Maricona en bragas en la mili IV
Experiencias de una maricona en la mili que le gustaba exhibirse en bragas
“Joder, con la Cipriana” “Se iba al zoco vestida de puta a poner el culo” “Ya la teníamos calada. Más de uno se la trajinó en la garita de la barrera”.
Así comenzaba el relato del sargento refiriéndose al que con el mismo nombre, pero en masculino, se encargaba de surtir de pan y bollería al acuartelamiento. Su familia regentaba un obrador con suficiente capacidad como para abastecer grandes cantidades de sus productos. Él se encargaba del reparto, y todos los días a la misma hora le daban paso libre con su furgoneta por el puesto de guardia. Gracias a las relaciones de su padre con el “Alto Mando”, relaciones de negocio, había conseguido librarse de la mili en fechas recientes. Apelando a la imperiosa necesidad de su presencia en el obrador para el buen funcionamiento del suministro.
Afeminado sin serlo mucho, sabía controlarse a sí mismo, evitando dejar claras evidencias. Menos cuando sí quería dejarlas. A veces, al descargar las cajas de pan con la ayuda de los encargados de la cocina, se medio insinuaba acercando sus nalgas a las manos de los soldados, provocando suaves rozamientos y dotando a su voz de un tono amariconado para comentar cualquier fruslería. Lo que no pasaba desapercibido. Añadiendo sus adivinables tetas y voluminoso trasero bajo camiseta y vaqueros muy ajustados cuando, dicho de otro modo, iba vestida para la ocasión. Pronto los roces se convirtieron en manoseos y restregones que dieron paso a cortas sesiones dándole por el culo entre varios en los vestuarios de la cocina.
“Tenía el pandero grande la cabrona”, continuaba, “Más que el de la culona de la 14ª”
Las risotadas tras la primera parte de la narración sonaron al unísono entre los oyentes. Angelillo y Toñete se desternillaban. El veterano asignado a la cocina, con claros síntomas de amerluzamiento, farfullaba: “Debí apuntarme a La Legión”. Dejando caer cierto matiz irónico, pero quién sabe si también con un escondido deseo.
El calor del ambiente iba en aumento. Lo que se había iniciado como simple charla cuartelera tomaba visos de acabar en juerga memorable. Estimulando más la continuidad de la narración. Sin dejar de reírse del todo, esta vez fue el gitano quien terció: “Y en la garita y el zoco, mi sargento?”. Respondiendo este, “La verdad es que eso fue cosa del chismorreo de cómo me enteré” “El brigada y yo ya teníamos nuestras putas, y eso se lo dejábamos a la chusma” “Lo que se contaba de la Cipriana y su socia, y que era cierto…”. Pasando a describir las vicisitudes de Cipriana la bujarrona y su partener, otro maricón que la acompañaba, y que desembocarían en el episodio acaecido en la Milla del Vicio.
Antes de eso en el cuartel, lo que ocurría era que una vez terminada la entrega diaria del pan, los de la cocina se la camelaban. La mandaban con algún recado o paquete para que se lo entregase al que estaba de guardia en la garita de la salida, conchabados ellos, diciéndole, “Y ya, le haces una visita”. Algo perfectamente entendible para ella.
Antes de eso en el cuartel, lo que ocurría era que una vez terminada la entrega diaria del pan, los de la cocina se la camelaban. La mandaban con algún recado o paquete para que se lo entregase al que estaba de guardia en la garita de la salida, conchabados ellos, diciéndole, “Y ya, le haces una visita”. Algo perfectamente entendible para ella.
La consigna acordada era: tamborilearle el chumino con los dedos durante breves segundos unas cuantas veces para ponerla fogosa, aumentando así el ritmo de la mamada, y asegurando la corrida en el menor tiempo posible. No dejaba de mamar hasta conseguirlo. En ocasiones, en plena faena, llegaba el relevo del vigía de turno. Y el recién llegado aprovechaba la situación, adoptando la postura oportuna oportuna, para hincársela por detrás simultáneamente. Lo que daba lugar a que los designados a dicha garita en el cuadrante de la guardia, se jugasen a los chinos el turno que mejor coincidiese con los horarios de la Cipriana.
“Pero no se quedaba satisfecha la muy guarra” “Los viernes y sábados, después de poner el culo a los compadres del moro en el zoco, se largaban las dos para la milla”, seguía el sargento.
La bujarrona, como era conocida en el zoco, frecuentaba esos días el comercio de alfombras de Abdalá. Un marroquí ya entrado en años cuyo negocio no era muy boyante y que la utilizaba de recadera. Qué mejor que beneficiarse de los contactos cuarteleros que la maricona mantenía, para proveer de costo a muchos de los soldados con los que ella trataba. Era otra forma de hacer caja. A cambio, le permitía utilizar la trastienda para cambiarse de ropa y vestirse de mujer. Ropa y complementos que furtivamente llevaba en bolsas de deporte; pelucas, corpiños, tangas, ligueros, mallas, tacones… Probándose distintas combinaciones frente a un espejo hasta encontrar la más apropiada para, debidamente acicalada con profusión de maquillaje y ojos y labios pintados, presentarse de esa guisa en la llamada “Milla del Vicio”. Con la sana y legítima intención de también hacer “caja”.
Siempre acompañada de la que era “su socia”, de la que nunca se supo su nombre, y con la que se encontraba en el bazar del moro. Siendo ambas de físico parecido y similar culazo, aparecía a una hora fijada y se preparaban las dos al mismo estilo.
“La milla” era una calle de la periferia no muy alejada del centro urbano. De una longitud aproximada a la de un campo de fútbol, sobresalía por la gran cantidad de tascas y puticlubs a uno y otro lado de la misma. Con un par de pequeños supermercados, una carnicería halal, estanco, farmacia y algunos puestos de venta ambulante. Envuelta en ambiente festivo y ruidoso, oyéndose música caribeña, cumbia, salsa y otros sonidos más estridentes como gritos y voceríos. De atmósfera cutre, algo atenuada por las luces de neón, congregaba abundante gente deambulando arriba y abajo. Ojeando a las putas apostadas en las esquinas y entradas de los bares. Solo había putas y hombres buscando putas, en resumen. Además de las consabidas cuadrillas de chavales curioseando a las puertas de los cabarets.
En dos de los locales dedicados a la prostitución, el brigada y el sargento tenían invertidos sus intereses. A los que acudían periódicamente para comprobar la buena marcha del negocio.
Aunque no era mucha la distancia, el trato de Abdalá y la Cipriana incluía trasladarlas en coche desde la tienda de alfombras hasta la calle de los prostíbulos, ya que recorrer el trayecto a pie de un lugar al otro a la vista de todo el mundo era demasiado atrevido para la época. Y no era fácil encontrar taxistas que prestasen sus servicios transportando pasajeras con semejante vistosidad. Pero solo accedía a todo ello bajo ciertas condiciones. El moro sabía que tenía la sartén por el mango al facilitarles la manera de llegar a su esquina sin contratiempos, evitando borrachos, salidos, insultos o metidas de mano y otras formas de excederse por parte de viandantes pasados de vueltas. Por lo que ellas debían cumplir con sus “otros deseos”. Antes de la excursión.
Al moro le gustaba más mirar que participar. Justo al cierre de los puestos de venta, invitaba a dos comerciantes vecinos y conocidos a tomar el té. Pausadamente, con parsimonia. Acabado el refrigerio, se introducían en la trastienda para encontrarse a las dos bujarronas ya preparadas, en posición de recibir, ofreciendo las dos sus tremendas posaderas.
Abdalá y sus invitados se sentaban, y, mientras él se fumaba una cachimba, sus colegas entregaban sus falos para la convenida mamada. Para rematar la tarea y llenar más orificios, al poco rato llamaba a su pinche-aprendiz, Samir, un chico de catorce años, y le mandaba que fuese a buscar a su hermano mayor, Mohamed, para que se uniese a la fiesta con los que trajera. Espectáculo aún más excitante. Samir corría raudo al salón de juegos próximo al zoco, donde habitualmente su hermano pasaba la tarde jugando al billar para darle el aviso. Estando ya al tanto de la coyuntura por previas experiencias, bastaba con que le dijera: “Las bujarronas están en la tienda”, para que un pequeño grupo de veinteañeros dejasen los tacos sobre la mesa, y salieran de allí apresuradamente en dirección al zoco con muy buen ánimo. Asimismo, el aprendiz recogía por el camino a compinches de su edad, compañeros de juegos, para que hicieran de espectadores.
Con todos los reunidos en la trastienda, catorce contando a las dos putas, la escena se tornaba en atracción de feria. Los más jovencitos, Samir y los suyos, sentados en cuclillas, divisaban a ras de suelo dos grandes culos y cuatro pies calzados con zapatos de tacón. Con la boca abierta, hechizados por el paisaje. Las bujarronas, de rodillas y concentradas en la labor, proseguían con el trabajo de succión, cumpliendo con su cometido para deleite de los invitados del moro. Que a su vez observaba embelesado y con ancha sonrisa lo que acontecía. Contemplando culos en pompa y el ir y venir de bocas comiendo pollas. Los tres amigos del hermano del aprendiz, un tanto cohibidos no acabando de decidirse a dar el primer paso, dejaron que el más experimentado tomase la iniciativa. Mohamed, erigiéndose en líder, procedió a desabrocharse el pantalón acercándose al objeto de deseo. Gesto compartido por otro de los partícipes. Pero no logrando uno y otro su propósito, pues los dos restantes, ya resueltos, con ganas de jarana y queriendo ser también los primeros, se empeñaron en impedírselo. Forcejeando, empujándose unos a otros y riendo en alegre algarabía. Tironeándose entre sí en pugna por alcanzar los primeros puestos para llegar con sus miembros a lo que parecían coños coños. Los más jóvenes, alborotados, jaleaban con risas y palmoteos a los mayores, viendo cómo entre ellos se atajaban, esquivaban, en sus intentos por tomar la delantera. Montándose tal guirigay en la trastienda que, con el común divertimiento, hasta las dos mariconas movían sus panderos mientras mamaban, perreando, ansiosas por recibir lo suyo.
El cachondeo y las peleas en broma se mantuvieron durante unos minutos. Hasta que concluidas las escaramuzas, tocaba ocuparse del meollo del asunto. Siendo cuatro rabos para dos coños, optaron por alternarse de forma civilizada y sin entorpecerse.
Como consumados empotradores, se las culearon clavándoles sus vergas, propinándoles fuertes y múltiples acometidas ininterrumpidamente durante una prolongada sesión. Y dejando a las dos con el chocho dolorido y bien engrasado para posteriores andanzas.
La próxima parada sería en una esquina de la Milla del Vicio. Esa misma noche.
La culona
(continuará)