra. La socia, consciente de que llegaba su turno, gritaba, saltaba lo que podía con inútiles intentos por liberarse de su apretura bajo el peso del legionario que tenía encima. Pedía perdón en nombre de las dos jurando que no volverían a poner el culo en la milla.
“El culo te lo voy a poner yo bien ahora, guarra!!”, gruñía el brigada. “Así que queríais jodernos el negocio, ehhh!?”
Dejó que pasase otra pieza musical más para tomar aire mientras encendía un Montecristo. Saboreando lentas caladas, dándose tiempo para la siguiente fase. El que estaba sentado sobre la Cipriana se giró para palpar sus posaderas como toma de temperatura. “Está que quema”, decía riendo, a la vez que se ensalivaba un dedo y le rascaba el coño, provocando la hilaridad de los presentes. Dispuesto a continuar con la faena, el brigada se dirigió a por la socia empuñando el cinto con determinación. Se situó, y la tanda de zurriagazos que la propinó en medio de sus nalgas fue aún más intensa que la que había sufrido la Cipriana. Con potentes azotes, también in crescendo. No serían menos de cuarenta los que le tocaron. Los gritos pasaron a ser alaridos. Bramando, implorando el perdón. La dejó el culo de un tono más granate que rojo, abrasado de calor. No sintiéndose satisfecho del todo, procedió a arrearlas otra tunda de fustazos a cada una de contundencia y cantidad similar a las anteriores.
Exhaustas y sudorosas por el suplicio infringido, no cesaban en sus peticiones de clemencia prometiendo no volver por allí. Sin consentir que recuperasen la movilidad, las mantuvieron en la misma postura pero, siendo benévolos, les concedieron un breve descanso. Que fue aprovechado para urdir el último de los agravios. Consistente en que a uno de los soldados se le ocurrió la brillante idea de masajearlas el chocho con un dedo untado en el aceite sobrante de una lata de sardinas vacía, procurándoles así una muy necesitada relajación. Creyendo ellas que se trataba de un acto de compasión, pero no siendo así.
Lo siguiente fue introducirles una pequeña guindilla de esas rojas que pican mucho a cada una en sus respectivos ojetes. Empezaron a chillar y brincar como si fuesen cerdas en el matadero. Levantando del sitio a los que con su peso sobre ellas no lograban impedir sus movimientos. Dando pie a estruendosas carcajadas de la audiencia seguidas de una fuerte zurra final, con el griterío sin duda perceptible a más distancia de lo aconsejable.
Mientras los dos legionarios que habían participado solo en misión de observadores, libres de servicio, bailaban a lo agarrado el pasodoble que sonaba. Para completar la fiesta.
El espeluznante cuadro que componía la escena podría calificarse de obra teatral tragicómica. Solo para adultos, y sin tramoya. De ver para creer, como se suele decir.
Pero ahí no acabaría el calvario.
Volviendo al almacén de la Plana Mayor, los atentos oyentes a las historias del sargento, entre el pasmo y la estupefacción, no acababan de creer lo que les contaba. Pero siendo Mendi como era, no había lugar para la desconfianza. Manolo, Trajano, Angelillo, el gitano y los veteranos se habían quedado atónitos. Aún así, le incitaban a que contase más. En el fondo sabían que todo lo escuchado era cierto. Y siendo el relato de tal morbosidad, nadie se resistía a conocer el final de la historia.
“Cómo las pusimos el culo a las dos!, mi madre!” “Pero el gran espectáculo vino después”
Terminada la paliza, y una vez aliviadas de la carga, las dos mariconas se incorporaron a duras penas, guiando sus pasos hacia el portón de salida con el deseo de escapar de allí lo antes posible. Gimoteando, la cara embadurnada de restos de maquillaje por el lagrimeo, y sus manos en las candentes nalgas tratando de mitigar el dolor. El brigada las miraba con deleite, con la satisfacción del deber cumplido.
“Ya sabéis para otra vez, os caliento el pandero pero bien!”. Dirigiéndose al resto de los asistentes preguntó: “A las mariconas les gusta enseñar el culo, no?”. “Jaaa jaaaajaa!! Siiii, mi brigada!”, se oyó como respuesta.
La Cipriana con el corpiño y su socia en camiseta, despojadas de peluca y de toda vestimenta de cintura para abajo, salvo los tacones, fueron de nuevo arrastradas, esta vez en sentido contrario, hasta el exterior de la chabola. Escoltadas a ambos lados, sujetadas por los brazos, las obligaron a caminar en dirección a La Milla del Vicio. Sargento y brigada detrás, las veían retorcerse en su vano empeño por desembarazarse de sus escoltas, con sus “Nooo, eso no, por favor, por favor!”, en su desamparado lloriqueo. Rogando por que no las dejasen así en la calle, sin bragas y con el culo magullado de rojo intenso.
Momentos después, con la calle atestada de gente deambulando sin rumbo, las dejaron a pocos metros de El Gato Negro.
Aunque ya al corriente de lo que se avecinaba por la información del sargento, los primeros en apercibirse de lo que ocurría fueron Mohamed y su cuadrilla de amigos. Seducidos por la visión, de un salto fueron en grupo hacia ellas, ávidos por verlas con el pandero al aire después de la paliza. Riéndose con eufórica alegría de veinteañeros, se pusieron a su lado y les acariciaron el culo dándoles suaves palmadas. Uno de ellos las perseguía con comicidad, con el miembro fuera rozando sus nalgas. Tronchándose sus compañeros, que a voces y silbidos llamaban al gentío circundante a participar en la diversión. Dando prólogo a lo que sería un largo desfile a través de la milla, acompañadas tanto de guasones aplausos como de burlas y pitorreo durante todo el trayecto.
En cuestión de minutos el bullicio ocupó toda la calle. Los tenderos, tasqueros, movidos por el jaleo, salían de sus locales a ver qué estaba pasando. Se abrían ventanas y se asomaban vecinas a fisgonear. Las putas desocupadas por falta de clientes curioseaban. Llamativamente, calzando zapatos de tacón, y enseñando sus orondos culazos rojo bermellón con nítidas marcas por los correazos recibidos, dejaban patente su condición de mariconas azotadas. A medida que avanzaban la expectación crecía, rápidamente se corría la voz y pandillas de amigotes salían de los bares con el cubata en la mano para comprobar lo anunciado, uniéndose con gusto a la jarana.
Llorosas y agarradas del brazo, caminaban con la mirada baja ocultando sus rostros difusamente pintarrajeados. La gente arremolinada no les daba opción a desviarse y buscar refugio en cualquier portal o callejuela adyacente. Se formaban grupos de espectadores en los laterales de los que salían toda clase de improperios. Conminándolas a “ir a poner el culo a otra parte”. Para mayor jolgorio, al tropel que seguía sus pasos a poca distancia, como Mohamed y sus colegas en alborozada parranda desde el principio del paseo, se unió un músico callejero tañendo su guitarra, cantando por soleares y animando más el cotarro.
La culona
(continuará)