Maribel: la abuela del verano (i).

Si quería follar por primera vez con una abuela, tendría que pensar cómo conseguir captar su atención y que por fin, la leche caliente ya no se perdiera por el desagüe de la ducha

La mañana de aquel día anunciaba su llegada con un fuerte viento. Un preámbulo del que sería el típico día tórrido y caliente de verano. Hacía muchos años que no pisaba la arena de una playa. Siempre me han agobiado las multitudes con su ir y venir del agua a la arena, o con su ajetreo de toallas y neveras de las que venían acompañados para pasar un tórrido domingo junto al mar.

Llevaba pocos meses en el pueblo y mi vida social se limitaba a dar algún paseo o hacer las compras de la semana. En uno de esos paseos fue cuando me crucé con ella. Llegue a la plaza de la iglesia dispuesto como cada día que salía a pasear a disfrutar de un buen café y de las vistas de las mujeres maduras y mayores transitando por la zona. Me notaba especialmente excitado y no dejaba de alternar la visión de las puertas de entrada de la Iglesia con la de los culos y las tetas caídas de las mujeres que acudían puntuales, al oficio religioso de las siete. Estaba esperando a que me bajara la erección para llegar a casa, ver algún vídeo y hacerme una paja que diese salida a un buen chorro de leche que me aliviase.

Y allí fue donde la vi por primera vez. Me fijé en ella de lejos nada más entraba en la plaza. Iba con otra mujer, también mayor y de una edad parecida a la suya. Se sentaron en un banco de la plaza. Me levanté a pagar el café. Y mientras las dos charlaban ajenas a todo lo que pasaba a su alrededor, pasé justo por delante de ellas sin que fijaran en mi su atención, sentándome en uno de los bancos que estaba justo frente a de ellas y lo suficientemente cercano para poder escuchar su conversación. Me disponía a disfrutar de aquella encantadora belleza que desprende la mujer en forma de fruta madura.

Hablaban de sus planes para ir ese mismo domingo a la playa. No sabían que bañador ponerse, si el negro que se compraron las dos en uno de los viajes que hicieron a Benidorm y que siempre resultaba elegante, o de los que usaron el verano anterior, que ya habían dejado de estar de moda. Cualquiera que escuchase la conversación sobre sus preferencias de trajes de baño, seguramente se reiría. Dos mujeres mayores, planeando un domingo en la playa y pensando en que bañador ponerse. Pero cualquiera no siente la misma atracción, deseo y fascinación por estás mujeres que yo vengo sintiendo desde hace ya algún tiempo.

Levanté la cabeza del móvil y su mirada se cruzó con la mía durante unos breves instantes. Todavía puedo describir detalladamente la figura de aquella mujer de más de 60 años, como si fuesen las partes en la que se divide un plano. Estaba muy entrada en carnes. Su cuerpo era grande y con curvas muy pronunciadas. Las caderas imponentes y marcadas por una falda de seda negra con pliegues que se le hinchaba por el viento que soplaba y por aquellos enormes y fascinantes muslos que parecían dos presos en una cárcel y de la que iban a fugarse reventando y saliendo de aquella falda.

Su pelo era corto, con tinte rubio. Llevaba una coleta con flequillo y mechones sueltos que le confería un aspecto moderno y juvenil. Sus pechos, eran exageradamente grandes y rebosaban dentro de aquel sujetador que llevaba y en el que se le marcaban los pezones en la blusa marrón que llevaba puesta. Las manos, apoyadas sobre sus piernas abiertas, custodiaban aquel veterano y apetecible conejo.

Si quería follar por primera vez con una abuela, tendría que pensar cómo conseguir captar su atención. Cuando llegué a casa me metí en la ducha y me hice la que creo ha sido la mejor paja de mi vida. En la siguiente ocasión, y con ella ya de protagonista, la leche caliente ya no se perdería por el desagüe de la ducha…