Maribel y Rebeca
Dos señoritas, una calurosa noche de verano, una situación un poco incómoda. ¿Qué es lo que puede pasar? Espiemos en la intimidad...
Eran solamente dos jovencitas. Mientras que una empezaba a vivir su vida como adulto, la otra empezaba a vivir su adolescencia. Es más, no tenían nada en común. Lo que le gustaba a una, le desagradaba a la otra, y viceversa. Ni siquiera sus nombres tenían nada en común (aunque no tenía porque ser así). Rebeca y Maribel. Sinónimo a oler menta y espliego. Frescura y peligro unidos por dos cuerpos jóvenes.
Rebeca era una señorita alta y hermosa. Con una mirada desafiante que hacía que cualquier hombre bajase la mirada ante ella, se sentía segura de sí misma, de su mente y de su cuerpo. De ella siempre emanaba un perfume parecido a un mar de fresas recién cortadas. Fresco y deliciosamente tentador. Su cuerpo era como el sueño fugaz de muchos hombres. Hombros afilados y blancos que daban comienzo a una espalda pulida y fuerte, como aquellos salones en donde solía pasearse la Pompadour. Sus senos eran de tamaño mediano, cumpliendo una elipse perfectamente trazada que culminaba en unos pezones del tamaño de un pequeño arrayán. Estos tenían un secreto, al erguirse, tomaban un matiz parecido al ocaso. Su vientre era su mayor presunción: liso, coronado por un pendiente que perteneció a Isabel I y que su abuela le había regalado. Sus nalgas, como ella consideraba, eran demasiado grandes al igual que sus caderas. Sabía que volvían locos a algunos caballeros y también a algunas damas. Sus piernas eran como perfectos pergaminos enrollados en donde se esconde el mayor conocimiento de la humanidad. Largas, grandes, con una forma de ensueño. Y sus pies, un poco grandes, pero sensibles al menor contacto. Es más, podría decirse que su punto erótico por excelencia eran sus perfectas plantas.
Maribel no se quedaba atrás. Mientras que tenía una cara que aún conservaba rasgos de niñez, su cuerpo mostraba un desarrollado crecimiento. Senos grandes y morenos. Los pezones como las cabecitas de las piezas de ajedrez. Trasero firme y bastante desarrollado, al igual que las piernas. Es más, su madre a veces se enojaba y decía que estaba demasiado "colona y piernona". Era obvio que sabía del hipnótico poder de su hija, ya que lo que a ella le preocupaba, su hija lo aprovechaba. Ese objeto de preocupación era su "toque". Cuando Maribel tocaba a alguna persona, ya fuera por descuido o intencionalmente, ésta caía en una especie de fascinación por ella. Decían que era como una caricia de aquella púrpura traída de las Indias Orientales. Maribel, sabiamente lo aprovechaba para conseguir lo que quería. La realidad era que ella poseía una gran simpatía, pero no lo sabía y vivía feliz de este modo.
Maribel era muy aficionada a salir a bailar con sus amigas, así que una noche tomó prestado el automóvil de su padre y, después de recoger a algunas amigas, se dirigieron hacia una discoteca. Ella iba vestida con una blusa de color azul turquesa, el color del Caribe. También llevaba un pantalón casual de color blanco, éste hacia que sus hermosas nalgas resaltaran por sobre todo lo demás. Maribel lucía también unos zapatos de medio tacón abiertos por la parte de los dedos. Incluso su amiga Araceli llegó a pensar que se veía deliciosa, pero pensó que era mejor decir nada, ella siempre había deseado tener en su boca (por al menos un minuto) aquellos deditos de su amiga, y se imaginaba apretando sus nalgas. No sabía que alguna vez tendría la oportunidad.
Así, entre el escuchar de la música, las risas, un poco de alcohol, y el suave aroma a crema agria que desprendían sus jóvenes vaginas, llegaron al lugar. Bajaron del automóvil y entraron, dispuestas a bailar y a pasar un buen rato. Muchos jovencitos las volteaban a ver con ojos de deseo, y ellas movían más sus caderas, haciendo que algunos consiguieran deliciosas erecciones. Se sabían las Reinas de la Noche.
La noche avanzaba entre copas, música y baile. Las cuatro amigas estaban bastante alegres. Habían conseguido pareja para bailar, las nuevas bebidas que el bar servía eran deliciosas, y, en fin, estaban en la flor de la vida. En esa época que hace que la Tierra vibre con margaritas y canciones de amor, en esa época en que la Primavera se pone celosa porque observa que la juventud le gana terreno en el arte de amar y de poner las cosas lindas en este, nuestro paradójico mundo.
Mientras las amigas de Maribel bailaban al compás de la alegre música, ella tuvo la necesidad de ir hacia los servicios. Se sentía un poco mareada, por lo que chocó con una mesa sin querer. De pronto, una bella señorita se levantó enojada de su asiento, ya que Maribel, al chocar con la mesa, tiró la bebida que la señorita estaba tomando. "¿Es que eres estúpida, niña? Le gritó empapada la muchacha, por lo que nuestra joven amiga se quedó pasmada ante las palabras que, segundos antes, habían salido de la boca de la señorita. Pronto reaccionó y empezó a gritarle de igual forma a la mujer. Empezaron una acalorada discusión, pero, cuando estaban gritándose y reclamándose, la señorita guiñó un ojo a Maribel, ella no sabía el porqué de su reacción, pero, mitad enojada y mitad divertida, decidió seguirle el juego. Pronto se dio cuenta de que en la mesa en donde estaban discutiendo había un muchacho con el que la joven mujer había pasado la noche en el bar. No se veía de buen tipo, es decir, Maribel no consideró que el tuviera personalidad. Analizó la situación: su mirada había estado abajo todo el tiempo; jugaba nerviosamente con sus manos y, sudaba como si en un sauna estuviese. Ahora sí, el foco se le había prendido a Maribel y entendió cual era el mensaje que la joven quería darle: "Dame un pretexto para alejarme de este mono". No sabía que hacer, pero de pronto tuvo una brillante idea y dijo (entre gritos) a la muchacha: "Hey, amiga, si quieres podemos ir al baño y ahí te ayudaré a secarte". La señorita miró a Maribel con ojos de agradecimiento y le dijo con cierto desdén que estaba bien. Se alejaron dejando al tipo solo, como una ostra.
Así, fueron caminando hasta el baño. Maribel se daba cuenta de que la mujer que acababa de conocer era, simplemente, parecida a Atenea, hermosa y fuerte. Se sorprendió a sí misma teniendo un sutil pensamiento erótico. Llegaron sin más preámbulo al baño y empezaron a reír como locas. "Gracias", le dijo la joven mujer, "creo que hubiera muerto si pasaba un minuto más con el tipo ése. Por cierto, me llamo Rebeca". Maribel se presentó y se sintió cautivada. Empezó a preocuparse, ya que nunca le había pasado eso con una mujer. Simplemente, pensó, no tenía razón de ser. Escuchó la voz de Rebeca que la sacaba de su trance y le pedía que la ayudara a limpiarse. Así, Maribel empezó a pasar un pedazo de papel por la blusa de Rebeca, rozando (sin intención alguna) sus senos, y sintiendo sus pezones semierectos. Cuando Rebeca notó esto, sólo le sonrió a Maribel, diciéndole que no se preocupara, que seguramente los tenía en ese estado porque había bebido un poco más de la cuenta. La chica no lo sabía, pero lo que en realidad le había gustado de Rebeca fue su sonrisa y ese perfume parecido al de las fresas (fruta de tentación preferida de Maribel).
Las muchachas regresaron a donde se encontraban las amigas de Maribel, se las presentó a todas y, minutos después, Araceli bailaba muy pegadita con Rebeca. "¡Qué desilusión!, pensó Maribel, "pero es mejor que así sea". La verdad es que Rebeca bailaba con la amiga sólo por diversión, se sentía un poco comprometida.
Las horas pasaban y con el tiempo, el ambiente decaía más. Todas decidieron irse hacia sus casas, y de buen modo, pues, les dolían sus pequeños pies de tanto bailar, y, algunas se sentían un poco más allá del límite del alcohol. Salieron del lugar y, mientras esperaban el auto de Maribel, ésta noto que Rebeca la miraba intensamente. Le dio un poco de miedo y un escalofrío empezó a recorrer su espina cuando el auto llegó en frente de ellas, conducido por un repulsivo hombre que las miró con deseo.
Todas subieron al carro. Maribel y su fastidiosa amiga Alicia en la parte de adelante, y, en la parte trasera iban Sofía, Rebeca y Araceli (ésta última bastante borracha). Maribel arrancó y se dirigieron hacia casa de Alicia, pero, antes de llegar, Araceli, quien iba haciendo bromas tontas y manoseando a Rebeca, empezó a vomitar. "¡Fantástico!", pensó Maribel, "esto era lo único que me faltaba". Sin perder más tiempo, Maribel enfiló rumbo a casa de Araceli. Ahora el aroma estaba impregnado de vomito, perfume, alcohol, tabaco y sudor, era, por un lado, perturbador, pero, por el otro, el aroma se antojaba para hacer locuras. Cuando llegaron, Sofía se bajó con ella y dijo que se quedaría en casa de ésta, para cuidarla. Ahora, tenía un problema menos. Rápidamente y, como ya era bastante tarde, pasó a dejar a Alicia a su casa, quien se despidió con un rápido beso de las dos y desapareció tras cerrar la puerta de su casa. La noche era fresca, y las dos jóvenes no encontraban palabra que decirse. El ambiente estaba cargado de cierta tensión, la sensualidad y el morbo de una naciente tensión sexual entre las dos mujeres. Mientras Maribel conducía por unas callecitas que estaban protegidas por álamos, Rebeca canturreaba una canción que le gustaba mucho y que le traía hermosos recuerdos de añejos horizontes en donde, por única vez, sentía que había amado por el corazón. De pronto, a Rebeca se le antojó quitarse los zapatos, Maribel dirigió su vista hacia Rebeca y comprendió que ella se sentía mejor. "¿Te llevo a tu casa?", preguntó Maribel. "¡Si fueras tan amable de hacerlo, te lo agradecería de una manera muy especial!", exclamó Rebeca. Este fue el último diálogo que tuvieron hasta que llegaron a casa de Rebeca.
Unos 15 minutos después, cuando llegaron al hogar de la mayor, Maribel apagó el automóvil y se puso a llorar. Sus sollozos eran como las de una pequeña niña que acaba de perder un dulce, pero Rebeca sabía que algo más grave estaba sucediendo, así que, invitó a la muchachita a entrar a la casa. Maribel le confesó que su padre la mataría, pues una de las cosas que más adoraba su progenitor, era su automóvil. Cuando las muchachas entraron a la casa, Rebeca le dijo a Maribel que no se preocupara, que ella le ayudaría a limpiar el auto y que quedaría como nuevo. "¿Por qué no te quedas a dormir?", preguntó Rebeca. "No lo sé, mis padres no te conocen y creo que no me darían permiso", respondió Maribel. "Pues diles que soy otra amiga, y no habrá problema", replicó Rebeca. Así, Maribel, llamó por el celular a casa de sus padres y les dijo que iba a quedarse en casa de Bianca, una amiga que vivía sola, ya que había venido desde la provincia para estudiar la escuela aquí, y lo mejor: no tenía teléfono. Iba a ser una larga noche.
Cuando la adolescente hubo colgado el teléfono observó a Rebeca, quien estaba sentada en su sillón, dándose un pequeño masaje en los pies y acariciándose las plantas con una pequeña pluma. Maribel, ya más tranquila, se sentó junto a ella y le preguntó que qué era lo que estaba haciendo. Rebeca le contestó que eso le relajaba mucho, pero, en realidad, lo que estaba haciendo era poniéndose muy, muy excitada. De pronto, le pidió ayuda a Maribel. Le dijo que debía pasar la pluma suavemente por sus plantas, pero antes, para estar más cómodas, invitó a Maribel a quitarse la ropa. Como estaba con otra mujer y el verano era cálido, ella no se preocupó mucho por hacerlo, aparte de que estaba todavía bajo los efectos del alcohol, no en demasía, pero lo suficiente para dejarse llevar por cualquier cosa que pasara. Rebeca puso el ejemplo: Se quitó el top azul que llevaba y que hacía que sus senos se mostraran tan bien. Procedió a quitarse el pantalón, quedando así en brassiere y una pequeña tanga, color pistache. A su vez, Maribel empezó a desabrochar los botones de su blusa. Rebeca, con la mirada impaciente, esperaba ver con ansia que había detrás de esa hermosa muralla de tela. Lo que saltó de inmediato fueron sus deliciosos y bien esculpidos pechos; después, al igual que su nueva amiga, empezó a desabrocharse el pantalón, pero, mientras lo hacía, observó la entrepierna de Rebeca. Lo que vio la dejó impresionada. En la parte central de la tanga observó una manchita bastante perceptible, parecía una manchita de líquido viscoso, y que además, soltaba un olor algo fuerte. Maribel siguió bajando sus pantalones hasta que estos le llegaron a los tobillos. Fue entonces cuando Rebeca se decidió a actuar. Tomó una de las pantorrillas de Maribel y, gentilmente, le ayudó a despojarse de la apretada prenda, no sin antes acariciar esa pierna que parecía de la mismísima Venus de Milo. Maribel sólo respondió con un débil y apenas audible gemido. La pequeña no estaba preparada para luchar en contra de la fuerza de gravedad, así que cayó pesadamente sobre el semidesnudo cuerpo de Rebeca, ésta no esperó y, tierna y cariñosamente acarició las masas de carne de la boca de Maribel con sus húmedos labios. Pronto estaban enfrascadas en un delicioso y afrodisíaco beso. Era una de las más hermosas guerras que las mujeres pueden librar, una de las más fuertes y una de las más deseadas desde tiempos inmemorables. Pronto, las manos de las dos estaban unidas y sus cuerpos empezaron a frotarse a un ritmo casi hipnótico. Se miraban una a la otra como si estuvieran contemplando la más hermosa de las noches, como si estuvieran contemplando una de las más bellas ciudades, como si estuvieran contemplando al mismísimo Creador; se creían ángeles y, como tales, sus visiones se convertían en caricias, ya fuera en sus cuellos de garza o en sus felinos brazos.
Una cosa llevó a la otra. Rebeca, que era la más experimentada, quitó el brassiere de Maribel, dejando al descubierto sus dos hermosos promontorios, después, bajó por ese hermoso valle que era su vientre y llevó la tanga de Maribel hasta sus pies, dejando a la indefensa joven completamente desnuda y a su merced. Rebeca tomó la pluma, con la que antes había acariciado sus sensibles plantas, y la pasó por los pezones de Maribel, los cuales al contacto con la pluma, se pusieron duros y adquirieron una tonalidad más oscura, lo que provocó que se le antojaran a la muchacha y, sin dejar de pasar la pluma por uno de los senos, procedió a lamer y a besuquear el apetecible chocolate de la adolescente. Mamaba de sus negros pezones como si fuera la última vez que los poseyera, y no fue sino hasta que se satisfizo, que enfocó su atención en otras partes del hermoso y sensual cuerpo que tenía enfrente. Volvió a tomar la pluma, que había dejado para amar los pezones, y empezó a recorrer las plantas de los pies de Maribel. La chica se retorcía con un poco de risa, pero, sin duda las cosquillitas la excitaban cada vez más y más, y fue aún mejor cuando sintió la pluma entre sus piernas. Lo que Rebeca hacía era pasar suavemente la pluma por los labios de la joven, mientras que, con sus finas yemas, rozaba su clítoris. Siguieron así por 5 minutos más, hasta que Maribel estalló en un delicioso orgasmo. Escuchaba ruidos muy fuertes. Se preguntó si eran fuegos artificiales o los latidos de su corazón, decidió con gran placer que era lo último.
Ahora Rebeca merecía recibir el mismo placer que Maribel. La jovencita un poco inexperta y aún alterada por lo que acababa de suceder empezó a quitar las ropas íntimas de Rebeca con desesperación, lo cual, la excitó más aún.
Con sus frágiles manos, acarició el cuello y los hombros de Rebeca, besando con pasión la parte interna de los brazos, desde las axilas hasta los codos. La niña se estaba convirtiendo en una mujer, en una mujer que tiene el secreto de Lesbos. Se le hizo un poquitín gracioso que sus axilas olieran a alcohol mezclado con sudor y desodorante seco, pero a ella no le importó, pues lo que en realidad quería era beber de ahí. Rebeca, ahora extasiada por la visión de esa boquita comiendo de su carne y bebiendo de su esencia, tomó la cabeza de la niña y la dirigió a sus pezones.
¡Qué placer le daba sentir ese contraste en su cuerpo! La pequeña lengua de Maribel haciendo estragos en sus pezones, que ahora estaban tan grandes como los de su amiga. Lo que necesitaban era que una boca femenina los mamara hasta decir basta. Así, su amiga fue bajando por su cuerpo, pasando por aquel preciado amuleto que su abuela le diera, y, con el cual, Maribel se entretuvo, pasando sus finos dedos por toda la zona. La chica no podía esperar, tenía que sentir cómo era el sexo de una mujer, tenía que oler el sexo de una mujer, pero, lo más importante de todo, tenía que probar el sexo de una mujer, pues se le antojaba como un manantial místico que nace en el cielo y que, dicen, está custodiado por uno de los ángeles más hermosos que Dios pudo concebir. Tenía miedo de tocar esa zona nueva e inexplorada por ella, tenía miedo de la maleza de vellos que escondían el tan ambicionado órgano, pero sabía que tenía que hacerlo y, por fin, se decidió.
El "toque" mágico de Maribel era lo que Rebeca necesitaba para empezar a ver una gran montaña blanca que era la proximidad de su orgasmo. Se sentía como una pieza de ajedrez, movida a voluntad por el que la toca, pero, no quería llegar a las nubes tan pronto, así que, quitando suave y graciosamente la mano de Maribel, la indujo a recostarse sobre la mullida alfombra beige del piso y, poniéndose en frente de ella, abrió las piernas de la chica para poner las suyas, entrelazadas. Era como ver a un tigre que quiere despedazar a su presa, ya que muere de hambre.
Y, entonces, sus sexos empapados y sus labios olorosos a agua de mar se besaron. Fue una nueva experiencia para ambas, ya que, ninguna había disfrutado el sexo de esta manera, para Maribel era la primera vez con una mujer, y, para Rebeca, era la prima ocasión que experimentaba con esta posición, más íntima que los zarpazos de la unión perfecta entre hombre y mujer. Sus clítoris se hinchaban cada vez más, los sentían crecer como bolitas de algodón mojadas en humedad, al igual que sus pezones, que ya tocaban con frenesí.
Oh, era carne de la carne, éxtasis de éxtasis, en fin, el Reino de los Cielos. Sus jóvenes cuerpos parecían pintados por Caravaggio, es decir, no existe descripción exacta de esa obra maestra que estaban a punto de culminar. El oxígeno hasta entonces respirado acababa de saturarse con partículas de sudor, el olor era delicioso, a néctar y saliva. Entonces, todo culminó con desesperados gritos de Rebeca, por una parte, y silentes quejidos de Maribel por la otra. Ya no dijeron nada, ya no se hablaron, sólo se preocuparon por que sus miradas se quedaran enganchadas hasta que el sueño las venciera. Ya no existió entonces el mundo, ya que, lo que habían descubierto, las haría vivir felices de por vida.
Entonces, Maribel pensó: "Sí, así debe de ser".