Maricona en bragas en la mili III

Experiencias de una maricona en la mili que le gustaba exhibirse en bragas

El episodio bajo el árbol no sería el único que habría de experimentar a lo largo del servicio militar. Aún quedaban por vivir situaciones que nunca hubiera imaginado pudiesen hacerse realidad.

Los días y las semanas transcurrían mucho más placenteramente a cómo en un principio pensé lo que sería la vida en el Campamento. Sin duda, las aventuras que Toño me proponía, algunas de lo más disparatadas, con el fin tanto de sacar pasta fácil como para su propio, y morboso, disfrute, eran lo más increíble que me había ocurrido hasta el momento. Ni que decir tiene, que su disfrute y el mío eran parejos. El despertar del “deseo”, como nunca lo había sentido, me producía por igual una excitación desconocida así como una agradable sensación de relajo.

Todo fluía con mayor facilidad de la esperada. Según iba pasando el tiempo, los encuentros y quedadas con sexo desenfrenado se sucedían sin ser muy consciente de que estaba jugando con fuego, y del peligro al que me exponía. Baste con saber que, si las cosas se torcían, dadas las características de mi comportamiento, podría tener que enfrentarme a meses de prisión militar. Además del choteo, descrédito general y otras calamidades mayores. Semejante denigración afectaría incluso al ámbito familiar, muy previsiblemente con consecuencias dramáticas.

A pesar de todo, con veintiún años uno siempre se siente más inclinado a saborear las sorpresas y descubrimientos que le va deparando la vida, por muy insólitos que estos sean, que a una existencia basada en la prudencia y la sensatez. En lo referido al desarrollo de la sexualidad, es sabido que a esa edad los pensamientos libidinosos ocupan una parte considerable de las horas, los días…, y más, en las mentes de los que recién estrenan ese inigualable tesoro que es la primera juventud. De la que, aún llena de zozobra, siempre recordarás los instantes más felices. En pocas ocasiones te pararás a pensar en los sinsabores de los que, inevitablemente, todos somos víctima alguna o muchas veces.

Nuevas experiencias, nuevos amigos, y un sinfín de vivencias estaban por llegar. Era especialmente interesante la “fauna” con la que tocaba convivir en aquella vorágine de cerca de cuatro mil reclutas. Había de todo. Y el tipo de personajes que se iba incorporando a nuestras peripecias, a cada cual más variopinto, no dejaba de ser llamativo. Tanto desde lo explícitamente “tropa” como de otros rangos superiores que también participarían en ellas. Lo que añadía un mayor interés al hecho de atreverse a continuar buscando el modo de montar números como el que ya vivimos bajo los árboles, aquel día durante la instrucción.

Una de las más destacables “figuras” era Trajano, de la 13ª compañía y compañero de los colegas-vecinos de Manolo. Trajano, nacido en el país, pero oriundo de México, por lo primero que marcó la diferencia fue por su singular nombre, extraño donde los haya para la mayoría de la gente. Supimos que tenía un hermano mayor, este sí nacido en México, llamado Moctezuma. Quién sabe por qué razón, sus progenitores tuvieron a bien elegir nombres de emperador para ambos. Parecía ser que las referencias a los imperios azteca y romano en la familia debían de ser muy de su agrado. Quizá en el segundo caso, y ya habiendo cambiado de continente, creyeron más inteligente hacer un gesto de acercamiento a los ancestros de la nueva cultura en la que habían de integrarse. A saber…

Físicamente bien parecido, era de cuerpo fibrado y altura media, con rasgos indígenas, pómulos salientes y labios carnosos. Pero su más reseñable peculiaridad era que poseía el mango más grande de todo el Campamento. Al menos eso decían los que se lo habían visto, aunque sin posibilidad de comparación con el resto de la milicia. Tanto era así, que el rutinario examen sanitario por barracones, consistente en mostrar los atributos a los miembros del servicio médico en busca de ladillas, piojos o similares, y para el que todos formábamos desnudos de cintura para abajo junto a nuestra respectiva litera, en posición de firmes y mirando al frente, en el barracón donde cohabitaba Trajano se hizo dos veces. La primera fue la revisión ordinaria. Y la segunda contó con la incorporación del capitán de su compañía, que ya había oído hablar de la existencia de dicho fenómeno, acompañado de otros oficiales y suboficiales invitados para la ocasión. Como es de imaginar, el suceso fue motivo de comentario general. Por su verga mexicana, Trajano no se libró de que a partir de entonces el apelativo, “el vergón”,  le acompañase durante el resto la mili.

Según confesaba, con 5 cm. de diámetro, en posición de descanso en vertical le medía 27, casi hasta la rodilla, y en horizontal iba más allá de la cadera. Para nuestra sorpresa, nos decía que tal protuberancia le ocasionaba más problemas que placeres. Incluso sus intentos de desahogo sexual, o dicho de otro modo, de “mojar”, para acabar con toda una vida de sequía, haciendo uso de servicios de pago en clubs de alterne cercano, que los había, terminaban siempre en fracaso. No había puta que se atreviese a vivir la experiencia. Ni hablar de una posible novia anterior a sus circunstancias actuales que hubiese consentido en ser desvirgada bajo tales condiciones. Por todo ello, su desesperación iba en aumento.

Hasta que una pequeña luz se divisó en su horizonte, iluminándole la existencia a no mucho tardar.

Por razones de discreción, vimos mejor no centrar nuestras andanzas en la propia Compañía, la 14ª, y desplazar más allá la “base de operaciones”. No muy lejos, sin embargo, y solo de forma  inicial. Del sargento de la 14ª habíamos observado que era bastante cabrón y retorcido. Así como muy aficionado a humillar y joder a cualquier recluta con arrestos injustificados al menor pretexto. Lo cual representaba cierto peligro, cuando no una amenaza directa.

El gitano, con su simpatía, era capaz de hacer migas con cualquiera que se propusiese. A través de Manolo y sus amigos de la 13ª, a la que pertenecía Angelillo, y que estuvo en la follada de la arboleda, encontró nueva clientela y nuevas posibilidades. Además de con Trajano, a quien, dada su idiosincrasia, tenía intención de ofrecer sus servicios, entabló relaciones de amistad con dos veteranos a punto de licenciarse, y otro más del reemplazo anterior destinado en la cocina como ayudante. Los tres madrileños. E incluso con el sargento Mendi. Todos de la 13ª.

Mendi era el diminutivo de su apellido: Mendiolaibargüengoitia. Obviamente, rara era la vez que alguien le nombraba por su apellido completo. Esto era algo que le traía por la calle de la amargura. Nacido en el sur, sin más referentes con el País Vasco que su propio padre, no se encontraba del todo cómodo con el patronímico que le había tocado en suerte. No tenía nada contra los vascos, pero hubiese preferido uno más corto.

Chusquero y ex legionario, llegando casi a la cincuentena, conservaba el porte marcial de quienes han pertenecido al afamado cuerpo de La Legión. De cara curtida, alto y fuerte, con los brazos cubiertos de vello, ofrecía la imagen del más fogueado guerrero. Muy directo en el trato, decía las cosas claras y no se andaba con milongas. Era gran amigo y compañero de batallas del Brigada del Batallón. Los dos habían servido juntos en el Tercio, en territorio norteafricano, y acostumbraba  a deleitar a sus pupilos rememorando antiguas experiencias siempre que tuviese la oportunidad de dar la chapa. Contaba con un gran repertorio de ellas, pero las que con mayor entusiasmo narraba eran las relativas a sus expediciones con el brigada por los prostíbulos próximos a su acuartelamiento. Tipo de comercio siempre exitoso en lugares con proliferación de soldados. Habiendo sido copropietarios de algunos de ellos junto con otros inversores de la localidad, el tiempo del que disponían para sus quehaceres personales en buena parte lo dedicaban a controlar el negocio.

En ausencia de el brigada, y con el permiso de este, el sargento podía tomarse la confianza de ocupar el almacén trasero de la Plana Mayor para confraternizar con otros suboficiales, veteranos y reclutas de confianza, tomándose unos tragos con los que ya trataba como sus compadres. Solo por la convivencia en sí, era usual que a veces se llegasen a establecer vínculos entre la tropa y sus más inmediatos superiores, como era el caso.

Cierta tarde de un sábado lluvioso, con el Campamento a menos de un tercio del personal habitual debido a los permisos de fin de semana, se hallaban reunidos en el citado almacén, entre cajas de jabón, mantas apiladas, colchones y toda clase de suministros, incluyendo un par de mesas bajas con sofás y butacones alrededor, todos los ya mencionados anteriormente: los tres veteranos, Angelillo, Manolo, Trajano, Toño (ya se le conocía tanto por “el gitano” como por Toño, Toñete o Antonio) y, por supuesto, Mendi. En ocasiones también denominado así por quienes ya mantenían un trato abierto y familiar con él. La camaradería incitaba a saltarse cualquier norma de discreción.  Anécdotas y chascarrillos como los referidos a el vergón y la culona eran de sobra conocidos, aunque, por suerte para todos, no trascendían más allá del ámbito de la suboficialidad y sus subordinados. De llegar a saberse en altas instancias, cualquier complicidad  en episodios como los ya descritos, por cualquier parte, significaría tener que apechugar con el correspondiente correctivo. Sin diferencia entre los que ostentaban galones y los que no.

En ambiente distendido, tras varios chupitos de whisky y algunos porros, los allí congregados comentaban placenteramente cómo la revista sanitaria en el barracón de Trajano había supuesto todo un acontecimiento. Trajano, con leve sonrisa y una mezcla de arrobamiento y orgullo contenido, se mostraba recatado a la vez que satisfecho. Atento a la conversación, que con los efluvios del alcohol y el humo del hachis iba derivando cada vez más hacia todo aquello que tuviese que ver con el esparcimiento sexual en sus más variadas formas. Es decir, hacia todo aquello concerniente a la prostitución.

El clima se caldeaba y crecía la animación. Entre chistes, bromas y comentarios jocosos, Angelillo se dirigió al sargento Mendi, “Ande mi sargento, cuéntenos alguna historia de las suyas de cuando estaba en la Legión”. Los demás, en silencio, adoptaron actitud de expectante curiosidad con algún “Siii, cuente, cuente”. En un principio mostró cierta pereza o desgana pero, vista la insistencia, el sargento dio un sorbo a su whisky y carraspeó, como paso previo a su intervención. “Bueno, como estamos en alegre comandita y tenemos toda la tarde por delante, os voy a contar la que tuvimos el brigada y yo con Cipriana la bujarrona, en la Milla del Vicio.” “No es de olvidar”.

Ya solo por el titular, la curiosidad de los oyentes aumentó de forma palpable. Arrellanándose en sus asientos, se dispusieron a escuchar la  más escabrosa historia que jamás habían oído.

La culona

(continuará)