Mariana y Carmen (6)

Siguen las peripecias de ambas mujeres, pero el hijo de Carmen va tomando conciencia de su perversión...

Carmen pasó todo el fin de semana pensando en lo que había pasado. Cuando salió de casa de los Señores estaba tan decidida a dejarlos que aquel mismo sábado compró un periódico y llamó a varias casas, aunque ya era tarde, y sin ningún resultado, claro.

Y el domingo por la mañana repitió la operación. Pero ninguna casa le ofrecía lo que tenía en esa, además de que todas querían informes del último lugar donde había servido. El domingo por la tarde, con el culo ya mucho menos dolorido, empezaba a verlo de otra manera.

Al fin y al cabo, pensaba, yo también le doy algún azote a mi hijo cuando se lo merece, pues tampoco es tan raro que la Señora me los dé a mí cuando me lo merezco.

Pero no era éste un pensamiento consolador, sino casi al contrario. El sentimiento que se iba apoderando de ella era una mezcla de resignación y frustración. Tendría que seguir sirviendo en aquella casa, a aquella Señora, y no veía la forma de librarse de ella.

Y seguiría recibiendo azotes, y poniéndole buena cara, y sobando a la Señora cada vez que a ella le pareciera bien. Pensaba seguir llamando por si encontraba otra cosa, pero no podía dejar esta, tendría que seguir conviviendo cada día con los caprichos de la Señora, con sus zapatillas, sus camisones y sus azotes. Y eso también le producía ira. Se enfadaba por no ver salida, y su enfado acabó pagándolo Gabriel, cuando por un descuido cayó una taza llena de leche y la rompió, derramando toda la leche por el suelo de la cocina.

-¿Se puede saber qué te pasa?¡No tienes ningún cuidado!

-Lo siento, mamá, ha sido sin querer.

-¿Sin querer? Te voy a dar yo a ti sin querer. ¡Ven aquí ahora mismo!

Carmen llevaba una bata de cuadritos granate y azul, sin mangas, cruzada por delante y atada por una tira de la misma tela que partía de los lados de la bata, salía de la parte de dentro por un ojal, y con la que se la sujetada como cinturón, y unas zapatillas de paño de cuadros rojos y negros, con una flexible suela de goma negra y el piso amarillo, un reborde finísimo como de pelusilla roja, y con la parte de atrás doblada hacia dentro, por lo que las llevaba como unas chanclas.

Con un movimiento del pie se sacó la zapatilla derecha, que cogió con la mano y señaló con ella la leche derramada:

-Ponte a recoger eso ahora mismo. Coge una bayeta y un cubo y que quede el suelo reluciente.

Gabriel iba a salir en aquel momento a la calle con los amigos y estaba vestido con la ropa de los domingos: pantalones largos de tergal, verde oscuros, y un jersey verde claro de pico, por donde se veía el cuello de la camisa blanca que llevaba debajo, que también asomaba por la cintura, pues el jersey era muy corto., la típica ropa de chaval de la época.

-Pero mamá, iba a salir con...

-¿ibas a salir? mira el señorito, ¡¡ven conmigo!!

Con su mano libre lo agarró por una oreja y casi lo arrastró hasta su cuarto.

-¡Quítate esta ropa, que ya no la vas a necesitar hoy!

-Mamá...!!

Tal como estaba, Carmen, frente a él, lo agarró con su mano izquierda por la pequeña melena que Gabriel llevaba, y con la derecha empezó a azotarlo con todas sus fuerzas en el muslo y la nalga. Con tanta ira y rabia, que Gabriel dio un grito de dolor a pesar de la ropa, y se asustó.

-Ya, mamá, ya, ya me quito la ropa, por favor, no me pegues más.

Carmen se puso delante de la puerta, con la zapatilla todavía en la mano y mirando a su hijo con los ojos echando chispas.

Gabriel se desnudó en un momento, quedándose en calzoncillos y calcetines.

-Tengo frío, mamá, déjame ponerme algo.

Carmen dejó caer la zapatilla y se soltó el cinto de la bata, se la descruzó y se la quitó, quedándose en combinación. Se la tendió a Gabriel.

-Toma, ponte esta bata, que bien te pusiste las zapatillas de la Señora cuando ella te lo dijo.

-Yo no quería...

Iba a seguir protestando, pero vio a su madre agacharse de nuevo a por la zapatilla y avanzar hacia él.

-Ya, ya me la pongo, ya, pero no me pegues más, ya me la pongo.

Gabriel dio vueltas a la bata, hasta encontrar el modo de ponérsela. Por fin, rojo de vergüenza, la tuvo puesta y buscó la forma de atársela.

-La tira que queda dentro tienes que pasarla por ese ojal, inútil!!

Gabriel encontró el agujerito y pudo cruzar los dos cabos del cinto, para atarlos después en la parte de atrás.

-¡A la cocina!

Pero según pasaba junto a ella, con la cabeza baja, sumiso, Carmen se vio a sí misma así, sumisa con su Señora, la rabia se apoderó de ella y volvió a agarrarlo del pelo y tiró de él hacia la cama, donde ella se sentó y puso a Gabriel boca abajo sobre su regazo. Allí, sin atender sus súplicas, lo sujetó con la mano izquierda mientras con la derecha, sin soltar la zapatilla, le subió la bata hasta taparle con ella la cabeza y le bajó los calzoncillos hasta las rodillas.

Y empezó a descargar toda su frustración con toda la fuerza de que era capaz contra el culo de Gabriel. ZASSS, ZASSS, ZASSSSS…

Gabriel pataleaba y gritaba y Carmen le daba cada vez más fuerte, 5, 10 azotes.

-No vamos a terminar hasta que no te calles!!!

20, 40 azotes, las nalgas de Gabriel estaban rojas como amapolas, y se había callado hacía un rato, llorando sin parar, en silencio. Carmen también había bajado la frecuencia de los azotes, pero no su fuerza. Levantaba el brazo tanto como podía y lo descargaba una y otra vez sobre el culo del chico, que ya iba cambiando del rojo al morado. Y cuando iba a parar, la imagen de la Señora volvió a su mente, y la del Señor, ella sujetándola y tocándose, metiéndole las bragas en la boca, y él azotándole con brutal frialdad, y de nuevo arreciaron los azotes, junto a las mismas lágrimas de Carmen. Pero su brazo ya estaba cansado, y paró. Respiró, agotada, y le dijo a Gabriel:

-Y ahora te vas a la cocina, y espero no tener que volver a azotarte.

Y el muchacho, con la bata de su madre y de rodillas, con la cara mojada de tanto llorar, fue recogiendo fragmento a fragmento toda la taza, y con el cubo y la bayeta toda la leche, mientras su madre, con la zapatilla en la mano, lo miraba sentada en una silla, sin decidirse a seguir con el castigo o a terminarlo.

Cuando Gabriel terminó, todavía de rodillas, miró a su madre.

-Ya está, mamá. Lo siento mucho.

Al oírlo, Carmen volvió a ser plenamente consciente de la injusticia que estaba cometiendo, pero al mismo tiempo pensó que todo lo que a ella le pasaba con la Señora era culpa de aquel crío, lo que la enfureció mucho más.

-¡¡Más lo vas a sentir!! ¡Estoy harta de tener que arreglar todo lo que tú estropeas! Te vas a quedar ahí, de rodillas, una hora entera, para que pienses bien en lo que acabas de hacer, y en lo que me has hecho hacerte por no obedecerme. Esos azotes me han dolido a mí más que a ti, y no quiero que se repitan. Y como te muevas, vuelvo a dejarte el culo como una estera…

Gabriel no se movió, y una hora después, cuando ya ni sentía las rodillas, su madre lo ayudó a levantarse y lo acompañó a su cuarto para quitarle su bata y ayudarle a ponerse un pijama, porque lo de salir ya ni se le ocurrió pensarlo a Gabriel.

Cenaron en la cocina en silencio, y luego se pusieron a ver la tele en el sofá, donde Gabriel se durmió apoyado contra su madre mientras le miraba las zapatillas que aún llevaba en chancla, aquella zapatillas que le habían dejado el culo tumefacto, pero que sin embargo no podía evitar excitarse al verlas. Tentado estuvo de ponerse de rodillas y besar, y oler las zapatillas de su madre. ¿Pero que le estaba pasando?¿Cómo podía estar tan enfermo, ser tan pervertido?  Finalmente le pudo el cansancio y se quedó durmiendo con la cabeza apoyada en el hombro de su madre, que aunque miraba el televisor, no veía nada, porque tenía su mente ocupada en el día siguiente, cuando tendría que volver a casa de la Señora, una casa donde era ella la que recibía los azotes, y no la que los daba.