Maribel

Dar el paso

No se fijaba donde pisaba. Había puesto el automático, y andaba colocando un pie tras otro sin un destino concreto. Su mente andaba perdida en divagaciones. La culpa la tenía un tal “El Herrero”. Era el Nick de un tipo con el que, sin darse cuenta, estuvo chateando toda la mañana. Había empezado como broma, cuando él le propuso convertirse en su esclava. Pero poco a poco la conversación fue volviéndose más seria y profunda. Y sin darse apenas cuenta, le pareció que aquel Nick conocía cada rincón de su alma. Era como si alguien hubiera creado a un hombre en base a todos sus deseos, fantasías y necesidades más ocultas y enterradas. Y lo que era peor. A través de la conversación aquel hombre invisible le había puesto frente a los ojos la forma de llevar a cabo todo aquello de una forma real, con los pies en el suelo. A eso de las 14:00, turbadísima, usó como excusa la necesidad de salir de la oficina para ir a comer y poder librarse del embrujo al que se sentía sometida.

Ahora, paso tras paso, se daba perfecta cuenta de que el embrujo era todavía más grande. En las entrañas sentía una sensación terrible de vacío. Alguien le había puesto delante una foto de ella misma, con todo aquello que siempre había llevado tan cerrado dentro de sí, vergonzosa de que alguien pudiera conocer sus más íntimos secretos. Con él había sido muy sencillo hablar sobre todo aquello. No la juzgaba, no la tachaba de nada. Para él, todas sus locuras eran las cosas más sencillas del mundo. Y consiguió que ella se abriera totalmente, como nunca lo había hecho con nadie. Ella se sintió libre, frágil y a la vez valiente y decidida. Poco a poco fue desvelando a aquél desconocido sus más intrincados y escabrosos deseos.

Dijo que necesitaba ir a comer y cerró el chat. Deprisa. Como intentando cerrar una ventana cuando alguien te ve desnuda desde el piso de enfrente, y corres a desaparecer para no ser vista ni reconocida. Para que nadie en la calle pueda reconocerte. Levantó un momento la mirada, se fijó en la calle que seguía con una leve pendiente. Ni siquiera pensó en que no conocía aquel barrio. Tenía miedo. Miedo de si misma. Ese desconocido había abierto la caja de Pandora, y todo aquello que mantuvo sumergido y amordazado durante años, le saltó a la cara en unas pocas horas. Lo intentaba, pero no podía volver a meterlo todo en la caja como si nada hubiera pasado. Era ya imposible. Su mente iba a mil por hora de una escena a otra, repasando todo aquello que, como pequeñas películas, había ido guardando celosamente para sí misma. Para que nadie más supiera como era por dentro.

No intercambiaron pequeños relatos de sexo. Tampoco intercambiaron situaciones de elevado grado sensual. Todo lo contrario. “El Herrero” había sido crudo, duro, real, claro, sencillo y a la vez terriblemente real. Poco a poco expuso todas sus ideas y formas de pensamiento como lo haría una enfermera con los instrumentos de cirugía sobre una mesita blanca e impoluta, listos para ser usados al instante. En perfecto orden. Sin eufemismos y de una manera totalmente natural. Fríamente. Y eso era lo peor de todo, porque no había escondrijo donde ella pudiera esconderse. Le puso a sí misma frente afrente, y luego le hizo sentir todo aquello como la cosa más natural del mundo.

No podía volver a la oficina. No podía volver a su casa. Ya no era ella. O, peor todavía, alguien la había desnudado y ahora ya no podía taparse. Porque desde que cerró el chat, aquella Maribel que todos conocían había desaparecido. Y una desconocida tomó su mente hasta hacerla suyo totalmente. Ahora no podía mirar a la cara ni a sus amigos, ni a sui familia, ni siquiera a los compañeros de la oficina. La falda oscura apenas podía ocultar la enorme mancha. Cuando se levantó de su puesto después de cerrar la sesión de su ordenador, se dio cuenta de que estaba tan húmeda que tuvo que ir al cuarto de baño para quitarse el tanga, secarlo con la máquina de aire caliente, y colocárselo de nuevo. Intentó secar la falda, pero le fue imposible. Y como en la oficina no había lugar donde esconderse, pensó en cualquier terraza de un bar en la que sentarse, tomar algo y esperar a que se secara. Pero empezó a andar, su mente se perdió recordando la conversación con aquel tío, y sus pasos la llevaron a un rumbo sin destino.

Imagen tras imagen, se vió a si misma con los piercings en los pezones, labios vaginales, clítoris y lengua. Su mente sintió el dolor de las agujas al traspasar su carne y meter dentro el frío metal. Luego, su mente vió como aquel desconocido cerraba para siempre los aros para volverlos definitivos. Jamás podría sacárselos. Serían parte de su cuerpo. Y su cuerpo, propiedad de aquél su Amo. Sintió como las agujas se abrían paso por su piel para formar los más locos tatuajes, a gusto de su Señor, para convertirla en su esclava y perra. Su mente saltó de nuevo a un sucio sótano donde, desnuda y atada de manos, era azotada por aquél extraño hasta babear, gritar, llorar y pedir clemencia. Ni siquiera podía cerrar las piernas para evitar los golpes, pues una barra atada entre sus tobillos la mantenía totalmente abierta. Los golpes llegaban incluso a su pubis y el interior de sus muslos, dejando finas líneas rojas que poco a poco se convertían en azules cada vez más oscuras. Volvía a saltar su mente, gritando de dolor cuando su dueño le imponía unos hierros al rojo vivo estando atada a un poste para que las cicatrices salieran perfectamente limpias al no poderse mover. Hasta caer desmayada. Paso a paso, su tanga volvía a estar totalmente empapado. Y la mancha crecía sin poderlo evitar. Ahora eran dos perros que, delante de su dueño, la usaban por ano y vagina hasta quedar pegada a ellos, uno tras otro, llenando ambas cavidades de una enorme cantidad de semen. Su mente volvía a saltar, sintiendo como era electrocutada estando atada, desnuda y mojada, sobre una mesa de madera. La mordaza apenas le dejaba decir nada. Y sus gritos se desvanecían incluso antes de salir de su garganta. En otro flash, varios hombres y mujeres la usaban a la vez, y luego pagaban a su dueño por el tiempo que la habían estado usando…

Su mente ahora vivió el ser ensartada con las dos manos de su dueño, a la vez, por ano y vagina. Y sus propios ojos vieron como su vientre se movía arriba y abajo mientras la mano de su dueño llegaba hasta el último rincón de su vientre. Ella pedía permiso para poder explotar con los orgasmos, pero una y otra vez su dueño le negaba el permiso. No pudo más, suplicó, y su dueño le permitió tenerlo a la vez que, muy despacio, sacaba su brazo del interior de su ano. Fue tan fuerte que no pudo retener nada de su cuerpo, y se vació totalmente en el suelo, bajo sus abiertas piernas. Cuando terminó, su dueño la llamó perra del infierno, y como castigo por aquello, le hizo limpiar el suelo con la lengua hasta no dejar rastro.

Sonó el teléfono. Eso le hizo volver al mundo real. Entonces recordó que  le había dado su número de móvil.

-        ¿Por dónde andas, perra? – lo dijo con dulzura, con cariño. Ella se estremeció.

-        Ando sin rumbo. Ya no soy yo y no sé que hacer – le respondió ella.

-        Termina la frase o cuelga.

-        … mi amo.

-        ¿Quieres volver a tu casa y a tu vida? ¿O prefieres empezar a ser la perra esclava que siempre has llevado dentro?

-        …

-        ¿No contestas? Bien. Dime el nombre de las calles que cruzan entre sí en el lugar en el que te encuentras ahora.

-        Enrique Granados con Diputación, mi amo.

-        ¿Quieres despedirte de alguien?

-        No puedo, mi amo. Ni quiero tampoco.

-        Entonces descálzate y espérame de pie.

Veinte minutos más tarde, una furgoneta gris paró en el cruce de las calles Diputación y Enrique Granados. Bajó un hombre, puso un collar a una muchacha descalza que parecía esperar a alguien. Luego colocó una correa, y la muchacha le siguió mansamente hasta el interior de la furgoneta. El hombre ató la correa a una argolla de carga. La muchacha se estiró sobre la moqueta del suelo de la furgoneta. El hombre cerró las puertas traseras, subió, se colocó el cinturón de seguridad, y la furgoneta desapareció calle abajo. Sobre la acera solo quedaron dos zapatos abandonados.

A Maribel nadie volvió a verla, Nadie supo de ella nunca más. Ni en la oficina, ni en casa de sus padres, ni siquiera sus más íntimos amigos. La buscó la policía durante unos meses. Pero a lista de desaparecidos era muy larga, y aparte de la familia, nadie más la echó de menos.

En algún lugar hay un edificio con un par de inmensos sótanos. En uno de ellos hay maquinaria en funcionamiento dia y noche… salen cientos de pantalones tejanos sin marca. En el otro sótano, hay una muchacha muy feliz porque su dueño le ha dicho que en un par de meses se trasladan a una pequeña masía en mitad de la montaña, donde podrá entonces correr desnuda, atada a un pequeño carro, para llevar a su amo por aquellos parajes. Éste le ha enseñado fotografías de las caballerizas y porquerizas, y ambos pasaron horas dándoles forma definitiva para ella, para los perros y para un par de caballos.

Por supuesto, aquella muchacha suplicó a su dueño que el cierre de su collar metálico fuera también definitivo. Su dueño, “El Herrero”, le contestó que no le prometía nada. Todo dependería de ella, de su entrega y de su obediencia. Al oir aquello, la muchacha tomó un cuchillo de la mesa (ella no los usaba porque una perra jamás usaba cubiertos para comer), colocó el afilado cuchillo en la mano de su dueño, y la guio hasta que el filo tocó su garganta.  Apretó un poco hasta que salieron unas gotas de sangre…

-        Soy suya amo. Para TODO lo que quiera de mí.