Mariana y Carmen (8)

Carmen va a un convento y las monjas se divierten.

Desde la inmensa paliza de aquel lunes, Carmen no volvió a intentar encontrar otro trabajo, sino a esmerarse totalmente en lo que hacía, y no desobedecer jamás a su Señora en nada, para que no volviera a pegarle de aquella manera.

Siguiendo sus órdenes, no volvió a usar pantis debajo del uniforme. Sólo unas medias que le llegaban a medio muslo, con una liga de silicona para que no se le cayeran. Por encima, sólo una combinación y el uniforme. De esa manera, cuando cometía cualquier pequeña falta, a juicio de su Señora, y ésta debía castigarla, Carmen acudía al salón, se levantaba la falda y la combinación, se bajaba las bragas hasta las rodillas, donde las sujetaba manteniendo las piernas juntas, y se inclinaba sobre el sofá, con los codos sobre el asiento, esperando el castigo, y rezando para que fuera leve.

Normalmente no eran severos, diez o doce buenos zapatillazos que mantenían viva la amenaza sobre ella, y que a Mariana le sabían a gloria, sobre todo porque sentía que eran el símbolo de su posesión, y de que en cuanto quisiera, la tendría a su disposición para los planes que se iban forjando en su mente. Cuando se paraba a pensarlo, no podía creer en su suerte al tener a Carmen para ella de esa forma, tan entregada, tan sumisa, tan esclavizada, y sin desearlo, sino obligada por su situación de dependencia por culpa del niño.

Una tarde, en mitad de la faena, Mariana llamó a Carmen.

-Mañana, en vez de venir aquí, vas a ir a esta dirección, y estarás allí todo el día, sirviendo a mi hermana, que necesita una mano.

-Sí, Señora, como usted desee.

-Muy bien. No tengo que decirte, Carmen, lo disgustada que me quedaría si mi hermana me diera alguna queja de ti. Le he asegurado que eres una criada perfecta, que puede ordenarte lo que sea, y que la obedecerás en todo, inmediatamente y sin rechistar.

-Sí, Señora, no se preocupe.

-Bien. No hace falta que lleves ningún uniforme, y Ten en cuenta que mi hermana es más severa que yo, así que vete pensando que va a ser un día agotador. Ah, y puede que te necesiten más tiempo del que estás aquí normalmente. No te preocupes del niño, que si hace falta, yo iré a buscarlo y me lo traeré aquí, donde tú lo recogerás cuando termines.

A veces, la costumbre de decir a todo que sí, sin pensarlo, se le atragantaba a Carmen, y se percibía una sombra de duda, como en este caso. Por eso, cuando dijo:

-Sí, Señora… como usted diga -sabía que ya era tarde.

-¡Al salón!

En el salón estaba el Señor, pero Carmen ya había aprendido que eso no importaba, y a Mariana le encantaba indicar así el castigo, pues en parte sabía que Carmen era también su puta, y la mandaba al salón para exhibirla.

El Señor leía la prensa en el sillón. Carmen solo dijo:

-Buenas tardes, Señor.

Y sin esperar contestación se puso frente al sofá, se subió el uniforme y la combinación hasta sujetarlos con el cinto del delantal, se bajó las bragas hasta sujetarlas con las rodillas, y se inclinó sobre el sofá, mostrando el culo al Señor y a cualquiera que quisiera verlo.

Unos minutos después, pues a la Señora le gustaba tenerla allí postrada, esperando, oyó el característico clac clac  clac de las zapatillas-chinelas que Mariana traía puestas, haciéndolas sonar especialmente. Se acercó hasta donde estaba Carmen y con una patadita al aire, se sacó una de las zapatillas, que quedó al lado de los pies de la criada, para que ella viera con qué la iba a castigar, era verde oliva abierta por detrás y con una suela de goma gris oscuro que hacía ver las estrellas a quien la “probaba”. La cogió, la levantó en el aire, extendiendo todo su brazo, y paladeando el estremecimiento de Carmen, que se encogió levemente esperando el golpe, pero en ese momento, Mariana se detuvo, dejó la zapatilla sobre el culo de Carmen, y se dirigió hacia donde estaba su marido, con el que se puso a comentar algo del periódico. Tuvo así a la criada, inclinada sobre el sofá, con la zapatilla sobre ella, unos minutos. Entonces volvió y descargó sobre las nalgas de Carmen una serie de duros azotes seguidos que la hicieron caer.

-Desde luego, ahora me harás volver a empezar.

Zas, zas, zas, zas zas…

Mariana pegaba esta vez sin mucho entusiasmo, pensando más en el día siguiente, y terminó pronto.

-Anda, sigue con tu trabajo, que me agotas.

-Muchas gracias, Señora.

Al día siguiente, Carmen se dirigió a la dirección que la Señora le había dado, y tuvo que mirar varias veces la calle, con peligro de llegar tarde, porque el número correspondía a un convento. Casi segura de haberse equivocado, llamó al timbre.

Una monja de unos cincuenta años le abrió la puerta. Iba vestida de negro, completamente, incluida la toca.

-Buenos días, dijo Carmen, me envía Doña Mariana para servir a su hermana.

-Bien, te estábamos esperando. Pasa por aquí.

Cerró la puerta tras de ella y candó con una llave que la monja se guardó. El sonido de la puerta al cerrarse, y de la llave al candar le produjeron una fuerte sensación de miedo a Carmen.

-Sígueme -dijo la monja.

La llevó por varios pasillos hasta un cuarto pequeño que no tenía ni ventana. En él sólo había una estrecha cama y un reclinatorio, en la cama había una prenda blanca.

-Desnúdate y ponte el hábito. Aquí no podemos estar con ropa de calle.

La monja se quedó junto a la puerta, esperando. Carmen, que ni siquiera sabía si aquella era la hermana de Mariana, obedeció de inmediato. Se desnudó por completo, siempre bajo la atenta mirada de la monja, y cogió el hábito para ponérselo. Era una especie de camisón que llegaba a los pies, de manga larga, con el cuello muy cerrado, botones en la espalda, y de una suavidad que sorprendió a Carmen. Cuando estuvo vestida, la monja se le acercó y le soltó la coleta, extendiéndole el pelo por hombros y espalda. Luego le señaló unas zapatillas que había bajo la cama. Eran de paño negro, con la suela de color, menos la goma del final, que era amarilla y rugosa. Acostumbrada a las zapatillas, Carmen no tuvo dificultad para reconocer el característico tacto de la suela que más dolía en el culo. Se las puso.

-Sígueme.

Caminó detrás de la monja, hasta el primer piso del claustro, y entraron en una habitación donde había únicamente una cama en el centro.

-Inclínate sobre el catre  con los brazos abiertos sobre la cama.

Carmen cerró los ojos y estuvo a punto de preguntar que había hecho, pero  le entraron ganas de llorar. Había ido hasta allí para ser castigada, y seguro que eso significaba que lo sería de una manera muy especial, pero no hubo ninguna duda en su acción. Inmediatamente se dobló sobre el catre trasero, que sobresalía un par de palmos sobre la cama. Ella quedaba doblada sobre su pubis, con el culo en pompa, y el pecho sobre la cama. Extendió los brazos a los lados. La monja agarró uno de ellos y se lo estiró, atándolo a una correa que había en el lateral. Luego hizo lo mismo por el otro lado. Por último, se puso a su espalda y le subió el hábito por encima del culo. Carmen quedó así inmovilizada, preparada para lo que fuera.

-Quítate las zapatillas.

La monja se agachó para coger una de las zapatillas y sin decir más palabras, se colocó al lado de Carmen para empezar a azotarla en el culo, una y otra vez, cada vez más fuerte, ZASSS, ZASSS, ZAASSS, ZAASSS, ZZAASSSS, ZZZAAASSSS, ZZZAAASSSSS, ZZZAASSSS. Primero en una nalga, y después en la otra: ZAAAASSS, ZAAASSSSS, ZAASSSSSS, ZAAAAASSSSS, ZZAAAASSSS, ZZZAAAASSSS, ZZZAAASSSSS, ZZZAAAASSSS. Le pegó un palizón que nada tenía que envidiar a los que le daba su Señora, y lo peor es aún no sabía que había hecho para merecer aquello.

Luego, sin decir ni una palabra, la monja se fue y dejó a Carmen allí atada, durante un rato que se le hizo primero interminable, pero luego muy corto, cuando llegó otra monja que sin abrir la boca, le duplicó el castigo, con la misma zapatilla para desaparecer inmediatamente.

Carmen empezó a temer que ese día podía ser así por completo, pero eso no lo podría aguantar, ni ella por muy acostumbrada que estuviera, ni nadie.

Al rato, volvió a entrar la primera, y cogió de nuevo la zapatilla.

-¡Por favor, por favor! Haré todo lo que ustedes me ordenen.

La monja se quedó un momento parada.

-¿Ah, sí? ¿Y quién te ha ordenado hablar?

Y diciendo esto, redobló el castigo en el culo de Carmen, que ya no pudo aguantar los gritos.

-Puedes gritar lo que quieras, hija, que aquí nadie va a oírte.

Carmen sentía su culo ardiendo, realmente en llamas,  y justo ahí, donde más quemaba, caía una y otra vez la zapatilla. Cuando la monja se cansó, tiró del pelo de Carmen hacia arriba, levantándole la cabeza.

-Vamos a ver si realmente mereces que cese el castigo.

La monja colocó la almohada doblada en el centro del lecho, y se subió en él, apoyando su espalda y cabeza sobre la almohada, y tras subirse los hábitos, colocó las piernas abiertas alrededor de la cabeza de Carmen aplastando su pubis sin bragas contra la cara de la criada.

Carmen no lo dudó ni un momento, y buscó ansiosa con su lengua los labios y el clítoris de la monja, cualquier cosa menos seguir sufriendo la zapatilla.

Aquel sexo estaba completamente seco, pero poco a poco, y con ayuda de la saliva de Carmen, fue humedeciéndose. Carmen oía los jadeos de la monja, y apretaba con más fuerza su lengua y su boca, esperando que terminara, aunque temiendo también que al terminar con eso, siguiese con la zapatilla.

Un rato infinito más tarde, la monja se corrió entre gritos, y se apartó de Carmen, que pudo descansar un momento, temerosa de lo que pudiera venir después.

La monja se levantó, se arregló los hábitos y desató a Carmen.

-Ponte las zapatillas y este delantal.

Cuando estuvo lista, la hizo salir al claustro.

-Este será tu trabajo para hoy: Hay que fregar bien el claustro, este piso y el de abajo.

Carmen observó el suelo, de cerámica roja, y la longitud de cada lado del cuadrado que formaba el claustro.

-Por supuesto, lo tienes que hacer de rodillas, y si no queda perfecto, habrá que repetirlo las veces que haga falta, ahí tienes el cubo, el cepillo para limpiar bien cada baldosa, la bayeta, en fin, todo. Así que vamos, manos a la obra.

El resto del día, Carmen lo pasó de rodillas, fregando una y otra vez aquel piso porque cada vez que pasaba una monja encontraba alguna falta. Por la tarde apenas había completado el primer piso, sin llegar a las escaleras ni a la planta baja. Se acercaba la hora de salir su hijo del colegio y nadie le decía nada, al contrario, las repeticiones eran más abundantes, a pesar de que aquella cerámica basta brillaba.

Ya había atardecido cuando una monja que se parecía mucho a su Señora Mariana se acercó hasta ella.

-Soy la madre Virtudes, y veo que mi hermana Mariana tenía razón. Estás muy bien educada. Debes de estar preocupada por tu niño, pero no lo hagas, él está perfectamente en casa de mi hermana, esperando a que vuelvas.

-Sí, Señora.

-No, por favor, aquí no hay Señoras. Llámame, a mí y a todas, Madre.

-Sí, Madre.

-Muy bien, hija. Ven conmigo, dejaremos el resto del claustro para otro día.

Al levantarse, Carmen casi se cae, por el rato que hacía que llevaba de rodillas.

Virtudes la agarró por un brazo, y la sujetó contra ella.

-Pobre, has trabajado mucho.

La llevó hasta su celda, y allí la desnudó, ayudándola después a tenderse en la cama, luego la monja se desnudó también, sin despegar los ojos de los de Carmen, que la miraba sin saber qué pensar. Por fin, Virtudes se tendió con su cuerpo pegado al de Carmen.

-Quiero que seas tan dulce como una chiquita como tú puede ser, hija. Seguro que prefieres esto a volver al catre de esta mañana.

-Sí, Madre.

Carmen empezó a acariciar torpemente el cuerpo de la monja, que se pegaba al suyo hasta mezclarse con él. Las manos de la monja también recorrían la piel de Carmen, que, agotada, apenas sentía nada, y apenas podía corresponder. Virtudes le dio un largo beso en la boca, y luego se separó unos centímetros de ella.

-¿Sabes, Carmen, que esto también es un colegio?

-No, Madre, no lo sabía.

-Pues sí, es un colegio, y tenemos alumnas internas. Pero no nos importa tener alguna alumna de sexo masculino de vez en cuando.

-Sí, Madre -contestó Carmen, sin querer entender lo que le estaba diciendo.

-Nosotras no hacemos diferencias. Todas las alumnas son iguales, sean del sexo que sean. El mismo tratamiento, las mismas normas, los mismos castigos, los mismos hábitos. ¿No crees que tu niño estaría aquí muy bien?

-¡Madre, pero es un niño!

-Ya te he dicho que no nos importa. Haríamos de él una sumisa novicia, como todas.

¿Quieres que tu niño se quede con nosotras, Carmen?

Carmen intuyó que más le valdría decir que sí , así que con voz queda le dijo:

-Por favor, Madre.

-Pues entonces, Carmen, tenme contenta, hija, vamos.

A partir de ese momento, Carmen acarició como la mejor amante, lamió y chupó como la perrita más cariñosa, besó a la monja como si la deseara desde siempre, se deshizo incluso en las palabras más ardientes, y la monja disfrutó de su joven querida hasta que ambas, exhaustas, quedaron mezcladas en un abrazo. Virtudes se dejó vencer tranquilamente por el sueño, mientras Carmen, a su lado, no se atrevía a moverse pero no dejaba de pensar que las horas pasaban y su hijo estaba en casa de Mariana, esperándola. Pero incluso con esa preocupación, el cansancio de todo el día pudo más que ella, y también se quedó dormida entre los brazos de Virtudes.

La despertó una conocida voz:

-¡Carmen!

Abrió los ojos y entre el pelo revuelto vio la figura de su Señora Mariana.

-¡Pues vaya una forma de trabajar! ¿Para esto te mando yo al convento?

Virtudes se movía perezosa y sonreía.

-¿Qué hora es?

-Más de las once, casi media noche hermanita.

-¿Y mi hijo?-se le escapó a Carmen, y de inmediato supo que había cometido un grave error. Virtudes la empujó, tirándola de la cama.

-¡Fuera de mi lecho, puta!

Mariana la agarró y la empujó contra la cama, quedando Carmen en la postura de recibir una paliza, con los brazos apoyados en el lecho.

-Lo siento, Señora, lo siento.

Todavía sentía en el culo los rastros de la paliza de por la mañana, y se puso a llorar al imaginar lo que le esperaba.

-¡Lo siento mucho, perdone, Señora, perdone!

Mariana cogió una de las zapatillas de Carmen que estaban junto a la cama, y sin prolegómenos de ningún tipo, empezó a golpear las amoratadas nalgas de Carmen con todas sus fuerzas.

ZAASSS, aaayy!, ZAAAAASSS, aaayy!, ZASSSSS, aaayyyy!,ZAAAAASSS, ayyyyyy!, ZAAAASSS, aaaayyyyy!, ZAAAAASSS, aaayyyyy!, ZAAAAASSS, ayy!, ZASSS, ayyyy!, ZASSS, aaaayy!, ZASSS, aaaaayyy!, a cada golpe seguía un grito entre sollozos de Carmen, y los golpes sólo cesaron cuando el culo de la criada parecía a punto de estallar en sangre.

-Por cierto, putita, tu hijo está bien cuidado en mi casa. Y se ha portado muy bien, ha hecho todos sus deberes, y después se ha bañado. Claro que después le he tenido que prestar unas braguitas, porque no iba a volver a ponerse los calzoncillos sucios. Y como no quería ponerse tu uniforme de diario, mi marido tuvo que darle unos buenos azotes con el cinto.

Luego se puso el uniforme para servirnos la cena, y después ya no puso ninguna resistencia cuando le presté un camisón de niña, blanco, con muchos lacitos, para irse a la cama. Y allí estará, bien dormidito. ¿Sabes que tu hijo tiene maneras de criada? Yo creo que entre todas podremos hacer de él otra criadita tan sumisa y tan puta como su madre.

Carmen escuchaba sin fuerzas ni para horrorizarse. Lo único que quería era que no volvieran a pegarle. Ni una palabra salió de su boca.

-¿Y por qué tiene que ir a esa escuela pública, pudiendo venir aquí? -preguntó Virtudes.

-Hermanita, eres una egoísta que quieres a los dos. Cuando Carmen vuelva a casa, hablaremos. Y me voy, que ya veo que estáis muy bien aquí.

Mariana salió, y Virtudes empujó suavemente a Carmen otra vez a la cama, metiéndose ella también.

-Vamos a dormir, putita, que mañana te espera un día muy largo.