MARIBEL: LA ABUELA DEL VERANO (4/ Primera follada)

"¿Quieres una toallita para limpiarte?", me dijo mientras me miraba con ternura... De su pubis aún rebosaba semen y un hilillo comenzaba a impregnar su ojete.

Aparqué a dos calles de su casa. Se bajó y se encaminó hacia ella. No quería que la vieran con otro hombre que no fuese su marido, acercándola a la puerta de su casa.

“No es conveniente que te vean entrando. Si ven a alguien entrar en casa comenzarán las habladurías. En pueblos pequeños como este, la gente tiene todo el tiempo del mundo para espiar y meterse en la vida de los demás”.

Siguiendo sus indicaciones, hice un poco de tiempo antes de llegar a la casa. Golpeé con los nudillos la pequeña y discreta puerta del garaje, que daba a la parte posterior de la casa. Estaba esperándome y abrió al momento. Tvo tiempo de cambiarse. Llevaba una blusa y una falda negra lisa. En el fuego ya hervía la cafetera. No llevaba sostén y sus pechos se esparcían en el interior de aquella blusa de seda blanca, rellenada completamente con toda aquella majestuosa escultura de tetas caídas.

Sirvió los cafés y nos sentamos en la mesa de la cocina, mirándonos en silencio mientras sorbíamos poco a poco aquel que me pareció, el mejor café que había tomado en mi vida. Maribel se levantó y se sentó a mi lado. Lo primero de lo que fuí consciente y antes de que me pusiera su mano en mi poya, era que me encontraba junto a una madura "top". De carne y hueso.

El perfume que usaba era muy fuerte y se mezclaba con los olores de la cocina, del café y en general, con toda la atmósfera de aquella casa. Un perfume que me acompañará el resto de mi vida y que aquel verano se convirtió en parte de mi. Su mano amasaba mi poya y de sus labios y en ese momento, las únicas palabras que pronunciadas: “Vamos arriba”.

La seguí callado. Sus ojos negros, estaban húmedos y turbios, como si hubiese bebido. Sonreía excitada. Seguí aquellos pasos que marcaban sus enormes caderas al subir los escalones. Mi boca entreabierta y completamente empalmado. Maribel caminaba nerviosa y ágil. A pesar de su edad, resultaba muy excitante el movimiento de esas enormes caderas bajo la falda.

Algo estaba empezando a pasar en mi vida a partir de aquel momento. Acababa de cumplir cuarenta y seis años y mi sensación era como si hubiese roto con toda mi vida anterior, y como si todo estuviese comenzando de nuevo en lo que a mi sexualidad se refiere. Me sentía nuevo, libre y lujurioso, en un pueblo en el que cada vez me sentía más integrado y en el que me iba a estrenar follando mujeres mayores con una abuela de sesenta y ocho años.

Ya en el dormitorio, se volvió hacia mí. Quedamos cara a cara, inmóviles, callados y con la habitación saturada de su perfume. Estiró los brazos, puso sus manos sobre mis hombros, las bajo, lentas, por mi cuerpo, apretándose contra mí. Su aliento se transformaba por momentos en el jadeo de una perra en celo. Tenía los ojos desorbitados, como si yo me hubiese hecho más grande de golpe ante ella, y deseara acariciarme entero.

Sus manos llegaron a mi slip, y lo hizo resbalar hacia abajo. Con su mano, la suavidad de una nube y el calor de una brasa, me agarró por la poya completamente empalmada. Sentí una violenta sacudida, con todos mis sentidos concentrados en aquel festival de carne.

Cogió un cojín y lo echo al suelo: “Llevo más de once años sin comerme una poya”. Empezó con delicadeza a comerme el nabo. Poco a poco se iba acelerando. Me mordisqueo dos veces el glande. La segunda me dolió.

“Ten cuidado. O no podré follarte”.

Le cogí la cabeza para aguantarla y se la metí hasta el fondo de la garganta. Al principio pareció no gustarle. Incluso tuvimos que parar porque le dio una arcada.

“¿Te encuentras bien?"...

"Calla y no hables. Métemela otra vez hasta la campanilla”.

La cogí por el pelo, levantándola de un tirón. La apreté contra mí, rompiéndole la blusa a tirones. No llevaba sostén. Aparecieron, con pletórica suavidad sus pechos desparramándose. Enormes. Blanquitos. Acerqué mi cara, los refregué y los lamí. Le quité la falda y la agarré de las nalgas, apretándolas con fuerza.

Estaba excitado como nunca lo había estado. Ella estaba de puntillas, con la boca abierta y sin emitir sonido alguno. Con sus ojos cerrados relamiéndose. Se mordía los labios. Me agaché y empecé a comerle el coño. Un coño rubio y peludo. Con unos labios que por lo grandes, podrían hablar a voces por sí solos.

Me levanté y le di varias palmadas en el culo. “Me gusta”, me dijo...

Cogí con fuerza a Maribel y la eché sobre la cama. Era la primera vez que follaba en esa cama, con alguien más joven que ella. También, la primera vez que follaba con alguien que no fuese su marido. La cama sólo estaba cubierta con sábanas. El cabezal tallado en madera antigua y de estilo barroco, con dos ángeles presidiéndolo y tapices con flores.

Abrió sus imponentes muslos. La besé con dulzura antes de meter mis dedos en su conejo para explorar el camino. Primero un dedo. Después dos dedos. Estaba muy mojada. Chorreaba...

Aguanté mi poya desde la base con la mano derecha. La cogió y se la intentó meter dentro de su enorme coño maduro. Aparte su mano. Se le fui metiendo lentamente. Le di tres sacudidas fuertes y comencé a arremeterla con dulzura. Los empujones eran cada vez más fuertes. Perdí la noción del tiempo y con empujones cada vez más fuertes, empezó a contraerse su vientre. No gritaba. Solo susurraba. Había llegado el momento de descargar mi leche dentro de aquel conejo de sesenta y ocho años.

Me quedé encima de ella unos segundos que me parecieron eternos. Me aparté con cuidado contemplando aquella maravilla. De su pubis aún rebosaba semen y un hilillo comenzaba a impregnar su ojete.

"He visto que tienes mistela en la nevera. Voy a tomarme un vaso con dos yemas de huevo y seguimos", le respondí.

Las campanas de la Iglesia anunciaban el oficio de las cinco. Regresé al dormitorio de Maribel. Cuando entré, la vi tumbada boca arriba. Estaba restregándose con los dedos los restos de semen por los labios: "Sabe a tu quesito", me dijo.

"¿Quieres una toallita para limpiarte?", dijo mirándome con ternura…

"¡Lo único que ahora quiero es te pongas a cuatro patas!"...

Su voz susurraba con dulzura. Jadeaba, aunque parecía que cantaba. La música de aquella canción la estábamos componiendo entre los dos. Juntos y al compás con cada arremetida. Cada uno con lo suyo. Ella con sus nalgas, y yo con mis huevos golpeándole en cada dulce embestida.

En la calle sólo ya sólo se escuchaban las voces de las feligresas al salir de misa.

“¿Vendrás mañana”?, me pregunto. “Mañana y pasado y, si quieres, también pasado mañana. Me gusta y me enloquece follar contigo”.

FIN